22 de set. 2014

can tunis, una història III


“Las penurias empezaron a partir del año 1937, en que los alimentos se pusieron imposibles de adquirir. De este año recuerdo los viajes colgado del tranvía, cuando íbamos a vaciar los huertos de Badalona, el Prat y Montcada. Éramos auténticas “plagas de langostas” de niños hambrientos que devorábamos todo lo que había plantado.
Luego vinieron los terroríficos bombardeos. Desde los cielos, morada de santos, ángeles y de un prometido paraíso terrenal, por nuestra santa religión, aparecieron grises palomas italianas cargadas de enormes lágrimas metálicas que sesgaron las vidas de varios miles de inocentes personas, al estallar sobre las casas de mi querido barrio de la Ribera. 7000 fueron los muertos en mi ciudad. Cantidad ésta proporcionada por unos eruditos franciscanos montserratinos historiadores, merecedores de repetir en matemáticas.
En el barrio de la Barceloneta, de cada tres casas, una dejó de estar en pie.
Recuerdo un bombardeo en el mercado de este barrio, en que fueron tantas las víctimas, que las tuvieron que cubrir con paneras de mimbre de pescado.
En la plaza de Sant Felip Neri, varias de sus casas quedaron deshechas. En los sótanos de una de ellas se refugiaron unos niños venidos de Madrid. Por las bajas ventanas entró una bomba y tuvieron que sacar a los niños a pedazos. Mi padre se negó a cargarlos en los camiones, no paraba de llorar. En la calle de Sant Antoni del Call, una finca de cinco pisos fue derrumbada. En el último piso había una mujer sobre su cama que se apoyaba con sus cuatro patas en el justo sitio. A los gritos de locura de la pobre mujer acudieron los bomberos con unas enormes escaleras y la rescataron con vida.
El edificio Cambó y el de Fomento del Trabajo fueron ocupados por la CNT. En sus sótanos había un refugio antiaéreo, donde nos cobijábamos mucha gente de mi barrio, ancianos, mujeres y niños. El resto, en la estación subterránea del metro Jaime I. En uno de aquellos terroríficos bombardeos, iba yo con una miserable lechera de aluminio llena de viento a recoger dos cazos de arroz con lentejas, en el restaurante Dinámico, que estaba en la Plaza del Ángel. En pleno bombardeo corría de las explosiones y los cristales que caían como lluvia de navajas barberas, hacia el refugio, donde estaban mis tres hermanos pequeños y mi buena madre. Tuve que elegir la calle de Subteniente Navarro y girar por la calle del Colegio Baixeras. En el inicio de esta calle que, por cierto, hace bajada, al oír silbar las bombas me arrojé al suelo con una caña en la boca, con el fin de poder coger aire para que no me reventasen los pulmones con las explosiones, instrucción dada por la Defensa Antiaérea. Vi también que en la parte alta caminaba una mujer. Pero al volver a mirarla, la metralla le había cortado la cabeza y logró andar varios pasos sin ella. Me faltaron ojos en mi cara para poder albergar el horror de lo que veía.
Horribles escenas que fueron grabadas en la mente de un niño de nueve años.
El puerto de mi ciudad era el blanco preferido por los pilotos Tenores del Duce que, convencidos, creían que el contenido de las bombas eran partituras musicales, en vez de metralla. Fieles creyentes que del cielo no podía caer nada malo y que, por eso, antes de partir a una misión musical, pedían a sus sacerdotes la bendición castrense, adornada con música sacra.
