29 de des. 2018

comiat de l'any




Ahir,  els de Vespres Literaris, vam acomiadar l'any com millor sabem: compartint i gaudint en companyia.

Que l'any que ve, en aquests temps cada dia més foscos, ens sigui propici.









20 de des. 2018

las aventis




por Claudia Cabrera Espinosa


“En la Barcelona de la posguerra,  en la década de 1940, las familias catalanas, como en el resto de España, se enfrentaron con todo tipo de precariedades,  rigideces, ausencias —sobre todo de los padres— y autoritarismo por parte del Gobierno franquista.  Lluís Companys, presidente de la Generalitat,  se exilió en Francia,  en donde fue capturado y repatriado para finalmente ser fusilado en el castillo de Montjuic.  Numerosos intelectuales, como Ramón Xirau, Agustí Bartra y Josep Carner,  entre otros,  se refugiaron en el exilio,  de donde, en muchos casos, no volverían. Ante este escenario, los “niños de la guerra”, así llamados por la escritora Carme Riera, crecieron en una atmósfera de orfandad —tanto biológica como intelectual— que Juan Marsé (Barcelona, 1933) ha retratado en buena parte de sus novelas,  entre las que destaca,  por su crudeza y la complejidad de su trama,  Si te dicen que caí (Editorial Novaro, 1973).  Esta obra,  ganadora del Premio Internacional Novela México,  fue prohibida en España y en un principio sólo pudo ver la luz en nuestro país.  Retrata de manera caleidoscópica la historia de un grupo de jóvenes de un barrio pobre que ya no existe en Barcelona,  en palabras de Marsé,  “los furiosos muchachos de la posguerra que compartieron conmigo las calles leprosas y los juegos atroces,  el miedo,  el hambre y el frío”.

En la década de 1950, los niños de la guerra, nacidos en los años veinte y treinta, retrataron las estrecheces económicas y la represión que habían vivido durante su infancia y que seguían vigentes en buena medida bajo el régimen franquista;  sin embargo,  la distancia les permitió adoptar una postura crítica,  distinta a aquella de los autores que lograron publicar en la inmediata posguerra. Esto propició la producción de una literatura comprometida que plasmó en sus páginas las consecuencias del conflicto bélico no sólo en los planos político y social, sino en el ánimo de los españoles que se veían obligados a aceptar todo tipo de trabajos,  imposiciones —como no hablar su propia lengua—,  privaciones y migrar de una ciudad a otra en busca de oportunidades.  A Barcelona,  por ejemplo,  llegaban migrantes de otras regiones, sobre todo de Andalucía y Murcia, a quienes se denominaba charnegos de manera peyorativa, y a quienes se veía con una mezcla de temor y desprecio, porque aun en situaciones de precariedad hay jerarquías. Uno de los cuentos de Juan Marsé, “El fantasma del cine Roxy”, hace una apología de esta figura al comparar a un inmigrante desempleado con el protagonista del wéstern Shane, el desconocido (George Stevens, 1953). En el relato,  un charnego recién llegado a la ciudad defiende a una madre soltera,  dueña de una librería,  de los Guardias Civiles que le prohíben vender libros en catalán,  reproduciendo diálogos y comportamientos del heroico pistolero del lejano oeste de la película que,  a su vez, defiende a una familia a la que unos bandoleros pretenden quitarle sus tierras.

La Generación del Medio Siglo,  que incluye escritores como Ignacio Aldecoa, Carmen Martín Gaite, Juan Goytisolo, Rafael Sánchez Ferlosio, Jesús Fernández Santos y Ana María Matute,  entre otros,  se dio a la tarea de retratar esta época de atraso e injusticias por medio de una serie de narraciones entre las que destacan Los bravos (Fernández Santos), Señas de identidad (Goytisolo) y El Jarama (Sánchez Ferlosio), por mencionar algunas.  Sin embargo, esta narrativa,  denominada realismo social,  fue criticada por anteponer la ética a la estética, la ideología a la literatura,  por lo que Marsé procuró dirigir sus líneas hacia otras vertientes e incluso incursionar en lo fantástico en algunos de sus relatos.

En este contexto nacen las aventis,  historias de aventuras que los niños narraban en grupo para entretenerse. Chismes de barrio mezclados con lo que escuchaban en casa,  el regreso de un combatiente que volvía del exilio,  por ejemplo,  aderezados con tramas de películas,  cuentos policiacos,  novelas de vaqueros y tebeos.  Todo aquello que les sirviera para urdir la trama de una historia maravillosa e inverosímil que los alejara de las privaciones de su cotidianidad,  y crear un universo al que pudieran asirse para evadir el mundo hostil en el que vivían.  Se trataba de juegos de la memoria que oscilaban entre la verdad y la mentira,  en los que se introducían a sí mismos como personajes buscando encontrar,  ahí sí,  un final satisfactorio.

Muchos niños de esta generación se criaron en las calles, en una libertad que fue carencia, primero, y paraíso perdido, después. La Barcelona de Juan Marsé es la de los perdedores,  la de chavales haciendo recados por unos centavos en los barrios del Guinardó  y del Carmelo. Como menciona Fernando Valls,  los odios aún frescos de la guerra,  la miseria y la sordidez convierten a estos personajes en “microcosmos de la postrada España del franquismo”.

Las aventis que se gestaron durante esta época se encuentran en la memoria de Marsé,  quien obtuvo el Premio Cervantes en 2008,  y han sido puestas por escrito en los relatos publicados entre 1957 y 1994, reunidos en el volumen Cuentos completos (Austral, 2002). Pero las evocaciones de esos años lo han acompañado por más de seis décadas, creando un cúmulo magnífico que, como la creciente bola de nieve que es la memoria,  según Bergson,  sigue dando frutos.  Desde la aparición de Si te dicen que caí, aquella gran aventi que lleva adentro numerosas pequeñas aventis, el autor catalán no ha cesado en la recuperación de sus recuerdos y los de toda una generación. Las aventis y lo sucedido en aquella posguerra han poblado las páginas de novelas como Un día volveré (1982),  El embrujo de Shanghai (1993),  Rabos de lagartija (2000) y Caligrafía de los sueños (2011),  y se asoman también en su obra más reciente,  Esa puta tan distinguida (2016), entre otras.  Larga vida a Juan Marsé, narrador de aventis. ~


Claudia Cabrera Espinosa es autora del libro 
Una historia de aventis
Revista Este País, 01/04/2017

