15 de set. 2024

claudia piñeiro, obra 5

 

Betibú

Claudia Piñeiro

Alfaguara, 2013

Páginas: 352

Llegit el març de 2020 a proposta del company Josep Mª Riera

FRAGMENTO:

    “Los lunes son los días que lleva más tiempo entrar en el Club de Campo La Maravillosa. La cola de empleadas domésticas, jardineros, albañiles, plomeros, carpinteros, electricistas, gasistas y demás obreros de la construcción parece no terminar nunca. Gladys Varela lo sabe. Por eso se maldice, ahí donde está, parada frente a la barrera de la que cuelga el cartel «Personal y proveedores», detrás de por lo menos otras quince o veinte personas que, igual que ella, intentan entrar. Se maldice por no haber cargado la tarjeta electrónica que le permitiría el acceso directo. Pero es que la tarjeta vence cada dos meses y los horarios en los que se puede hacer el trámite para recargarla coinciden con los horarios en los que ella trabaja para el señor Chazarreta. Y el señor Chazarreta no tiene buen carácter. O al menos no tiene buena cara y a Gladys, esa cara, la intimida. Aunque ella no sabe si el gesto con que él la mira se debe a que es hosco, o seco, o de poco hablar. Pero sea lo que fuere, ésa es la razón por la que no se atrevió hasta ahora a pedirle salir antes o tomarse un rato para ir a la guardia a recargar su tarjeta de ingreso. Por la cara con que la mira. O no la mira, porque en realidad rara vez el señor Chazarreta lo hace. Mirarla. Mirarla a ella. Mira en general, mira alrededor, mira hacia el jardín, o mira una pared en blanco. Siempre con mala cara, serio, como enojado. También, con todo lo que tuvo que pasar, se entiende. Por suerte ella tiene, al menos, el permiso de ingreso firmado, eso sí; entonces tendrá que hacer la cola, como de hecho la está haciendo, pero nadie va a llamar al señor Chazarreta para que autorice su entrada al barrio. Al señor Chazarreta no le gusta que lo despierten, y cada tanto él duerme hasta tarde. Cada tanto se acuesta a cualquier hora. Y toma. Mucho. Gladys cree, o sospecha. Porque ella con frecuencia encuentra un vaso y una botella de whisky en el lugar de la casa donde el señor Chazarreta cayó dormido la noche anterior. A veces es el dormitorio. Otras veces el living, o la galería, o el cine ese que tienen en la planta alta. Tienen no, tiene, porque el señor Chazarreta vive solo desde la muerte de su mujer. Pero de eso, de la muerte de su mujer, Gladys no pregunta, ni sabe, ni quiere saber. Con lo que vio en el noticiero le alcanza. Y lo que dicen algunos no le importa. Ella trabaja en la casa desde hace dos años, y la muerte de la señora fue hace dos años y medio o tres. Tres. Cree, eso le dijeron, no se acuerda la fecha justa. Ella le cumple al señor Chazarreta. Y él le paga bien, puntual, y no le hace problemas si se le rompe un vaso, o mancha alguna ropa con lavandina, o se le quema un poco una tarta. Una sola vez le hizo problema, mucho problema, cuando faltó algo, una foto, pero después el señor se dio cuenta de que no había sido ella, hasta se lo tuvo que reconocer. Perdón no pidió, pero le reconoció que ella no fue. Entonces Gladys Varela, aunque él no lo haya pedido, lo perdonó. Y además trata de no acordarse. Porque no sirve perdonar si uno no se saca la cosa de la cabeza, ella cree. Tiene mala cara, Chazarreta, es eso, pero quién puede pretender que su patrón no la tenga. Mucha desgracia alrededor para no tenerla. 

    La cola avanza. Una mujer se queja porque la patrona le impidió el acceso al barrio. ¿Por qué?, pregunta a los gritos. ¿Quién carajo se cree que es?, sigue gritando, ¿tanto lío por un queso de mierda? Pero Gladys no puede escuchar qué contesta el guardia de turno, desde el otro lado de la ventanilla, a las preguntas de la mujer que grita. Ella ahora pasa hecha una furia al lado de Gladys. Gladys se da cuenta de que la conoce, del colectivo interno, o de caminar juntas las primeras cuadras, no sabe, pero la conoce, la tiene vista. Todavía quedan tres hombres delante de ella, tres que parecen amigos entre sí, o que se conocen, o que trabajan juntos. A uno de los tres le lleva más tiempo el trámite porque no está registrado, entonces le piden el documento y le sacan una foto, y le precintan la bicicleta con un número de serie para que después salga con la misma bicicleta con la que entró. Y llaman al propietario para que autorice el ingreso. Antes de dejarlo pasar anotan la marca de la bicicleta, y el color, y el rodado, entonces Gladys se pregunta por qué además le precintan un número. ¿Será por si el que entra con la bicicleta encuentra una igualita pero más nueva, en mejor estado y sale con la otra? Demasiada suerte, piensa. Más que conseguir un boleto con número capicúa, o cantar cartón lleno en el bingo. Pero los hombres no se quejan del precinto, ni siquiera preguntan. Es lo que hay, reglas del juego. Aceptan. Y por un lado mejor, piensa Gladys, así uno puede demostrar cuando sale que no se llevó nada que no es suyo, que uno es decente. Mejor que anoten y que después no anden culpando porque sí. En eso está pensando Gladys, en que no anden culpando porque sí, cuando se le acerca la mujer que gritaba hasta hace unos minutos en la cola. Si sabés de algún trabajo, ¿me avisás?, le dice. Y ella le contesta que sí, que le avisa. La otra mujer le muestra su celular y le pide: Anotá. Gladys saca el suyo del bolsillo del buzo y marca los números que la otra le canta. La mujer le pide que marque su número y corte, así a ella también le queda grabado el suyo. Y le pregunta el nombre. Gladys, responde ella. Anabella, dice la otra, anotá: Anabella. Y ella graba ese nombre y ese número. La mujer ya no grita, la furia dio paso a alguna otra cosa. Una mezcla de rencor y resignación. Intercambia números de celular con otras mujeres de la cola; y después se va, callada. 