Muelles de mi puerto, destrozados, sin techos ni paredes, buques hundidos, cuerpos humanos destruidos, carros con caballos con los intestinos fuera de sus barrigas y un rabioso olor a pólvora y fuego. Entre los buques afectados había el Villa de Madrid, el Argentina y el Uruguay, buque prisión. Escapé, junto con mi amigo Simeón Gil, de varios bombardeos. Junto con mi inseparable lechera de aluminio, iba casi a diario a buscar comida en los pocos barcos que se mantenían a flote. Pedíamos de comer para nuestras familias a los cocineros de los buques pero, si no nos daban nada, al anochecer subíamos por las largas escaleras, burlando a los carabineros, que estaban dormidos, y asaltábamos las cocinas y los pañoles. Los asaltantes éramos, casi siempre, diez o quince niños. Entre ellos había uno que era el mayor y siempre nos decía, chillando: “¡Primero, comer y después, llenar la pechera! Lo que tengamos en el buche, no podrán quitárnoslo”. Recogíamos también del suelo unos pocos granos de trigo, que se caían al descargar los barcos. Los llevábamos a casa y los molíamos en aquellos viejos molinillos de café. Después los pasábamos por un cedazo y de la harina gruesa hacíamos farinetas, gachas, con la finas tortitas cocidas sobre fuego, en un mosaico sobre las brasas del carbón y sin aceite.
Se recrudecieron los bombardeos de los Pilotos Tenores. Cada veinte o treinta minutos nos ensordecían con las deliciosas músicas del maestro Verdi, Vivaldi y Puccini, en forma de explosivas melodías, que para algunos ignorantes de la lírica hacían que estallasen sus cuerpos en pedazos.
En 1938 nació mi dulce hermano Rodriguín, en medio de la metralla y la miseria. Espejo vivo mío, según decía la gente, compañero de hambres y de granos. Fuimos a verlo al Hospital Clínico, mi padre y un primo hermano mío. Al salir y pasar junto al depósito de cadáveres, nos indicó mi padre si queríamos ver los muertos del último bombardeo de la Barceloneta. Mi primo tenía miedo y dijo que no deseaba verlos. Pero yo siempre fui con mi padre hasta el infierno. Aquello que pude ver me pareció peor que el averno. Dos hileras de cadáveres mutilados de diversas partes, sin cabezas, sin piernas, sin brazos y con jirones de carnes arrancadas. Viejos, mujeres y niños, no había jóvenes porque estaban en el frente. Lo que me dejó sin habla fue ver a una pobre mujer encinta, con el vientre rasgado, por donde le salía la cabeza de su niño. Escenas difíciles de olvidar para un chiquillo que tenía ya diez años de edad. Pero 62 años después tuve la fortuna de que, por fin, se me aclaró la razón de estas carnicerías. Un anciano ex piloto italiano, camisa negra, fue entrevistado en la televisión española y nos indicó que los bombardeos italianos sobre la ciudad de Barcelona fueron tan dulces e inocentes como una romanza del maestro Verdi, más o menos. Sabias palabras de un insigne piloto senil y cabrón desde su más tierna infancia.
Si terroríficos eran los bombardeos de día, mucho más lo eran de noche. Los perros, presintiendo la venida de los aviones, aullaban, avisando casi antes que los aparatos receptores de sonidos que tenía la Defensa Pasiva dieran la alarma. Muchas familias que tenían un perro, cuando empezaba a aullar se ponían rápidamente en camino para el refugio. Las pavorosas explosiones enloquecían a las gentes, que a oscuras corrían por las estrechas callejas en busca de los refugios. Para no tropezar, gritaban: “¡Por la derecha! ¡Por la derecha!”. Niños llorando en brazos de unas madres a medio vestir, por la premura del escalofriante momento, buscando un lugar para poder salvar a sus criaturas. Recuerdo que en mi barrio había un pobre homosexual que, cuando sonaban las sirenas, corría por las calles con un pleno ataque de locura, chillando y blasfemando histéricamente tan fuerte que los ancianos le pegaban, porque aterrorizaba aún más a las personas, que ya lo estaban bastante. No hubo forma de hacerlo callar. Una de aquellas noches de terror nos dirigíamos al refugio mi padre, que estaba de permiso del frente, mi madre, mis tres hermanos y yo. Sin luz, ni siquiera de luna, corríamos muertos de miedo, de frío y de hambre. Cuando de improviso sonaron unos disparos que se estrellaron contra las paredes de una casa de la calle Sombrerers. Era un mal nacido francotirador quintalcolumnista, que sembraba el pánico. Mi padre nos empujó a una escalera y así pudimos contarlo. Recuerdo de haberme referido mi padre que, cuando la Columna Durruti fue a formar parte de la defensa de Madrid, se encontraron el mismo problema con los francotiradores en las azoteas. Me decía que solucionaron muy pronto este problema. Al que cazaban con un arma en la mano lo tiraban desde el terrado a la calle. Las continuas explosiones se sucedían al compás de los histéricos aullidos lastimeros de los perros, con sus tímpanos reventados.