18 de des. 2018

el escritor invisible




por Juan Marsé

“A menudo me preguntan cuál es,  en mi caso,  el impulso inicial para comenzar a escribir una novela y lo cierto es que siempre es el mismo:  siento el deseo invencible de escribir una historia y el gusto por contarla,  porque es el mismo gusto que sentía en mi infancia cuando a mí me contaban relatos. Desde niño sentí fascinación además por la literatura de quiosco.  Leía los tebeos,  los libros de aventuras,  e imaginaba que en cada uno de ellos,  en el Guerrero del Antifaz, el Hombre Enmascarado, y también en Verne,  en Salgari,... se escondían historias maravillosas.  Desde entonces me obsesionó la idea de que tenía que arriesgarme a escribir,  a contar aventuras tan extraordinarias como aquellas. Por eso mi relación con la novela de aventuras es fundamental. Me devuelve, insisto, a ese territorio perdido de la infancia que es donde estaba para mí la verdadera aventura. Y esto es tan importante que en Si te dicen que caí los niños cuentan las aventis, que son residuos de aquella nostalgia,  y que resultan de una mezcla de historias de tebeos,  de películas,  de novelas de quiosco,  de tristes realidades de sobremesa, de historias familiares.  En aquel tiempo había que ser brillante a la hora de contarlas para que tus compañeros,  tus amigos,  te diesen la oportunidad de continuar.

Hoy siento lo mismo.  Primero pienso cuál es la mejor manera de contar una historia y a partir de ese momento todo queda en función de esa historia,  e intento buscar los efectos que quiero conseguir echando mano del instrumental que tengo.  Nunca pienso en deslumbrar al lector con el lenguaje porque yo aspiro a ser un escritor invisible,  capaz de atrapar al lector al punto de que éste vaya leyendo casi,  casi, s in darse cuenta.  Cuando la prosa de una novela me deslumbra demasiado y tintinea y refulge,  abandono de inmediato la lectura,  porque me molesta muchísimo que la prosa me salte a la cara y me quiera seducir.  Lo siento,  pero creo que son quienes tienen poco que contar los que insisten en la prosa refulgente y tintineante. Confieso que suelo distinguir los grandes títulos de prestigiosos autores como el Ulises de Joyce de aquellos otros en los que desde el principio siento el latido de lo que puede ser una gran historia.  Esos son los que me gustan,  como lector.

Y como narrador. Como narrador comienzo mis obras siempre con mucha desconfianza,  seguro de que toda novela implica un fracaso porque el resultado final será una sombra de la idea inicial.  Comienzo,  además,  de manera  desorganizada y caótica, y sólo a mitad de la escritura descubro su tono,  y siento que la cocina del narrador que soy,  que estaba hasta ese momento llena de humo y refritos sin identificar,  cobra cuerpo y sentido,  y comienza a tener su propio olor.  Es cuando el libro se impone y comienza a tirar de mí, cuando los personajes comienzan a ser creíbles y,  a veces,  llega el momento doloroso y mágico de tener,  quizás,  que sacrificar un personaje porque la historia se ha impuesto.

En la narrativa española última,  la novela de aventuras ha sido recuperada por gente como Arturo Pérez-Reverte,  con su cuidada forma,  con los detalles precisos,  el lenguaje ágil y robusto que pone relieves a la memoria de manera magistral.  Me gustaría aprovechar esta ocasión para homenajear al autor de La Tabla de Flandes o El Club Dumas y,  a la vez,  para celebrar las aventis,  las historias de la niñez,  antes mencionadas.  Porque también por eso me gusta la obra de Pérez-Reverte,  y por su tensión narrativa,  que él domina como pocos,  y desde el arranque mismo de la novela. Y además, respetando las normas, sin pasarse en florituras o fuegos de artificio idiomáticos, la prosa sonajero,  buscando siempre la palabra precisa.  Y sin olvidar, naturalmente,  la tradición cinematográfica clásica,  con villanos de gran capacidad verbal,  elegancia, ingenio.  Eso que hoy ya casi no existe.  Hoy los caminos de la aventura son cada vez más infranqueables,  más difíciles de llevarnos al territorio añorado que habíamos habitado en la adolescencia.

Dice Arturo Pérez-Reverte que yo lo he conseguido “con tu Pijoaparte de últimas tardes con Teresa”. La crítica lo tildó de personaje decimonónico,  con intención peyorativa, claro.  Era, decían, un personaje antiguo, un planteamiento antiguo. Menos mal que lo hice guapetón.  Tuve mis batallitas y viví situaciones curiosas,  tanto más porque se esperaba de mí que fuera un escritor obrero, por origen y formación.  Y porque la editorial Seix Barral había publicado muchos títulos pertenecientes al llamado realismo social, lleno de generosidad y buenas intenciones socio-políticas,  pero limitado desde el punto de vista literario,  y esperaban que yo siguiera por el camino de las dos primeras novelas.  No se daban cuenta de que yo quería justamente salirme de ese molde,  porque era aburrido y porque no se ajustaba a la realidad (los obreros del realismo social no bebían,  ni fumaban,  ni follaban,  pero yo sabía que sí hacían todo eso).  En fin,  que ese sector intelectual de la izquierda interpretaba mal la realidad.  Y vino a salvarme de todo eso el Pijoaparte,  ese joven sin fortuna que sólo buscaba su lugar en el sol.”

El Cultural
14/11/2002

16 de des. 2018

tarda de teatre



Gran tarda de teatre, enllacem el debat posterior a la funció.


juan marsé, obra y 8


Esa puta tan distinguida

Juan Marsé

Lumen, 2016


“No es frecuente que una novela empiece con las desenvueltas respuestas de su autor a una hipotética entrevista de la que se han suprimido las preguntas.  Ahí se nos presenta Juan Marsé, en primera persona, autor y protagonista de esta novela,  aunque no sea exactamente autobiográfica. También sabemos que corre el año de 1982,  cuando el escritor ha aceptado el encargo de escribir el esbozo de un guion de cine sobre un asesinato que se cometió en un cine de su barrio,  el Delicias,  en el lejano 1949 (una prostituta,  Carolina Bruil,  murió a manos del proyeccionista Fermín Sicart,  al que frecuentaba,  estrangulada con un trozo de celuloide de Gilda,  la película que se proyectaba aquel día).