    Llega su turno, entonces Gladys Varela entrega el papel. El guardia ingresa sus datos en la computadora y ella ve, de inmediato, su cara en la pantalla. La sorprende la imagen, está más joven en esa foto, más flaca y con el pelo más rubio; se lo había decolorado el día anterior de que la ficharon, se acuerda. Pero eso no fue hace tanto. El guardia mira la pantalla y luego la mira a ella, lo hace dos veces, después le dice que pase. Unos metros más adelante otro guardia espera que abra la cartera. No hace falta que se lo pida, Gladys, y todos los que hacen la cola, conocen los pasos a seguir. Ella lo intenta, el cierre desliza mal y se traba, tira con un poco más de fuerza hasta que los dientes ceden. El guardia mueve las cosas dentro de la cartera de Gladys para ver qué hay. Ella le pide que anote en el formulario de ingreso de efectos personales el celular que trae en el bolsillo del buzo, el cargador del teléfono y un par de ojotas que lleva en la cartera. Se los muestra. El guardia anota. Lo demás no importa: pañuelos de papel; unos caramelos medio pegoteados; la billetera donde lleva el documento, un billete de cinco pesos y monedas para pagar el colectivo de vuelta; las llaves de su casa; dos toallitas higiénicas. Eso no hace falta que lo anote, pero el celular, el cargador y las ojotas, sí. Ella no quiere tener problemas a la salida, le dice. El guardia le entrega el formulario completo. Gladys guarda el papel en la billetera, junto con el documento, fuerza el cierre en sentido contrario y empieza a caminar. 

    Delante de ella van los tres hombres que hacían cola con ella. Se empujan unos a otros, haciendo bromas, se ríen. El nuevo lleva la bicicleta a mano, para poder ir junto a los otros, charlando. Ella apura el paso, la cola de ese lunes la retrasó más que otras veces. Los pasa. Uno de ellos le dice Hola, cómo estás. Gladys no lo conoce y él lo sabe, pero ella le devuelve el saludo. No es feo, piensa, y si está allí adentro es que trabajo tiene. No lo piensa por ella, porque ella casada ya está, lo piensa nomás. Nos vemos, le dice el hombre que ahora quedó detrás; nos vemos, repite Gladys, apura el paso otra vez y les saca más distancia. 

    Cuando llega a la cancha de golf dobla a la derecha, y unos metros más adelante dobla en el mismo sentido otra vez. La casa de Chazarreta es la quinta al fondo, sobre la izquierda, después del sauce. El camino lo conoce de memoria. Y también sabe qué puerta le deja abierta Chazarreta para que ella entre sin tocar timbre: la que da a la cocina desde la galería interna. Antes de hacerlo recoge los diarios que están en el hall de entrada, La Nación y Ámbito Financiero. Eso quiere decir que Chazarreta, efectivamente, duerme. Si no estuviera durmiendo, habría levantado los diarios él mismo para leerlos con el desayuno. Gladys mira la tapa de La Nación, saltea el titular principal que habla de la última declaración jurada de bienes del Presidente y va a una foto grande, en colores, debajo de la cual lee: dos colectivos chocaron en una esquina de Boedo, tres muertos y cuatro heridos graves. Se persigna, no sabe por qué, por los muertos supone. O por los heridos graves, para que no se mueran también ellos. Luego deja los dos diarios sobre la mesa de la cocina.

    Pasa al cuarto de planchado, cuelga sus cosas en el placard y se pone el uniforme. Le va a tener que decir al señor Chazarreta que le compre otro; ahora que engordó los botones del pecho le tiran y la sisa le corta la circulación de los brazos cuando los alza para tender la ropa en la soga. Si él quiere que ella use siempre uniforme, como le dijo el día en que la tomó, se va a tener que hacer cargo. Gladys mira en el canasto y nota que hay poco para planchar. Chazarreta es prolijo y suele entrar toda la ropa que queda tendida el fin de semana, pero ella igual va a ir al patio de atrás a revisar si falta descolgar algo, por las dudas. Después va a lavar los platos sucios que vio de reojo en la pileta de la cocina. Y va a seguir por los baños, lo que menos le gusta, así se los saca de encima. 

    Tal como suponía, Chazarreta entró toda la ropa. En la pileta de la cocina los platos sucios son pocos: o él lavó alguna cosa el fin de semana o comió afuera. Apoya los platos, el vaso y los cubiertos sobre un repasador para que se escurran sin resbalar por la mesada de mármol negro. Va al lavadero y vuelve con el secador de piso y con el balde que tiene adentro los productos de limpieza, el trapo y los guantes de goma. Cuando avanza por el corredor junto al living se da cuenta de que Chazarreta está sentado en el sillón de terciopelo verde, un sillón de un cuerpo, con respaldo alto, que, ella sospecha, es su preferido. Un sillón que mira al ventanal que da al parque. Pero esta mañana las cortinas aún están corridas, o sea que Chazarreta no se sentó allí a mirar el parque sino que está apoltronado en el sillón desde la noche anterior. Aunque el respaldo y la penumbra del ambiente no la dejan verlo, Gladys sabe que el señor Chazarreta está ahí porque su mano izquierda cuelga a un lado del sillón y, debajo de ella, sobre el piso de madera entarugada, el vaso caído y el último whisky derramado. 

    Buenos días, dice Gladys cuando pasa detrás de él de camino a la planta alta. Lo dice bajo, tanto como para que la escuche si está despierto y no se despierte si está dormido. Chazarreta no responde. Duerme la mona, piensa Gladys, y sigue. Pero antes de subir la escalera se arrepiente. Mejor secar el whisky porque si el líquido humedece el piso encerado durante demasiado tiempo, se va a formar una de esas manchas blancas tan difíciles de hacer desaparecer si no es a fuerza de pasar cera sobre cera. Y Gladys no tiene ganas de empezar la semana encerando el piso. Vuelve sobre sus pasos, saca el trapo del balde, se agacha, levanta el vaso, seca el whisky al costado del sillón de terciopelo y avanza un poco a tientas con el trapo hacia el frente. Pero en seguida el trapo se sumerge en otra mancha, un charco oscuro, ella no sabe qué es; suelta el trapo con rapidez para que la humedad de la que se impregna no llegue a su mano; en cambio toca el líquido, apenas, con la punta del dedo índice: es pegajoso. ¿Sangre?, se pregunta sin terminar de creerlo. Entonces levanta la vista y mira a Chazarreta. Chazarreta está ahí, frente a ella, degollado. Un tajo le atraviesa de lado a lado el cuello que se abre como dos labios casi perfectos. Gladys no sabe qué es lo que ve dentro de ese tajo porque la impresión que le produce la carne roja, la sangre y el amasijo de tejidos y tubos le provoca un gesto de asco que le hace cerrar los ojos, al tiempo que se lleva las manos a la cara como si cerrarlos no fuera suficiente para dejar de ver, mientras su boca se abre debajo de ellas sólo para dejar salir un gemido ahogado.

    Sin embargo el asco dura poco, lo vence el miedo. Un miedo que no la paraliza sino que la pone en acción. Por eso Gladys Varela ahora saca las manos de su cara y abre los ojos, se obliga a hacerlo, levanta otra vez la cabeza, mira el cuello desgarrado, la ropa de Chazarreta manchada de sangre, el cuchillo en la mano derecha sobre su regazo y la botella de whisky vacía a un costado de su cuerpo, junto al apoyabrazos. Y no lo piensa dos veces, se levanta, sale corriendo a la calle y grita. Grita sin parar, dispuesta a hacerlo hasta que alguien la escuche.”