Una noche en que tuvimos la grata visita de la Virgen en forma de casualidad, mi madre pudo guisar una olla de granos de trigo con tripa de vaca. Humeantes platos tapaban las caras de unos comensales faltos en prácticas. Cuando, de golpe, sonaron las sirenas. Mi padre, con los ojos bien abiertos y muy exaltado, gritó: “¡Aquí no se mueve ni Dios, si nos matan, que sea con la barriga llena!”.
 (…)
A mediados del año 1937 se recrudeció el problema de los alimentos. Gatos y palomas abandonaron el cielo y la tierra. Las vecinas de mi barrio sustituían las flores de sus tiestos por patateras y tomateras, entablándose tremendas discusiones entre matrimonios ancianos, porque los viejos varones sólo querían plantar tabaco. Había en el barrio un anciano que todas las noches salía con un saco y un palo a buscar gatos. Dejó las calles temblando de sombras. Las abuelas subían a los terrados de las casas con sus nietas, para que les purgaran las cabezas de piojos y éstas conseguían con ello algunos dineros para poder ir al cine.
Floraron de improviso muchos vendedores ambulantes que, con sus papeles puestos sobre las aceras, vendían treinta avellanas a una peseta y tres algarrobas al mismo precio. El trueque también hizo aparición, principalmente en la calle Conde de Asalto y Arco del Teatro. Se cambiaba todo y el principal valor de cambio era el tabaco. Con él se podía obtener casi de todo, no así con dinero, pues no había manera de comprar nada con él. Las personas iban a los pueblos vecinos a Barcelona y hacían trueque con los payeses. Llevando tabaco, papel de fumar, cerillas e incluso agujas de coser, nos permitía traer vino, almendras y algarrobas de los campesinos. Recuerdo un viaje que hice junto a una vieja vecina madrileña, a un pueblecito llamado Salomó, en la provincia de Tarragona. Al subir al tren sonó la alarma aérea y empezaron a caer las bombas en la Estación de Francia. Los vagones saltaban sobre los raíles mientras la vieja vecina y yo estábamos estirados sobre el pasillo del vagón.
Partió el tren sorteando las vías levantadas por las explosiones y conseguimos abandonar la ciudad, pero nos dimos cuenta que desde el cielo nos perseguía un Piloto Tenore y el maquinista tuvo que esconder el convoy en un túnel de las costas del Garraf. Cargados con los sacos de productos de canje, íbamos los dos camino de la estación de ese pueblo. Con mis nueve años se me hacía la carga muy pesada, y es por ello que iba poco a poco. Y la anciana vecina me decía: “¡Leche, no puedes ni con las coplas de un ciego!”. ¡Demonio de mujer!
Estando esperando el tren, llegó un mercancías en cuyos vagones habían prisioneros de guerra fascistas. Yo estaba sentado en el suelo, comiendo algarrobas y tirando las que estaban podridas. Por las pequeñas ventanitas, respiraderos que tenían los vagones, aparecieron unas caras de personas que me suplicaban que les tirara las algarrobas malas. Se las tiré junto con otras buenas y saltaron sobre ellas como fieras hambrientas. Fue un espectáculo que me conmovió y me hizo llorar, pues pensaba que si yo tenía hambre, aquellos desdichados tenían más que yo.
