27 de des. 2020

resum de l'any

 


Avui us oferim un resum de les nostres activitats al llarg d'aquest any. Hem afegit algunes de les veus del grup, com petites pinzellades, que completen el quadre de l'any sentit-viscut a Vespres Literaris.

No ha estat fàcil transitar aquest any, seguim afligits, atrapats per les emocions encreuades que va deixant rere seu la pandèmia. La incertesa per l'esdevenidor ens causa profunda inquietud ja que no trobem balises que ens guiïn, han desaparegut de la ruta.

No obstant seguim, com sempre hem fet, junts, il·luminant el camí que ens vam marcar des de la creació del grup.

Vespres Literaris



Hoy os ofrecemos un resumen de nuestras actividades a lo largo de este año. Hemos añadido algunas de las voces del grupo, a modo de pinceladas,  que completan el cuadro del año sentido-vivido en Vespres Literaris.

No ha sido fácil transitar este año, seguimos atenazados, atrapados por las emociones encontradas que va dejando tras de sí la pandemia. La incertidumbre por lo venidero nos causa honda zozobra ya que no encontramos balizas que nos guíen, han desaparecido de la ruta.

Mas seguimos, como siempre hemos hecho,  juntos, iluminando el camino que nos marcamos desde la creación del grupo.

Vespres Literaris


19 de des. 2020

periodista hemingway

 


¡La humanidad no les perdonará!

por Ernest Heminway

Este artículo fue publicado en Pravda el 01/04/1938 y , tras su descubrimiento en Moscú, por el periódico El País el 06/08/1982.

“En el curso de los últimos quince meses he visto los crímenes que se cometen en España por los intervencionistas fascistas. El crimen y la guerra son dos cuestiones diferentes. Se puede odiar la guerra, estar en contra, pero puedes acostumbrarte a ella cuando luchas en defensa de la patria, contra la invasión del enemigo y por el derecho a vivir y trabajar en libertad. En este caso, el hombre no da ninguna importancia a su propia vida, ya que está en juego algo más importante que eso.

El hombre que observa y describe una guerra semejante no teme por su vida si cree en la necesidad de lo que está haciendo. Sólo se preocupa de decir la verdad.

Por eso cuando el Messerschmidt alemán sobrevuela tu automóvil y abre fuego con sus cuatro ametralladoras, te sales de la carretera y saltas del automóvil. Te tiras bajo un árbol si es que hay uno, o en una zanja si es que hay una, o simplemente en un campo abierto. Cuando el avión vuelve para intentar otra vez matarte y sus balas levantan polvo a tus espaldas, te quedas tirado con la garganta reseca... Pero te ríes del avión porque estás vivo.

El avión se lanza en picado, se nivela y arroja varias bombas pequeñas, semejantes a granadas de mano, formando racimos. Resplandecen las llamas, se oye el estallido, luego se levanta una nube de polvo gris. Pero tú aún estás vivo y el Messerschmidt se alejó. El rugido de su motor hace recordar el sonido de la sierra circular de una serrería. Intentas escupir porque sabes por experiencia que no lo puedes hacer si estás realmente asustado. Resulta que tienes la boca tan reseca que no puedes escupir, y te ríes de nuevo. Y esto es todo.

No te pones furioso cuando los fascistas intentan matarte, pero te inundas de cólera y odio, cuando ves cómo matan. Y esto lo ves casi todos los días. Ves cómo lo hacen en Barcelona, donde bombardean los barrios obreros desde una altura tan grande que sólo pueden ver barrios completos y no blancos concretos. Ves a niños muertos con las piernas entrelazadas y los brazos extrañamente extendidos y con las caritas cubiertas de estuco. Ves a mujeres muertas a causa de las contusiones. Ves a muertos que parecen un montón de andrajos. Ves trozos de carne humana de formas tan extrañas que te hacen pensar en un carnicero demente. Y odias a los asesinos italianos y alemanes corno a nadie en el mundo.

Durante varios meses vives en Madrid bajo los bombardeos. En el hotel donde te hospedas, 53 veces han hecho blanco los proyectiles de artillería. Desde tu ventana ves muchos crímenes, porque al otro lado de la calle hay un cine y los fascistas comienzan los bombardeos precisamente cuando el público sale del local. Saben que habrá víctimas antes de que la gente logre llegar a los refugios.

Cuando los fascistas abren fuego de artillería sobre la Telefónica de Madrid esto se comprende, pues es un blanco militar. Si bombardean las posiciones de artillería y puntos de Observación, es la guerra. Si los proyectiles no llegan al blanco o los sobrepasan, es la guerra. Pero cuando por la noche abren fuego sobre una ciudad con el único fin de matar a gente dormida, es un asesinato.

¡Cuando ametrallan masas de gente que se concentran a las seis de la tarde junto al cine o en las plazas, es un asesinato!

Un proyectil hizo blanco en un grupo de mujeres que guardaban cola para comprar jabón. Cuatro mujeres muertas. Su sangre fue literalmente absorbida por la piedra, las manchas ni siquiera se quitaban con la arena. Los cadáveres quedaron esparcidos.

Un proyectil de artillería cayó sobre un tranvía repleto de trabajadores. Llamas, estallido. El humo desapareció; el vagón, volcado. Sólo dos personas quedaron vivas, aunque hubiera sido mejor que muriesen. De los escombros sacan a dos heridos terriblemente mutilados. Se oye el estallido de un segundo proyectil. Y así interminablemente...

Durante toda la primavera, otoño e invierno pasados hemos visto cómo la artillería fascista cometía crímenes en Madrid. No se podía ver todo aquello sin ira y sin odio.

Luego comenzaron las batallas de Teruel. Íbamos al ataque junto con la infantería. Entramos en la ciudad con los primeros destacados del Ejército republicano. Durante las batallas en la ciudad hemos visto con qué cariño el Ejército del Gobierno trataba a los niños y ayudaba a las mujeres y ancianos en la evacuación. No hemos visto ni un caso de crueldad.

Pero antes de Teruel hubo un bombardeo devastador de Lérida. Luego comenzaron los terrores barceloneses y los ataques diarios de la aviación fascista a las ciudades costeras entre Valencia y Tarragona. Luego los fascistas bombardearon no el puerto, sino la ciudad de Alicante, y mataron a más de trescientas personas. Después lanzaron bombas sobre la plaza del Mercado en la pacífica ciudad de Granollers y mataron a centenares de personas.

Los fascistas tienen dos motivos para matar: para doblegar al pueblo español y para probar en acción las diversas bombas con vistas a la preparación de la guerra en la que piensan Italia y Alemania.

En cuanto a sus intenciones de doblegar al pueblo español, la heroica resistencia contra los fascistas que ahora avanzan hacia Valencia se explica con el mismo grado de odio que los intervencionistas fascistas provocaron con sus feroces bombardeos, al igual que con otras causas.

Los fascistas tendrán éxito mientras puedan chantajear a los países que les tienen miedo. Pero los hermanos y padres de sus víctimas jamás les perdonarán y jamás lo olvidarán. Los crímenes que se cometen por el fascismo sublevarán en su contra al mundo entero.”

 

Key West, Florida, EE UU


18 de des. 2020

¿cómo escribía hemingway?

