“Las penurias empezaron a partir del año 1937,
en que los alimentos se pusieron imposibles de adquirir. De este año recuerdo
los viajes colgado del tranvía, cuando íbamos a vaciar los huertos de Badalona,
el Prat y Montcada. Éramos auténticas “plagas de langostas” de niños
hambrientos que devorábamos todo lo que había plantado.
Luego vinieron los terroríficos bombardeos.
Desde los cielos, morada de santos, ángeles y de un prometido paraíso terrenal,
por nuestra santa religión, aparecieron grises palomas italianas cargadas de
enormes lágrimas metálicas que sesgaron las vidas de varios miles de inocentes
personas, al estallar sobre las casas de mi querido barrio de la Ribera. 7000
fueron los muertos en mi ciudad. Cantidad ésta proporcionada por unos eruditos
franciscanos montserratinos historiadores, merecedores de repetir en
matemáticas.
En el barrio de la Barceloneta, de cada tres
casas, una dejó de estar en pie.
Recuerdo un bombardeo en el mercado de este
barrio, en que fueron tantas las víctimas, que las tuvieron que cubrir con
paneras de mimbre de pescado.
En la plaza de Sant Felip Neri, varias de sus
casas quedaron deshechas. En los sótanos de una de ellas se refugiaron unos
niños venidos de Madrid. Por las bajas ventanas entró una bomba y tuvieron que
sacar a los niños a pedazos. Mi padre se negó a cargarlos en los camiones, no
paraba de llorar. En la calle de Sant Antoni del Call, una finca de cinco pisos
fue derrumbada. En el último piso había una mujer sobre su cama que se apoyaba
con sus cuatro patas en el justo sitio. A los gritos de locura de la pobre
mujer acudieron los bomberos con unas enormes escaleras y la rescataron con
vida.
El edificio Cambó y el de Fomento del Trabajo
fueron ocupados por la CNT. En sus sótanos había un refugio antiaéreo, donde
nos cobijábamos mucha gente de mi barrio, ancianos, mujeres y niños. El resto,
en la estación subterránea del metro Jaime I. En uno de aquellos terroríficos
bombardeos, iba yo con una miserable lechera de aluminio llena de viento a
recoger dos cazos de arroz con lentejas, en el restaurante Dinámico, que estaba
en la Plaza del Ángel. En pleno bombardeo corría de las explosiones y los
cristales que caían como lluvia de navajas barberas, hacia el refugio, donde
estaban mis tres hermanos pequeños y mi buena madre. Tuve que elegir la calle
de Subteniente Navarro y girar por la calle del Colegio Baixeras. En el inicio
de esta calle que, por cierto, hace bajada, al oír silbar las bombas me arrojé
al suelo con una caña en la boca, con el fin de poder coger aire para que no me
reventasen los pulmones con las explosiones, instrucción dada por la Defensa
Antiaérea. Vi también que en la parte alta caminaba una mujer. Pero al volver a
mirarla, la metralla le había cortado la cabeza y logró andar varios pasos sin
ella. Me faltaron ojos en mi cara para poder albergar el horror de lo que veía.
Horribles escenas que fueron grabadas en la
mente de un niño de nueve años.
El puerto de mi ciudad era el blanco
preferido por los pilotos Tenores del Duce que, convencidos, creían que el
contenido de las bombas eran partituras musicales, en vez de metralla. Fieles
creyentes que del cielo no podía caer nada malo y que, por eso, antes de partir
a una misión musical, pedían a sus sacerdotes la bendición castrense, adornada
con música sacra.
Muelles de mi puerto, destrozados, sin techos
ni paredes, buques hundidos, cuerpos humanos destruidos, carros con caballos
con los intestinos fuera de sus barrigas y un rabioso olor a pólvora y fuego.
Entre los buques afectados había el Villa de Madrid, el Argentina y el Uruguay,
buque prisión. Escapé, junto con mi amigo Simeón Gil, de varios bombardeos.