14 de set. 2024

claudia piñeiro, obra 4

 

Las grietas de Jara

Claudia Piñeiro

Alfaguara, 2018

páginas: 256

SINOPSIS:

    La autora de Las viudas de los jueves demuestra una vez más su capacidad para construir personajes y contar historias en las que el suspenso no impide la pintura social ni la crítica. Las grietas de Jara es, en ese sentido, una reflexión acerca del matrimonio y la crisis de la mediana edad, y las dificultades de vivir en un mundo donde las reglas las imponen los más fuertes. Una novela que inquieta con la pregunta de si para dar una vuelta de timón y navegar hacia otro rumbo, no será necesario a veces dejar de lado la inocencia.

    Aunque Pablo Simó quiere construir la torre de sus sueños, se limita a dibujarla: hace veinte años que trabaja en un estudio de arquitectura que no puede o no quiere dejar. Veinte años son también los que lleva casado con Laura, a quien sólo lo unen la costumbre y una hija típicamente adolescente.

    Cuando una joven llegue inesperadamente al estudio buscando a Nelson Jara, comenzará a revelarse la trama del secreto en la que Simó está implicado junto a su jefe y una compañera de trabajo. La aparición de la muchacha y las derivaciones de ese hecho del pasado abrirán una grieta en la precaria estabilidad del arquitecto, que verá derrumbarse una a una las certezas que lo sostuvieron hasta el momento.


13 de set. 2024

claudia piñeiro, obra 3

 

Elena sabe

Claudia Piñeiro

Alfaguara, 2019

páginas: 208

FRAGMENTO:

    “Se trata de levantar el pie derecho, apenas unos centímetros del suelo, moverlo en el aire hacia adelante, tanto como para que sobrepase al pie izquierdo, y a esa distancia, la que sea, mucha o poca, hacerlo bajar. Apenas de eso se trata, piensa Elena. Pero ella piensa, y aunque su cerebro ordena movimiento, el pie derecho no se mueve. No se eleva. No avanza en el aire. No vuelve a bajar. No se mueve, no se eleva, no avanza en el aire, no vuelve a bajar. Eso apenas. Pero no lo hace. Entonces Elena se sienta y espera. En la cocina de su casa. Tiene que tomar el tren que sale para la Capital a las diez de la mañana; el siguiente, el de las once, ya no le sirve porque la pastilla la tomó a las nueve, entonces piensa, y sabe, que tiene que tomar el de las diez, poco después de que la medicación logre que su cuerpo cumpla con la orden de su cerebro. Pronto. El de las once no, porque entonces el efecto de la medicación habrá declinado hasta desaparecer y ella estará igual que ahora, pero sin esperanza de que la levodopa actúe. Levodopa se llama eso que tiene que circular por su cuerpo una vez disuelta la pastilla; conoce el nombre desde hace un tiempo. Levodopa. Así le dijeron, y ella misma lo anotó en un papel porque sabía que no iba a entender la letra del médico. Que la levodopa circule por su cuerpo, sabe. Eso es lo que espera, sentada, en la cocina de su casa. Esperar es todo lo que puede hacer por el momento. Cuenta calles en el aire. Recita nombres de calles de memoria. De atrás para adelante y de adelante para atrás. Lupo, Moreno, 25 de Mayo, Mitre, Roca. Roca, Mitre, 25 de Mayo, Moreno, Lupo. Levodopa. Sólo la separan cinco cuadras de la estación, no es tanto, piensa, y recita, y sigue esperando. Cinco. Calles que todavía no puede andar con sus pasos esforzados aunque sí repetir sus nombres en silencio. Hoy no quiere encontrarse con nadie. Nadie que le pregunte por su salud ni que le dé el pésame tardío por la muerte de su hija. Cada día se le aparece alguna persona que no pudo velarla o no pudo estar en el entierro. O no se atrevió. O no quiso. Cuando alguien muere como murió Rita, todos se sienten invitados a su funeral. Por eso las diez no es una buena hora, piensa, porque para llegar a la estación tiene que pasar por delante del banco y hoy se pagan las jubilaciones, entonces es muy probable que se cruce con algún vecino. Con varios vecinos. Aunque el banco abra recién a las diez, cuando su tren esté entrando en la estación y ella con el boleto en la mano se acerque al borde del andén para tomarlo, antes de eso, Elena sabe, ya va a encontrar jubilados haciendo la cola como si tuvieran miedo de que la plata alcanzara sólo para pagarle a los que primero llegan. Sólo podría evitar el frente del banco dando una vuelta manzana que su Parkinson no le perdonaría. Ése es el nombre. Elena sabe desde hace un tiempo que ya no es ella la que manda sobre algunas partes de su cuerpo, los pies por ejemplo. Manda él. O ella. Y se pregunta si al Parkinson habría que tratarlo de él o de ella, porque aunque el nombre propio le suena masculino no deja de ser una enfermedad, y una enfermedad es femenina. Como lo es una desgracia. O una condena. Entonces decide que lo va a llamar Ella, porque cuando la piensa, piensa “qué enfermedad puta”. Y puta es ella, no él. Con perdón de la palabra, dice. Ella. El doctor Benegas se lo explicó varias veces pero Elena todavía no termina de entender; sí entiende lo que tiene porque lo lleva en el cuerpo, pero no algunas de las palabras que usa el médico. La primera vez estaba Rita presente. Rita, que hoy está muerta. Les dijo que el Parkinson es una degeneración de las células del sistema nervioso. Y a las dos les cayó mal la palabra. Degeneración. A ella y a su hija. El doctor Benegas seguramente se dio cuenta, porque enseguida trató de explicarles. Y dijo, una enfermedad del sistema nervioso central que degenera, o hace mutar, o cambia, o modifica de manera tal algunas células nerviosas que dejan de producir dopamina. Y Elena se enteró entonces de que cuando su cerebro ordena movimiento, la orden sólo puede llegar a sus pies si la dopamina la lleva. Como un chasqui, pensó aquel día. Entonces el Parkinson es Ella, y la dopamina el chasqui. Y el cerebro nada, piensa, porque sus pies no lo escuchan. Como un rey derrocado que no se da cuenta de que ya no gobierna. Como el emperador sin traje del cuento que le contaba a Rita cuando era chica. Rey derrocado, emperador sin traje. Y ahora está Ella, no Elena sino su enfermedad, el chasqui y el rey derrocado. Elena repite sus nombres como antes repitió los de las calles que la separan de la estación; esos nombres comparten su espera. De atrás para adelante y de adelante para atrás. Emperador sin traje no le gusta porque si no lleva traje está desnudo. Prefiere rey derrocado. Espera, repite, combina de a pares: Ella y el chasqui, el chasqui y el rey, el rey y Ella. Prueba otra vez, pero los pies siguen ajenos, ni siquiera desobedientes, sordos. Pies sordos. A Elena le encantaría gritarles, pies muévanse de una vez por todas, hasta carajo les gritaría, muévanse de una vez por todas, carajo, pero sabe que sería en vano, porque sus pies no escucharían tampoco su voz. Por eso no grita, espera. Repite palabras. Calles, reyes, otra vez calles. Incluye palabras nuevas en su rezo: dopamina, levodopa. Intuye que la dopa de dopamina, y la dopa de levodopa, deben ser la misma cosa, pero sólo intuye, no tiene certeza, repite, juega, deja que su lengua se trabe, espera, y no le importa, sólo le importa que el tiempo pase, que esa pastilla se disuelva, circule por su cuerpo hasta sus pies y éstos se enteren, por fin, de que tienen que ponerse en marcha. 