 


por Mar Abad

Yorokobu

27/06/2019

 

Ernest Hemingway escribía en el dormitorio de su casa de La Habana. Tenía un estudio en una esquina de la planta alta pero prefería trabajar en su habitación. ‘La torre’, como él la llamaba, solía estar vacía. Sólo la visitaba cuando alguno de sus personajes lo llevaba hasta allí.

El escritor se lo contó a un periodista de The Paris Review una tarde de mayo de 1954 en un café de Madrid. George Plimpton había viajado hasta ahí para preguntarle por sus hábitos de trabajo. Hemingway le dijo que escribía de pie, sobre una mesa a la altura del pecho, donde tenía sus libretas y una máquina de escribir. Era un hábito que tuvo desde el principio.

El autor de Fiesta empezaba todos sus relatos con un lápiz y un papel blanco. Al lado, tenía siempre su máquina, que usaba para construir las partes sencillas (como los diálogos, según decía) y cuando tenía muy claro qué iba contar. Con el tiempo, su letra se fue haciendo más grande y aniñada. Apenas usaba mayúsculas y signos de puntuación, y a menudo, en vez de un punto, escribía una ‘X’.

El Premio Pulitzer (1953) y Nobel de literatura (1954) anotaba todos los días, en una hoja en la pared, las palabras que había escrito. Era su forma de visualizar cómo había ido el día de trabajo: «450, 575, 462, 1250, 512». El objetivo era alcanzar unas 500 o 600. Nunca dijo que escribir fuera ni rápido ni fácil. Esos extraños picos de sobreesfuerzo que superan las mil palabras sólo se justificaban por una causa: poder ir a pescar o cazar al día siguiente sin remordimientos.

Hemingway era un hombre de rutinas. Al amanecer se levantaba para trabajar hasta las 11 o las 12 del mediodía. A esa hora paraba e iba a nadar. Trabajaba rodeado de libros y siempre estaba leyendo alguno. Tenía cientos por todas las habitaciones de su casa. De Virginia Wolf, Ben Ames Williams, Charles A. Beard, Peggy Wood, Baldwin, T.S. Elliot…

Esa tarde en Madrid, Plimpton quería hablar con el periodista de Illionois (EEUU) sobre su habilidad para escribir. Buscaba alguna respuesta al eterno misterio de la creación artística, como ya lo persiguió Stefan Zwieg en otros artistas dieciséis años antes. Pero a Hemingway nunca le gustó hablar del tema. A menudo repetía que la escritura es un acto privado, que requiere soledad y concentración, y que no se ha de mostrar hasta que la obra esté acabada. Era incluso una superstición. «El hombre que conozco que mejor habla sobre su oficio es el matador Juan Belmonte. Tiene la lengua más agradable y a la vez más pícara del mundo».

En esa entrevista, publicada ahora de nuevo en Ernest Hemingway, The Last Interwiew, de Melville House Publishing, Plimpton le preguntó:

—¿Son placenteras esas horas del proceso de escritura?

—Mucho.

—¿Podrías contar algo de este proceso?

—Cuando estoy trabajando en un libro o una historia, empiezo a escribir cada mañana tan pronto sale el sol. Nadie te distrae a esa hora. Hace fresco o frío y te vas concentrando y entrando en calor conforme escribes. Lees lo que has escrito y paras cuando sabes qué va a ocurrir después. Escribes hasta que llegas a un lugar donde todavía estás inspirado. Ahí paras hasta el día siguiente. Empezaste a las seis de la mañana, digamos, y puedes llegar hasta las 12 del mediodía. Cuando acabas, estás tan vacío, y a la vez tan lleno, como cuando haces el amor con alguien a quien amas. Nada puede hacerte daño, nada puede pasar, nada importa hasta el día siguiente cuando vuelves a escribir.

Hemingway retocaba todos los días el texto que escribía el día anterior. Al leer la obra completa, seguía reescribiendo. Después de que alguien pasara el manuscrito a máquina, hacía más correcciones. Antes de ir a imprenta, miraba las pruebas e introducía más cambios. Todos los que hicieran falta. Adiós a las armas tuvo 39 finales. Todos los días escribía uno distinto hasta que encontró uno que le gustó de verdad.

«No te desanimes porque haya mucho trabajo mecánico en la escritura», dijo Hemingway a Arnold Samuelson, un aspirante a escritor, en 1934. «El primer borrador es una mierda. Cuando empiezas a escribir, toda la emoción es para ti y el lector no percibe nada, pero aprenderás que tu objetivo es que el lector lo recuerde, no como una historia que ha leído, sino como algo que le ha ocurrido. Esa es la verdadera prueba de la escritura. Cuando puedas hacer eso, el lector sentirá la emoción y tú no tendrás ninguna. Tú tienes que hacer el trabajo duro y cuanto mejor escribas, más duro es, porque cada historia tiene que ser mejor que la anterior».

Trabajar en pijama y en cualquier sitio no es un invento del siglo XXI. Hemingway escribía en su casa, en hoteles, en bares. «Trabajo muy bien en cualquier sitio», comentó a Plimpton. El único obstáculo era el mismo que el actual: las interrupciones. «El teléfono y las visitas son los destructores del trabajo. (…) Puedes escribir en cualquier momento que la gente te deje solo y no te interrumpa». Aunque al menos se salvó del correo electrónico y de los WhatsApp.

Hemingway vivió en Cuba porque le gustaba el país y ahí encontró privacidad para escribir. En una entrevista con The Atlantic Monthly, en diciembre de 1954, publicada también en The Last Interview, explicó: «Si quiero ver a alguien, voy a la ciudad. (…) Solía tener privacidad en Key West, pero empecé a perderla y, cuando tenía que trabajar y había mucha gente por allí, me venía al Hotel Ambos Mundos, en La Habana».

En 1938, dejó su casa de Key West, en Florida (EEUU) y compró otra en Francisco de Paulo, en las afueras de la capital cubana. En la puerta de su nuevo hogar colgó un cartel que decía: ‘No se admiten visitas sin cita previa’. Un día de primavera de 1958 un periodista freelance que trabajaba para la revista Esquire asaltó su concentración y llegó a la villa sin avisar. El escritor lo recibió.

—Has venido a mi casa sin permiso. Eso no está bien —le dijo—. Estoy trabajando en un libro y no concedo entrevistas. Quiero que quede claro. Pero, venga, pasa.

El escritor vestía pantalones marrones de pescar, una camiseta roja y unas zapatillas de deporte azules. «Ropa cómoda para trabajar», como describió Lloyd Lockhart, el autor de la entrevista de Esquire. Quizá eso, como ocurre hoy, despistara a muchos que no conciben que dentro de un dormitorio y en ropa de algodón se hayan creado obras sublimes.

—La gente no entiende que soy un escritor profesional. Escribo para ganarme la vida —le explicó—. Todo el mundo que viene a Cuba pasa a verme para charlar un rato, si les dejo.

Ernest Hemingway siempre quiso ser escritor. Decía que cuando mejor se escribe es cuando uno está enamorado. «Una vez que la escritura se ha convertido en tu mayor vicio y tu mayor placer, sólo la muerte puede pararlo. La seguridad financiera es la mejor ayuda porque evita que estés preocupado. Y eso es importante porque la intranquilidad destruye la habilidad de escribir», indicó a Plimpton.