Estamos en 1982 pero también en 2015,  por supuesto. Entonces y ahora Marsé estaba (y sigue) enfadado con la Iglesia católica, los políticos españoles en general y el pleito independentista catalán en particular y con quienes le preguntaban sobre sus opiniones al propósito.  En 1982 ya eran así las cosas, pero sólo en 2015 pudo ocurrírsele que — ¡en 1949!— actuaran en un programa de variedades del cine Selecto,  junto a la protagonista de su novela, Patricia Garbancio, “intérprete de tango-sardana”, y Pilar Rajola, “contorsionista verbal”… En 1982,  sin embargo,  sentía que todavía había palabras que la censura tachó y que “parece que hay que sacarlas permanentemente una tras otra de un pozo negro”. Eso le ha impedido continuar una novela que no acaba de salirle (¿quizá Un día volveré, que le salió tan espléndida en 1983?) y por eso ha aceptado escribir las notas del guion que dirigirá un tal Héctor Roldán (muy parecido a Juan Antonio Bardem), quien quería “un docudrama con mucho morbo”, pero que acabará siendo una comedia erótica titulada Los ciegos amores de Manolita, que realizará otro veterano director, José Luis de Prada, “momia del viejo cine de pelucones y pupurrutas imperiales de Cifesa”, que puede ser cualquiera aunque se llame como Sáenz de Heredia.

Pero en 2015 Marsé también sigue enfadado con el cine español, con el que cree haber tenido mala suerte. Pero el cine le encanta y son testimonio los fragmentos del guion escrito que reproduce nuestra novela. Allí se plasma ese modo de revelación sensorial —imágenes, hechos, palabras, sutiles movimientos de perspectiva— que Marsé siempre ha asociado a los dos lenguajes: quizá es el modo ideal de intuir la imagen hojaldrada, contradictoria,  inacabable que nos da lo que llamamos realidad. Por eso juega a las adivinanzas cinematográficas que le propone la criada Felicia, que cree firmemente que en el cine —en una frase,  un actor o un título— está el secreto de vivir.  Y en la entrevista inicial,  lo ha reconocido: “En mis ficciones la vivencia real se somete a la imaginación que es más racional y creíble.  En la parte inventada está mi autobiografía más veraz”.

A Marsé le sigue gustando escribir novelas porque es su forma de respirar la vida y de defenderse de lo que la estorba: en ese sentido son sus autobiografías.  Como le sucedió a Pío Baroja,  estos últimos relatos son más rapsódicos,  más angustiados y a la vez más libres y personales y hasta enfurruñados, porque tiene que saber “qué papel me asigno yo, dónde me sitúo en ese meticuloso recuento de anodinos despropósitos”.  Para saberlo ha regresado de nuevo al tiempo de aquella “España triste, remendada y presumidita de la posguerra” y, como siempre también, con el arma que vence a la erosión del tiempo, la memoria (que es, claro, “esa puta distinguida” del provocativo título).  De esto habla en largas veladas con su personaje Fermín Sicart, el asesino de la prostituta Carol, que presenta una curiosa paradoja del papel de la memoria. Convicto de su crimen, Fermín fue tratado por un psiquiatra militar, el coronel Tejero-Cámara (transparente contrafigura de Antonio Vallejo-Nájera, una especie de doctor Mengele del franquismo), que logró extirparle todo recuerdo de los motivos del asesinato. El guionista y Sicart dialogan, por tanto, sobre un pasado vivaz pero carente de motivos, lleno de presencias, invenciones, inexactitudes y sospechas pero ausente de culpa. Conoceremos muchas cosas pero no sabremos si Carol era confidente de la policía, si quiso a su marido, o si Fermín Sicart mató a la muchacha porque sospechaba ser hijo de una prostituta. La escena final es cine en estado puro: el autor contempla desde su terraza a Sicart encendiendo un cigarrillo, calada la gabardina, al pie de una “farola cegata” y “fiel a un pasado menesteroso, recosido y funesto del que no sabía o no quería desprenderse”. El autor lo ha dicho en la entrevista inicial: intentó hacer “una película sobre la persistencia del deseo y las estrategias del olvido”. A favor de aquella y contra las añagazas de estas se escriben todas las novelas de Juan Marsé.”


José-Carlos Mainer
El País
06/04/2016

15 de des. 2018

la neta del senyot linh i dos




“Aquell home vell, dret a la popa del vaixell, és el senyor Linh. Marxa del seu poble, del país dels seus avantpassats, que ha quedat devastat per la guerra. Amb una mà agafa una maleta, amb l’altre braç sosté una nena de poques setmanes que s’ha quedat sense pares i que es diu Sang Diû. El vaixell arriba al port d’una ciutat freda i grisa. Hi ha centenars de refugiats.”



fitxa artística

intèrpret:  Lluís Homar

traducció del francès: Sergi Belbel
dramatúrgia: Erwin Jans i Jérôme Kircher
vídeo:  Klaas Verpoest
so:  Diederik De Cock
assessor de vestuari:  Tim Van Steenbergen
ajudanta de direcció:  Ester Nadal
producció tècnica i tècnic de llums:  Jordi Thomàs
tècnic de vídeo:  Francesc Isern
tècnic de so:  Marcel Ferrer
cap de producció: Macarena García
director de producció:  Josep Domènech
ajudanta de direcció de producció:  Clàudia Flores
i els equips del Teatre Lliure
coproducció Teatre Lliure i Temporada Alta a partir de la producció original de Toneelhuis en coproducció amb Espaces Malraux - Chambéry Espaces Pluriels - Pau MC93 - Maison de la Culture de Seine-Saint-Denis La Rose des Vents Villeneuve-d'Ascq Le Phénix, Scène nationale de Valenciennes.


14 de des. 2018

la neta del senyor Linh





El cinc de març de 2016 vam posar en comú , els de Vespres Literaris, les nostres lectures del llibre La neta del senyor Linh, de l’escriptor i cineasta francès Philippe Claudel.

... Y el proper diumenge 16 de desembre de 2018 anirem una colla de Vespres literaris a veure l’adaptació teatral, en format monòleg,  dirigida  per Guy Cassiers (director teatral flamenc)  i protagonitzat per Lluís Homar.

Informació extreta de la pagina web del Lliure:

“La peça està basada en una cèlebre novel·la de Philippe Claudel, i el projecte de Cassiers -director vinculat al teatre Toneelhuis d'Anvers- té voluntat europea: del mateix monòleg,  Cassiers en dirigeix diverses versions amb intèrprets europeus de diferents països, amb l'esperança d'arribar a unir-les totes, algun dia, en un mateix escenari.

La funció és un cant a l'esperança i a l'obertura malgrat les dificultats de la vida, que s'encarna en el senyor Linh:  un home en un país estrany,  mogut per la necessitat de donar un futur millor a la seva neta.

La neta del senyor Linh és una coproducció entre Toneelhuis, el festival Temporada Alta i el Lliure, i serà en cartell fins al 30 de desembre.

