30 de set. 2014

presentació literaria



El proper dimecres, 15 d’octubre de 2014, Vespres Literaris organitza la presentació del llibre  Retorn a Shambhala, de l’autor i polític santcugatenc Raül Romeva i Rueda.

La presentació de l’acte anirà a càrrec del periodista local Toni Alvaro i de la companya de Vespres Literaris Eva Torralba Belenguer.

L’acte tindrà lloc a les 19.30 hores al Museu d’Art de Cerdanyola del Vallès- Can Domènech – carrer de Sant Martí, 88- i la llibreria l’Aranya muntarà una paradeta amb els llibres de l’autor.


Us esperem, 

entrevista a l'autor del mes


El escritor del proletariado

por Juan Cruz

“Si tú llegas al barrio de Candel, Francisco Candel, en la Zona Franca de Barcelona, y lo haces con tiempo suficiente como para entrar en un bar a pedir agua o café o cerveza o vino y le preguntas al camarero si por casualidad ha oído hablar de Candel, de Francisco Candel, probablemente te responderá como le respondía a Candel cualquiera de los personas de sus libros más célebres, empezando por aquel que le dio más fama y controversia, Donde la ciudad cambia su nombre (1957), una fabulación basada en la realidad con la que Barcelona estrenó la exposición pública de sus peores arrabales. Te responderá el camarero: "¿El Candel? Por ahí anda ése, por ahí debe de andar". Candel se adelantó a los antropólogos modernos, y enseñó las vergüenzas de la ciudad con el propio lenguaje de sus protagonistas; no inventó nada, se limitó a reflejar todo tal como lo vio, utilizando, además, un lenguaje inédito entonces, o acaso vivo tan sólo en algunos de los libros de Tomás Salvador o de Camilo José Cela….

"Tuve la suerte de tener primos muy lectores, nuestra biblioteca era un cajón repleto: lo llevábamos de casa en casa”  “De una novela mía escribió la censura: 'Suprímase de la página una a la doscientas'. ¡Y la novela tenía 200 páginas!"

Muchos años más tarde, Manuel Vázquez Montalbán recordó así aquel libro: Era "el retrato del salvaje crecimiento urbano para absorber las riadas de la inmigración interior. Aún pueden verse hoy los escenarios de aquella derrota social y arquitectónica en la Barcelona fea del extrarradio o en lo que queda de la Barceloneta o del ya casi deconstruido Barrio Chino"

 La crudeza de aquella historia hizo que Candel fuera famoso más allá de los barrios, pero sobre todo en los barrios cuya vida desentrañaba. Y los habitantes cuyas vidas describía se pusieron tan furiosos, porque ahí aparecían con sus nombres y con sus apodos, que Candel tuvo que irse buscando refugios e incluso nuevas historias con las que aclarar las que le pusieron en el disparadero. Así nació otro libro suyo, ¡Dios, la que se armó! (1964), que fue una crónica, igualmente descarnada, pero más matizada, de lo que pasaba en los barrios extremos de Barcelona y cómo algunos de sus habitantes le quisieron linchar.

Escribió muchos más libros Candel, y aquí, en esta conversación, habla de algunos, pero aquél le dio tanta notoriedad que ese título, Donde la ciudad cambia su nombre, habrá servido para titular tantos artículos como los Cien años de soledad o la Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez Entre los otros libros que escribió Candel hay uno que ha circulado menos, pero que fue una biblia para los empezaron a escribir en los años sesenta. Se tituló Hay una juventud que aguarda (1956), y explicaba la ambición imposible de un joven de origen proletario que tocaba a las puertas de las grandes editoriales con el objetivo verdaderamente osado de hacerse artista.
Décadas después, aquel Candel que dio tanto que hablar entre los suyos, y fuera de sus ámbitos, sigue viviendo en la misma zona que fue objeto de sus primeros libros, encima del bar donde se encogen de hombros como en sus novelas para decirte dónde está la persona que buscas; acompañado de Joana, una mujer que le ayuda en estos años de la vejez, y de un periquito al que llama Raúl y que se pasea entre nosotros como si también conociera las reglas de la casa, Candel vive los 80 años, recién cumplidos, exhibiendo el mismo escepticismo con que sus personajes se buscaban la vida.

Su figura es la de siempre, la de un hombre enjuto que, sentado en su silla de leer, parece aún más flaco, más esencial, más tímido; tiene su barba de tantos años totalmente cana y su mano es una fina capa de piel suave con la que te asegura un recibimiento cálido. Cuando ya te sientas ante él, y abres la máquina para grabarle lo que diga, te dan ganas de contarle tú a él qué has visto en la calle para que él vuelva a escribir de lo que va oyendo. Pues eso ha sido su literatura: oír lo que pasa para contarlo. Pero ahora está ahí, encerrado en ese palomar desde el que mira sus barrios; de vez en cuando sale, cuando le vimos acababa de almorzar con Jordi Pujol, que se hizo amigo suyo, pero su vida ya es aquí dentro, en una casa de lo que entonces era la Barcelona que perdía su nombre.

En sus libros se adivina hostil la primera parte de su vida, ¿Cómo eran sus padres?

Dos excelentes personas. Mi padre era picapedrero en la cantera; tenía las manos llenas de callosidades; no era de gran estatura, como yo, pero era narigudo. Mi madre era dulce, bondadosa. Murió cuando yo tenía 18 años, y mi padre a los 74 o 75, así que estuve más tiempo con él. Para él, las personas tenían que ser honradas, honestas. Mis tíos también eran de ese calibre. Nosotros nos vinimos a Barcelona, desde Casas Altas, en Valencia, cuando yo tenía dos años, y aquí nació una hermana mía que luego murió de tuberculosis, en aquellos tiempos en que ya iba mermando esta enfermedad. Yo recuerdo a mi madre, luchando, y yo luché como un gallo de pelea, en el barrio, en la vida.

¿Se metían con usted?

Se metía conmigo el cura, que llevaba un anillo y tenía mal genio. Un día le dijo a mi madre: "Ese chico un día acabará en el calabozo". Y a mi madre eso le sentó fatal.

¿Y a usted?

Me dio igual. Pero a mi madre Ella pensaba que su hijo era muy buena persona.

Usted llega a Barcelona, ¿tiene un recuerdo de esa Barcelona? ¿Recuerda cómo se da cuenta de que es usted un transterrado?

Fui a parar a las casas baratas de Can Tunis, donde estaba la emigración procedente de Andalucía. Entonces en la barriada todo el mundo hablaba castellano, y todos estábamos siempre juntos, todos, los niños y las niñas, en la escuela y en todas partes. La maestra nos hacía aprender cosas de memoria, pero también te encargaba trabajos que había que hacer en casa, te enseñaba jugando. Un día me encontré con la mujer que dirigía entonces la escuela y le pregunté qué método usaba, y me respondió: "Usábamos el método de las personas". ¿Cómo me iba a sentir? Muy bien, otra cosa era la realidad; pero aquella escuela, los niños, la maestra, parecía un paraíso Mi padre ganaba un buen sueldo, que nos permitía vivir mejor que los vecinos. Pero después vino la Guerra Civil. Las cosas cambiaron, dejó de funcionar la escuela por los bombardeos, empezó a imperar el hambre, y siguió en la posguerra.

¿Qué enseña pasar hambre?