El escritor citaba entre sus maestros a Mark Twain, Flaubert, Stendhal, Bach, Tolstoy, Dostoyevsky, Chekhov, Kipling, Thoreau, Shakespeare, Mozart, Quevedo, Dante, Virgilio, San Juan de la Cruz, Góngora, Tintoretto, Goya, Cézanne, Van Gogh, Gauguin… Incluía a pintores porque de ellos también aprendió a escribir. En sus cuadros le enseñaron de composición, contraposición y armonía tanto como los escritores. De su tiempo y de otras épocas, porque, a su juicio, «los escritores vivos pueden aprender mucho de los muertos».

La música también debió dejar un poso. De pequeño tocaba el chelo. Su madre estaba convencida de que su hijo tenía talento y durante un año lo sacó del colegio para que sólo se dedicara a ello. En casa tocaba música de cámara, junto a su madre, al piano, y su hermana, a la viola. Pero a él no le interesaba demasiado. Si se hubiese dedicado a algo más que escribir y pescar —indicó a Robert Manning, en su entrevista para The Atlantic Monthly— hubiera sido pintor.

Plimpton le preguntó cómo decidía los títulos de sus obras. «Hago una lista de títulos después de terminar la historia del libro. A menudo incluso unos cientos. Entonces empiezo a eliminar algunos. A veces, todos».

Hemingway consideraba que «el mejor don que puede tener un escritor es un detector de mierda antichoque incorporado. Ese es el radar de un escritor y todos los buenos deben tenerlo».

Al escritor aventurero, que sufrió dos accidentes de avión seguidos en África en 1952,  no le gustaba escribir al final del día. «Nunca trabajo de noche. Hay muchas diferencias entre el pensamiento diurno y el pensamiento nocturno. Las ideas que surgen de noche no suelen llevar a nada. Lo que haces de noche acabas rehaciéndolo de algún modo de día».

Tampoco le gustaba la popularidad. Al periodista de Esquire le dijo: «No quiero ser famoso. No me gusta la publicidad. Todo lo que pido a la vida es escribir, cazar, pescar y ser un desconocido. La fama me amarga la vida». Él vivía para sus historias: «Hay muchas cosas que me gustan y que puedo hacer cosas mejor que escribir, pero cuando no escribo me siento una mierda. Tengo ese talento y siento que lo estoy desperdiciando».

El escritor se suicidó el 2 de julio de 1961. Antes lo hizo su padre y después su hermana Ursula y su hermano Leicester. «Ya sabes, mi padre se pegó un tiro», comentó a Manning, en su entrevista para The Atlantic Monthly, siete años antes. «Es un derecho que tiene todo el mundo, pero hay un cierto egoísmo y una cierta desconsideración hacia los demás».

Tres años antes de que Hemingway se dispararse con su escopeta preferida, Lloyd Lockhart le preguntó:

—¿Cuál es la fórmula para sacar el máximo provecho a la vida?

—No busques emociones. Deja que las emociones vengan a ti.”

 

 

 

 

 

 

 


17 de des. 2020

el viejo y el mar, de teatro

 


En el mes de agosto del año 2005, dentro del ciclo “La Torna del Grec”, el dramaturgo aragonés Mariano Anós estrenó en el Versus Teatre la obra de Ernest Hemingway , El viejo y el mar , en una adaptación teatral libre para la compañía zaragozana de títeres Arbolé.

En aquella ocasión, los actores Pedro Rebollo y Javier Aranda presentaron un montaje, "llevado a la máxima sencillez", según su autor. Anós hizó una adaptación teatral de una hora de duración del libro del Premio Nobel estadounidense basándose en los monólogos del pescador, recreado por Pedro Rebollo, y un texto de versos decasílabos blancos sin rima, que evocaban el ritmo del oleaje del mar y del tiempo.





16 de des. 2020

el viejo y el mar, de película

 

La adaptación de 1.958

 

Ficha técnica

 

Título original: The Old Man and the Sea

Año: 1958

Duración: 86 mínutos

País: Estados Unidos

Dirección: John Sturges

Guion: Peter Viertel (Novela: Ernest Hemingway)

Música: Dimitri Tiomkin

Fotografía: James Wong Howe, Floyd Crosby

Reparto: Spencer Tracy, Felipe Pazos, Harry Bellaver, Don Diamond

 Premios

1958: Oscar: Mejor banda sonora. 3 nominaciones, incluyendo Actor (Spencer Tracy)

1958: Globos de Oro: Nominada Mejor actor - Drama (Spencer Tracy)

1958: NationalBoard of Review: Mejor película y actor (Tracy)




 





La adaptación de 1.990

 

Ficha técnica

Título original: The Old Man and the Sea (TV)

Año: 1990

Duración: 93 mínutos

País: Reino Unido

Dirección: Jud Taylor

Guion: Roger O. Hirson  (Novela: Ernest Hemingway)

Música: Bruce Broughton

Fotografía: Tony Imi

Reparto: Anthony Quinn, Gary Cole, Patricia Clarkson, Alexis Cruz, Joe Santos, Valentina Quinn, Francesco Quinn, Paul Calderon, Sully Díaz.

 




15 de des. 2020

el pescador

 

Gregorio Fuentes Betancourt


El viejo (de Lanzarote) y el mar

por Javier Lorenzo

El Mundo

23 agosto 2018

 

 

Gregorio Fuentes Betancourt, nacido en Lanzarote el 11 de julio de 1897, es una de las paradojas más sublimes de la literatura universal. Según todos los indicios, él fue la persona que inspiró a Ernest Hemingway cuando escribió la obra cumbre de su carrera, El viejo y el mar. Y, sin embargo, Gregorio Fuentes jamás leyó una línea de la novela. Y no lo hizo porque, sencillamente, no sabía leer, aunque eso no le impidió contribuir a dar con el título definitivo pues, según contaba, una noche en la que el escritor se devanaba los sesos para encontrarlo, él le dijo: «Oye, Papa (apelativo con el que llamaba a Hemingway), es la historia sobre un viejo, ¿no?». «Sí», respondió el escritor. « ¿Y también es una historia sobre el mar?». «¡Eso es!», exclamó Hemingway, posiblemente asombrado por la brillante sencillez de tal razonamiento. Y ya nada lo cambiaría. Conocido entre sus amigos como el viejo y para muchos periodistas como el canario de los tres siglos, el destino juntó al premio Nobel y al pescador un día de 1928 durante una tormenta tropical. El barco de Hemingway -el Anita-, en el que también viajaban otras personas, no era lo suficientemente marinero para soportar los embates de las olas y además se habían quedado sin alimento. Gregorio Fuentes, que ya era capitán de un velero -el Joaquín Cristo- que transportaba pescado fresco a Estados Unidos, les cedió sus suministros, les ofreció ron y los devolvió a tierra firme: «Mientras yo esté aquí, a ustedes no les faltará de nada», prometió. Y eso no se le olvidaría jamás al que años más tarde conocerían en toda Cuba como el gigante caballero de la barba blanca, como tampoco se le olvidaría la sabiduría popular que derrochaba este hombre de piel salada que fumaba seis puros al día. «Aquel día -recordaba Fuentes- después de que comieron, Hemingway me preguntó si podía decirme una última palabra, que era pedirme el favor de que les sacara de allí, pero yo le respondí que nunca había que decir que uno decía su última palabra, que eso no se podía saber. Y él se echó a reír».