    Está nerviosa, lo cual no es bueno, porque cuando se pone nerviosa la medicación tarda más en actuar. Pero no puede evitarlo. Hoy va a jugarse la última carta para tratar de averiguar quién mató a su hija, hablar con la única persona del mundo a la que cree que puede convencer de que la ayude. A cambio de una deuda lejana en el tiempo, casi olvidada. Va a intentar cobrar esa deuda, aunque Rita, si estuviera, no estaría de acuerdo, la vida no es un trueque, mamá, hay cosas que se hacen porque sí, porque Dios manda. No va a ser fácil, pero lo va a intentar. Isabel se llama la mujer a la que busca. No está segura de sí se acordará de ella. Cree que no. De Rita sí, le manda una postal cada fin de año. Tal vez no sepa de su muerte.”

 


12 de set. 2024

claudia piñeiro, obra 2

 

Las viudas de los jueves

Claudia Piñeiro

Alfaguara, 2007

páginas: 256

FRAGMENTO:

    “Abrí la heladera, y me quedé así, descansando con la mano apoyada en la manija, frente a esa luz fría que iluminaba los estantes, con la mente en blanco y la mirada inútil. Hasta que la alarma que indicaba que la puerta abierta dejaba escapar el frío empezó a sonar, y me recordó por qué estaba ahí, parada frente a la heladera. Busqué algo que comer. Junté en un plato algunas sobras del día anterior, las calenté en el microondas y las llevé a la mesa. No puse mantel, apenas un individual de rafia de aquellos que había traído hacía un par de años de Brasil, de las últimas vacaciones que pasamos los tres juntos. En familia. Me senté frente a la ventana, no era mi lugar habitual en la mesa, pero me gustaba comer mirando el jardín cuando estaba sola. Ronie esa noche, la noche en cuestión, cenaba en la casa del Tano Scaglia. Como todos los jueves. Aunque ese jueves fuera distinto. Un jueves de septiembre de 2001. Veintisiete de septiembre de 2001. Ese jueves. Todavía seguíamos espantados por la caída de las Torres Gemelas, y abríamos las cartas con guantes de goma por temor a encontrarnos con un polvo blanco. Juani había salido. No le había preguntado con quién ni adónde. A Juani no le gustaba que le preguntara. Pero igual yo sabía. O me imaginaba, y entonces creía que sabía. 

    Casi no ensucié platos. Ya hacía unos años había aceptado que no podíamos pagar más personal doméstico de jornada completa, y sólo venía una mujer dos veces por semana a hacer el trabajo grueso. Desde entonces aprendí a ensuciar lo mínimo posible, aprendí a no arrugarme, a casi no desarmar la cama. No por la carga de la tarea en sí misma, sino porque lavar los platos, hacer las camas o planchar la ropa me recordaban lo que alguna vez había tenido, y ya no tenía más. 

    Pensé en salir a caminar, pero me detenía el temor de cruzarme con Juani y que él creyera que lo estaba espiando. Hacía calor, era una noche estrellada y luminosa. No tenía ganas de acostarme y empezar a dar vueltas en la cama, sin sueño, pensando en alguna operación inmobiliaria que no terminaba de poder concretar. Por aquel entonces parecía que todas las operaciones estaban destinadas a caerse antes de que yo pudiera cobrar una comisión. Veníamos de varios meses de crisis económica, algunos lo disimulaban mejor que otros, pero a todos de una manera u otra nos había cambiado la vida. O nos estaba por cambiar. Fui a mi cuarto a buscar un cigarrillo, iba a salir a pesar de Juani, y me gustaba caminar fumando. Cuando pasé frente al dormitorio de mi hijo pensé en entrar y buscar ahí un cigarrillo. Pero sabía que no habría encontrado lo que buscaba, que hubiera sido sólo una excusa para entrar y mirar, y ya había estado mirando esa mañana cuando había hecho su cama y ordenado su cuarto, y tampoco entonces había encontrado lo que buscaba. Seguí, en mi mesa de luz tenía un atado nuevo, lo abrí, saqué un cigarrillo, lo prendí y bajé la escalera dispuesta a salir.”

 


11 de set. 2024

claudia piñeiro, obra 1

 

Tuya

Claudia Piñeiro

Alfaguara, 2010

páginas: 176

FRAGMENTO:

    “Para aquel entonces hacía más de un mes que Ernesto no me hacía el amor. O quizá dos meses. No sé. No era que a mí me importara demasiado. Yo llego a la noche muy cansada. Parece que no, pero las tareas de la casa, cuando una quiere tener todo perfecto, te agotan. Si por mí fuera, apoyo la cabeza en la almohada y me quedo dormida ahí mismo. Pero una sabe que si el marido no la busca en tanto tiempo, no sé, se dicen tantas cosas. Yo pensé, lo tendría que hablar con Ernesto, preguntarle si le pasaba algo. Y casi lo hago. Pero después me dije, ¿y si me pasa como a mi mamá que por preguntar le salió el tiro por la culata? Porque ella lo veía medio raro a papá y un día fue y le preguntó: "¿Te pasa algo, Roberto?". Y él le dijo: "¡Sí, me pasa que no te soporto más!". Ahí mismo se fue dando un portazo y no lo volvimos a ver. Pobre mi mamá. Además, yo más o menos me imaginaba lo que le estaba pasando a Ernesto. Si trabajaba como un perro todo el día, y cuando le sobraba un minuto se metía a hacer algún curso, a estudiar algo, ¿cómo no iba a llegar agotado a la noche? Y entonces me dije: "Yo no voy a andar preguntando, si tengo dos ojos para ver, y una cabeza para pensar". Y lo que veía era que teníamos una familia bárbara, una hija a punto de terminar la secundaria, una casa que más de uno envidiaría. Y que Ernesto me quería, eso nadie lo podía negar. Él nunca me hizo faltar nada. Entonces me tranquilicé y me dije: "El sexo ya volverá cuando sea el momento; teniendo tantas cosas no me voy a andar fijando justo en lo único que me falta". Porque además uno ya no vive en los años sesenta, ahora uno sabe que hay otras cosas tanto o más importantes que el sexo. La familia, el espíritu, llevarse bien, la armonía. ¿Cuántos hay que en la cama se llevan como los dioses y en la vida se llevan a las patadas? ¿O no? ¿Para qué iba a buscarle la quinta pata al gato, como hizo mi mamá? 