I aquest diumenge, després de la funció, hi haurà col·loqui amb la companyia i el director, i s'emetrà EN DIRECTE!, com sempre, a través del web.”




juan marsé, obra 7


El embrujo de Shanghai

Juan Marsé

primera edición: Plaza & Janés,  1993

El embrujo de Shanghai es una estremecedora fábula sobre los sueños y las derrotas de niños y adultos, asfixiados todos por el aire gris de un presente desahuciado. En la Barcelona de la posguerra , el capitán Blay,  con su cabeza vendada y sus suspicacias sobre los escapes de gas que están a punto de hacer volar toda la ciudad, se pasea por el barrio sacudido aún por los estertores de la guerra perdida y acompañado por los espectros gimientes de sus hijos muertos. El pequeño Daniel le escolta a través de aquellas calles póstumas, en las que conocerá a los hermanos Chacón, quienes custodian la verja de entrada de la casa en la que convalece Susana, una niña enferma de los pulmones, hija de la señora Anita, bella y ajada taquillera de cine, y de Forcat, un revolucionario, huido del país y nimbado por el fulgor mítico de los furtivos. Pronto llegará a la casa un amigo y compañero de viaje de Forcat, que narrará a los niños la arriesgada aventura que el padre de la niña emprendió en Shanghai, enfrentado a nazis sanguinarios, pistoleros sin piedad y mujeres fatales que le salen al paso en los más sórdidos cabarets de la ciudad prohibida.  Que,  en definitiva,  no quede claro si el héroe vivió o no de verdad las peripecias que se le atribuyen poco importa,  pues mientras tanto nace ante los ojos del lector una estupenda novela de aventuras,  con todos los alicientes del género.  De ahí que el embrujo no se encuentre tanto en la presentación de la vida real como en la de la imaginada,  tal vez la única vida verdadera.  

Fragmento

"Susana deseaba un buen mapa para seguir el rumbo del Nantucket y un día los Chacón se presentaron en la torre con un atlas nuevo de trinca, que no supieron explicar de dónde procedía. Ella me pidió que trazara con lápiz rojo la derrota del buque sobre el azul intenso del mar, desde Marsella hasta Shanghai, a lo ancho de dos láminas y recalando en los puertos más importantes del Mediterráneo, del índico y de los mares de China. Luego supimos que Finito había robado el atlas a un escolar que le dio a guardar la cartera mientras buscaba a su madre en el Mercadillo, y Susana obligó a Finito a devolver el atlas; pero antes de hacerlo él dijo que era una lástima y propuso arrancar las láminas con la ruta del Nantucket. Susana reflexionó sobre el asunto y finalmente dijo que no, que el chaval se daría cuenta que faltaban hojas, y entonces sugirió que yo copiara la ruta en un papel de barba, con las costas, las ciudades y las islas utilizando colores distintos. Lo hice y Susana guardó el mapa en el cajón de su mesilla de noche junto con sus programas de cine y sus recortes, el cepillo del pelo, el espejo de mano y el esmalte nacarado para las uñas.  

Cuando le enseñamos el mapa a Forcat, éste me hizo ver un error señalando ante mis narices la costa occidental de la India con su largo dedo manchado: el Nantucket no había recalado en Bombay. La proximidad del dedo y su olor tan peculiar me sumió de nuevo en el desconcierto: esta vez me hizo pensar en la áspera fragancia de las hojas de la higuera. "

juan marsé, obra 6



Ronda del Guinardó

Juan Marsé

Premio Ciudad de Barcelona

primera edición: Plaza & Janés,  1984


La trama de Ronda del Guinardó se desarrolla en Barcelona,  durante la jornada del 8 de mayo de 1945,  cuando los periódicos acaban de publicar la rendición de la Alemania nazi ante las fuerzas aliadas,  derrota con la que la Segunda Guerra Mundial se acerca a su fin.  Hace seis años que ha terminado la Guerra Civil española, y el país vive bajo la opresión del franquismo.

Ese día, la directora del orfanato “Casa de Familia” recibe la visita de un inspector de policía. Este funcionario viene a buscar a Rosita,  una de las niñas allí acogidas,  para llevarla a identificar el cadáver del supuesto vagabundo que, dos años antes,  la había violado.

Cuando Rosita y el inspector,  viejo y enfermo,  se dirigen al hospital,  en cuyo depósito de cadáveres ha de realizarse el reconocimiento,  recorren una peculiar ronda por el distrito de El Guinardó.  A lo largo de ésta,  Rosita, horrorizada ante la perspectiva de ver el cadáver, imagina estratagemas para aplazar la visita.  Se suceden entonces episodios que muestran,  en las calles señaladas por bares y cines de barrio, la omnipresente represión policial y el lamentable estado de la sociedad,  reflejado con crudeza en el desgarrado lenguaje de algunos personajes.

Sabremos que,  entre otras circunstancias,  Rosita se ve obligada a realizar trabajos de limpieza domiciliaria para contribuir al mantenimiento del orfanato. Con este fin, la niña pasa algunas horas en diversos chalés,  y,  mientras la espera,  el inspector entra en la comisaría donde antaño estuvo destinado,  y observa la arbitraria crueldad con que han sido interrogados y torturados varios detenidos,  contra uno de los cuales se ensaña.

Rosita acude más tarde a una taberna;  allí, al poco rato, llega el inspector, que no tarda en descubrir la infame explotación a la que la muchacha ha tenido que someterse.
Cuando, por fin, ambos personajes llegan al hospital,  se nos hace evidente la última y sutil crueldad que debe sufrir Rosita. El desenlace muestra el regreso de la muchacha al orfanato,  dispuesta,  casi inconscientemente,  a seguir haciendo frente a su desdicha.


Fragmento


"Sólo podía verle todavía sentado junto al fuego,  siempre atizando las brasas con un palo,  el zurrón a la espalda y la cabeza hundida entre las solapas alzadas del abrigo.  ¿Alto y flaco?  No llegó a verle de pie,  no le dio tiempo a nada.  Ella cruzaba el descampado cara al viento con la capilla de la Virgen apoyada en la cadera y se acercó al fuego a calentarse las manos;  siempre que venía de casa de doña Conxa se paraba allí un rato a conversar con un viejo vagabundo que recogía vidrios y metales con un carrito de madera negra de piano adornado con calcomanías,  recortes de Betty Boop y anillos de puro; o con los chicos del Guinardó que cazaban gatos en los escombros y que la secuestraban un ratito en la destartalada cabina del camión ruso, un esqueleto herrumbroso sin ruedas ni motor. Pero esa noche no estaban sus amigos y el hombre sentado a la lumbre no era el vagabundo conocido; cuando se volvió a mirarla, ya tenía la navaja en la mano y decía con la voz rasposa: «No grites. Siéntate aquí.» La estuvo mirando un rato y luego le dijo que se tumbara junto al fuego y le levantó la falda. El hombre arrojó puñados de tierra al fuego hasta casi apagarlo, pero luego, mientras duró aquello, el viento lo avivó y brotaron las llamas otra vez; ella las veía rebrincar con la mejilla aplastada contra el polvo, la punta de la navaja en el cuello. Escupió en los ojos turbios del perdulario y en su boca sin dientes que olía a habas crudas y era resbalosa y blanda como un sapo. Una mano renegrida y temblorosa acariciaba su pelo.      
     