Como enseñanza creo que no te deja nada. Te agarrabas a un clavo ardiendo. En la posguerra fui monaguillo de la parroquia del Born, y ahí aprendí a beberme el vino del cura, a comerme las hostias aún no consagradas. Y cuando venían las señoritas de las conferencias y de las cosas cristianas, aquellas esclavas de Cristo, traían bollos y los repartían. Así se fue pasando.

¿Y cuándo dejó de estudiar?

Para lo que solía pasar con la clase trabajadora entonces, yo fui bastante a la escuela, porque mis amigos empezaban a trabajar a los catorce años. Y yo, a los dieciséis. Mis padres no tenían prisa, pensaban que cuanto más tiempo estuviera en la escuela mejor sería mi porvenir.

¿Y qué es lo que más le interesaba de lo que aprendía en la escuela?

La escuela en la que estuve antes de la guerra era de la Generalitat, gratuita. Entonces las clases eran para chicos y chicas, pero luego eso se prohibió.  La recuerdo con nostalgia, no me costaba ir, lo pasaba bien. Y durante la guerra, estabas en clase y sonaban las sirenas, y te tenías que ir al patio. Pasaba el peligro, entrabas y al rato otra vez las bombas, y así hasta que las escuelas cerraron: ya vendrán tiempos mejores. Y después vino la escuela parroquial: te hacían rezar mucho; al entrar tenías que cantar el himno nacional,  el Gloria y no sé qué de la Patria. Y aunque los métodos eran antipedagógicos, tuve un maestro muy bueno. Por eso he creído muchas veces que las cosas las hacen los hombres y no los sistemas, y se notaba que los niños eran la vocación de ese maestro, llegué a quererle mucho. La primera sorpresa que nos dio fue que al entrar en clase nos daba la mano a todos los alumnos. Se llamaba José María Cabo. Excepcional. Un día firmaba yo libros en los almacenes Jorba y oí que un hombre le decía a su mujer: "A ver si me conoce". Y miré y era el señor Jaume Soler, que también lo tuve de maestro. Lo pude recordar muy bien; era como entonces, tenía gafas de concha, y era de abundante cabellera, pero se quitó la boina y me dijo: "Mira, ahora estoy calvo".

¿Cómo supo en la guerra quiénes eran los buenos y los malos?

Te lo decían rápido: los fascistas, nosotros decíamos fachistas, eran los nacionales, eran los malos; los republicanos, a los que los fascistas llamaban rojos, los buenos. Era evidente, te lo decían, y sabíamos que era así porque en la escuela estaban los republicanos y eran ejemplares.

O sea, que para usted la escuela era un oasis dentro de la guerra.

Hay que tener en cuenta cómo son los niños. La guerra me resultaba divertida, menos cuando pasaba hambre. Pero eso de que nos bombardearan, que vieras al natural lo que habías visto en los tebeos. Vivíamos en esta misma montaña de Montjuïc; había refugios, aquí trabajaban mi padre y mis tíos, de picapedreros, y ellos mismos hicieron galerías en las que vivíamos. Y cuando no bombardeaban jugábamos en la montaña, correteábamos.

¿Y qué piensa cuando acaba la guerra y bombardean Barcelona, y llegan aquellos cantando el 'Cara al sol', levantando el brazo en compañía de los obispos?

Uno no pensaba nada entonces. Desde la montaña de Montjuïc vimos avanzar las tropas hacia Barcelona, por el río Llobregat; primero pasaron los republicanos, huyendo, y después vinieron los nacionales. Entraron pacíficos, eran soldados normales y corrientes. Por la noche encendían fogatas y calentaban café con leche, y nos decían a los chiquillos: "Mira, chaval, café con leche". Es curioso cómo el chiquillo se adapta y le saca sustancia a todo.

Ahora que puede mirar atrás, ¿cómo ve aquella guerra?, ¿qué le hizo a este país?

Ahora sé que se estaban jugando muchas cosas y que ganó el fascismo. Pero entonces tampoco me enteraba. Sentía devoción por los republicanos, por los rojos, pero es curioso lo deprisa que el niño cambia de pareceres. Después, en la escuela, te enseñaban a cantar y a rezar, y allí estabas, la mar de bien.

Se adapta el niño a todo.

Pero el hombre, no. Tiene más recuerdos, más cosas en contra. El niño, si no le pegan, está feliz. A mí, en la guerra lo que más me molestó era el hambre, pero era divertido ver combates aéreos, soldados. Muchos iban dejando lastre, soltando cartucheras y balas. Tú imagínate a los chiquillos con aquellos juegos. Yo tenía un machete, una pistola de rulo, bombas de mano. Habías aprendido con las bombas de mano a hacer piña con una palanca para que no se abriera, se la quitabas, la palanca subía, y aprendíamos a sacar el hierro y a tirar bombas en los barracones. Algunos se quedaron sin manos, porque les estallaban. Otros habían encontrado un fusil, cinturones con sus cananas, parecíamos un ejército de Pancho Villa en infantil.

En medio de un drama de adultos.

Y de niños, qué coño. A mí la guerra me parece una estupidez; claro, los que la luchan dicen que no. Pero las guerras son catastróficas. Producen mucho mal. Y muerte, mucha muerte. Me parece que fue Manuel Vázquez Montalbán quien dijo que uno se da cuenta de que envejece cuando ve la muerte de otros. Yo de eso de la muerte no tuve idea concreta hasta los veintiún años. De niño no piensas nunca que te tienes que morir Y a los veintiún años me vino como una iluminación: te tienes que morir. Empiezas a envejecer entonces.

¿Cómo eran aquellos niños?

Graciosos, y sucios. Había uno que llevaba siempre un moco colgando. Había una gama muy extensa. Yo ya era un poco diferente. Me gustaba leer novelas. Se publicaban en cuadernillos y yo las compraba o me las prestaba algún primo. Esos cuadernillos eran de La Novela Ideal o de La Novela Libre. Me gustaban las aventuras de los personajes que había en ellas. He leído mucho. Leía en la escuela, y en la escuela hubo un momento que me sentí incómodo. Aunque me gustaba ir, llegué a ser el grandullón de la clase, y me quise marchar. Mi madre me dijo: "Pero ahí aprendes". Y yo quería trabajar. Creí que como sabía algunas cosas trabajaría donde la gente que sabía; pero lo primero que me salió fue en un taller de cerámica, a machacar en depósitos de agua. Se me hacían grietas y pensé: "¿Para qué me habrá servido aprender a dibujar?". Y me cambié de trabajo. Luego estuve en un taller mecánico en el que se hacían balanzas. Para cambiar del taller de cerámica al mecánico estuve meses pensando cómo se lo decía al jefe, y, total, se lo dices y el tío se queda tan tranquilo. Magnificas las cosas, luego son mucho más sencillas.

¿Y cómo eran entonces estos barrios?

Ahora están superpoblados, entonces nos conocíamos todos, eran unos andurriales. Estaban separados: Casas Baratas, Can Tunis, Plus Ultra. Estaba Port, que tenía una iglesia parroquial; íbamos a misa, mi madre iba, era medio beatilla. Yo pasé de ser niño incrédulo y rojo a ser el primero en misa, comulgaba cada día. Y la zona ha ido evolucionando, y sigue evolucionando. Crecen, llegan a juntarse, ya no se distingue entre los barrios que llevan más tiempo y los nuevos. Cuando vinimos, se veía la montaña salpicada de barrios, y de vez en cuando ibas a la ciudad. Éste era el sitio donde la ciudad cambiaba su nombre. Íbamos a Barcelona, veníamos de Barcelona, nosotros no éramos Barcelona. La gente te paraba y te decía: "¿Dónde vas?". "A Barcelona". Y después me fui dando cuenta de que Can Tunis era Barcelona.