    Pero al poco tiempo me enteré de que Ernesto me engañaba. Fui a buscar una lapicera y como no encontraba ninguna, abrí su maletín y ahí estaba: un corazón dibujado con rouge, cruzado por un "te quiero", y firmado "tuya". Una reverenda grasada, pero la verdad es que en ese momento me dolió. Estuve a punto de ir ahí mismo y refregarle el papel por la cara y decirle: "¡Pedazo de hijo de puta, ¿qué es esto?!". Pero por suerte conté hasta diez, respiré hondo, y dejé todo como estaba. Me costó fingir en la cena. Lali estaba en uno de esos días en que nadie la soporta, excepto Ernesto. A mí ya ni me afectaba, así era nuestra hija y estaba acostumbrada. Pero a Ernesto le costaba. Él le hablaba y ella contestaba con monosílabos. Yo no estaba en condiciones de aportar nada; con lo que había descubierto tenía suficiente. Pero tenía miedo de que se me notara. Yo siempre tapo todos los silencios, cubro los baches cuando una conversación no está bien armadita. Es como un don que tengo. Para evitar sospechas les dije que me sentía mal, que me dolía la cabeza. Creo que me creyeron. Y mientras Ernesto monologaba con Lali yo me iba imaginaba qué le iba a decir. Porque mi primera reacción de preguntarle "¿qué es esto?", ya la había descartado. ¿Qué me iba a contestar? Un papel, con un corazón, un te quiero, una firma. No, ésa era una pregunta estúpida. Lo importante era saber si ese papel significaba algo importante para él, o no. Porque en definitiva, y por más que a una le pese, a toda mujer, en algún momento, le meten los cuernos. Es como la menopausia, puede tardar más o menos, pero ninguna se salva. Lo que pasa es que hay algunas que nunca se enteran. Y ésas la pasan mejor, porque para ellas la vida sigue igual. En cambio, las que nos enteramos empezamos a preguntarnos quién será ella, dónde fallamos, qué tenemos que hacer, si tenemos que perdonar o no, cómo cobrarles a ellos lo que nos hicieron, y para cuando el susodicho ya dejó a la otra, el enredo mental que nos armamos es tan grande que ya no podemos volver atrás. Hasta corremos el riesgo de terminar inventando una historia mucho más grave y rebuscada que la verdadera. Y yo no quería equivocarme como se equivocan tantas mujeres. Porque en definitiva, una mujer que dibujaba un corazón con rouge y firmaba "tuya" no podía ser alguien importante en la vida de Ernesto. Yo lo conocía a Ernesto, él detestaba ese tipo de cosas. "Se debe estar sacando alguna calentura", pensé. Porque hoy por hoy las mujeres están muy lanzadas. Ven a un tipo y lo buscan, lo buscan, y el tipo si no hace algo se siente un imbécil. "La verdad", me dije, "para qué lo voy a ir a encarar a Ernesto y hacerle todo un planteamiento, cuando dentro de una semana esta mujer ya va a ser historia antigua". ¿O no?”


10 de set. 2024

claudia piñeiro, i 3

 


Claudia Piñeiro: 
«El lenguaje es mi búsqueda constante»

por Mariana Sández
Diario Información
16/09/2023

    "Poco después de graduarse como contable, Claudia Piñeiro (Buenos Aires, 1960) ya sabía que tenía una fuerte inquietud por la literatura. Se apuntó a talleres de narrativa y de dramaturgia, y no tardó en enviar sus manuscritos a concursos. En 2005, ganó el Premio Clarín por Las viudas de los jueves (Alfaguara) y desde entonces no hizo más que afianzar su producción, que se cuenta entre las más leídas de habla hispana. En Argentina, sus libros siempre ocupan los primeros puestos de los rankings, además de que han sido multipremiados, traducidos a múltiples idiomas y muchos de ellos adaptados al cine o representados en teatro. En 2005 también publicó Tuya, cuya protagonista ha regresado este año en su décima novela, El tiempo de las moscas.

PREGUNTA: ¿Luego de diez novelas y otros textos qué diría que evolucionó o descubrió dentro de tu escritura?

RESPUESTA: Lo principal en mi trabajo es la búsqueda del lenguaje apropiado para cada historia. Por ejemplo, en Elena sabe tenía que encontrar la prosa adecuada para acompañar el cuerpo enfermo de Elena. Por otro lado, hay una búsqueda en relación a nombrar lo que no se puede nombrar alrededor de cada tema. En ese sentido, tengo una gran inquietud con respecto a cómo usar la lengua de una manera que nos abarque realmente a todos, seamos del género que seamos. No me siento nada cómoda con el universal masculino y tampoco utilizo el inclusivo, pero siento que necesito seguir investigando en ese sentido y trato de descubrir formas de nombrar y, al hacerlo, de incluir a todas las personas a las que me estoy dirigiendo.

P: En El tiempo de las moscas, ¿utiliza un registro más popular de la lengua?

R: Con estas protagonistas no había mucha opción porque el lenguaje refleja la situación o el entorno del que venís. Quizá es una deformación profesional, de la escritura de teatro y del guion, pero tengo mucho respeto por el habla real de los personajes. Mi maestro en ese sentido es el dramaturgo Mauricio Kartun. Cuando empecé a escribir, me di cuenta de que me gustaba mucho trabajar bien los diálogos y uno de los ejercicios que él nos hacía hacer era salir a la calle y captar exactamente cómo habla la gente. Ahí te das cuenta de que normalmente racionalizás cuando escribís, lo procesás, lo ordenás sintácticamente. Kartun nos enseñó a reflejar la naturalidad necesaria para cada novela. En Catedrales quizá no me hacía falta, porque son personajes que utilizan un habla muy estándar, pero acá las conversaciones entre Inés y La Manca, que acaban de salir de la cárcel, requerían un uso no embellecido de la lengua. Si bien Inés fue de una clase social alta, que descendió durante los años presa, tampoco era alguien culta.

P: ¿Cómo se le ocurrió insertar el personaje colectivo o coro griego?