La razón suprema de vida era el alimento. Luchar por conseguirlo era la pesadilla de cada día. El problema en mi ciudad era que no había nada más que adoquines y ladrillos destrozados. ¿Dónde estaban las plantas? Pero el hambre forja el entendimiento, desarrollando la vista y el olfato. Colgados en viejos tranvías, íbamos hasta Badalona con el número 70, y con el 40 hasta San Andrés y, desde ahí, hasta Montcada a pie. Arrasábamos los campos con todo aquello que se podía masticar. Incluso cogíamos hierbas que sólo se las comían las vacas, porque ellas no aparecían, y mi madre nos las hervía con sal. También nos comíamos el corcho de las panochas. Cuando el campo dormía su invierno, debíamos ir al puerto a sacarle el necesario alimento. Con mi fiel lechera repleta de viento mediterráneo, iba con mis dos amiguetes, José y Simeón, a buscarnos la vida. El puerto de Barcelona era un infierno de cosas retorcidas y deshechas, de tinglados destrozados y buques hundidos. Recuerdo los tinglados deshechos y los buques hundidos o completamente escorados y convertidos en un amasijo de hierros retorcidos. Varios barcos más en que sólo asomaban de ellos los mástiles. Terroríficos fueron los bombardeos en el puerto, de los cuales pudimos escapar varias veces ilesos, gracias a que en el muelle de España había un refugio hecho de bloques de hormigón, similares a los que había en el rompeolas, en el cual nos refugiamos muchas veces. Perdí en una de aquellas carreras las alpargatas y una miserable prenda de abrigo, quemándome los pies con las esquirlas de metralla que aún estaban calientes.
Salimos del cráter de la bomba que cayó al lado mismo del refugio y caímos dentro de él. El polvo y el olor a pólvora quemada no nos dejaban respirar. Gateando por el embudo del cráter, subimos a la superficie y corrimos hacia lo que restaba de un tinglado y nos metimos en la pequeña alcantarilla que cruzaba por él. Mientras tanto, no cesaban las explosiones y el lugar donde estábamos cobijados se movía constantemente. Pudimos escapar esta vez, igual que otras varias. Seguramente, superaba a todo miedo el deseo de traer comida a casa para los nuestros.
Las enormes colas que se formaban delante de las entradas del mercado de Santa Catalina, las noches antes de abrir sus puertas por las mañanas, eran de verdadera pena. Docenas de personas agrupadas entre sí por el frío hacían turno toda la noche esperando que abrieran las puertas. Cuando esto ocurría, estallaba un enorme tumulto de personas vociferando. Ocasión que era aprovechada por los “quintacolumnistas” que, con agujas de tricotar, punzaban a las gentes, sembrando el caos y el pánico, cosa deseada por aquellos bastardos.
El día 26 de enero del año 1939 entraron en mi ciudad aquellos que, por su bien, tanto la habían despoblado y destrozado. En la madrugada de dicho día, el pueblo asaltó los pocos almacenes de comestibles que había. En frente del sindicato de la CNT de la Vía Layetana había un almacén del Socorro Rojo.