Junto con mi inseparable lechera de aluminio, iba casi a diario a buscar comida
en los pocos barcos que se mantenían a flote. Pedíamos de comer para nuestras
familias a los cocineros de los buques pero, si no nos daban nada, al anochecer
subíamos por las largas escaleras, burlando a los carabineros, que estaban
dormidos, y asaltábamos las cocinas y los pañoles. Los asaltantes éramos, casi
siempre, diez o quince niños. Entre ellos había uno que era el mayor y siempre
nos decía, chillando: “¡Primero, comer y después, llenar la pechera! Lo que tengamos
en el buche, no podrán quitárnoslo”. Recogíamos también del suelo unos pocos
granos de trigo, que se caían al descargar los barcos. Los llevábamos a casa y
los molíamos en aquellos viejos molinillos de café. Después los pasábamos por
un cedazo y de la harina gruesa hacíamos farinetas, gachas, con la finas
tortitas cocidas sobre fuego, en un mosaico sobre las brasas del carbón y sin
aceite.
Se recrudecieron los bombardeos de los
Pilotos Tenores. Cada veinte o treinta minutos nos ensordecían con las
deliciosas músicas del maestro Verdi, Vivaldi y Puccini, en forma de explosivas
melodías, que para algunos ignorantes de la lírica hacían que estallasen sus
cuerpos en pedazos.
En 1938 nació mi dulce hermano Rodriguín, en
medio de la metralla y la miseria. Espejo vivo mío, según decía la gente,
compañero de hambres y de granos. Fuimos a verlo al Hospital Clínico, mi padre
y un primo hermano mío. Al salir y pasar junto al depósito de cadáveres, nos
indicó mi padre si queríamos ver los muertos del último bombardeo de la
Barceloneta. Mi primo tenía miedo y dijo que no deseaba verlos. Pero yo siempre
fui con mi padre hasta el infierno. Aquello que pude ver me pareció peor que el
averno. Dos hileras de cadáveres mutilados de diversas partes, sin cabezas, sin
piernas, sin brazos y con jirones de carnes arrancadas. Viejos, mujeres y
niños, no había jóvenes porque estaban en el frente. Lo que me dejó sin habla
fue ver a una pobre mujer encinta, con el vientre rasgado, por donde le salía
la cabeza de su niño. Escenas difíciles de olvidar para un chiquillo que tenía
ya diez años de edad. Pero 62 años después tuve la fortuna de que, por fin, se
me aclaró la razón de estas carnicerías. Un anciano ex piloto italiano, camisa
negra, fue entrevistado en la televisión española y nos indicó que los
bombardeos italianos sobre la ciudad de Barcelona fueron tan dulces e inocentes
como una romanza del maestro Verdi, más o menos. Sabias palabras de un insigne
piloto senil y cabrón desde su más tierna infancia.
Si terroríficos eran los bombardeos de día,
mucho más lo eran de noche. Los perros, presintiendo la venida de los aviones,
aullaban, avisando casi antes que los aparatos receptores de sonidos que tenía
la Defensa Pasiva dieran la alarma. Muchas familias que tenían un perro, cuando
empezaba a aullar se ponían rápidamente en camino para el refugio. Las
pavorosas explosiones enloquecían a las gentes, que a oscuras corrían por las
estrechas callejas en busca de los refugios. Para no tropezar, gritaban: “¡Por
la derecha! ¡Por la derecha!”. Niños llorando en brazos de unas madres a medio
vestir, por la premura del escalofriante momento, buscando un lugar para poder
salvar a sus criaturas. Recuerdo que en mi barrio había un pobre homosexual
que, cuando sonaban las sirenas, corría por las calles con un pleno ataque de
locura, chillando y blasfemando histéricamente tan fuerte que los ancianos le
pegaban, porque aterrorizaba aún más a las personas, que ya lo estaban
bastante. No hubo forma de hacerlo callar. Una de aquellas noches de terror nos
dirigíamos al refugio mi padre, que estaba de permiso del frente, mi madre, mis
tres hermanos y yo. Sin luz, ni siquiera de luna, corríamos muertos de miedo,
de frío y de hambre. Cuando de improviso sonaron unos disparos que se
estrellaron contra las paredes de una casa de la calle Sombrerers. Era un mal
nacido francotirador quintalcolumnista, que sembraba el pánico. Mi padre nos
empujó a una escalera y así pudimos contarlo. Recuerdo de haberme referido mi
padre que, cuando la Columna Durruti fue a formar parte de la defensa de
Madrid, se encontraron el mismo problema con los francotiradores en las
azoteas. Me decía que solucionaron muy pronto este problema. Al que cazaban con
un arma en la mano lo tiraban desde el terrado a la calle. Las continuas
explosiones se sucedían al compás de los histéricos aullidos lastimeros de los
perros, con sus tímpanos reventados.
