16 de febr. 2015

notes biogràfiques, 4

1961

FRANNY apareció en The New Yorker, en 1955, y fue rápidamente seguido por Zooey, en 1957. Ambos relatos son tempranas y graves entradas de una serie de narraciones acerca de una familia de habitantes del New York del siglo veinte, los Glass. Es un proyecto a largo término, evidentemente muy ambicioso, y existe el peligro suficiente como para que, tarde o temprano, en algún momento me enrede demasiado y quizás desaparezca por completo en mis propios métodos, locuciones y manierismos. No obstante, tengo esperanzas acerca de ello. Me encanta trabajar en las historias sobre los Glass, estuve toda mi vida esperando hacerlo y tengo la decencia y la monomanía justa como para acabarlo con la debida preocupación y la destreza necesaria.

Algunas de estas historias, además de FRANNY y ZOOEY, ya fueron publicadas en The New Yorker, y hay material nuevo que está pronto a aparecer. Tengo también muchísimo material en papel, sin fecha de aparición, pero espero no “montar un número con él”, para usar una expresión popular, al menos por un tiempo. Yo mismo trabajo a una lubricada velocidad en esto, pero mi alter-ego y colaborador, Buddy, se ha puesto insufrible últimamente.
Considero bastante subversivo el hecho de que el sentimiento de anonimato-oscuridad es la segunda propiedad de más valor que un escritor pueda tener en sus años de trabajo.

Mi esposa me ha pedido que agregase, en un singular arrebato de candor, que vivo en Westport con mi perro.”

(Notes a la coberta de Franny and Zooey, 
Setembre de 1961.)


“El lavabo de señoras de Sickler’s era casi tan grande como el propio comedor y, en cierto sentido, apenas menos cómodo. Nadie lo atendía y, al parecer, estaba vacío cuando Franny entró. Se quedó parada un momento –casi como si fuese el punto de alguna cita– en mitad del suelo de baldosas. Tenía gotas de sudor en la frente y la boca abierta, y estaba todavía más pálida que en el comedor. Luego, de pronto y muy deprisa, entró en la cabina más alejada y de aspecto más anónimo de las siete u ocho –que, por suerte, se abrían sin necesidad de meter una moneda–, cerró la puerta tras de sí y, con cierta dificultad, echó el cerrojo. Sin prestar atención al entorno, se sentó. Juntó las rodillas con firmeza, como para convertirse en una unidad más pequeña y compacta. Luego colocó las manos verticalmente sobre sus ojos y apretó con fuerza, como si quisiera paralizar el nervio óptico y ahogar todas las imágenes en una negrura abismal. Sus dedos extendidos, aunque temblorosos –o porque estaban temblorosos–, parecían extrañamente bonitos y elegantes. Mantuvo esta posición tensa y casi fetal durante un momento de suspensión; después se echó a llorar. Lloró durante cinco minutos seguidos. Lloró sin intentar contener ninguna de las manifestaciones más ruidosas de la pena y la confusión, con todos los convulsos sonidos guturales que hace un niño histérico cuando el aire trata de salir a través de una epiglotis parcialmente cerrada. Sin embargo, cuando al fin paró, sencillamente paró, sin las dolorosas, punzantes inspiraciones que suelen seguir a un estallido violento. Cuando dejó de llorar, fue como si se hubiese producido un decisivo cambio que tuvo en su cuerpo un efecto inmediato y pacificador. Con el rostro bañado en lágrimas pero inexpresivo, casi bobo, cogió su bolso del suelo, lo abrió y sacó el librito encuadernado en tela verde. Lo puso en su regazo –más bien, sobre sus rodillas– y lo miró, lo contempló fijamente, como si ése fuera el lugar más indicado para un librito encuadernado en tela verde. Al cabo de un momento, cogió el libro, lo levantó hasta la altura del pecho y lo estrechó contra sí firmemente durante breves instantes. Luego lo metió de nuevo en el bolso, se puso de pie y salió de la cabina. Se lavó la cara con agua fría, se la secó con una toalla que colgaba de un toallero alto, se volvió a pintar los labios, se peinó y salió de los lavabos. “

Franny y Zooey

J.D.Salinger

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