En dicha noche cargaron con lo que pudieron, en coches y autos los que partían para el exilio. (…) En aquellas fechas mi padre estaba en el frente, lo habían retirado a primeros del año 1937, por tener una complicada llaga en el estómago. Lo ingresaron en el Hospital Militar. Lo pasaron a Servicios Auxiliares, pero a últimos de 1938, fue llamado en la célebre Quinta del Saco. Conocedor como era yo de donde se encontraban la mayoría de los alimentos, fui con mis amigos de provisión al almacén abandonado del Socorro Rojo, donde reventamos muchos paquetes. De ello pudimos sacar muchas cosas de comer. De chocolate comimos hasta saciarnos y de visitas al WC, lo mismo. Del puerto cogimos una de aquellas pesadas carretillas portuarias, en la que pusimos un saco de azúcar de cien kilos, latas de carne rusa, latas de leche condensada e incluso tabaco en hojas, y paquetes de picadura. Nos repartimos todo con los amigos que hicimos la provisión. Volvimos a la carga y yo sólo robé un bidón de aceite. Al salir delante de la calle Cristina, un grupo de mujeres me lo quitaron, no sin alguna escaramuza. Di media vuelta y, junto con una vecina que allí encontré, robamos otro bidón de aceite hasta nuestra calle. Se destapó el bidón en la puerta de mi casa que, por cierto, era una planta baja, y las vecinas de mi calle acudieron con aquellas especies de lecheras metálicas a llenárselas del rico aceite de oliva, formando una larga cola. Hubo intercambio entre las personas que habían cogido cosas y todos pudimos al fin comer algo efectivo. Recuerdo que en la calle Baños Viejos había un depósito de aceite bajo tierra, en un almacén. Un tumulto de mujeres lo asaltó y en la brega cayó una anciana dentro y se ahogó. La gente continuó sacando aceite con la polea, como si nada. Las mujeres decían: “Oli de la vella! Oli de la vella!”.
Mi abuela Dolores entró en un almacén de bacalao. Se llenó el delantal de ellos y, al salir, se lanzaron sobre ella las mujeres y no le quedó ni uno. Vimos a un hombre que llevaba un cerdo sobre sus hombros. El pobre animal protestaba y el hombre le pegaba puñetazos en el hocico, diciéndole: “Calla, fill de puta!”. De los bombardeados Depósitos Comerciales, hoy Museo de Historia de Catalunya, que, por cierto, estaban llenos de pertrechos militares, la gente se llevaba ropa, calzados y hasta guarniciones de la caballería que estaban tiradas al suelo, delante de la fachada del edificio. Yo me llevé seis pares de botas checas, doce alpargatas de campaña, camisas, calzoncillos, camisetas, guerreras y pantalones del Ejército Popular. Aunque estos objetos no eran para comer, después de los seis meses que estuvimos comiendo todos los víveres que yo traje a casa, tuvimos que vender los pertrechos militares para seguir comiendo un tiempo más.
Una noche estábamos junto a mi madre, mis hermanos y yo. Picaron en la puerta y apareció mi buen padre con todo el cuerpo y la cara arañado. Decía que se habían escapado de las filas de prisioneros al pasar por las oscuras callejuelas de las Balsas de Sant Pere, calle Cortinas, en dirección a la Estación del Norte. Los llevaban a los campos de concentración de Galicia. En la escapada vino también un cabo de la Guardia de Asalto que, por cierto, vivía en mi escalera y era el padre de mi amigo Simeón. Mi padre, que venía más arañado que la frente del Nazareno, nos contó que tuvo que tirarse de lo alto de un camión cargado de munición, perseguido por los obuses de la artillería, hasta un zarzal, para poderse salvar. Nos dijo que si teníamos algo de comer y nosotros, bromeando, le dijimos que no. Pero al punto aparecieron los platos con arroz y lentejas, buñuelos rellenos de azúcar, carne en conserva y otras varias cosas más. Un sudor espeso apareció en la frente de mi padre, pues el pobre llevaba tres días sin poder comer absolutamente nada, y estaba completamente desentrenado. Al terminar de rellenar todos los vacíos de sus de sus tristes tripas soltó un profundo suspiro y dijo: “Ahora, si fuese posible un cigarrillo…”. Le enseñé todo el tabaco que yo había cogido para él, se puso, el pobre, tan contento, primeramente por estar con su compañera y sus hijos y después porque al fin pudo acallar el concierto de las tripas hambrientas que lo atormentaban.”

... continuarà
“Trazos de una vida”
Pedro García Ibarra
testimoni de vida recollit en el llibre: 
Vivències: la Barcelona que vaig viure (1931-1945)


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