¿Con qué novelas empezó a soñar que iba a ser un escritor?

Las escuelas republicanas tenían bibliotecas. Y entré ordenadamente a la literatura: Andersen, Julio Verne, Salgari La biblioteca de Casas Baratas era muy buena. Y tuve la suerte de tener primos muy lectores, así que nuestra biblioteca consistía en un cajón al que habíamos bautizado Biblioteca Oro: lo llevábamos de casa en casa. Pero a mí me dio por escribir muy tarde. Me gustaba dibujar, y pensaba que lo hacía medianamente bien. Pensé: "Seré pintor", y como entonces era creyente le rezaba a Dios, le decía que quería ser un gran pintor. Luego resultó que no encontré trabajo ni como pintor de brocha gorda, y ni siquiera decoraba los platos en el taller de cerámica Después vino el servicio militar, que no acabé porque me entró la tuberculosis, así que el reposo que tuve que cumplir por esa enfermedad me llevó a escribir.

¿Ahí nace Hay una juventud que aguarda?

No. Tardé. Escribía relatos y cuentos, y un día me atreví con una novela larga, que se llamó Brisa en El Cerro, porque ocurría en un sanatorio de ese nombre. A veces me parecía soberbia y a veces más bien mala. A veces la comparaba con otras que leía, y entonces me confortaba. Y como el mundo está lleno de casualidades, a mí me llevó definitivamente a la literatura el futbolista del Barça Eduardo Manchón.

 ¿el de la canción de Serrat?

Exacto. Pues Manchón había ido a la escuela conmigo. Me lo encontré en el barrio. "Paco, ¿todavía pintas?". Y le conté: "No, ahora escribo". Y me dice: "Oye, yo conozco un editor. Si quieres, te recomiendo". Ese editor era José Janés, al que le gustaba mucho el fútbol y el Barça, y que tras los partidos bajaba al vestuario no sólo para saludar a los futbolistas, sino para regalarles libros. Entonces fui a la casa de Manchón, y me los mostró: "Fíjate qué libros, no me los leo ni en broma". Allí estaban las obras de Proust encuadernadas en piel. Así que me recomendó a Janés y fui a ver al editor con Hay una juventud que aguarda. Y un día el hermano de Manchón, que vivía en mí mismo edificio, toca y me dice: "Oye, que dice mi hermano que te editan la novela". "Hombre, chaval, detállamelo más". "¿A mí qué me dices? Yo sólo te doy el recado de mi hermano". Y me fui a verle, en el vestíbulo del cine Bohème, al lado del cine Arenas. "Pues sí, que te editan la novela, chaval. ¿No te lo crees?". "¡Me cago en la leche! Pero, vamos por palmos. ¿Es el Janés?". "El mismo". Lo busqué en el listín. "Que dice Manchón que usted se interesa por mi novela". Le había hablado de ella Sebastián Juan Arbó, que había sido jurado del Premio Nadal al que yo se la mandé, y Janés le había hecho caso a él y a Manchón, y ahí estaba diciéndome que yo tenía talento de escritor, capaz de mostrar el desaliento de los jóvenes que querían salir adelante. Yo tenía entonces 28 años.

¿Qué había detrás de la novela?

Cabreo. Como se tiene que hacer para que uno sea aceptado como escritor. Había probado con la primera, y no había pasado nada, y ahora probaba con ésta y pensé que me pasaría igual, y ese desaliento era el que contaba. Yo quería denunciar el mundo literario de entonces. A Janés le entusiasmó. Me dio 5.000 pesetas, que era bastante dinero en aquel tiempo. Y me dijo que podía publicar con él cuando quisiera. Desgraciadamente, el hombre se mató en un accidente de coche, pero con él creo que publiqué tres novelas.

¿Qué aguardaba aquella juventud?

Los críticos decían que ser joven no te daba derecho a nada. La novela trataba de decir que era todo lo contrario, los jóvenes teníamos derecho a publicar, a estar ahí. Pero enseguida me di cuenta de que no basta con publicar una novela, era posible que no te hicieran caso y tenías que insistir. Entonces escribí Donde la ciudad cambia su nombre. Y cometí una torpeza que me procuró eso tan efímero que es la fama: puse a mucha gente con sus nombres, y aunque no hubiera mucha gente que leyera, los que la leyeron se lo fueron contando a otros. El gobernador de Barcelona, que se enteró del escándalo, de que iba gente a los quioscos a buscarla para lincharme, retiró el libro; los libreros lo vendían bajo mano. Y Destino se fijó en mí y me abrió sus puertas.

¿Cómo se le ocurrió escribir esa novela? ¿Qué era esa ciudad?

La novela era muy literaria, muy bonita; no tenía sentido del tiempo, eran como fogonazos, como fotografías al minuto; las historias eran jugosas, divertidas Así, a lo loco, la escribí. Y, claro, se cabreó la gente. Con esa novela aprendí que la gente te puede matar por lo que dices en un libro. Después escribí ¡Dios, la que se armó!, contando el escándalo. Y se volvió a cabrear la gente, volví a sacar sus nombres.

¿Qué decía usted para que se cabrearan?

La verdad es que la gente es muy especial, porque les encanta salir en televisión. Vas a un bar a hacer fotos y te miran de reojo: "¿Usted por qué me retrata?". Y va la tele y no pasa nada. Y en mi libro la gente hubiera querido que no la retratara, algunos se enfadaron mucho. Yo era un poco descarado, pero eran tan graciosas las historias que no pude callármelas. Ahora no hago eso: cambio los nombres, cambio los escenarios Pero la realidad siempre ha sido mi argumento. Ahora pongo al principio eso de "esta novela es ficción", procuro disimular. La verdad es que me pudieron haber dado alguna hostia, porque yo también me enfrentaba. "Tú querías darme una hostia. ¡Pues dámela!". Y algunos de los que se enfadaban ni siquiera salían. Aquello se llamaba entonces novela social, pero había un gran desprecio por ella, y la crítica me trató mal.

Usted escribió un libro, Han matado un hombre, han roto el paisaje (1959), y la leyenda dice que un crítico tituló así su reseña: "Ha escrito un libro, ha roto un paisaje"

No lo recuerdo. Pero sí hubo muchos críticos que insultaban aquella novela, la consideraban demasiado cruda. Ahora escriben eso y no pasa nada. En aquel momento cabreaba a los críticos y cabreaba también a cierta realidad bien pensante. Y yo escribía de lo que me rodeaba, no era capaz de escribir de otras cosas. Yo no inventé el suburbio, y, sin embargo, yo leía novelas sociales y me sonaban a flojas, a que no eran verdaderas. Hacía novela social, pero no estoy en ninguna antología de novela social.

¿Y cómo vivió usted el franquismo?

