“Por fin estábamos todos juntos y vivos, sólo
faltaba mi tío Luis que, con 18 años, nos lo mataron en el frente del Segre. Él
que fue siempre un niño hombre que compartió con alegría los juegos con los más
pequeños. Cuántos ratos felices pasábamos los críos de mi calle, jugando a
cromos, a las pilas, al siete y medio y al treinta y uno, y haciéndonos
patinetes con las bancadas de las camas y dos cojinetes viejos. Cuántas veces
íbamos en grupo subiendo la Arrabassada y bajándola, diciéndole palabrotas al
conductor del tranvía, que descendía paralelo a nosotros. Merendolas bajo los
pinos. Pan de máquina y chocolate. ¡Qué delicia de compañía junto a mi tío y
mis amigos! Nos robaron su presencia para siempre, pero nunca consiguieron
borrar su imagen de mi memoria.
En el paseo de la Barceloneta, ayer llamado
Paseo Nacional, había un local en que estaban establecidas las Chicas del
Auxilio Social. Ahí nos daban leche en polvo para mi hermanito Rodrigo.
Forzosamente teníamos que pasar por delante de los maltrechos Depósitos
Comerciales. Un día estaba yo con un grupo de chiquillos delante de este lugar.
En este sitio había unos bidones reventados de pasta de celuloide por los
suelos. De improviso, un amiguete me dijo: “Tira esta colilla encima de los
bidones”. Yo, sin pensarlo, la tiré. El incendio fue de campeonato. Vinieron
bomberos y soldados franquistas a montones, mientras nosotros corríamos que nos
pelábamos. No volví a ver nunca más aquel inductor de pirómanos. El resultado
fue que, sin quererlo ni desearlo, me convertí en el primer guerrillero urbano
de Cataluña. ¿O fueron, quizás, los indómitos genes libertarios?
En los albores del año 1940, dos tragedias se
adueñaron de mi familia. Murió mi hermanito Rodrigo, con dos años sobre su
personita, tan llena de hambre y miserias. Comiendo una taza de sopas de pan
con leche, le vino un ataque de meningitis. No pudo pasar del segundo ataque y
murió. Todavía lo llevo en el alma, y es que ¡le quería tanto! Siempre lo
montaba sobre mis hombros y, al pasar, la gente me decía: “No negarás que es tu
hermano”, y esto me llenaba de alegría y orgullo. (…)
La segunda desgracia fue la denuncia y
detención de mi padre. Lo condujeron hasta la comisaría de la plaza del Pino,
donde le hicieron “el clásico y cristiano interrogatorio correspondiente”.
Suerte tuvo que era un hombre muy fuerte pues, de lo contrario, nos habrían
dejado huérfanos.
Tres años gobernativos en una improvisada
cárcel que fue anteriormente fábrica de cáñamo, en Pueblo Nuevo. Tres años sin
el sueldo del cabeza de familia, una mujer y tres hijos, mi hermana Águeda, con
7 años; mi hermano Juan, con 9; y yo, con 12 años. Tuvimos la inmensa fortuna
de tener una madre más grande que un volcán. Su amor por nosotros fue más
ardoroso que la lava. Nos colmó de cariño y de bellas palabras, que pudieron
atenuar nuestras hambres. Fue siempre una madre inmensa, fundida a sus hijos.
Una de aquellas madres que prenden del corazón de sus hijos, hasta el último
aliento de éstos en la tierra.
Desaparecieron de mi ciudad los bombardeos,
pero el hambre se multiplicó varias veces. Si difícil era conseguir alimentos
en la guerra, en la posguerra mucho más. Bandadas numerosas de niños asolaban
el puerto y el Mercado del Borne, en busca de cualquier cosa para engañar el
hambre. Eran lo más parecido a las plagas bíblicas. Se pedía fruta manchada y,
si no había, se robaba. En los grandes almacenes que rodean el Borne encerraban
frutas y verduras y, de noche, con largos hierros, clavaban las puntas, a
través de las rejas, y sacaban de todo. Una de las formas más imaginativas de
poder robar un melón era acercarse a las pilas una fila de tres o cuatro críos.