R: El tiempo de las moscas tiene mucha mayor composición de los personajes porque en Tuya todo sucedía en el monólogo interior de Inés y conocíamos a los que la rodeaban desde su punto de vista. Es la limitación que tiene ese recurso. Acá utilizo la alternancia entre la primera persona y la tercera del singular, que cambia de un capítulo a otro, y la inclusión de la primera del plural con el coro. Es lo que precisaba para expandir lo que pasa dentro de la cabeza de Inés. Las mujeres del coro opinan sobre lo que le pasa a las protagonistas, pero al hacerlo también lo llevan a sus propias vidas y luego lo comparan con un plano más amplio, más social. Al hacerlo así funcionan como una asamblea, en donde interviene lo político. Además se confunden entre sí, no importa mucho quién habla, son muchas, es un colectivo, sus voces suenan entremezcladas como el zumbido de las moscas.

P: ¿Diría que la dramaturgia atraviesa toda su obra?

R: Mientras estudiaba dramaturgia entendí que no solo me interesaba por los diálogos o los parlamentos, también me enseñó que tenés ahí en escena a un personaje y un montón de personas interesadas en saber lo que tiene para decir. Es el momentum dramático que hay que saber aprovechar, esa instantaneidad del teatro. Luego mis obras se representaron y pude ver cómo se produce la conversión, alguien toma un texto y lo transfiere a la escena, lo carga con otra vida o significados. Más tarde lo vi también en el cine: el guionista, el director, los actores le ponen su valor agregado. El teatro respeta más el texto, en el cine el proyecto audiovisual requiere muchas veces tratamientos diferentes que los que utiliza el escritor al escribir, porque no son textos escritos para resolverse como una película, hay que recodificarlo de algún modo. Había hecho también escritura de guion para la televisión y ahora para las series.

P: ¿Interviene en las adaptaciones de sus libros al cine?

R: En los guiones no, pero me pasan el texto en distintas instancias, por ejemplo cuando está el primer borrador o después, cuando está armada la película, me muestran el primer corte, por si tengo algo que observar. Eso fue en las primeras novelas que se adaptaron. En Catedrales, que es un proyecto de serie, ya tengo un rol dentro del contrato para revisar el guion, es un trabajo más detallado de analizar las decisiones que toman los guionistas en cada paso.

P: ¿Y cómo suele aparecer el libro nuevo?

R: Suele partir de una imagen que aparece en cualquier momento, voy tirando del hilo y se va armando en mi cabeza; evoluciona durante meses antes de que me ponga a escribir. Si cobra cierta dimensión, si empiezo a ver cómo hablan y cómo se mueven los personajes, si me intereso por sus conflictos, entonces los sigo. Por lo general, no tomo notas, es algo darwiniano: si la imagen o la idea sobrevive, entonces sirve. En el caso de que haya algún aspecto que requiera investigación, ahí sí puede que comience a tomar notas. Para ponerme a escribir necesito tener muy claro un inicio, un final y hacia dónde va a ir la trama; ese final muchas veces cambia, pero es importante tener todo muy bien condensado antes de empezar.

P: ¿La elección del narrador en qué punto llega?

R: Esa es una decisión fundamental, cuál va a ser el punto de vista. Kartun en teatro nos decía: «En qué cuerpo va a pasar el drama». En Catedrales fui cambiando de narrador, lo probé con los distintos personajes hasta que me di cuenta de que me hacía falta escucharlos a todos, cada uno en proporción a la cuota de responsabilidad que tenían respecto del conflicto central.

P: En El tiempo de las moscas, ¿cuándo surgió la idea de retomar a la protagonista de Tuya, su primera novela?

R: Un amigo escritor fue el que me sugirió eso hace tiempo y en ese momento no lo vi posible porque soy muy realista: si Tuya terminaba con el ingreso de Inés a la cárcel, como consecuencia de haber matado a la amante del marido, no tenía mucho sentido continuarla. No iba a hacer una novela de cárcel porque no conozco ese mundo. Algunos años después, en plena pandemia, recordé esa sugerencia, hice cálculos, me di cuenta de que Inés ya había pasado el tiempo reglamentario presa e incluso hice averiguaciones legales. Ahí me interesó pensar que ella saldría para encontrarse con una realidad terriblemente distinta a la que había dejado.

P: ¿Cuál es el cambio más importante de Inés tras 15 años en la cárcel?

R: Se le rompe su propia fantasía. No tenía un matrimonio ni una familia perfecta, pero ella creía que sí o actuaba como si lo fuera. Era una mujer completamente machista y conservadora que vivía de las convicciones típicas de la clase media con aspiraciones. Por un lado, se encuentra en un medio, la cárcel, en el que se reúnen los más diversos tipos sociales, eso ya es un primer choque. Se ve obligada a socializar, mientras que antes casi no tenía vínculos. Además, se encuentra con una realidad muy diferente, principalmente todo lo relacionado al movimiento feminista y la lucha por los derechos de la mujer; si bien no termina de entenderlo, tiene que aprender de golpe. En algunas cosas no está de acuerdo, pero sabe que tiene que incorporarlo. En determinado momento dice: «Yo antes sabía ser mujer y ahora ya no».

P: Además, con su recorrido personal, tendría mucho para aportar respecto a las luchas por la igualdad de la mujer.

R: Todas mis novelas son muy sociales y contemporáneas. Yo no salgo a buscar temas, sino que creo personajes y estos, al ponerse a vivir, al salir a la calle, se encuentran con esos temas, son inevitables. Mis libros están inmersos en la realidad presente. Las viudas de los jueves abordaba el asunto de la moda de los barrios privados en Argentina junto con el desarrollo de un determinado tipo de vida, que era una cosa novedosa en ese momento. Cuando escribí Betibú estaba candente el tema de las peleas entre el Gobierno y los medios de comunicación que llegaron a alcanzar un nivel de mucha tensión. Me pasó con muchas novelas. En este caso, Inés sale de la cárcel para encontrarse con un periodo determinante para el feminismo.

P: Inés fue presa por matar a la amante de su marido. ¿Es feminicidio si está perpetrado por una mujer?

R: Hay una ley que establece qué es y qué no un feminicidio. En Argentina la ley dice «el que matare», y ahí empieza a fallar el lenguaje, porque si yo no me siento un «él», ya la ley no me representa. Seguramente cuando se definió la figura legal se pensó en un hombre que mata a una mujer pero se puede forzar de otra manera. Para evidenciar eso, ahora más que nunca hay que contemplar qué sexo figura en el documento de una persona. La realidad cambia mucho más rápido que los códigos escritos y hay que ir adaptándolos. Tendrán que venir los jueces a interpretar cómo aplicar la ley a situaciones nuevas.

P: ¿El reconocimiento de que la maternidad no le interesa a Inés se produce en la cárcel o es anterior?