Una noche en que tuvimos la grata visita de
la Virgen en forma de casualidad, mi madre pudo guisar una olla de granos de
trigo con tripa de vaca. Humeantes platos tapaban las caras de unos comensales
faltos en prácticas. Cuando, de golpe, sonaron las sirenas. Mi padre, con los
ojos bien abiertos y muy exaltado, gritó: “¡Aquí no se mueve ni Dios, si nos
matan, que sea con la barriga llena!”.
(…)
A mediados del año 1937 se recrudeció el
problema de los alimentos. Gatos y palomas abandonaron el cielo y la tierra.
Las vecinas de mi barrio sustituían las flores de sus tiestos por patateras y
tomateras, entablándose tremendas discusiones entre matrimonios ancianos,
porque los viejos varones sólo querían plantar tabaco. Había en el barrio un
anciano que todas las noches salía con un saco y un palo a buscar gatos. Dejó
las calles temblando de sombras. Las abuelas subían a los terrados de las casas
con sus nietas, para que les purgaran las cabezas de piojos y éstas conseguían
con ello algunos dineros para poder ir al cine.
Floraron de improviso muchos vendedores
ambulantes que, con sus papeles puestos sobre las aceras, vendían treinta
avellanas a una peseta y tres algarrobas al mismo precio. El trueque también
hizo aparición, principalmente en la calle Conde de Asalto y Arco del Teatro.
Se cambiaba todo y el principal valor de cambio era el tabaco. Con él se podía
obtener casi de todo, no así con dinero, pues no había manera de comprar nada
con él. Las personas iban a los pueblos vecinos a Barcelona y hacían trueque
con los payeses. Llevando tabaco, papel de fumar, cerillas e incluso agujas de
coser, nos permitía traer vino, almendras y algarrobas de los campesinos.
Recuerdo un viaje que hice junto a una vieja vecina madrileña, a un pueblecito
llamado Salomó, en la provincia de Tarragona. Al subir al tren sonó la alarma
aérea y empezaron a caer las bombas en la Estación de Francia. Los vagones
saltaban sobre los raíles mientras la vieja vecina y yo estábamos estirados
sobre el pasillo del vagón.
Partió el tren sorteando las vías levantadas
por las explosiones y conseguimos abandonar la ciudad, pero nos dimos cuenta
que desde el cielo nos perseguía un Piloto Tenore y el maquinista tuvo que
esconder el convoy en un túnel de las costas del Garraf. Cargados con los sacos
de productos de canje, íbamos los dos camino de la estación de ese pueblo. Con
mis nueve años se me hacía la carga muy pesada, y es por ello que iba poco a
poco. Y la anciana vecina me decía: “¡Leche, no puedes ni con las coplas de un
ciego!”. ¡Demonio de mujer!
Estando esperando el tren, llegó un
mercancías en cuyos vagones habían prisioneros de guerra fascistas. Yo estaba
sentado en el suelo, comiendo algarrobas y tirando las que estaban podridas.
Por las pequeñas ventanitas, respiraderos que tenían los vagones, aparecieron
unas caras de personas que me suplicaban que les tirara las algarrobas malas.
Se las tiré junto con otras buenas y saltaron sobre ellas como fieras
hambrientas. Fue un espectáculo que me conmovió y me hizo llorar, pues pensaba
que si yo tenía hambre, aquellos desdichados tenían más que yo.