El primero de ellos pisaba un melón con el pie y, comprobando que el patrón no
miraba, se lo enviaba al compañero de atrás. Y así sucesivamente hasta llegar
al último, que salía corriendo como alma que llevaba el melón. El problema era
el poder cazar
al
compañero con el melón entero.
Razzias de policías del Ayuntamiento y de los
otros detenían a docenas de críos y les conducían al Pabellón de Rumania, en la
Exposición. Encerrados allí debían esperar a que sus familiares firmaran un
papel asegurando que el niño en cuestión no iría jamás a “pedir caridad”.
A mi hermano Juan le ocurrió este problema.
Fuimos a verlo, junto con mi madre y mi hermana. El pobre estaba desconsolado.
Lo sacamos días más tarde, pero yo, para aprovechar la visita, cargué sobre mis
hombros a un hermanito de mi amigo José, que estaba allí, y me lo llevé a su
casa. Mendigos a decenas, mutilados de piernas o de brazos pidiendo algo que
comer. Ex soldados de la República jadeantes por sus amputaciones físicas,
implorando la caridad a un pueblo miserable y hambriento. Árboles invertidos
con las raíces por cabellos y amputadas sus ramas por la metralla asesina,
soportando las indiferentes miradas de los vencedores y oyendo a las madres del
pueblo decir: “Hijo mío, no tengo nada para ti”.
A mi memoria acude la oscura imagen de la
calle Agullers, donde había un horno de pan y a su lado una escalera, en cuyos
peldaños de entrada permanecía siempre el colorcito, pues el horno estaba en el
sótano. Nos sentábamos un pequeño grupo de chiquillos y contábamos aventuras,
que casi siempre estaban relacionadas con deliciosos banquetes. Entre el suave calorcito
y el bendito olor a pan cerraban nuestros ojos las dulces ensoñaciones
alimenticias. Las visitas a mi enrejado padre eran una alegría y una pena.
Había un largo pasillo, con un muro de un metro o más de altura, donde se
apoyaban los visitantes frente a la larga fila de prisioneros tras las rejas que,
chillando sin parar, no dejaban oír casi nada. Detrás de las rejas estaba mi
buen padre, domándose un largo bigote, y a mí me faltaban ojos para llenarlos
de él. Siempre lo adoré. En la tétrica fábrica convertida en prisión, había un
director a quien llamaban Don Juan, negro personaje del cual contaban y no
acababan sus maldades. Morfinómano enloquecido que, cuando tenía un ataque morfínico,
pedía a los guardianes que le trajeran un par de “rojillos”, en los que practicaba
ejercicios físicos y espirituales, con una hermosa porra de goma. Tres veces se
quedó mi padre solo entre unos grupos de condenados a muerte. De entre esos
condenados a muerte había libertarios que tuvieron la paciencia, el humor y el
amor de enseñar a mi padre a leer y escribir, antes de que los fusilaran en el
Campo de la Bota.
Recuerdo que cuando recogíamos de la cárcel
la ropa sucia de mi padre para lavársela, me gustaba mucho olerla, como un
cachorro de perro, pues para mí era una delicia el poder oler el olor de mi
padre. No había más remedio que ponerme a trabajar, a pesar de tener doce años.
Dije que tenía catorce y, como era un poco alto, se lo creyeron. Trabajé en un
quiosco de diarios, como dependiente, a 20 pesetas la semana. Este quiosco
estaba situado en la Plaza de Antonio López. Trabajaba incluso los domingos por
la mañana, pero la dueña me permitía que pudiese trabajar limpiando zapatos en
una barraca que había al lado mismo del quiosco. Hicimos un convenio, el patrón
de la barraca y yo. Él ponía los materiales y yo el trabajo. De la peseta que
valía la limpieza de los zapatos, 50 céntimos eran para mí. Ello hizo que
mejorara un poco la situación de mi casa. Después me puse a vender periódicos
ambulantes y los vendía por la calle, y también me subía a los tranvías para
venderlos. Un día subí a un tranvía y un hombre me pidió un periódico, al
pagarme lo hizo con un sello de correos apegado a un disco de cartón con el
escudo franquista (en aquella época no había monedas). Dicho sello tenía la esfinge
de Isabel la Católica. Esta clase de sello no valía para nada, pues casi nadie
los quería. Por no perder los 40 céntimos del sello, le dije al hombre que no
se lo podía coger. Entonces, sin mediar nada más, me soltó una bofetada, que me
tiró contra el volante de conducción trasera. Las personas que ahí estaban se
mordían la boca para no decirle a aquel indeseable lo canalla que había sido.