Con Alfonso Sastre, yo fui, dicen, el escritor más censurado. En una novela donde hablaba de artistas me quitaron el nombre supuesto de Francisco Rabalo y pusieron Jorjo Mistralo; entiendo que no quisieran que se insinuara el nombre de Paco Rabal, ¿pero por qué sustituirlo por Jorjo Mistralo? De una novela envió la censura la siguiente recomendación: "Suprímase de la página una a la doscientas". ¡Y la novela tenía 200 páginas!

En 1964 publicó Els altres catalans, sobre los que, como usted, vinieron de fuera

Me lo pidieron los de Edicions 62. Habían publicado Els altres valencians, de Joan Fuster, y se les ocurrió pedirme un libro, y a mí se me encendió la bombilla. ¡Els altres catalans! Es que yo había escrito un artículo sobre la Cataluña de la inmigración. Hoy, aquellos altres serían los magrebíes; entonces éramos andaluces, murcianos.  He tenido suerte con los títulos, porque Donde la ciudad cambia su nombre también tiene gancho, ¿no te parece?

¿Cómo eran considerados entonces los otros catalanes?
Con su castellano y todo, se sentían catalanes. Yo tenía miedo de escribirlo: siempre me pasaba algo cada vez que publicaba, y esta vez me dije: verás, se van a enfadar todos. Y en un año se publicaron seis ediciones, esto, en catalán, es mucho.

Hoy se dice que aquí se discrimina al que no es catalán, o al que no habla el idioma.

Me parece que eso de la discriminación es relativo. El catalán es como el gallego, muy sentimental; si estás aquí y le hablas en catalán, aunque sea mal, se lleva una alegría enorme. Hubo un tiempo en que los catalanes se sintieron amenazados por la inmigración, pero luego se dieron cuenta de que, aunque no quieran, son catalanes todos los que viven aquí. Y ahora viene otra emigración; ante la anterior puede que hubiera reticencias, pero ahora no tiene por qué haberlas, ¡si no es ni el 3%! Una cosa tengo clara: catalán es aquel que vive en Cataluña y se aposenta en Cataluña.

¿Usted sigue siendo 'un altre català'?

Yo soy catalán y soy valenciano porque nací en un lugar de la provincia de Valencia, y soy de las Casas Baratas y soy de la Zona Franca. Yo no pertenezco a la literatura catalana; mejor dicho, a la literatura en catalán, y a veces, como ahora, aparece una publicación que se titula Grandes escritores valencianos, y ahí aparezco yo. Pues muy bien, soy "un gran escritor valenciano". Y soy catalán, claro que sí. Aquí tengo a mi gente enterrada. Soy valenciano de nacimiento, catalán de adopción, ya con tanto tiempo aquí, y creo que, modestia aparte, algo he hecho por Cataluña.

¿Y le preocupa España?

No en un tono patriotero. Si Cataluña se separa de España, pues a mí me da igual, como si se separa el País Vasco. La unidad de naciones es una teoría muy franquista.

Maragall propugna el federalismo

Pues que venga. Me da igual. Todo tiene sus ventajas y sus desventajas, sus adictos y sus desafectos.

¿Quiénes son sus escritores?

No muchos. Hemingway, Baroja, Chéjov, el Pla. A éste le conocí. Era un tío divertido como él solo. Le dijeron que yo le quería conocer; "a mí también me gustará conocer al charnego", dijo. Aún vivía mi mujer, que murió hace cuatro años. Ella era muy coqueta y le preguntó a Pla: "¿Qué edad me echa?". Y él le dijo que le echaba treinta años. "¡Hombre, señor Pla!". "Es que yo soy un caballero". Se lo pasaron en grande. Me hubiera gustado conocer a Baroja. Aunque te advierto que los famosos desmerecen cuando los conoces de cerca.

¿Sale usted, va por sus barrios?

Todo aquello pertenece ahora al olvido. Ya ni los que viven en ellos conocen los barrios. Son una amalgama.

¿Cuál sería hoy su autorretrato?

Francisco Candel Tortajada. No me gusta piropearme. Sencillo. Hago amistad en seguida. Trato bien a los que vienen por casa. Me gusta ser así.


Entrevista publicada en “El País” el 11 de septiembre de 2005

29 de set. 2014

cel·lebració dels 10 anys



Dissabte passat ens vam reunir per celebrar el desè aniversari d'aquest espai comú de convivència i intercanvi que anomenem Vespres Literaris.

La literatura va ser el punt de trobada que ens va unir però al llarg d'aquests anys, a més de lectures, hem compartit infinitat de coneixements, paisatges, sensacions i sentiments. Per això volíem que el 27 setembre de 2014 fos un dia molt especial, viscut amb els cinc sentits i a la ciutat on ens reunim cada mes.

Per a això vam comptar amb la inestimable i desinteressada col·laboració dels museus de Can n'Oliver,  Can n'Ortadó i Can Domènech (gràcies Marta i Chema per les vostres didàctiques explicacions) i el relat evocador i sentimental de l'escriptor cerdanyolenc Isidre Grau (deu ni do, Isidre,  el munt d’anècdotes de Cerdanyola que recordes). De la seva mà vam descobrir paisatges i històries que s'amaguen en els espais on passem cada dia sense prestar massa atenció.

A la tarda, després de descansar una mica, els membres de Vespres Literaris ens vam reunir de nou per compartir opinions, sensacions i sentiments de tants i tants moments que hem viscut tots plegats,  així com desitjar el millor pels que han de venir.