R: No sé pero en algún momento ella pudo admitirse que toda su vida familiar previa era una ficción, algo que no sentía como genuino. En Tuya tampoco era una gran madre, fingía que se adaptaba a las consignas sociales del ser madre. La cárcel le permite admitir que, más allá de haberla parido, no siente nada por su hija, algo brutal pero también quizá un inicio para llegar a una suerte de nueva relación con ella. Ese planteo aparece en El tiempo de las moscas. A partir de esa aceptación se abren nuevos caminos para reubicarse ante esa relación.

P: ¿El desamor materno sigue siendo tabú en la sociedad?

R: Totalmente, aceptar que uno no quiere a los hijos o que un hijo no quiere a su madre es tener que reconocer que hay una falla en una como mujer. Y, sin embargo, es habitual ver que las relaciones se rompen y a veces irreparables, no por mala fe de las personas involucradas sino por circunstancias de la vida que a cada uno le tocan.

P: En la novela también aparece el caso de una madre que no acepta el deseo de su hija de cambiar su identidad sexual.

R: Es que hay marcas biológicas que aún nos cuesta aceptar que puedan cambiar, como el ser de un determinado sexo y querer modificarlo. Aceptamos, por ejemplo, que el padre adoptivo, no biológico, del libro quiera a la hija de su pareja como si fuera propia. Eso nos gusta, pero que una persona quiera cambiar el sexo con el que nació todavía nos cuesta porque obedece a construcciones culturales muy arraigadas.

P: ¿Lali, la hija de Inés, sería de todas la que ocupa el papel de buena madre?

R: Sí, ella encarna la mujer que quiere a sus hijos, tiene un buen vínculo con ellos, está contenta con su pareja. Pero tiene momentos en los que querría estar sola, tranquila, en un pueblo de pescadores sin nadie que demande cosas. Necesita descansar de su maternidad o su familia pero se lo cuestiona: a las mujeres nos han programado para estar siempre a merced de cuidar a los otros y nos resulta extraño plantearnos algo distinto.

P: ¿Cómo describiría la función del verbo maternar en la novela?

R: Es un verbo que uso mucho con mis amigas. Normalmente, a los verbos de acción se contrapone otro que significa descanso: corrés, luego te sentás o parás; leés un libro, dejás de leerlo. El acto de maternar no tiene su pausa correspondiente, se materna de forma permanente, es un verbo eterno y en continuado. Entonces es interesante marcarlo desde el lenguaje, y con esto volvemos a lo que comentamos al principio: el lenguaje, en tanto forma de representar fielmente la realidad, es mi búsqueda constante."


9 de set. 2024

claudia piñeiro, 2

 

Claudia Piñeiro: 
“Siento la responsabilidad de escribir sobre determinadas causas”

por Natalia Ginzburg
Clarín Cultura
17/11/2023

    "Hace un tiempo, escribe Claudia Piñeiro, tuvo una suerte de epifanía: en vez de lidiar con la finitud de la vida, se dedicaría a multiplicar mundos y vidas posibles. “¿Cómo? Viajando y leyendo, casi compulsivamente”. No sorprende que, en la actualidad, su agenda la mantenga con una maleta siempre a mano, y que los libros desborden el living (y cada rincón) de su casa. En definitiva, como ella misma cree, leer es también viajar.

    Así la encontramos el día de la entrevista con Clarín Cultura, lista para embarcar y pese a ello con una agenda mediática agitada, para presentar su más reciente libro. En Escribir un silencio, reúne por primera vez su obra de no ficción: un gran corpus de artículos, ensayos, ponencias que reflexionan sobre una variedad de cuestiones que van desde su biografía, la lectura y la escritura, el cuerpo, la memoria, la maternidad, la pandemia, los viajes, hasta los discursos leídos en la Cámara de Diputados, durante el debate por la ley de Interrupción voluntaria del embarazo, las aperturas de Ferias del Libro (Buenos Aires y Rosario), el Congreso de la Lengua española, entre otros.

PREGUNTA: ¿Cuál dirías es el común denominador de los textos reunidos en Escribir un silencio?

RESPUESTA: En todos estos textos hay una cierta urgencia en la escritura, que uno no la tiene en la literatura. Fueron escritos para periódicos y revistas, y solían tener que ver con una cuestión coyuntural.

    Estoy muy agradecida a cada uno de los medios y a todas las personas que me encargaron estos textos a lo largo de este tiempo: Ricardo Coler, Sergio Olguín, Amalia Sanz y Eugenia Zicavo, de la revista [de literatura y psicoanálisis] LaMujerDeMiVida, Matilde Sánchez (Revista Ñ y Clarín Cultura) y Daniel Ulanovsky Sack (Mundos Íntimos, Clarín), Carlos Aletto en Télam, El País de España, entre los muchos medios que le ofrecieron estos paréntesis para pensar o reflexionar sobre determinados temas.

P: “Escribir un silencio”, el texto que da nombre al libro apareció publicado en LaMujerDeMiVida. Muchas veces se habla con prejuicio del psicoanálisis como “obstructor” de la creatividad, en tu caso parece haber sido la condición de posibilidad.

R: Me encontré con la posibilidad de la palabra escrita en el psicoanálisis. La terapia me habilitó la palabra escrita; empecé a pensar “a lo mejor puedo ser escritora”.

    En ese artículo, no me refiero al silencio como algo en sí, ontológico, sino a los silencios propios, a ese silencio singular, mi silencio. Además, todo lo que tiene que ver con el psicoanálisis me interesa, porque creo es un ejercicio de pensar… uno piensa con otro, pero te habilita a pensar a vos.

P: A lo largo de los artículos, vas construyendo una suerte de autobiografía, como un modo de elaborar la identidad. ¿Desde siempre te interesó abordar cuestiones de la memoria?

R: La memoria es fundamental: la memoria colectiva, la memoria familiar y la memoria personal. Nací y en la casa de al lado de mi casa vivían mis abuelos maternos, ellos hablaban en gallego, y a mí siempre me interesó la pregunta de dónde uno viene.

    Por eso quería que en la estructura del libro estuvieran esas dos preguntas: ¿Quién soy? Y ¿De dónde vengo? Volver, por ejemplo, al pueblo de mi papá para mí fue precioso. Una señora mayor que nos acompañaba se golpeaba la cabeza y decía “Esta tiene que funcionar, porque solamente yo y tal sabemos todo lo de este pueblo, y si no funciona, se pierde”.

    Si no hay un registro por escrito de la memoria, cuando mueren las personas, se pierde. Cosas que suceden con el Holocausto, con la Dictadura, cuando van muriendo las Abuelas, o lo que tiene que ver con la Guerra Civil Española: quienes pueden dar testimonio se fueron muriendo.

    Hace poco, fui a Santo Tomé, en Santa Fe, a la escuela pública 340: los chicos de los últimos años del secundario habían preparado un video con una biografía mía, tipo policial; la maestra les había pedido que averiguaran quién era “Claudia, de Burzaco”. Me sentí mucho más identificada con esa biografía que con otras que hacen recortes de la vida adulta o profesional.