Me tiré del tranvía en marcha y cogí una piedra y la tiré contra los cristales,
y deseé que cayera en sus cabezas. Salí corriendo y me escondí en las
callejuelas de mi barrio. Aún hoy no puedo saber por qué causa me pegó aquel
canalla.
Tuve que cambiar de trabajo, con la intención
de poder aprender un oficio. Me coloqué de aprendiz, en un taller de bisutería,
en el cual hacíamos todos nueve horas. Yo cobraba 16 pesetas a la semana. Éste
era el único sueldo que entraba en mi casa. Con él y lo que podía ganar mi
buena madre, lavando ropa en aquellos grandes lavaderos públicos que habían en
la calle Baixada de Caçadors, y también vendiendo ajos y verduras en las
afueras del Mercado de Santa Catalina.
Todo fue poco para poder subsistir una madre
con tres hijos y un compañero en prisión durante tres años. Una vez a la semana
llevábamos un cestito a mi padre, junto con lo poco que podíamos darle.
Recuerdo unos sacos de “pieles de habas”, que descargaban en la puerta de la
cárcel y que, hervidas con sal y vinagre, se las daban a todos los presos.
Éstos se organizaban en pequeños grupos, llamados Repúblicas, y se repartían
todos los paquetes que recibían. Aún conservamos la pequeña bolsita en la cual
le llevábamos el tabaco de colillas que recogíamos para nuestro padre.
Difíciles fueron aquellos tres años en que,
acurrucados al calor de una buena madre, soportamos lo indecible. Treinta meses
sin poder pagar el alquiler de nuestra mísera vivienda. Pero tuvimos mucha
suerte porque el propietario de la finca se apiadó de nosotros y no nos echó a
la calle.
De mi trabajo en el taller de bisutería
siempre recordaré aquellos viejos compañeros forjados en los tiempos en que la
palabra “obrero” era un título nobiliario, lleno de conciencia de clase, amor y
respeto entre los compañeros. Fue para mí una suerte el poder convivir con
compañeros de aquel calibre, reliquias de la mentalidad obrera de los años 30
y, sobre todo, mi buen compañero Pascual Dols, mi protector y hermano mayor.
Trabajé en el horno del vidrio, ganando 35 pesetas a la semana. Pero mi padre
me decía, en las visitas de la cárcel, que dejara aquel trabajo, porque era muy
malo para la salud. Y era verdad, pues por trabajar tan cerca de los gasoles,
cogí una colitis tremenda. Trabajé de pulidor hasta que un amigo de mi padre me
colocó en un taller donde hacían balones para todos los deportes. Estuve 15
años trabajando de guarnicionero en varias fábricas, incluso en Suiza.
Recuerdo que cuando estaba trabajando en una
fábrica de Pueblo Nuevo, debería yo de tener 17 años, hubo una protesta para
que nos mejorara el sueldo. El señor patrón, como es natural, se negó de plano.
Entonces puso en práctica la vieja táctica de hablarnos uno a uno. Estuvieron
de acuerdo mis compañeros a ello y el resultado fue que me dejaron solo con la
protesta. Me llamó de nuevo el patrón y me dijo que yo era uno de aquellos
trabajadores que
nunca
estaría de acuerdo con las decisiones del patrón y que era un eterno descontento.