Algo más de un año de edad diferenciaba a ambos hombres, que congeniaron desde el primer instante. Por eso, una década más tarde, cuando el escritor decidió instalarse en Cuba tras haber vivido el desencanto y las atrocidades de la Guerra Civil española, le ofreció convertirse en el capitán de su nuevo barco, al que bautizó como Pilar por ser el nombre de la patrona de España. El barco lo compró en Nueva York y le costó 7.500 dólares. Era de madera de roble negro, tenía 10 metros y medio de eslora y una autonomía de 500 millas. Con él y gracias a su pericia, Gregorio Fuentes superó tres huracanes. Aún hoy se puede visitar en el museo de Finca Vigía, residencia de Hemigway durante aquellos años. «El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto. Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos».

Este es el retrato de Santiago, el protagonista de El viejo y el mar, y este era también el retrato de Gregorio, que ya desde muy pequeño había conocido las penurias que procura la mar. Nacido cerca del Charco de San Ginés, un pequeño entrante de agua que las mareas del océano han creado en Arrecife, a los seis años huyó del hambre y acompañó a su padre hasta Cuba en el vapor Joven Antonio. Pero el padre murió durante la travesía y sólo gracias a la solidaridad de algunas familias canarias que se habían establecido en la isla pudo sobrevivir. Al principio fue hacia el interior de la isla para ganarse la vida, pero en cuanto le fue posible regresó al mar y se instaló en la localidad de Cojímar, situada a unos siete kilómetros de La Habana, que ya no abandonaría hasta su muerte. Pasó el tiempo y tras años de duro trabajo ahorró lo suficiente para regresar a Lanzarote con el propósito de llevar a sus parientes consigo a Cuba. Pero lo que no previó fue que se enamoraría de Dolores, una prima lejana suya. Así que se casó con ella y ambos viajaron a Cojímar. El matrimonio tuvo tres hijas. Gregorio Fuentes se había ganado a pulso buena fama como hombre de mar, pero aun así seguía siendo un extranjero. A pesar de haber obtenido la nacionalidad cubana, no dejaba de ser «el gallego», el español que había ido a buscar fortuna. Hemingway, por su parte, también era un extranjero y percibió en su piloto, su cocinero, su amigo, un desarraigo que él también sentía, incluso en su propio país. Tal vez el mundo era demasiado estrecho para ambos y eso no hizo sino unirlos aún más. Y a ello habría que añadir algo más en lo que coincidían; una frase que aparece en el libro y que es la definición de una filosofía: «El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado».

No es necesario saber hasta qué punto Gregorio fue también su confidente. Según Jeffrey Meyers, uno de los biógrafos de Hemingway, el Pilar era más «una especie de casa de putas flotante y una fábrica de ron que un barco pesquero». Pero de los labios de Gregorio Fuentes nunca salió un reproche en ese sentido; nada que pudiera confirmar las poco piadosas palabras del biógrafo. Es más, lo que se sabe es que muchas veces navegó con el escritor y con Martha Gellhorn, su tercera esposa, así como con Mary Welsh, la cuarta, conduciéndolos a cayos ignotos para apartarlos de la curiosidad ajena. Por supuesto, hacía lo propio a solas con el escritor y esas ausencias a veces llegaban a los tres o cuatro días. «Esto lo necesitaba -aseguraba Gregorio-. Para despejar sus pensamientos». Durante esas jornadas, la pesca era lo único que importaba. Como prueba están esas fotos en las que ambos posan junto a enormes peces. Hemingway, incluso, pescó el marlín más grande del que se tenía noticia hasta entonces en toda Cuba. «Sé -dijo el escritor- que la pesca es para Gregorio más importante que el comer o dormir».

Seguro que lo pasaban bien. Seguro que disfrutaban como chiquillos. Como cuando Hemingway se empeñó durante la Segunda Guerra Mundial en cazar submarinos alemanes con el Pilar. Llegó a instalar dos ametralladoras en la embarcación, contrató a un pelotari -sí, han leído bien: un pelotari- cuya misión era lanzar una granada al interior del submarino cuando este saliera a la superficie y tanto ellos como otros amigos patrullaron la costa hasta Florida en varias ocasiones. Cuál sería el poder de convicción del escritor -hay que recordar que El viejo y el mar se publicó en 1952 y que el Nobel no se lo dieron hasta 1954- que hasta el Alto Mando de la Marina estadounidense tuvo constancia y le dio permiso para hacerlo. Una vez avistaron uno, pero lamentablemente, o no, nunca llegaron a combatir contra un U-boat nazi. Sólo les hubiera faltado eso. El viejo y el mar no fue la única obra en la que Gregorio apareció o tuvo influencia. En Islas en el Golfo (novela póstuma) y El gran Río Azul, él es Antonio, un pescador fácilmente reconocible que le decía con acento cubano: «pesqueee, Papa, pesqueee». Es de suponer que también le animaría en el resto de sus actividades, ya fueran sus frecuentes combates de boxeo -se instalaban rings improvisados para estas ocasiones- o sus cacerías. Además, le cuidó cuando se disparó accidentalmente en un pie con una bala que iba dirigida a un tiburón y salvó la vida de su hijo Gregory (la elección del nombre no fue casual) al matar a otro tiburón que estaba a punto de morderle. Y siempre le disculpó ante aquellos que insistían en la fama de borracho del escritor: «Claro que bebía, todos bebíamos lo mismo entonces, era lo normal». En resumen, cualquiera querría un amigo así.

En 1960 Hemingway abandonó Cuba. Tuvo tiempo para hacerse una foto con Fidel Castro, pero poco más. Quizá ya sabía que nunca habría de volver, pero se lo confirmó la invasión de Bahía de Cochinos, en abril de 1961. En julio de ese mismo año se suicidaba de un disparo y en su testamento regalaba a su amigo Gregorio el barco en el que habían compartido tantas peripecias. Posteriormente, el pescador donó el Pilar al gobierno cubano y desde entonces, aunque Fidel le entregó otra embarcación, prácticamente dejó de pescar. Tenía 64 años. A partir de ese momento, sólo vivió de sus recuerdos. Y lo hizo literalmente, pues cobraba cinco dólares por cada foto que le hacían y cincuenta por un cuarto de hora de conversación en torno al malogrado premio Nobel. Cuando tenía 99 años regresó a su tierra natal, invitado por el Cabildo de Lanzarote. Allí demostró poseer una magnífica memoria, señalando, por ejemplo, un puente de madera que había desaparecido en el Charco de san Ginés y del que nadie se acordaba ya. Al mismo tiempo, el consulado español inició los trámites para devolverle su nacionalidad española, que le fue concedida finalmente en 2001, un año antes de su fallecimiento. Por cierto, que antes se le dio por muerto en dos ocasiones, pero Gregorio Fuentes murió a los 104 años, poco antes de que se le rindiera un homenaje en la iglesia de Cojímar. Tenía un cáncer de garganta, pero nunca tomó medicamento alguno y se negó a ser atendido en un hospital. El viejo pescador se vanagloriaba de haberle enseñado a Hemingway dos cosas: los mojitos y las tortitas de camarones. Pero Hemingway también le enseñó algo. «Estábamos atracados en el Club Náutico Internacional de La Habana y de repente me dice: "Viejo, ¿tú sabes lo que es un amigo? Yo le contesté: usted y yo somos amigos. Y dijo él: "Sí, lo somos, porque dos amigos equivalen a dos historias que se unen". Jamás se me olvidarán esas palabras». “


14 de des. 2020

el pez

 


La búsqueda como felicidad

 

“Ese año habíamos planeado pescar marlín en la costa cubana durante un mes. El mes comenzó el 10 de abril y para el 10 de mayo teníamos veinticinco marlines y el alquiler del bote se había terminado. Lo que habría hecho entonces habría sido comprar algunos regalos para llevarlos a Key West y llenar el Anita con un poco más de la costosa gasolina cubana de lo necesario para cruzar, obtener la autorización y volver a casa. Pero el pez grande todavía no se había mostrado.