La razón suprema de vida era el alimento.
Luchar por conseguirlo era la pesadilla de cada día. El problema en mi ciudad
era que no había nada más que adoquines y ladrillos destrozados. ¿Dónde estaban
las plantas? Pero el hambre forja el entendimiento, desarrollando la vista y el
olfato. Colgados en viejos tranvías, íbamos hasta Badalona con el número 70, y
con el 40 hasta San Andrés y, desde ahí, hasta Montcada a pie. Arrasábamos los
campos con todo aquello que se podía masticar. Incluso cogíamos hierbas que
sólo se las comían las vacas, porque ellas no aparecían, y mi madre nos las
hervía con sal. También nos comíamos el corcho de las panochas. Cuando el campo
dormía su invierno, debíamos ir al puerto a sacarle el necesario alimento. Con
mi fiel lechera repleta de viento mediterráneo, iba con mis dos amiguetes, José
y Simeón, a buscarnos la vida. El puerto de Barcelona era un infierno de cosas
retorcidas y deshechas, de tinglados destrozados y buques hundidos. Recuerdo
los tinglados deshechos y los buques hundidos o completamente escorados y
convertidos en un amasijo de hierros retorcidos. Varios barcos más en que sólo
asomaban de ellos los mástiles. Terroríficos fueron los bombardeos en el
puerto, de los cuales pudimos escapar varias veces ilesos, gracias a que en el
muelle de España había un refugio hecho de bloques de hormigón, similares a los
que había en el rompeolas, en el cual nos refugiamos muchas veces. Perdí en una
de aquellas carreras las alpargatas y una miserable prenda de abrigo,
quemándome los pies con las esquirlas de metralla que aún estaban calientes.
Salimos del cráter de la bomba que cayó al
lado mismo del refugio y caímos dentro de él. El polvo y el olor a pólvora
quemada no nos dejaban respirar. Gateando por el embudo del cráter, subimos a
la superficie y corrimos hacia lo que restaba de un tinglado y nos metimos en
la pequeña alcantarilla que cruzaba por él. Mientras tanto, no cesaban las
explosiones y el lugar donde estábamos cobijados se movía constantemente.
Pudimos escapar esta vez, igual que otras varias. Seguramente, superaba a todo
miedo el deseo de traer comida a casa para los nuestros.
Las enormes colas que se formaban delante de
las entradas del mercado de Santa Catalina, las noches antes de abrir sus
puertas por las mañanas, eran de verdadera pena. Docenas de personas agrupadas
entre sí por el frío hacían turno toda la noche esperando que abrieran las
puertas. Cuando esto ocurría, estallaba un enorme tumulto de personas
vociferando. Ocasión que era aprovechada por los “quintacolumnistas” que, con
agujas de tricotar, punzaban a las gentes, sembrando el caos y el pánico, cosa
deseada por aquellos bastardos.
El día 26 de enero del año 1939 entraron en
mi ciudad aquellos que, por su bien, tanto la habían despoblado y destrozado.
En la madrugada de dicho día, el pueblo asaltó los pocos almacenes de
comestibles que había. En frente del sindicato de la CNT de la Vía Layetana
había un almacén del Socorro Rojo.