Rosita sacudió el borde de la falda y se levantó. «Voy a hacer un pis», dijo. Entró en la bodega y tardaba en volver. El inspector miró adentro por encima del hombro y la vio hablando con el carbonero. El sujeto recostaba la recta espalda contra el mostrador y tenía los pulgares engarfiados chulescamente en la faja. El hollín enmascaraba su edad, observó el inspector; era casi un niño. "

12 de des. 2018

juan marsé, obra 5


Un día volveré


Juan Marsé

Plaza & Janés

Primera edición,  1982


Jan Julivert Mon, ex boxeador, ex anarquista y recién salido de la cárcel llega de vuelta a su barrio de perdedores de la guerra civil. Todos esperan que lidere sus venganzas personales y colectivas.  Historias de la gente que le toco vivir bajo una dictadura que se encargaba de recordar a diario que unos habían ganado la guerra y otros la habían perdido.  El año de la novela es 1959, en una España franquista que está empezando la época del desarrollismo.  Jan Julivert es la última esperanza de una generación que en breve quedará sepultada bajo la historia.  El caso es que él,  como el resto de personajes,  también tiene sus propios fantasmas que no coinciden con los que la gente supone.

El narrador es un personaje camuflado entre los adolescentes de la pandilla del barrio. Se sienta en el bar, juega al billar y observa todo lo que sucede a su alrededor. A través de ellos,  de esa pandilla,  van saliendo los lugares comunes de Marsé y su tiempo;  la primeriza sexualidad con las pajilleras del cine Roxy ,  los kabileños del Carmelo,  aquí mezclados con los hijos de los obreros de Gracia,  y las aventis,  las narraciones de partida histórica y final mítico que inventan los pandilleros para pasar el rato.

Fragmento


"La muchacha se fue cerrando la puerta. Jan vio a la señora Klein alejarse un poco hacia la terraza, ensimismada en su aerosol y como en busca de aire. La terraza estaba iluminada por invisibles focos a ras del suelo y también el cuadro de césped en suave pendiente que se perdía más allá, hacia el frondoso parque de pinos y abetos sumido en la noche. Mientras esperaba, Jan paseó la mirada en torno. Repletas estanterías de libros llegaban hasta el techo y en medio de la pared frontal había una chimenea con repisa de mármol. Encima de la repisa colgaba un gran cuadro al óleo representando a una mujer joven de corta melena rubia, con falda blanca plisada y blusa camisera, sentada en un sillón de mimbres con dos rosas rojas en la mano y un libro abierto en el regazo. La estancia estaba escasamente iluminada por tres lámparas de pie con pantalla de flecos y pesaba en ella como un exceso consentido pero no deseado de muebles antiguos y sombríos, profundas butacas severamente tapizadas y viejas riñoneras de terciopelo granate que parecían desplazadas o encaradas a nada, como si nadie tuviera nunca que sentarse en ellas. Vio dos vitrinas isabelinas con tacitas, abanicos y otros objetos de marfil, y un espejo modernista orlado de flores y con una serpiente cuya cabeza en relieve, con una manzana en la boca, se miraba obsesivamente a sí misma. En un ángulo, una larga mesa escritorio con soportes de hierro forjado servía para exponer una colección de jarrones antiguos y nada parecía indicar que pudiera servir para otra cosa. Lo único que ofrecía cierto aspecto de inmediata utilidad era la vitrina llena de bebidas y la mesita oriental con vasos, un cubo de plata rebosante de hielo y un sifón. 

La señora Klein vio encenderse una luz entre los árboles, al fondo del parque, y entonces se volvió. Llevaba una amplia falda verde manzana con bolsillo y una blusa de seda negra, sin mangas. Era una rubia de rasgos angulosos, alta, de cuarenta y tantos años, grandes ojos oscuros y boca gruesa y pálida. Su cuello y sus brazos conservaban la misma fría calidad de nácar que en el retrato sobre el hogar, pero el suave mentón había ganado en altivez y en torno a su nariz y a su boca entreabierta flotaba ese halo de ansiedad o de alarma de los asmáticos. En el pelo que le caía a un lado de la cara, sobre el pómulo izquierdo, un prendedor de oro y platino con tres pequeños rubíes y en forma de espiga sujetaba una onda rubia cuya misión era ocultar en lo posible la delgada cicatriz curva que se engarfiaba en la comisura de los labios. "


juan marsé, obra 4


La muchacha de las bragas de oro

Juan Marsé

Premio Planeta 1978

Primera edición,  1978


Luys Forest,  viejo escritor falangista, viudo y con un prestigio literario ya reducido a casi nada,  se dedica a escribir su memorias,  en las que retoca incesantemente su pasado para convertir hechos vulgares, desagradables o incómodos en lo que le parece más novelesco, poético u oportuno en la situación actual; a su lado, su sobrina Mariana -la muchacha de las bragas de oro,  que da un título a la novela- le acosa con una voz desgarrada y cínica que combate las fabulaciones mentirosas del escritor. Pero en este juego de rehacer interesadamente la verdad de su pasado va a darse una cascada de sorpresas que proporcionarán un final inesperado al libro.

Fragmento


Hay cosas que uno debe apresurarse a contar antes de que nadie le pregunte.

Cuando, después de mucho torturar el párrafo, Luys Forest lo dio finalmente por bueno,  advirtió que no llevaba agenda ni bolígrafo.  Prosiguió su paseo por la playa cojeando levemente, golpeando conchas con el bastón, tras el perro ansioso que husmeaba corrupciones. En la concavidad vertiginosa de las olas que avanzaban hasta desplomarse, giraban algas muertas y el último reflejo del poniente.

Dejó atrás el Sanatorio Marítimo, ruinoso y abandonado, y se internó en los pálidos mosaicos de una urbanización fantasma, una vasta obra paralizada.

Se diluían en su mente el estruendo del mar y el párrafo obsesivo. Después de todo, pensó, es un poco confuso. Sentía crecer aquel sentimiento espectral de su vida que le aquejaba desde hacía algún tiempo, la irrealidad del entorno y la provisionalidad de las cosas, incluida la curiosidad que su retorno había despertado en el pueblo, y que removía una memoria amarga, fermentada retrospectivamente por el rumor y la maledicencia. Llevaba cuatro meses trabajando en la versión definitiva de su autobiografía,  el segundo borrador de seiscientos folios —una orgía desenfrenada de tachaduras y serpenteantes enmiendas—, y parecía haberse propuesto vivir de manera que el mundo no pudiera hablar de él ni alcanzarle: no recibía visitas ni correspondencia ni cultivaba forma alguna de contacto con el pueblo,  a excepción de su diario paseo por la playa,  al atardecer,  precedido siempre por su perro y su memoria de arena.