28 de set. 2014

can tunis, una història i V



“En el año 1952, días antes de que se inaugurara el Congreso Eucarístico en la ciudad de Barcelona, las hábiles manos recolectores de “rojillos” llenaron comisarías y la tétrica Jefatura de Policía de semillas desafectas al régimen. Mientras se estaba adorando la Sagrada Forma, se pudieron oír, en los lugares indicados, los dulces salmos benedictinos monacales de aquellos infelices detenidos discrepantes de ¡Por Dios y por España!, de los cuales aún tengo huellas en mi cuerpo. A mi memoria vienen los grandes gritos que daban los detenidos en aquellos lúgubres calabozos de la Jefatura. Eran tan fuertes que lo guardias se acobardaron. Un detenido decía: “Yo, José María Balcells, hijo de condes y de duques, preso en esta mazmorra. Fills de puta! ¡Sacadme de aquí, sacadme de aquí!”. Lo sacaron y se lo llevaron al manicomio de Sant Boi. Supe casualmente más tarde que este hombre era vecino de mi barrio y que en la guerra fue comisario político. Estuvo muchos años en la Modelo y sufrió unas palizas terribles, tantas fueron, que quedó trastornado para siempre del cerebro. En este mismo año 1952, con gran regocijo para los estómagos ibéricos, se suspendió el racionamiento de víveres, a escala obrera, pues a “los afectos” no les afectó nunca. La nueva disposición gobernativa no logró borrar las dantescas escenas de crónica hambre sufridas por la gente laboriosa de mi ciudad. Escenas vividas y compartidas, entre las cuales, recuerdo una vez que estaban podando las palmeras del Paseo de Colón, los empleados del Ayuntamiento y, como debajo de las escaleras había una infinidad de personas, cogiendo y comiéndose los verdes y bordes dátiles más amargos que la retama. Montones de basura en los callejones de mi barrio eran escarbados por negras sombras, que sacaban de ellos las tripas y las cabezas de sardinas saladas, comiéndolas allí mismo. Largas colas de personas en las puertas de los cuarteles esperando las sobras de rancho. Calle Arco del Teatro, cuyas dos aceras estaban llenas de miserables objetos. Ropa vieja recosida y sucia, pilitas de tabaco de colillas, zapatos recosidos y parcheados y un sin fin de cosas más, que asustarían a la misma miseria.
Calle de Escudellers, restaurante Los Caracoles, donde se asaban perfumados pollos, que eran el martirio de tristes músicos ambulantes que, acurrucados al calor del fuego, cantaban: “Mira, niño, que la Virgen lo ve todo…”. Pero, por lo visto, tenía tanto por ver que la Virgen abandonó despavorida a tantos desesperados. Redondos ojos giraban al mismo compás que lo hacían los dorados pollos. Grandes y profundas aspiraciones de jugosos aromas, hacían que mendigos y viandantes con los ojos llenos de pollos rustidos llevasen los benditos olores hasta los dedos gordos de los pies. Y, sobre todo, docenas de semblantes enjutos y tristes, deseosos de relleno, con la vista fija en un imposible. Largos paseos delante de la plebe con coche de caballos, que tenían que ser dos, pues uno era insuficiente para poder llevar al Sr. Bofarull, propietario del restaurante Los Caracoles. Amantes y mantas para el frío invernal jalonan al elegido del cielo. Cines de barriada donde íbamos a soñar y sonreír, olvidando nuestras miserias. Abuelas con sus nietos y sus nietas. Botellas de agua y cacahuetes y ancianas repitiendo los diálogos de los artistas. Llanto de niños pequeños y gritos de algún guasón del público diciendo: “¡Dale la derecha!”.
Todo un pueblo sometido y castigado por el delito de haberse un día defendido. De haberse visto atacado por aquellos que debían defendernos, por aquellos que el pueblo armó y alimentó, por aquellos que juraron una bandera tricolor que luego traicionaron, condenando a los más débiles de la vida a tener que sufrir y arrastrar una cadena de miserias de muchísimos años. Miserias enraizadas en la piel de los más necesitados. Tiempos llenos de órdenes y decretos de gritos y de silencios, de expiaciones místicas y de milenarias culpas de la carne y del alma. Escultor que modeló, por la fuerza bruta del cuartel y las armas, a un pueblo sencillo y humilde, brioso, laborioso y alegre, convirtiéndolo en seres tristes, indolentes, obedientes y cabizbajos. Escultor que se vio obligado a construir numerosos pantanos para poder llenarlos de sangre y lágrimas de los hijos de su mismo pueblo; extendiendo por todo el país un desierto de vientres vacíos y esclavitud, donde la gallarda y libre Águila Ibérica, emperadora de las montañas y de los cielos, fue hecha prisionera e incrustada para siempre en el escudo de una bandera aborrecida, en forma de ridícula gallina.
Ladrones de caricias humanas y amorosas entre las personas que lo deseaban y que fueron consideradas malditas o impúdicas. Millones de besos perdidos por pecadores y proscritos, trípode infernal de la represión, el clero, los militares vencedores y los esbirros del Estado. Deseos del corazón reprimido, si no eran anteriormente bendecidos por el cura. Tortura de la carne criada por la naturaleza desde el pecado original. Tiempos en que la vida de un rebelde valía muy poco, tanto como valor tenían las comidas defecadas. Enterradores de todo lo bello, de todo lo libre, de todo lo natural. Enterradores de sueños y vidas, de ansias y anhelos, de las razones y de las alegrías, de amores truncados por las muertes. Enterradores del conocimiento, la ciencia y el saber. Enterradores de cientos de miles de hogares, desechos y apagados por las lágrimas de las enlutadas madres y viudas. Enterradores de la identidad de la clase obrera y caballeros de la “Santa Cruzada”.
El tiempo pasó llevándose todo aquello que quiso ser llevado. El verdugo y el juez, fatigados por el largo trabajo de 36 años, reposan en un hermoso jardín de una bella casa, y el generoso sol baña los cuerpos de tan dignos benefactores tan llenos de viejos cansancios. La fatiga por el deber cumplido hace jadear al insigne laureado general, lleno todo él de tubos conductores que comunican con los cientos de miles de adeptos que soplan vientos de vida y aliento, intentando que el gran faraón prolongue su vida más allá del momento. Mientras los hombres malvados descorchan “De la Viuda” su sombrero enjaulado. Los vivas a la muerte descuelgan amarillos cuadros y alegres cristos colgados de un solo clavo, danzando suspendido el vals del adiós…
¡Ha aparecido la Señora Democracia! Y todos desean bailar con ella y hasta los eternos cojos en libertades y andarines en crueldades se convierten en espléndidos artistas, que danzan radiantes de alegría y felicidad, gritando: “¡Viva la reconversión!”. Y en un triste rincón resta perplejo el autor de estas vivencias con los fijos ojos llenos de injusticias vistas y sufridas, diciendo: “¿Quién restituirá todo lo perdido y destrozado? ¿Quién devolverá mi robadas alegrías?”.



“Trazos de una vida”
Pedro García Ibarra
testimoni de vida recollit en el llibre: 
Vivències: la Barcelona que vaig viure (1931-1945)