En dicha noche cargaron con lo que pudieron,
en coches y autos los que partían para el exilio. (…) En aquellas fechas mi
padre estaba en el frente, lo habían retirado a primeros del año 1937, por
tener una complicada llaga en el estómago. Lo ingresaron en el Hospital
Militar. Lo pasaron a Servicios Auxiliares, pero a últimos de 1938, fue llamado
en la célebre Quinta del Saco. Conocedor como era yo de donde se encontraban la
mayoría de los alimentos, fui con mis amigos de provisión al almacén abandonado
del Socorro Rojo, donde reventamos muchos paquetes. De ello pudimos sacar
muchas cosas de comer. De chocolate comimos hasta saciarnos y de visitas al WC,
lo mismo. Del puerto cogimos una de aquellas pesadas carretillas portuarias, en
la que pusimos un saco de azúcar de cien kilos, latas de carne rusa, latas de
leche condensada e incluso tabaco en hojas, y paquetes de picadura. Nos
repartimos todo con los amigos que hicimos la provisión. Volvimos a la carga y
yo sólo robé un bidón de aceite. Al salir delante de la calle Cristina, un
grupo de mujeres me lo quitaron, no sin alguna escaramuza. Di media vuelta y,
junto con una vecina que allí encontré, robamos otro bidón de aceite hasta
nuestra calle. Se destapó el bidón en la puerta de mi casa que, por cierto, era
una planta baja, y las vecinas de mi calle acudieron con aquellas especies de
lecheras metálicas a llenárselas del rico aceite de oliva, formando una larga
cola. Hubo intercambio entre las personas que habían cogido cosas y todos
pudimos al fin comer algo efectivo. Recuerdo que en la calle Baños Viejos había
un depósito de aceite bajo tierra, en un almacén. Un tumulto de mujeres lo
asaltó y en la brega cayó una anciana dentro y se ahogó. La gente continuó
sacando aceite con la polea, como si nada. Las mujeres decían: “Oli de la
vella! Oli de la vella!”.
Mi abuela Dolores entró en un almacén de
bacalao. Se llenó el delantal de ellos y, al salir, se lanzaron sobre ella las
mujeres y no le quedó ni uno. Vimos a un hombre que llevaba un cerdo sobre sus
hombros. El pobre animal protestaba y el hombre le pegaba puñetazos en el
hocico, diciéndole: “Calla, fill de puta!”. De los bombardeados Depósitos
Comerciales, hoy Museo de Historia de Catalunya, que, por cierto, estaban
llenos de pertrechos militares, la gente se llevaba ropa, calzados y hasta
guarniciones de la caballería que estaban tiradas al suelo, delante de la
fachada del edificio. Yo me llevé seis pares de botas checas, doce alpargatas
de campaña, camisas, calzoncillos, camisetas, guerreras y pantalones del
Ejército Popular. Aunque estos objetos no eran para comer, después de los seis
meses que estuvimos comiendo todos los víveres que yo traje a casa, tuvimos que
vender los pertrechos militares para seguir comiendo un tiempo más.
Una noche estábamos junto a mi madre, mis
hermanos y yo. Picaron en la puerta y apareció mi buen padre con todo el cuerpo
y la cara arañado. Decía que se habían escapado de las filas de prisioneros al
pasar por las oscuras callejuelas de las Balsas de Sant Pere, calle Cortinas,
en dirección a la Estación del Norte. Los llevaban a los campos de
concentración de Galicia. En la escapada vino también un cabo de la Guardia de
Asalto que, por cierto, vivía en mi escalera y era el padre de mi amigo Simeón.
Mi padre, que venía más arañado que la frente del Nazareno, nos contó que tuvo
que tirarse de lo alto de un camión cargado de munición, perseguido por los
obuses de la artillería, hasta un zarzal, para poderse salvar. Nos dijo que si
teníamos algo de comer y nosotros, bromeando, le dijimos que no. Pero al punto
aparecieron los platos con arroz y lentejas, buñuelos rellenos de azúcar, carne
en conserva y otras varias cosas más. Un sudor espeso apareció en la frente de
mi padre, pues el pobre llevaba tres días sin poder comer absolutamente nada, y
estaba completamente desentrenado. Al terminar de rellenar todos los vacíos de
sus de sus tristes tripas soltó un profundo suspiro y dijo: “Ahora, si fuese
posible un cigarrillo…”. Le enseñé todo el tabaco que yo había cogido para él,
se puso, el pobre, tan contento, primeramente por estar con su compañera y sus
hijos y después porque al fin pudo acallar el concierto de las tripas
hambrientas que lo atormentaban.”
... continuarà
“Trazos de una vida”
Pedro García Ibarra
testimoni de vida recollit
en el llibre:
Vivències: la Barcelona que
vaig viure (1931-1945)
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