Más allá de las dunas erizadas de rastrojos,  cerca de la orilla,  vio a un joven con boina que fumaba echado entre dos maltrechas maletas,  la cabeza recostada en un macuto gris. Frente a él,  una muchacha de piel blanca se adentraba despacio en el mar,  pero no se hundía; emergía remontando un banco de arena. Los brazos en jarras, de espaldas,  agitó el pelo castaño escarolado y se quedó parada, el agua repentinamente encalmada y silenciosa alrededor de sus corvas de nieve.  Volvió la cabeza hacia su amigo y señaló el horizonte con el brazo extendido: Ibiza.

Forest reanudaba su caminata, la vista fija en la contera del bastón, pero algo, el chillido o la forma borrosa de un pájaro volando —era esa hora del crepúsculo en la que es difícil precisar si ciertas cosas se ven o se oyen—, atrajo de nuevo su atención sobre la chica, sobre las alas color miel desplegadas en sus nalgas,  un triángulo dorado que la última luz del ocaso,  replegándose,  ahora encendía.

Una hora después, de vuelta a casa y cuando abría la puerta vidriera, frente a la playa, se paró a observar a la misma joven que avanzaba muy decidida hasta él desde el muro del paseo,  descalza,  con las alpargatas y la pequeña portátil de escribir en una mano,  arrastrando con la otra una pesada maleta adornada con calcomanías y pegatinas. Era clara y esbelta, de largos ojos grises en medio de una perversa constelación de pecas. No la reconoció hasta tenerla muy cerca y oír su voz enredada en humo,  sujeta a un susurro soñoliento, casi inaudible. “


11 de des. 2018

juan marsé, obra 3


Si te dicen que caí
Juan Marsé
Premio México de Novela
Primera edición en México; Novaro 1973

 por Arturo García Ramos
“El goce del lector es un sentimiento intuido,  involuntario e inconsciente.  El verdadero creador juega con nuestras sospechas,  con nuestra voluntad dormida, pero también con su sabiduría a punto y la milagrosa ensoñación de una magia siempre despierta. La lectura de Si te dicen que caí nos exige más de lo que somos como lectores porque apela a esa participación de nuestro yo intuitivo y de cierta sensibilidad postrada que sólo se activan merced al contacto sesgado e interrumpido,  a los destellos de un puñado de historias que nos dominan y confunden sin que lleguemos a completarlas,  pero nos basta con percibir sus luces y sombras para quedar sometidos al encanto de la narración. Ajeno al raquitismo intelectual que predominó en la España de postguerra,  la obra de Marsé se abrió paso sin ceder a la tentación de subordinar la obra literaria al mensaje directo,  al grito elemental o al llanto incontenible.

Consciente de que el curso del tiempo golpearía implacable las estructuras literarias ancladas sólo en la demanda de compasión y justicia, siguió un camino que título a título incrementaba la impenetrabilidad de lo caduco y se asentaba firme en el tiempo, dispuesto a resistir los embates de lo circunstancial y de oponer a tanto salitre corrosivo manado de la palabra urgida, la diamantina perennidad de un estilo y un mundo muy personales. Una consecuencia de esa voluntad literaria irreductible es Si te dicen que caí, una novela que el paso de los años hace más y más esencial,  más y más imprescindible.

Recomponer el argumento no es sencillo, porque la narración transcurre entre destellos intermitentes iluminando escenas sin atender a la composición total de los detalles, omitiendo las explicaciones en los cambios del narrador y en los desconcertantes saltos temporales.  Marsé sabe que seremos capaces de adivinar y juega a llevarnos al límite de la recomposición en un ejercicio en el que, inevitablemente perderemos algunos detalles del conjunto, pero que nos permitirá experimentar un ritmo y una estructura narrativas diferentes. Además, los detalles, las «realidades» concretas, pierden el privilegiado primer plano que tienen las novelas tradicionales y permanecen relegados por la importancia que cobran otras dimensiones de la experiencia,  los vislumbres de la memoria y la imaginación. Golpe al realismo de capazo y romana que imperaba en la novela de post-guerra y filtraciones de una realidad que se intuía más rica e inabarcable, más incierta, más ambigua.

Quizá esa conclusión justifique el elaborado puzzle que forma la trama, una multiplicidad de historias que giran como satélites alrededor de la trapería de los Javaloyes, una familia incompleta formada por dos hermanos y una abuela, y de manera primordial en torno a la historia del trapero más joven, Daniel Javaloyes,  quien aparece muerto al comienzo de la novela y cuya historia van recomponiendo al principio el celador —Ñito, que luego identificaremos con Sarnita— del depósito de cadáveres y la monja —Sor Paulina— que lo acompaña.  Recomponer el tiempo en que Java vivía en la trapería es el centro de la novela,  el repaso a una época que ilustra el paisaje después de las batallas en el que el rescoldo de la guerra aún no se ha apagado.  A Java corresponde imantar los más dispersos fragmentos de la metralla social que viene a juntarse en la Barcelona de los cuarenta y cincuenta. Con su grupo de amigos —niños de la guerra como él— juega a burlarse de los adultos y a descubrir sus secretos.  Su estampa es el paradigma de la personalidad que ha tenido un desarrollo deforme, resultado de las hostilidades del mundo fracturado y arruinado en que vive. No conoce el amor,  pero ha probado las más abyectas formas del sexo,  carece de conciencia moral y puede, sin embargo, fingir la santidad. La pandilla que él acaudilla comete todo tipo de fechorías, sometidos a sus inescrutables propósitos. Sus amigos lo admiran y lo temen, reconocen en él al único capaz de enfrentarse al poder sin que éste lo aplaste, lo reconocen capaz de trasvasar fronteras para ellos inimaginables.  Acepta realizar el sexo para alimentar el voyeurismo perverso de un alférez paralítico desde que la metralla se le incrustó en el cuerpo durante la guerra.  Visita la parroquia de Las Ánimas, donde se acoge a las niñas huérfanas.