25 de set. 2014

can tunis, una història IV



“Por fin estábamos todos juntos y vivos, sólo faltaba mi tío Luis que, con 18 años, nos lo mataron en el frente del Segre. Él que fue siempre un niño hombre que compartió con alegría los juegos con los más pequeños. Cuántos ratos felices pasábamos los críos de mi calle, jugando a cromos, a las pilas, al siete y medio y al treinta y uno, y haciéndonos patinetes con las bancadas de las camas y dos cojinetes viejos. Cuántas veces íbamos en grupo subiendo la Arrabassada y bajándola, diciéndole palabrotas al conductor del tranvía, que descendía paralelo a nosotros. Merendolas bajo los pinos. Pan de máquina y chocolate. ¡Qué delicia de compañía junto a mi tío y mis amigos! Nos robaron su presencia para siempre, pero nunca consiguieron borrar su imagen de mi memoria.
En el paseo de la Barceloneta, ayer llamado Paseo Nacional, había un local en que estaban establecidas las Chicas del Auxilio Social. Ahí nos daban leche en polvo para mi hermanito Rodrigo. Forzosamente teníamos que pasar por delante de los maltrechos Depósitos Comerciales. Un día estaba yo con un grupo de chiquillos delante de este lugar. En este sitio había unos bidones reventados de pasta de celuloide por los suelos. De improviso, un amiguete me dijo: “Tira esta colilla encima de los bidones”. Yo, sin pensarlo, la tiré. El incendio fue de campeonato. Vinieron bomberos y soldados franquistas a montones, mientras nosotros corríamos que nos pelábamos. No volví a ver nunca más aquel inductor de pirómanos. El resultado fue que, sin quererlo ni desearlo, me convertí en el primer guerrillero urbano de Cataluña. ¿O fueron, quizás, los indómitos genes libertarios?
En los albores del año 1940, dos tragedias se adueñaron de mi familia. Murió mi hermanito Rodrigo, con dos años sobre su personita, tan llena de hambre y miserias. Comiendo una taza de sopas de pan con leche, le vino un ataque de meningitis. No pudo pasar del segundo ataque y murió. Todavía lo llevo en el alma, y es que ¡le quería tanto! Siempre lo montaba sobre mis hombros y, al pasar, la gente me decía: “No negarás que es tu hermano”, y esto me llenaba de alegría y orgullo. (…)
La segunda desgracia fue la denuncia y detención de mi padre. Lo condujeron hasta la comisaría de la plaza del Pino, donde le hicieron “el clásico y cristiano interrogatorio correspondiente”. Suerte tuvo que era un hombre muy fuerte pues, de lo contrario, nos habrían dejado huérfanos.
Tres años gobernativos en una improvisada cárcel que fue anteriormente fábrica de cáñamo, en Pueblo Nuevo. Tres años sin el sueldo del cabeza de familia, una mujer y tres hijos, mi hermana Águeda, con 7 años; mi hermano Juan, con 9; y yo, con 12 años. Tuvimos la inmensa fortuna de tener una madre más grande que un volcán. Su amor por nosotros fue más ardoroso que la lava. Nos colmó de cariño y de bellas palabras, que pudieron atenuar nuestras hambres. Fue siempre una madre inmensa, fundida a sus hijos. Una de aquellas madres que prenden del corazón de sus hijos, hasta el último aliento de éstos en la tierra.
Desaparecieron de mi ciudad los bombardeos, pero el hambre se multiplicó varias veces. Si difícil era conseguir alimentos en la guerra, en la posguerra mucho más. Bandadas numerosas de niños asolaban el puerto y el Mercado del Borne, en busca de cualquier cosa para engañar el hambre. Eran lo más parecido a las plagas bíblicas. Se pedía fruta manchada y, si no había, se robaba. En los grandes almacenes que rodean el Borne encerraban frutas y verduras y, de noche, con largos hierros, clavaban las puntas, a través de las rejas, y sacaban de todo. Una de las formas más imaginativas de poder robar un melón era acercarse a las pilas una fila de tres o cuatro críos. El primero de ellos pisaba un melón con el pie y, comprobando que el patrón no miraba, se lo enviaba al compañero de atrás. Y así sucesivamente hasta llegar al último, que salía corriendo como alma que llevaba el melón. El problema era el poder cazar
al compañero con el melón entero.
Razzias de policías del Ayuntamiento y de los otros detenían a docenas de críos y les conducían al Pabellón de Rumania, en la Exposición. Encerrados allí debían esperar a que sus familiares firmaran un papel asegurando que el niño en cuestión no iría jamás a “pedir caridad”.
A mi hermano Juan le ocurrió este problema. Fuimos a verlo, junto con mi madre y mi hermana. El pobre estaba desconsolado. Lo sacamos días más tarde, pero yo, para aprovechar la visita, cargué sobre mis hombros a un hermanito de mi amigo José, que estaba allí, y me lo llevé a su casa. Mendigos a decenas, mutilados de piernas o de brazos pidiendo algo que comer. Ex soldados de la República jadeantes por sus amputaciones físicas, implorando la caridad a un pueblo miserable y hambriento. Árboles invertidos con las raíces por cabellos y amputadas sus ramas por la metralla asesina, soportando las indiferentes miradas de los vencedores y oyendo a las madres del pueblo decir: “Hijo mío, no tengo nada para ti”.  
A mi memoria acude la oscura imagen de la calle Agullers, donde había un horno de pan y a su lado una escalera, en cuyos peldaños de entrada permanecía siempre el colorcito, pues el horno estaba en el sótano. Nos sentábamos un pequeño grupo de chiquillos y contábamos aventuras, que casi siempre estaban relacionadas con deliciosos banquetes. Entre el suave calorcito y el bendito olor a pan cerraban nuestros ojos las dulces ensoñaciones alimenticias. Las visitas a mi enrejado padre eran una alegría y una pena. Había un largo pasillo, con un muro de un metro o más de altura, donde se apoyaban los visitantes frente a la larga fila de prisioneros tras las rejas que, chillando sin parar, no dejaban oír casi nada. Detrás de las rejas estaba mi buen padre, domándose un largo bigote, y a mí me faltaban ojos para llenarlos de él. Siempre lo adoré. En la tétrica fábrica convertida en prisión, había un director a quien llamaban Don Juan, negro personaje del cual contaban y no acababan sus maldades. Morfinómano enloquecido que, cuando tenía un ataque morfínico, pedía a los guardianes que le trajeran un par de “rojillos”, en los que practicaba ejercicios físicos y espirituales, con una hermosa porra de goma. Tres veces se quedó mi padre solo entre unos grupos de condenados a muerte. De entre esos condenados a muerte había libertarios que tuvieron la paciencia, el humor y el amor de enseñar a mi padre a leer y escribir, antes de que los fusilaran en el Campo de la Bota.
Recuerdo que cuando recogíamos de la cárcel la ropa sucia de mi padre para lavársela, me gustaba mucho olerla, como un cachorro de perro, pues para mí era una delicia el poder oler el olor de mi padre. No había más remedio que ponerme a trabajar, a pesar de tener doce años. Dije que tenía catorce y, como era un poco alto, se lo creyeron. Trabajé en un quiosco de diarios, como dependiente, a 20 pesetas la semana. Este quiosco estaba situado en la Plaza de Antonio López. Trabajaba incluso los domingos por la mañana, pero la dueña me permitía que pudiese trabajar limpiando zapatos en una barraca que había al lado mismo del quiosco. Hicimos un convenio, el patrón de la barraca y yo. Él ponía los materiales y yo el trabajo. De la peseta que valía la limpieza de los zapatos, 50 céntimos eran para mí. Ello hizo que mejorara un poco la situación de mi casa. Después me puse a vender periódicos ambulantes y los vendía por la calle, y también me subía a los tranvías para venderlos. Un día subí a un tranvía y un hombre me pidió un periódico, al pagarme lo hizo con un sello de correos apegado a un disco de cartón con el escudo franquista (en aquella época no había monedas). Dicho sello tenía la esfinge de Isabel la Católica. Esta clase de sello no valía para nada, pues casi nadie los quería. Por no perder los 40 céntimos del sello, le dije al hombre que no se lo podía coger. Entonces, sin mediar nada más, me soltó una bofetada, que me tiró contra el volante de conducción trasera. Las personas que ahí estaban se mordían la boca para no decirle a aquel indeseable lo canalla que había sido. Me tiré del tranvía en marcha y cogí una piedra y la tiré contra los cristales, y deseé que cayera en sus cabezas. Salí corriendo y me escondí en las callejuelas de mi barrio. Aún hoy no puedo saber por qué causa me pegó aquel canalla.