-¿Quieres probar otro mes, Cap? -preguntó el señor Josie. Él era dueño del Anita y lo alquilaba por diez dólares al día. El precio estándar del contrato era de treinta y cinco por día-. Si quieres quedarte, puedo reducirla a nueve dólares.

-¿Dónde obtendríamos los nueve dólares?

-Me pagas cuando lo tengas. Tienes un buen crédito con la Standard Oil Company en Belot al otro lado de la bahía, y cuando recibamos la cuenta, puedo pagarles con el dinero del alquiler del mes pasado. Si tenemos mal tiempo, puedes escribir algo.

-Está bien -dije, y pescamos otro mes. Para entonces teníamos cuarenta y dos marlines y todavía no habían llegado los grandes. Había una corriente oscura y pesada cerca del Morro, a veces había acres de carnada, y peces voladores que salían de debajo de la proa y pájaros que trabajaban todo el tiempo. Pero no habíamos pescado a ninguno de los enormes marlines, aunque atrapábamos o perdíamos marlines blancos todos los días, incluso un día atrapé cinco.

Fuimos muy populares a lo largo de la costa porque fileteamos a todos nuestros pescados y los regalamos, y cuando pasamos por el Castillo del Morro y subimos por el canal hacia los muelles de San Francisco con una bandera de marlín izada, pudimos ver a la multitud comenzar a correr hacia los muelles. El pescado valía entre ocho y doce centavos por libra ese año para un pescador, el doble en el mercado. El día que entramos con cinco banderas, la policía tuvo que cargar contra la multitud con palos. Fue feo y malo. Pero ese fue un año feo y malo en tierra.

-La maldita policía que espanta a nuestros clientes habituales y consigue todos los pescados -dijo Josie-. Al diablo contigo -le dijo a un policía que estaba buscando un trozo de marlín de diez libras-. Nunca había visto una cara tan fea. ¿Cuál es tu nombre?

El policía le dio su nombre.

-¿Está en el libro de compromisos, Cap?

-No.

El libro de compromisos era donde escribimos los nombres de las personas a quienes les habíamos prometido pescado.

-Escríbelo en el libro de compromisos para la próxima semana por una pequeña pieza, Cap -dijo Josie-. Ahora, policía, vete de aquí y golpea a alguien que no sea amigo nuestro. He visto suficientes malditos policías en mi vida. Sigue. Coge el garrote y la pistola y sal del muelle a menos que seas un policía de muelle.

Finalmente, el pescado fue fileteado y repartido según el libro y el libro estaba lleno de promesas para la próxima semana.

-Tú ve hasta Ambos Mundos y lávate, Cap. Dúchate y te veré allí. Luego podemos ir al Floridita y hablar de algunas cosas. Ese policía me alteró los nervios.

-Tú vienes y te duchas también.

-No. Puedo limpiarme bien aquí. No sudé tanto como tú lo hiciste hoy.

Así que caminé por la calle adoquinada que era un acceso directo al Hotel Ambos Mundos y verifiqué si tenía algún correo en el escritorio y luego subí en el ascensor hasta el piso superior. Mi habitación estaba en la esquina noreste y el viento alisio sopló a través de las ventanas y trajo un poco de fresco. Miré por la ventana sobre los tejados de la parte antigua de la ciudad y al otro lado del puerto y vi al Orizaba salir lentamente por el puerto con todas sus luces encendidas. Estaba cansado de trabajar con tantos pescados y tenía ganas de acostarme. Pero sabía que si me acostaba podría dormirme, así que me senté en la cama y miré por la ventana y vi a los murciélagos cazando y luego, finalmente, me desnudé y me di una ducha, me puse algo de ropa limpia y bajé las escaleras. El señor Josie estaba esperando en la puerta del hotel.

-Debes estar cansado, Ernest -dijo.

-No -mentí.

-Estoy cansado -dijo-. Solo de verte sacar peces. Estuvimos solo dos bajo nuestro récord histórico. Siete y el ojo de un octavo-. Ni al señor Josie ni a mí nos gustaba pensar en el ojo del octavo pez, pero siempre declaramos el registro de esta manera.

Estábamos subiendo por las angostas veredas de la calle Obispo y el señor Josie estaba mirando todas las ventanas iluminadas de las tiendas. Él nunca compró nada hasta que era hora de volver a casa. Pero le gustaba mirar todo lo que estaba en venta. Pasamos las dos últimas tiendas y la taquilla de lotería y abrimos la puerta batiente del viejo Floridita.

-Será mejor que te sientes, Cap -dijo el señor Josie.

-No. Me siento mejor de pie en el bar.

-Cerveza -dijo el señor Josie-. Cerveza alemana. ¿Qué bebes, Cap?

-Daiquiri congelado sin azúcar.

Constante preparó el daiquiri y dejó lo suficiente en la coctelera para dos más. Estaba esperando que el señor Josie sacara el tema. Lo sacó tan pronto como llegó su cerveza.

-Carlos dice que tienen que venir este próximo mes -dijo. Carlos era nuestro compañero cubano y un gran pescador comercial de marlín-. Dice que nunca vio una corriente así y que cuando lleguen serán algo como nunca hemos visto. Dice que tenemos que venir.

-Él también me lo dijo.

-Si quieres probar otro mes, Cap, puedo ahorrar ocho dólares al día y cocinar, en lugar de gastar dinero en sándwiches. Podemos ir a la cala para almorzar y cocinaré allí. Pescamos esos bonitos de rayas onduladas todo el tiempo. Son tan buenos como el atún pequeño. Carlos dice que puede conseguir cosas baratas en el mercado cuando va por el cebo. Luego podremos cenar en el restaurante Perla de San Francisco. Comí bien allí anoche por treinta y cinco centavos.

-No comí anoche y ahorré dinero.

-Tienes que comer, Cap. Tal vez por eso estás un poco cansado hoy.

-Lo sé. ¿Pero estás seguro de que quieres probar otro mes?

-No debería estar amarrado por otro mes. ¿Por qué deberíamos dejarlo cuando los grandes están viniendo?

-¿Hay algo prefieras hacer?

-No. ¿y tú?

-¿Crees que realmente vendrán?

-Carlos dice que tienen que venir.

-Entonces supongamos que enganchamos uno y no podemos manejarlo con el aparejo que tenemos.

-Tenemos que manejarlo. Puedes quedarte con él para siempre si comes bien. Y vamos a comer bien. Entonces he estado pensando en otra cosa.

-¿Qué?