P: Hablando de la escuela, en varios de tus artículos y ponencias hablás de la lectura como clave para el pensamiento crítico.

R: En “La lectura es un derecho” sostengo que la lectura parece que es una obligación, que la culpa es del que no lee. Y en realidad, me parece que es un derecho vulnerado. El derecho a tener ganas de leer. Si un chico no sale de la primaria leyendo de corrido, no va a poder leer con gusto: porque se va a trabar, porque no lo va a poder disfrutar, no va a poder llegar a la metáfora.

    Basta con ver lo que hoy lo estamos viendo: la imposibilidad de analizar ciertas cosas porque falta un paraguas que permita hacer ciertas relaciones, o entender determinados procesos. Todas las lecturas abren mundos, no solamente porque te permiten ver otras formas de vivir, otras formas de pensar, otros lugares, si no desde el propio lenguaje: la lectura te llena de palabras que vos después podés utilizar.


        Involucrada de un modo activo con la agenda política, vimos a Piñeiro volverse referente de determinadas causas, una suerte de militancia casi siempre mediada por la escritura. Así, en el libro, se leen artículos sobre la desaparición de Tehuel de la Torre, sobre el matrimonio igualitario, o el lugar central que ocupó en el debate por la interrupción voluntaria del embarazo, con un discurso dado en el la cámara de Diputados, hecho que la expuso mucho más allá de la figura de escritora, le generó no pocas agresiones, pero también, admite, “hizo que la conocieran nuevos públicos, que tal vez no me habían leído o conocían, como los jóvenes”.

       Paralelo a la publicación de sus obras, Claudia Piñeiro se ha vuelto una figura pública comprometida con la cultura democrática. Ya sea como parte de colectivos (feministas, de escritores), o desde algunas tribunas mediáticas que van desde la radio, donde es columnista, a su participación activa en X (Twitter), hoy es una de las voces que se escuchan como parte del foro público.

            Piñeiro sale entonces al rescate de estas piezas, a veces consideradas menores, pero que revelan un “lado B” de la escritura. El “articulismo”, término que ella misma retoma de un discurso que dio Jorge Fernández Díaz –otro cultor del género– o las crónicas Revelación de un mundo, de su admirada Clarice Lispector, para poder ubicar estas piezas dentro de los géneros literarias.


P: ¿Desde cuándo sentís la responsabilidad de opinar sobre la agenda política?

R: Estas preocupaciones existieron siempre, pero antes yo no era una figura pública. Y si vos no decís nada, terminás avalando cosas. En Tuya, mi primera novela, ya estaba el tema del aborto; en Elena sabe, también, en tiempos que ni siquiera se usaba la palabra: la gente decía eufemismos como “se lo sacó”.

    Desde que el tema se habilitó socialmente, yo siento que tengo una responsabilidad para usar ese micrófono adecuadamente. De alguna manera, yo represento a un montón de otras voces.

    Lo mismo en este momento político: hay determinadas cosas que hoy tampoco podés dejar de decir, por ejemplo, que yo no votaría a ningún candidato que diga “excesos” en vez de “crímenes de la Dictadura”.

    Necesito al menos consensuar que en esto estamos de acuerdo en estas cosas básicas que tienen que ver con la democracia, con los derechos humanos, con los derechos de las personas, con aceptar los grupos minoritarios, con todo lo que tiene que ver con la ESI, con los grupos LGTB+, con las luchas de las mujeres. Si coincidimos en eso, no me importa el partido político. En eso soy optimista.

P: Otra serie de artículos te llevan al territorio de la infancia. ¿Te permitieron estos artículos indagar en otros temas que no necesariamente aparecen en tus ficciones?

R: En muchas de esas notas sobre el pasado lo que prima es el registro de la evocación, aunque creo que esos temas están también, de algún modo, en la ficción, por debajo. Lo que me permiten los artículos es cambiar el sentimiento: algo que por ahí en aquel entonces me producía enojo, ahora, en la evocación, se repara. Y una entiende, por ejemplo, que estabas excluida de la caza de perdices porque era un ritual de hombres.

P: En los artículos sobre viajes y ferias literarias, lo más interesante pareciera está siempre “fuera de campo”. Citando a Antonio Tabucchi, hablás de esa “antena” que tiene el escritor para captar algo que está en el aire…

R: No llevo un diario, si no hubiera habido alguien que me pidiera ese texto, seguramente no hubiera existido. Por eso, cuando recuperaba estos artículos para el libro pensaba ¡qué suerte! Como la crónica del viaje a Marburg [Ver sin ver], donde toda la gente que fue a escucharme tenía un lazarillo, ¡porque era una ciudad adaptada para los ciegos!

P: Otro eje que elegís para pensar la escritura es el punto de vista: lejos de considerarlo un problema estilístico, se te impone como una cuestión política, el lugar que cada escritor decide ocupar en la sociedad. En tu caso, además, a través del género policial.

R: Cada vez que escribo una novela, lo que primero pienso es cuál va a ser el punto de vista, quién va a ser el narrador, que a veces coinciden o no. Para mí, la literatura no debería hacer bajadas de línea, cuestiones morales, o ideológicas, más allá de que todos somos seres políticos, y si yo escribo soy la misma persona, pero trato, siempre, que los personajes tengan su propia lógica, su propia ética.

    Pero me reservo para mí, sí, el punto de vista. Porque el punto de vista desde donde voy a ver una historia es también una decisión política. No es lo mismo contar Las viudas de los jueves desde adentro del country, que desde fuera. Hay una frase de Mauricio Kartun que me encanta que dice “en el cuerpo de qué personaje transcurre la obra”.


    En 2022, Piñeiro fue finalista del Booker Prize por la traducción de su novela Elena sabe. En la ponencia que entonces escribió, se lee el sentido de pertenencia a un colectivo de escritoras, quienes como ella “vienen de los márgenes”, representantes de “una literatura menor”, como definían Deleuze y Guattari.


P: ¿Cómo vivís este presente de visibilidad, lectura y consagración de las escritoras latinoamericanas?

R: Me siento muy agradecida de vivir en una época donde estos colectivos existen. Hablando de las escritoras latinoamericanas, todas escribimos muy diferente: Mariana Enriquez, Samanta Schweblin, Brenda Navarro o Alejandra Costamagna, por citar algunas.

    Somos todas escritoras que pertenecemos a Latinoamérica, que es un lugar que no está en el centro del poder, entonces, todo lo que fuimos consiguiendo fue a fuerza de escritura, de trabajo, un montón de cosas, y no porque seamos un boom. Después de tantos años de ninguneo a tantas escritoras, es como decir: "¡Por fin!".”