Tuve que cambiar de trabajo, con la intención de poder aprender un oficio. Me coloqué de aprendiz, en un taller de bisutería, en el cual hacíamos todos nueve horas. Yo cobraba 16 pesetas a la semana. Éste era el único sueldo que entraba en mi casa. Con él y lo que podía ganar mi buena madre, lavando ropa en aquellos grandes lavaderos públicos que habían en la calle Baixada de Caçadors, y también vendiendo ajos y verduras en las afueras del Mercado de Santa Catalina.
Todo fue poco para poder subsistir una madre con tres hijos y un compañero en prisión durante tres años. Una vez a la semana llevábamos un cestito a mi padre, junto con lo poco que podíamos darle. Recuerdo unos sacos de “pieles de habas”, que descargaban en la puerta de la cárcel y que, hervidas con sal y vinagre, se las daban a todos los presos. Éstos se organizaban en pequeños grupos, llamados Repúblicas, y se repartían todos los paquetes que recibían. Aún conservamos la pequeña bolsita en la cual le llevábamos el tabaco de colillas que recogíamos para nuestro padre.
Difíciles fueron aquellos tres años en que, acurrucados al calor de una buena madre, soportamos lo indecible. Treinta meses sin poder pagar el alquiler de nuestra mísera vivienda. Pero tuvimos mucha suerte porque el propietario de la finca se apiadó de nosotros y no nos echó a la calle.
De mi trabajo en el taller de bisutería siempre recordaré aquellos viejos compañeros forjados en los tiempos en que la palabra “obrero” era un título nobiliario, lleno de conciencia de clase, amor y respeto entre los compañeros. Fue para mí una suerte el poder convivir con compañeros de aquel calibre, reliquias de la mentalidad obrera de los años 30 y, sobre todo, mi buen compañero Pascual Dols, mi protector y hermano mayor. Trabajé en el horno del vidrio, ganando 35 pesetas a la semana. Pero mi padre me decía, en las visitas de la cárcel, que dejara aquel trabajo, porque era muy malo para la salud. Y era verdad, pues por trabajar tan cerca de los gasoles, cogí una colitis tremenda. Trabajé de pulidor hasta que un amigo de mi padre me colocó en un taller donde hacían balones para todos los deportes. Estuve 15 años trabajando de guarnicionero en varias fábricas, incluso en Suiza.
Recuerdo que cuando estaba trabajando en una fábrica de Pueblo Nuevo, debería yo de tener 17 años, hubo una protesta para que nos mejorara el sueldo. El señor patrón, como es natural, se negó de plano. Entonces puso en práctica la vieja táctica de hablarnos uno a uno. Estuvieron de acuerdo mis compañeros a ello y el resultado fue que me dejaron solo con la protesta. Me llamó de nuevo el patrón y me dijo que yo era uno de aquellos trabajadores que
nunca estaría de acuerdo con las decisiones del patrón y que era un eterno descontento. Mi respuesta fue que yo estaría contento el día en que mi madre llevara el mismo abrigo que llevaba su esposa. Gritando como un loco, me dijo: “¡Esto no puede ser!”. “Pues si no es así, yo no estaré nunca conforme”. (…)
Entre los compañeros que trabajaban conmigo había uno que se llamaba Manolillo, y que hacía bien poco que había salido de la cárcel, por pertenecer a las Juventudes Libertarias. De él recibí lo que me faltaba para poder encariñarme con las ideas libertarias, junto con un imborrable libro que se llama “El hombre y la tierra(obra del geógrafo y anarquista francés  Elisée Reclus) , obra que me ganó el corazón para siempre. No fui el único que abrazaba o simpatizaba con estas ideas. La fuerza moral y humana de su filosofía y el contorno familiar y social de mi círculo obrero hicieron que, para mí, la filosofía anarquista fuera mi primer amor, aquel que siempre acompañó a mi cuerpo. Tuve, pues, que formar parte de la mucha gente libertaria que luchaba por las libertades de mi pueblo. En aquella época estaba mi ciudad impregnada de sentimientos libertarios, heredados de los años anteriores, en que fue calificada de “Barcelona, la Libertaria”, por haber conseguido, nada más ni nada menos, que una sociedad paralela anarquista, al lado de la vieja sociedad inhumana e injusta burguesa. (…)
Aparecieron tétricos personajes represores, Quintela y Pedro Polo. Junto a ellos, una jauría de hienas hambrientas enloquecidas que deseaban poder llegar a ser policías de plantilla a través de sus horribles interrogatorios y palizas. Dos fueron los que me tocó sufrir. En el último lograron que pusiese la vista fija en una ventana abierta, como única salvación al dolor. Por fortuna, el agente que estaba escribiendo el informe intuyó mi intención y me distrajo. Ingresé en el Servicio Militar Obligatorio. Dos años en los cuales perdieron mis padres un sueldo necesario. Mis antecedentes políticos son causa de dos años de continua vigilancia, con intervención de toda mi correspondencia postal. Doblemente vigilado, una por ser “rojo comunista y otra por ser catalán, siendo el calificativo de comunista más usado que el apellido “López” y que el estornudo que antecede al Jesús, sin considerar mi ausente militancia dentro de las ideas comunistas.
Por fin, los arrastrasables me cazaron. Dos días antes de licenciarme me metieron en el calabozo, junto a mí más que amigo, hermano, Miguel Real. La razón fue que interceptaron una carta del padre de mi amigo que, por cierto, estaba exilado en Francia por “rojillo”, la cual nos decía que, si no encontrábamos trabajo en Barcelona después de licenciarnos, fuésemos a
Francia. Pero dado el caso que las fronteras estaban cerradas para los españolitos, el padre de mi amigo nos sugería que cruzáramos las montañas vestidos de infantes de marina, ya que este cuerpo daba toda la ropa una vez licenciado. La idea fue una tontería. Tontería que causó el que nos dejaran a los dos desnudos, pues me dijeron los oficiales de mi compañía, que no deseaban que los uniformes se vieran en Francia. Me quedé perplejo y, como es lógico, muerto de frío. Menos mal que yo tenía transformado un uniforme de faena, para la vida civil. De esta manera, pude llegar a Barcelona, aunque escoltado por una patrulla hasta el barco. Mi amigo Miguel tuvo que esperar que el buque correo Ciudad de Palma le trajera ropa civil desde su casa. (…)
En 1951 hubo una huelga protesta por el aumento de la tarifa de los tranvías. Desfiles de docenas de ellos, vacíos de trabajadores, a excepción de la pareja de baile gris y el triste conductor. Barricadas en la Vía Layetana y ciudadanos con carrera la ejercían delante de los asombrados policías. Passeig de Colom, donde los voluminosos tranvías eran volcados como cajas de cartón. Estando en la casa de una amiga mía en Pueblo Nuevo, pudimos oír por la radio al señor Gobernador Baeza Alegría, gritar: “¡Catalanes mal nacidos, volved al trabajo!”. “