-Si te acuestas temprano y no tienes vida social, puedes despertarte a la luz del día y comenzar a escribir y puedes terminar el trabajo de un día a las ocho en punto. Carlos y yo tendremos todo listo para ir, y tú solo tienes que subir a bordo.

-Bien -dije-. Sin vida social.

-Esa vida social es lo que te desgasta, Cap. Pero no me refiero a nada en absoluto. Solo hazlo los sábados por la noche.

-Bien -dije-. Vida social solo los sábados por la noche. Ahora, ¿qué me sugieres que escriba?

-Eso depende de ti, Cap. No quiero interferir con eso. Siempre lo hiciste bien cuando trabajaste.

-¿Qué te gustaría leer?

-¿Por qué no escribes buenas historias cortas sobre Europa o el oeste o cuando estabas en esa mierda de guerra o ese tipo de cosas? ¿Por qué no escribes sobre cosas que tú y yo sabemos? Escribe algo sobre lo que el Anita ha visto. Podrías poner suficiente vida social para que sea atractiva para todos.

-Me estoy despidiendo de la vida social.

-Claro, Cap. Pero tienes mucho que recordar. Despedirte no te hará daño ahora.

-No -dije yo-. Muchas gracias, señor Josie. Empezaré a trabajar por la mañana.

-Lo que creo que deberíamos hacer antes de comenzar con el nuevo sistema es que comas un filete grande y jugoso esta noche para que estés fuerte mañana y te despiertes queriendo trabajar y estar en forma para pescar. Carlos dice que los grandes pueden venir en cualquier momento. Cap, tienes que estar en tu mejor forma para ellos.

-¿Crees que uno más de estos me haría algún daño?

-Claro que no, Cap. Todo lo que tienen es ron y un poco de jugo de lima y marrasquino. Eso no va a lastimar a un hombre.

En ese momento, dos chicas que conocíamos entraron en el bar. Eran chicas muy bonitas y apenas comenzaban la noche.

-Los pescadores -dijo una en español.

-Los dos grandes pescadores sanos del mar -dijo la otra muchacha.

-SVS -me dijo el señor Josie.

-Sin vida social -confirmé.

-¿Tienes secretos? -preguntó una de las chicas. Era extremadamente bonita y, en su perfil, no se podía ver la leve imperfección donde la mano derecha de algún amigo reciente había estropeado la pureza de la línea de su nariz bastante hermosa.

-Cap y yo estamos hablando de negocios -dijo el señor Josie a las dos chicas, y bajaron al otro extremo del bar-. ¿Ves lo fácil que es? -dijo el señor Josie-. Me encargaré de lo social y todo lo que tienes que hacer es levantarte temprano por la mañana y escribir y estar en forma para pescar. Gran pez. Del tipo que puede superar las mil libras.

-¿Por qué no negociamos? -dije-. Me encargaré de la parte social y te levantarás temprano en la mañana y escribirás y te pondrás en forma para pescar peces grandes que pueden llegar a pesar más de mil libras.

-Me alegraría, Cap -dijo el señor Josie con seriedad-. Pero entre los dos, tú eres el que puede escribir. Eres más joven que yo y estás mejor preparado para manejar el pez. Estoy poniendo el bote a punto, me imagino el deterioro del motor, manejado de la manera en que lo hago yo.

-Lo sé -dije-. También intentaré escribir bien.

-Quiero estar orgulloso de ti -dijo el señor Josie-. Quiero que atrapemos al maldito marlín más grande que jamás haya nadado en el océano y seremos honestos al pesarlo y lo cortaremos y lo entreguemos a la gente pobre que conocemos y ni una sola pieza para ningún maldito policía apaleador en este país.

-Lo haremos.

En ese momento, una de las chicas nos saludó desde el otro extremo del bar. Era una noche lenta y no había nadie más que nosotros en el lugar.

-SVS -dijo el señor Josie.

-SVS -repetí ritualmente.

-Constante -dijo el señor Josie-. Ernesto aquí quiere un mesero. Vamos a pedir un par de filetes grandes y jugosos.

Constante sonrió y levantó el dedo en busca de un camarero.

Cuando pasamos cerca de las chicas para ir al comedor, una de ellas extendió la mano y yo se la estreché y susurré solemnemente en español:

-SVS.

-Dios mío -dijo la otra chica-. Están metidos en política en un año como este.

Estaban impresionadas y un poco asustadas.

Por la mañana, cuando la primera luz del día desde el otro lado de la bahía me despertó, me levanté y comencé a escribir una historia corta que esperaba que le gustara al señor Josie. Tenía el Anita y el paisaje marítimo y las cosas que sabíamos que habían sucedido y traté de sentir el mar y las cosas que vimos, olimos, escuchamos y sentimos cada día. Trabajé en la historia todas las mañanas y pescamos todos los días y atrapamos buenos peces. Entrené duro y capturé todos los peces mientras estaba de pie, en lugar de sentarme en una silla. Y aun así el gran pez no había llegado.

Un día vimos a uno remolcando el bote de un pescador comercial, con la proa del bote hundida y el marlín salpicando como una lancha rápida cada vez que saltaba. Ese se soltó. Otro día, en una tormenta de lluvia, vimos a cuatro hombres tratando de izar a uno, ancho, abismal y de un color púrpura oscuro, en un bote. Ese marlín pesó quinientas libras y luego vi los enormes filetes cortados de él en la losa de mármol del viejo mercado.

Luego, en un día soleado, con una pesada corriente oscura, con el agua tan clara y tan cerca que se podían ver los cardúmenes en la boca del puerto a diez brazas de profundidad, dimos con nuestro primer pez grande a las afueras del Morro. En aquellos días no había estabilizadores ni portacañas y solo me apoyaba en una plataforma ligera, con la esperanza de recoger un pez rey en el canal, cuando este apareciera. Salió en una oleada y su espada parecía un taco de billar acerrado. Detrás, su cabeza se veía enorme y parecía tan ancha como un bote. Luego nos pasó apresuradamente, con el sedal cortando el agua paralela al bote y el carrete vaciándose tan rápido que se puso caliente al tacto. Había cuatrocientas yardas de línea de quince hilos en el carrete y la mitad ya no estaba cuando me metí en la proa del Anita.

Llegué sosteniéndome de los agarres que habíamos construido en el techo de la cabina. Practicamos esta carrera y su escabroso camino sobre la cubierta de la proa hasta donde podías asegurarte contra el tallo de la proa del bote con los pies. Pero nunca lo habíamos practicado con un pez que te pasaba como un tren expreso cuando estás en una estación local, y con un brazo sujetando la caña, que se doblaba y se metía en el trasero, y la otra mano y ambos pies descalzos frenando en la cubierta mientras el pez te arrastraba hacia adelante.

-¡Engánchalo, Josie! -grité-. Se lo está llevando todo.

-Está enganchado, Cap. Ahí va.

Por ahora tenía un pie apoyado contra el tallo de la proa del Anita y la otra pierna contra el ancla de estribor. Carlos me sostenía por la cintura y delante de nosotros el pez estaba saltando. Parecía tan grande como un barril de vino cuando se elevó. El sol brillante se reflejaba sobre su color plateado. Pude ver las amplias franjas moradas a sus costados. Cada vez que saltaba, salpicaba como un caballo que cae de un acantilado y salta y salta y salta. El carrete estaba demasiado caliente para sostenerlo y el núcleo del sedal se estaba volviendo más y más delgado a pesar de que el Anita iba a toda velocidad detrás del pez.