Al principio de la novela, sabemos que la madre del alférez pide a Java que investigue el paradero de cierta directora del orfanato desaparecida tras la guerra. Con la ayuda de la pandilla tortura a las huérfanas para dar con la pista de Ramona, que tras una triste vida amorosa,  abandonada,  se dedica a la prostitución.  Uno de sus amigos,  en rutinarias visitas a las últimas filas del cine donde se sientan las pajilleras, encontrará la pista. Ramona, como Java, es un personaje bisagra que tiene el don de relacionar dos mundos irreconciliables: el de los vencedores —al que pertenecen el alférez Conrado y su familia, las monjas y el falangista tuerto, alcalde de distrito, reclutador de niños para la causa, comisario político aplicado a denunciar a los rojos aún no descubiertos— y el de los vencidos —la gran mayoría,  los niños de la pandilla que para sobrevivir practican la delincuencia, que son hijos de activistas revolucionarios o de madres dedicadas a la prostitución, y el grupo de activistas revolucionarios que aún creen en la victoria, pero que para minar al estado franquista practican el robo como vulgares delincuentes—.

Uno de esos activistas será el hermano de Java, escondido en la trapería durante años para librarse de la muerte y finalmente entregado por su propio hermano a las fuerzas de represión del régimen. El significado de esa traición es el punto sensible de la novela,  su más acerada disección de la ruindad humana. El paisaje de la Barcelona de posguerra se siembra de escombros y ruinas cuyos agujeros hacen guiños al descubrimiento de la verdad del pasado. Sobre esas ruinas quiere Java hacerse,  lejos de todo lo anterior,  lejos de su origen,  y la salida la encuentra en la delación.  Denuncia a Marcos,  su hermano,  porque no quiere ver en él un derrotado,  porque no soporta esa perenne imagen de destrucción y decide acabar de un tajo con lo que él simboliza:  «Una derrota sin fin, sin remedio»,  como la que representa el alférez Conrado. Ambos escondidos,  viendo el mundo a través de un agujero,  símbolos de lo que no tenía porvenir.

Otras historias se cruzan y se lían y anudan en la complicada madeja argumental de Si te dicen que caí, todas parecen brotar del recuerdo inconcluso,  de la memoria imperfecta de algunos protagonistas afectando a la manera misma en que se nos cuenta la historia.  Ninguna de esas formas de narrar es tan significativa como la que Marsé bautiza aventis: la versión que Sarnita va trazando de los acontecimientos y que no se atiene a lo real únicamente,  sino que incorpora lo supuesto, lo imaginado.  Sarnita compone la realidad a base de sospechas,  la acerca a lo sorprendente,  a lo inverosímil y alcanza con ello mayor grado de realidad que las romas versiones realistas, comprobadas, amputadas.

En la España del silencio la realidad fluye sólo a través de la imaginación, de las suposiciones que alimentan los rumores y las intuiciones.  Sarnita,  el niño,  se atreve a decirlas y es quizá el único que se atreve.  Ese modo de narrar es único, es el mayor hallazgo del escritor catalán y acuña con verdadera maestría una realidad rota, incomprensible e incompleta.  El estilo se transmuta en la propia realidad para dar así una mejor constancia de ella. Las bombas alcanzaron la estructura de los edificios hasta agujerear el paisaje y corroyeron también la realidad moral y el sentido mismo de lo humano, para reflejarlo había que elegir el desorden, la fractura temporal, el diálogo truncado y disperso; con esos materiales diseminados,  Marsé logra que los lectores reedifiquemos la novela con verdadero goce creador.”


Fragmento

Cuenta que al levantar el borde la sábana que cubría al ahogado, revivió en  la cenagosa profundidad de pantano de sus ojos abiertos un barrio de solares ruinosos y tronchados geranios cruzado de punta a punta por silbidos de afilador; un remoto espejismo traspasado por el aullido azul de la verdad. Y que a pesar de las elegantes sienes plateadas, la piel bronceada y las sortijas de oro que lucía el cadáver, le reconoció; que todo habían sido espejuelos, dijo, en aquel tiempo y aquellas calles, incluido este trapero que al cabo treinta años alcanzaba su corrupción final enmascarado de dignidad y dinero. 

Su propia madre tenía el vientre más liso que una tabla y sin embargo la llamaban <>, recuerda: aquellas vecinas deslenguadas con rulos en la cabeza, enfermas de irrealidad, trajinando baldes de agua desde la fuete agobiada de avispas y habladurías, aquel certamen de infamias una tarde de otoño que sintió romperse bruscamente una burbuja de luz en su interior y se dijo ya soy mayor, ya soy memoria y no podréis conmigo, brujas. A pesar de ello, y durante mucho tiempo, las apariencias seguirían justificando el oprobio del vecindario y el estupor del hijo, que esa misma noche volvería a verla desde el catre, una gran barriga enlutada avanzando en la penumbra del cuarto y ella detrás balanceándose como una muñeca sobre los pies abiertos. En su desatino, él no sabía si salía del sueño o volvía a ingresar en él. Apuntaba el amanecer y a esa hora el hambre siempre le pateaba el estómago, despertándole, lo dejaba sentado en el lecho y entonces podía ver cómo todo le era desmentido por la luz, todavía vacilante, que entraba por las contraventanas cerradas: ese pistolero acribillado doblándose como si fuera a atarse el zapato, y sobre cuya frente resbala un sombrero de ala torcida, volvía a ser la americana de su padre colgada de la silla; esa granada estallando, esa llamarada roja sin estruendo escupiendo cristales y madrea astillada, pronto sería el sol colándose por las rendidas de la carcomida ventana; y el máuser colgado en la pared, una mancha de humedad. Pero su madre, aferrándose con desespero a los barrotes de la cama, persistía en su misteriosa condición de embarazada. Traía la cara contraída de dolor y gemía, espatarrada, él veía su vientre hinchado como de nueve meses pensando ya ésta, va a parir aquí mismo, de pie sobre las baldosas. En aquel desamparo, creyó ver a otra persona arremangarse las faldas de luto, congestionada por el esfuerzo, jadeando: cayó blandamente entre sus piernas un bulto que apenas tuvo tiempo de sujetar con las manos. De sus muslos escurrían hasta el suelo gruesos hilos de sangre, y sus dedos eran como afilados peces rojos. Transpirando un sudor de muerte, una fatiga infinita, se acurrucó en el lecho junto a su hijo, envolviéndole en un denso olor a legumbres secas, a vagones de tren pudriéndose en vías muertas.

juan marsé, obra 2



La oscura historia de la prima Montse

Juan Marsé

Seis Barral, primera edición 1970


La oscura historia de la prima Montse constituye el punto culminante de la madurez narrativa de Juan Marsé.  La novela arranca con la visita de un hombre, diez años después,  al lugar donde se fraguó la tragedia. Condenado al derribo, nada queda del antiguo esplendor del chalet de sus tíos, la adinerada y católica familia de los Claramunt. Todo empezó cuando su prima, Montse Claramunt,  joven idealista consagrada en la orden seglar de las Visitadoras a la caridad y el proselitismo entre el pueblo llano, conoció a un presidiario -estudiante ateo, atractivo y ambicioso, procedente de las capas más bajas de la sociedad- y quiso convertirlo en su protegido, entender sus problemas y entregarse a él. De esas buenas intenciones surgirá una historia oscura.