... continuarà
“Trazos de una vida”
Pedro García Ibarra
testimoni de vida recollit en el llibre: 
Vivències: la Barcelona que vaig viure (1931-1945)


24 de set. 2014

en el record

Teresa Rovira
“Venía de un mundo donde lo primero era el trabajo bien hecho, herencia directa de los mejores ideales del Noucentisme que representaba como pocos su propio padre, el historiador y político Antoni Rovira i Virgili. Era un entorno en el que, por ejemplo, para el curso de junio de 1936 de la mítica y exigente Escuela de Bibliotecarias creada por la Mancomunitat en la que pudo entrar (solo lo hicieron seis de las 40 aspirantes, algo de lo que se sintió siempre orgullosa) se pedía una redacción perfecta y el dominio del inglés, francés y alemán. Porque era fruto de ese entorno, lamentó muchos años después Teresa Rovira que no pudiera reprimirse e hiciera desaparecer unos libros infantiles de Falange de una biblioteca. “Decían cosas que eran una vergüenza que los niños leyeran, pero en cualquier caso eso una bibliotecaria no lo ha de hacer nunca”. Las circunstancias le habían lanzado más de un cruel zarpazo a lo largo de una accidentada vida que ayer acabó en Barcelona, a los 95 años.
Hija mayor del fundador de Acció Catalana y de la rigurosísima Revista de Catalunya (cuya llama hasta hoy ella ayudó a mantener y que en octubre le dedicará un suplemento especial), Teresa Rovira mantuvo siempre una fuerza de voluntad encomiable, que la llevaría a licenciarse en Letras (Geografía e Historia) en Montpellier en 1944 (repetiría por la Universidad de Barcelona en 1973), tras la huida a Francia de toda la familia apenas dos días antes de la entrada de las tropas franquistas a Barcelona el 26 de enero de 1939.
Pero el impacto que le causó de niña una visita a la Biblioteca Popular de Tarragona donde veraneaba había sido lo suficientemente hondo como para que entre 1949 y 1950, aprovechando las tímidas pero cada vez más frecuentes visitas a Barcelona, acabara la carrera de bibliotecaria que había decidido desde que tenía 15 años que haría; y ya instalada en Cataluña con su hijo (el marido, colaborador personal del presidente de la Generalitat en el exilio Josep Irla, se quedó en Francia) trabajó en la Biblioteca de Esparraguerra, entre 1953 y 1958. Fue allí –un guiño: era la última que creó la Red de Bibliotecas de la Generalitat republicana-- donde, tan decidida como emprendedora --“y tozuda, como mi padre”, admitía--, empezó a sacar poco a poco del infierno de ese centro todos los libros escritos en catalán y los que había hecho su padre mientras hacía desaparecer al mismo ritmo los juveniles de Falange. También ahí tomaría una iniciativa entonces tan revolucionaria y hoy tan lógica: separar y crear espacios propios para los libros infantiles y los de adultos.
El retorno definitivo y la reagrupación de la familia se produjeron en ese 1958, el mismo año en que entró a trabajar en la entonces Biblioteca Central
El retorno definitivo y la reagrupación de la familia se produjo en ese 1958, el mismo año en que entró a trabajar en la entonces Biblioteca Central (hoy Biblioteca de Catalunya). Fue allí donde investigó su fantástico fondo de libros infantiles en lengua catalana. Como le gustaba trabajar en equipo, junto a su colega Carme Ribé propuso la creación de una biblioteca infantil y juvenil que se traduciría en las de Sant Pau y de la Santa Creu. El otro gran resultado de ese encuentro con aquellos fondos fue su especialización en la literatura infantil y juvenil catalana, que le permitió publicar estudios capitales para ese ámbito como la Bibliografía histórica del libro infantil en catalán (1972) o su tesina inédita Noucentisme i literatura infantil (1973).

Teresa Rovira a la biblioteca popular d'Esparraguera


Por oficio y amor, le dolió como pocas cosas en la vida el expolio que a los 15 días de huir de Barcelona sufrió la biblioteca de su padre por las fuerzas fascistas y que ella, a manera de prácticas, catalogó en su momento. Buena parte de ese fondo formó parte de la aún hoy vigente pugna política por los llamados Papeles de Salamanca. Luchó por su recuperación sin descanso, pero el resultado fue agridulce: apenas pudo salvar un centenar, aquellos que por las dedicatorias o por estar aún marcados podían testificar que eran de su progenitor.
Responsable de las bibliotecas populares de la Diputación de Barcelona (1981-1983), Creu de Sant Jordi en 2002 por toda esa labor en el libro infantil y juvenil, el próximo 30 de octubre su figura recibirá un homenaje en la Biblioteca de Catalunya en el contexto de la presentación del dosier Homenatge a Teresa Rovira de la Revista de Catalunya, de la que formó parte de su junta, como en su momento de la de Òmnium Cultural, de la misma manera que fue jurado del Premi d’Honor de la Lletres Catalanes. Mañana miércoles, a les tres de la tarde, se celebrará un funeral en el Tanatorio de Horta. Desde el año pasado, la Generalitat había instituido un premio para bibliotecas públicas que llevaba su nombre. Era un reconocimiento a la innovación. No podía ser otro.”
Carles Geli

El País 23/09/2014

22 de set. 2014

aniversari, 10 anys Vespres Literaris



S'acosta la data de celebració del nostre desè aniversari. 

Per anar obrint boca, hem confeccionat aquest recull d'imatges de l'activitat del grup al llarg d'aquests anys.


no-res

"“NO-RES” és la crònica dels últims dies de vida de la Colònia Castells, una de les poques colònies fabrils que queden a Barcelona, que serà derruïda al llarg 2011.  Amb l'enderroc de les seves cases baixes i els seus carrerons, quedarà enterrat tot un micromón relacional molt peculiar, així com una forma molt humana d'entendre l'espai urbà, per part dels seus entranyables habitants.

Presentem aquesta crònica videogràfica a dos nivells: com a obra finalitzada (allò que anomenem "la pel·lícula") i com a Work in Progress.

De forma observacional, la pel·lícula narrarà tres moments d'aquest espai que coincideixen amb la fi d'una quotidianitat que s'ha mantingut inalterada al llarg de tot un segle. Aquests moments són:

I. LA VIDA A LA COLÒNIA
II. DISSECAMENT DE LA COLÒNIA (TAXIDÈRMIA)
III. LA DESTRUCCIÓ DE LA COLÒNIA

Es tracta d'un procés paradigmàtic del canvi urbanístic que viuen moltes ciutats d'occident: al bell mig del barri de les Corts, la Colònia està completament rodejada de grans edificis i grans avingudes, com el Carrer Entença. Aquesta obra audiovisual ens mostrarà d'una forma molt gràfica el pas de la ciutat horitzontal a la ciutat vertical. Inevitablement, NO-RES narrarà també l'èxode dels seus protagonistes –que seran desallotjats al llarg de l'estiu i la tardor de 2010– i obligats a adaptar-se a un medi quasi oposat al que sempre han conegut. La narració culminarà amb l'enderroc de les cases en les que molts dels veïns de la Colònia van néixer.

La constant narrativa d'aquesta pel·lícula serà el propi espai i el mode de vida que se'n desprèn: moltes hores de sol, absència de trànsit, vida al carrer, contacte amb els veïns, gent gran prenent la fresca, nens jugant a pilota, etc. En contraposició, hi ha l'amenaça constant de les grans avingudes de les ciutats verticals, quasi personificada per la proximitat del Carrer Entença -que limita amb la Colònia Castells- característic pel seu trànsit intens."

Presentació extreta de la pàgina web de presentació del projecte: http://no-res.cc/


Fitxa tècnica:

Títol: NO-RES, vida y muerte de un espacio en tres actos.
Idea original : Xavier Artigas
Veus: Elvira Prado
Productor: Xavier Artigas
Productor executiu:  Ana Castañosa
Director: Xavier Artigas
Realitzador: Xavier Artigas
Guió: Xavier Artigas
Música original: Pau Llonch Méndez
Direcció de fotografia: Xavier Artigas
Muntatge: Meritxell Colell
Direcció de producció: Blanca Esteller
Direcció de so:  Daniel Lacasa
Disseny de so: Rui Aires
So directe: Daniel Lacasa, Francesc Gosalves i David Abadía
Ajudant de direcció: Daniel Lacasa
Efectes especials: Enrique Hernandis
Produïda per: Metromuster 

Any:  2012

NO-RES Vida i mort d'un espai en tres actes