-¿Puedes conseguir que dé más? -grité al señor Josie.

-No en este mundo -dijo-. ¿Qué te queda?

-Casi nada.

-Es grande -dijo Carlos-. Es el marlín más grande que he visto. Si solo se detuviera. Si solo bajara. Luego iríamos rápido hacia él y conseguiremos el sedal.

El pez hizo su primera carrera desde el Castillo del Morro hasta enfrente del Hotel Nacional. Esa es la forma en que nos movimos. Luego, con menos de veinte yardas de sedal en el carrete, se detuvo y corrimos hacia él, recuperando la línea todo el tiempo. Recuerdo que había un barco de Grace Line delante de nosotros con el bote piloto negro yendo hacia él y me preocupaba que pudiéramos estar en su curso cuando pasara. Después recuerdo haberlo visto mientras me tambaleaba y me abría camino volviendo la popa, y veía a la nave aumentar su velocidad. Venía bastante lejos de nosotros y el bote piloto tampoco nos obstaculizaría.

Entonces estaba en la silla y el pez iba para arriba y para abajo y teníamos un tercio de la línea en el carrete. Carlos había vertido agua de mar en el carrete para enfriarlo y derramó un balde de agua sobre mi cabeza y mis hombros.

-¿Cómo estás, Cap? -preguntó el señor Josie.

-Bien.

-¿No te lastimaste en la proa?

-No.

-¿Alguna vez pensaste que había un pez así?

-No.

-Grande . Grande -decía Carlos. Estaba temblando como un perro de caza, un buen perro de caza-. Nunca había visto un pez así. Nunca. Nunca. Nunca.

No lo volvimos a ver en una hora y veinte minutos. La corriente era muy fuerte y nos había llevado hasta el lado opuesto de Cojímar, que estaba a unas seis millas de donde el pez apareció por primera vez. Estaba cansado, pero mis manos y pies estaban en buena forma y ahora me estaba alineando con él con más firmeza, teniendo cuidado de no tirar bruscamente o sacudirlo. Podría moverlo ahora. No era fácil. Pero era posible si mantenías el sedal justo al límite del punto de ruptura.

-Va a venir -dijo Carlos-. A veces los grandes hacen eso y puedes arponearlos mientras todavía están serenos.

-¿Por qué vendría ahora? -pregunté.

-Está perplejo -dijo Carlos-. Y lo estás guiando. No sabe de qué se trata.

-No dejes que se entere -le dije.

-Pesará más de novecientos completo -dijo Carlos.

-Mejor no hables de más -dijo el señor Josie-. ¿No quieres engañarlo de otra forma, Cap?

-No.

Cuando lo vimos, supimos lo grande que era. No podías decir que era aterrador. Pero fue asombroso. Lo vimos lento, tranquilo y casi inmóvil en el agua con sus grandes aletas pectorales como dos largas hojas de guadaña moradas. Luego vio el bote y el sedal se disparó del carrete como si estuviéramos enganchados a un automóvil, y comenzó a saltar hacia el noroeste con el agua que brotaba de él en cada salto.

Tuve que volver a la proa y lo perseguimos hasta que apareció. Esta vez cayó casi enfrente del Morro. Luego volví a la popa de nuevo.

-¿Quieres un trago, Cap? -preguntó el señor Josie.

-No -dije-. Haz que Carlos ponga un poco de aceite en el carrete y no lo derrame y ponme a mí un poco más de agua salada.

-¿De verdad no te puedo dar nada, Cap?

-Dos manos y una espalda nueva -le dije-. El hijo de puta está tan fresco como al principio.

La siguiente vez que lo vimos fue una hora y media después, mucho más allá de Cojímar, y saltó y corrió nuevamente y tuve que ir a la proa mientras lo perseguíamos.

Cuando volví a la popa y pude volver a sentarme, el señor Josie dijo:

-¿Cómo está, Cap?

-Es el mismo de siempre. Pero no sé cuánto va a aguantar la varilla.

La varilla estaba doblada como un arco completamente estirado. Pero ahora, cuando la levanté, no se enderezó como debería.

-Todavía aguanta -dijo Josie-. Puedes quedarte con él para siempre, Cap. ¿Quieres más agua en tu cabeza?

-Ya no -le dije-. Estoy preocupado por la varilla. Su peso le ha quitado la entereza.

Una hora más tarde, el pez volvía firme y bien y estaba haciendo grandes círculos lentos.

-Está cansado -dijo Carlos-. Ahora va a ser fácil. El salto ha llenado sus bolsas de aire y no puede profundizar.

-La vara se ha roto -dije-. No se enderezará en absoluto ahora.

Eso era cierto. La punta de la varilla ahora tocaba la superficie del agua y cuando la elevaba para levantar el pez y enrollar el sedal, la caña no reaccionaba. Ya no era una vara. Era como una proyección del sedal. Todavía era posible ganar unas pulgadas de sedal cada vez que levantaba. Pero eso era todo.

El pez hacía círculos lentos y mientras se movía en la mitad saliente del círculo, sacaba sedal del carrete. En el círculo entrante, yo lo recuperaba. Pero con la caña perdida, no podía manipularlo ni tenía ningún comando sobre él.

-Es malo, Cap -le dije al señor Josie. Nos llamamos Cap indistintamente-. Si él decidiera bajar ahora para morir, nunca lo levantaríamos.

-Carlos dice que está subiendo. Afirma que atrapó tanto aire saltando que no puede profundizar y morir. Dice que esta es la forma en que los grandes siempre actúan al final cuando han saltado mucho. Lo conté saltando treinta y seis veces y tal vez me perdí algunas.

Este fue uno de los discursos más largos que le escuché al señor Josie y estaba impresionado. Justo entonces el pez grande comenzó a descender, descender y descender. Estaba frenando con ambas manos el tambor del carrete y mantenía el sedal casi al punto de corte y sentía que el metal del tambor del carrete giraba lentamente bajo mis dedos.

-¿Cómo está el tiempo? -le pregunté al señor Josie.

-Has estado con él tres horas y cincuenta minutos.

-Pensé que habías dicho que no podía bajar y morir -le dije a Carlos.

-Hemingway, tiene que venir. Sé que tiene que venir.

-Díselo -le dije.

-Dale un poco de agua, Carlos -dijo el señor Josie-. No hables, Cap.

El agua helada se sentía bien y la escupí en mis muñecas y le dije a Carlos que volcara el resto del vaso en mi nuca. El sudor saló mis hombros en lugares donde el arnés los había irritado, pero hacía tanto calor que no sentí el ardor. Era un día de julio y el sol estaba al mediodía.

-Ponle un poco más de agua salada en la cabeza -dijo Josie-. Con una esponja.

Justo entonces el pez dejó de tironear el sedal. Se quedó quieto por un momento, se sentía tan sólido como si yo estuviera enganchado a un muelle de concreto, y luego lentamente se puso en marcha. Recuperé el sedal, manejándolo solo con la muñeca, ya que no había elasticidad en la varilla y estaba tan floja como un sauce llorón.