Fragmento


“El verano pasado, el viejo chalet de tía Isabel fue condenado al derribo. Cercado por rugientes excavadoras y piquetas, aquel jardín que el desnivel de la calle siempre le mostró en un prestigioso equilibrio sobre la avenida Virgen de Montserrat, al ser ésta ampliada quedó repentinamente como un balcón vetusto y fantasmal colgado en el vacío, derramando un pasado de aromas pútridos y anticuados ornamentos florales, soltando tierra y residuos de agua sucia por las heridas de sus flancos. Grandes montones de tierra rojiza se acumulaban alrededor de la señorial torre, que aún no había sido tocada: seguía en pie su arrogante silueta, su apariencia feliz y ejemplar. Pero dentro, en una de sus vacías estancias de altísimo techo, sólo quedaba una gran cama revuelta, una raqueta de tenis agujereada y libros apilados en el suelo. Fachada, he aquí lo único que les quedaba a los Claramunt.

Era un caluroso sábado del mes de julio. Mientras al otro lado de la pared las excavadoras se afanaban escarbando la tierra con un zumbido rencoroso, gimiendo en los repechos, nosotros, dos voces susurrantes extraviadas en el tiempo, dos evocaciones dispares que pugnaban inútilmente por confluir en la misma conformidad, yacíamos en la cama bajo la penumbra fosforescente donde flotaban ligeras gasas rosadas, persistente desazón de polvo que se filtraba por las ventanas y que nos cubría —no podía dejar de pensarlo— como una mortaja que alguien (una adolescente prostituida por la miseria y el abandono, dijo una voz, por su propia inclinación al mal, dijo la otra; una muchacha de malignos ojos de ceniza y vestida con una corta bata blanca, que nos observaba en cuclillas desde el borde de un campo de baloncesto) había empezado a tejer para nuestros cuerpos diez años atrás. Se me ocurrió de pronto, al pensar en este borroso personaje que Nuria evocaba a mi lado con voz resentida, si no habría regresado después de ocho años de ausencia para caer nuevamente en una ratonera. Y rodando como un tronco sobre la cama alcancé la tibia espalda de mi prima, procurando sin conseguirlo atraer su atención sobre los libros apilados en el suelo, que señale con el dedo como si acusara la presencia de alguna alimaña: torcidos pilares de volúmenes, tenebrosas materias esquinadas, una confusa armazón de títulos metálicos, tintineantes, vernáculos: «Encícliques, homilies, discursos i al·locucions. Instruccions i decrets dels organismes postconciliars i de les Sagrades Congregacions. Selecció de pastorals de bisbes nacionals i estrangers. Documents i declaracions d’entitats i de personalitats significades dins l’Església.» Una finísima capa de polvo los cubría.

La habitación era amplia, inhóspita, de paredes desnudas, de agazapadas resonancias. Sensación de intemperie inminente. Había sido el salón, pero durante la mudanza ella hizo meter la vieja cama de la abuela, lo único que pensaba quedarse. En el centro del techo pendía un cable eléctrico, un triste nervio retorcido que alimentó una lámpara refulgente. En el suelo, en medio de un sembrado de colillas, una botella de whisky y dos vasos, cerca de la ancha cama, enorme, altísima, parecía un altar, con celestial cabecera de ángeles trompeteros y viejos aromas nupciales, colcha escarlata derramando generosamente sus pliegues a ambos lados y sábanas de cegadora nieve. Ni un mueble quedaba, ni una silla, ni un cuadro. Jamás hubo nada mío en la torre de mis tíos, pero ahora tenía la sensación de que la mudanza se me había llevado algo muy personal: todavía hoy —me dijo la voz, rescatándome por un momento de aquel mar de ceniza de las pupilas de la muchacha fijas en mí—, pegando el oído a estas paredes, a su hermético silencio, podrías quizá percibir el rumor vernáculo y nasal, el bilingüe murmullo claramuntiano que acompañó al escándalo. Todavía me gusta imaginar que cuando empecé a intimar con la prima Nuria yo era un perro asalariado de sensibles orejas. Y que cuando ella se vio obligada, según ciertos estatutos de clase no por invisibles menos vigentes, a definirse en el matrimonio si de verdad quería definirse como mujer (no como cualquier mujer, sino como mujer de su clase, que es en la única clase donde ella podía realizarse con verdadera emoción y sentido), yo había ya aprendido a hallar la relación entre ciertas emociones y ciertos intereses: para ello me bastó un año de trabajar y amar junto a los Claramunt. Luego había de dejarlo todo y me iría a engrosar las melancólicas y tenebrosas filas de emigrantes españoles que barren los suelos de Europa. Persiste en mí, desde entonces, una entrañable y maligna condición de pariente pobre que sólo lamenta no haber sabido en su día comprender a la prima Montse, hermana de Nuria, criatura desvalida y mórbida destinada a vivir con todas sus consecuencias uno de los mitos más sarcásticos que pudrieron el mundo. Con veinte años, madurando sueños de dicha y de fortuna a la sombra de la rama familiar más florida, me divertía burlándome de Montse y de su inefable concepto de la vida, que ella expresaba a través de una complicada y feliz maraña de obras de apostolado. En una familia católica cuya proyección futura reposa tradicionalmente en los hijos varones, una conducta como la mía había de despertar apreciaciones abstractas que tienen cierto interés como ejemplo de estrategia moral en función de una clase: no fui acusado de ser la causa indirecta de la desgracia de Montse, secundando y alentando sus insensatos amores con un presidiario, sino —según una triple definición de mi tío que todavía hoy me sobrecoge— de provinciano ambicioso, de resentido y de desagradecido. Sólo después del desastre, al renunciar a mi empleo para exiliarme, tío Luis, haciendo un esfuerzo mental tan sobrehumano que casi le costó una apoplejía, consiguió llamarme amoral y asocial.

Sin embargo, hoy puedo afirmar sin miedo a equivocarme que todo lo que hay de asocial en mí se debe a que vivo en una sociedad asocial: lo poco que hubo de solidario y civilizado en mi primera juventud se lo debo por entero al trato con los cuerpos desnudos y a cuanto hay en ellos de hospitalario, a un poco de alcohol y a cierta natural y obsesiva predisposición a lamentar no sé qué tiempo perdido o no sé qué bello sueño desvanecido.”