Mi respuesta fue que yo estaría contento el día en que mi madre llevara el
mismo abrigo que llevaba su esposa. Gritando como un loco, me dijo: “¡Esto no
puede ser!”. “Pues si no es así, yo no estaré nunca conforme”. (…)
Entre los compañeros que trabajaban conmigo
había uno que se llamaba Manolillo, y que hacía bien poco que había salido de
la cárcel, por pertenecer a las Juventudes Libertarias. De él recibí lo que me
faltaba para poder encariñarme con las ideas libertarias, junto con un
imborrable libro que se llama “El hombre y la tierra”(obra del geógrafo y anarquista francés Elisée Reclus) , obra que me ganó el
corazón para siempre. No fui el único que abrazaba o simpatizaba con estas
ideas. La fuerza moral y humana de su filosofía y el contorno familiar y social
de mi círculo obrero hicieron que, para mí, la filosofía anarquista fuera mi
primer amor, aquel que siempre acompañó a mi cuerpo. Tuve, pues, que formar
parte de la mucha gente libertaria que luchaba por las libertades de mi pueblo.
En aquella época estaba mi ciudad impregnada de sentimientos libertarios,
heredados de los años anteriores, en que fue calificada de “Barcelona, la
Libertaria”, por haber conseguido, nada más ni nada menos, que una sociedad
paralela anarquista, al lado de la vieja sociedad inhumana e injusta burguesa. (…)
Aparecieron tétricos personajes represores,
Quintela y Pedro Polo. Junto a ellos, una jauría de hienas hambrientas
enloquecidas que deseaban poder llegar a ser policías de plantilla a través de
sus horribles interrogatorios y palizas. Dos fueron los que me tocó sufrir. En
el último lograron que pusiese la vista fija en una ventana abierta, como única
salvación al dolor. Por fortuna, el agente que estaba escribiendo el informe
intuyó mi intención y me distrajo. Ingresé en el Servicio Militar Obligatorio.
Dos años en los cuales perdieron mis padres un sueldo necesario. Mis
antecedentes políticos son causa de dos años de continua vigilancia, con
intervención de toda mi correspondencia postal. Doblemente vigilado, una por
ser “rojo comunista y otra por ser catalán, siendo el calificativo de comunista
más usado que el apellido “López” y que el estornudo que antecede al Jesús, sin
considerar mi ausente militancia dentro de las ideas comunistas.
Por fin, los arrastrasables me cazaron. Dos
días antes de licenciarme me metieron en el calabozo, junto a mí más que amigo,
hermano, Miguel Real. La razón fue que interceptaron una carta del padre de mi
amigo que, por cierto, estaba exilado en Francia por “rojillo”, la cual nos
decía que, si no encontrábamos trabajo en Barcelona después de licenciarnos,
fuésemos a
Francia.
Pero dado el caso que las fronteras estaban cerradas para los españolitos, el
padre de mi amigo nos sugería que cruzáramos las montañas vestidos de infantes
de marina, ya que este cuerpo daba toda la ropa una vez licenciado. La idea fue
una tontería. Tontería que causó el que nos dejaran a los dos desnudos, pues me
dijeron los oficiales de mi compañía, que no deseaban que los uniformes se
vieran en Francia. Me quedé perplejo y, como es lógico, muerto de frío. Menos
mal que yo tenía transformado un uniforme de faena, para la vida civil. De esta
manera, pude llegar a Barcelona, aunque escoltado por una patrulla hasta el
barco. Mi amigo Miguel tuvo que esperar que el buque correo Ciudad de Palma le
trajera ropa civil desde su casa. (…)
En 1951 hubo una huelga protesta por el
aumento de la tarifa de los tranvías. Desfiles de docenas de ellos, vacíos de
trabajadores, a excepción de la pareja de baile gris y el triste conductor.
Barricadas en la Vía Layetana y ciudadanos con carrera la ejercían delante de
los asombrados policías. Passeig de Colom, donde los voluminosos tranvías eran
volcados como cajas de cartón. Estando en la casa de una amiga mía en Pueblo
Nuevo, pudimos oír por la radio al señor Gobernador Baeza Alegría, gritar:
“¡Catalanes mal nacidos, volved al trabajo!”. “
... continuarà
“Trazos de una vida”
Pedro García Ibarra
testimoni de vida recollit
en el llibre:
Vivències: la Barcelona que
vaig viure (1931-1945)
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