Cuando el pez estaba a punto de llegar a una braza debajo de la superficie, para que pudiéramos verlo como una larga canoa de rayas moradas con dos grandes alas sobresalientes, comenzó a dar vueltas lentamente. Mantuve toda la tensión que pude sobre él, para tratar de acortar el círculo. Estaba soportando esa firmeza absoluta que indica la resistencia a la rotura de la línea, cuando la varilla se soltó. No se rompió bruscamente o de repente. Simplemente colapsó.

-Corta treinta brazas de sedal de la gran plataforma -le dije a Carlos-. Voy a sostenerlo en círculos y cuando esté viniendo podremos conseguir suficiente sedal para unirla a la línea grande y cambiaré las varillas.

Ya no se trataba de atrapar el pez como una marca mundial o cualquier otro tipo de récord, ya que la varilla estaba rota. Pero ahora era un pez vapuleado y con el equipo pesado deberíamos atraparlo. El único problema era que la vara grande era demasiado rígida para el sedal de quince hilos. Ese era mi problema y tendría que resolverlo.

Carlos estaba quitando sedal blanco de treinta y seis hilos del gran carrete Hardy, midiéndola con los brazos extendidos mientras la sacaba a través de las guías de la vara y la dejaba caer sobre la cubierta. Sostuve el pez todo lo que pude con la varilla inútil y vi a Carlos cortar la línea blanca y pasar un largo trozo a través de las guías.

-Muy bien, Cap -le dije al señor Josie-. Toma este sedal ahora cuando él entre en su círculo y recoge suficiente para que Carlos pueda unir las dos líneas más rápido. Simplemente tómalo con calma.

El pez entró sostenidamente mientras giraba en su círculo y el señor Josie trajo el sedal paso a paso y se lo alcanzó a Carlos, que lo anudó a la línea blanca.

-Las tiene atadas -dijo Josie. Todavía le sobraba alrededor de una yarda de sedal verde de quince hilos y sostenía la línea viva con los dedos mientras el pez llegaba al límite interior de su círculo. Solté las manos de la varilla pequeña, la dejé y tomé la vara grande que Carlos me entregó.

-Corta cuando estés listo -le dije a Carlos. Al señor Josie le dije-: Deja que todo se desarrolle en forma suave y fácil, Cap, y haré un leve, leve arrastre hasta que tengamos la sensación.

Estaba mirando el sedal verde y al gran pez cuando Carlos cortó. Entonces escuché un grito como nunca había escuchado a un ser humano cuerdo. Era como si pudieras destilar toda la desesperación y convertirla en un sonido. Entonces vi el sedal verde que pasaba lentamente por los dedos del señor Josie y luego vi que continuaba hacia abajo, hacia abajo y fuera de la vista. Carlos había cortado el lazo equivocado de los nudos que había hecho. El pez no estaba a la vista.

-Cap -dijo el señor Josie. No se veía muy bien. Miró su reloj-. Cuatro horas y veintidós minutos -dijo.

Bajé a ver a Carlos. Había estado vomitando y le dije que no se sintiera mal, que podía pasarle a cualquiera. Su cara morena estaba desencajada y estaba hablando en voz baja y extraña, así que apenas podía escucharlo.

-Toda mi vida pescando y nunca vi un pez así, y lo hice. He arruinado tu vida y la mía.

-Diablos -le dije-. No debes decir tonterías así. Pescaremos muchos peces más grandes -aunque nunca lo hicimos.

El señor Josie y yo nos sentamos en la popa y dejamos el Anita a la deriva. Era un día encantador en el Golfo, con solo una ligera brisa, y miramos la costa con las pequeñas montañas que se veían detrás. El señor Josie estaba poniendo mercurocromo en mis hombros y mis manos, donde habían estado pegadas a la vara, y en las plantas de mis pies descalzos, donde la piel estaba irritada. Luego hizo dos whisky sours.

-¿Cómo está Carlos? -pregunté.

-Está bastante quebrado. Está acurrucado allí abajo.

-Le dije que no se culpara.

-Por supuesto. Pero está ahí abajo inculpándose.

-¿Te siguen gustando los grandes ahora? -pregunté.

-Es lo único quiero hacer -dijo Josie.

-¿La manejé bien para ti, Cap?

-Claro que sí.

-No. Dime la verdad.

-Se supone que el alquiler termine hoy. Ahora pescaré de gratis, si quieres.

-No.

-Prefiero que así sea. ¿Lo recuerdas yendo hacia el Hotel Nacional como si nada?

-Recuerdo todo sobre él.

-¿Has estado escribiendo bien, Cap? ¿No es demasiado difícil hacerlo temprano en la mañana?

-He estado escribiendo tan bien como puedo.

-Sigue así y todos estarán bien para siempre.

-Quizás no escriba mañana por mañana.

-¿Por qué?

-Mi espalda está mal.

-Tu cabeza está bien, ¿no? No escribes con la espalda.

-Me dolerán las manos.

-Demonios, puedes sostener un lápiz. En la mañana probablemente tendrás ganas de escribir.

Por extraño que parezca, trabajé bien y salimos del puerto a las ocho en punto y fue otro día perfecto, con solo una ligera brisa y la corriente cerca del Castillo del Morro, como lo había sido el día anterior. Ese día no sacamos ningún aparejo ligero cuando tocamos el agua clara. Lo habíamos hecho con demasiada frecuencia. Encarné una gran caballa, que pesaba alrededor de cuatro libras, con el equipo más grande que teníamos. Era la pesada caña Hardy y el carrete con el sedal blanco de treinta y seis hilos. Carlos había vuelto a unir las treinta brazas de sedal que había quitado el día anterior y el carrete de cinco pulgadas estaba lleno. El único problema era que la vara era demasiado rígida. En la pesca de caza mayor, una caña demasiado rígida mata al pescador, mientras que una caña que se dobla correctamente mata al pez.

Carlos solo hablaba cuando le hablaban y todavía estaba triste. No podía expresar mi pena porque me dolía demasiado y el señor Josie nunca fue un hombre sensible.

-Todo lo que ha estado haciendo durante la mañana es sacudir su maldita cabeza -dijo-. No va a traer ningún pez de vuelta de esa manera.

-¿Cómo te sientes, Cap? -pregunté.

-Me siento bien -dijo Josie-. Fui a la ciudad anoche, me senté y escuché a esa orquesta de señoritas en la plaza, bebí unas botellas de cerveza y luego fui al negocio de Donovan. Allí había un infierno.

-¿Qué clase de infierno?

-No un buen infierno. Malo. Cap, me alegro de que no estuvieras.

-Cuéntame sobre eso -dije, sosteniendo la vara hacia un lado y bien alta para que la gran caballa saltara al borde de la estela. Carlos había girado al Anita para seguir el margen de la corriente más allá de la fortaleza de Cabañas. El cilindro blanco del señuelo saltaba y rebotaba a toda velocidad y el señor Josie se había acomodado en su silla y estaba preparando otro gran cebo de caballa a su lado de la popa.

-En Donovan’s había un hombre que afirmaba que era capitán de la policía secreta. Dijo que le gustaba mi cara y que mataría a cualquier hombre en el lugar por mí como regalo. Traté de calmarlo. Pero dijo que le caía bien y que quería matar a alguien para demostrarlo. Era uno de esos policías especiales de Machado. Esos policías golpeadores.

-Los conozco.

-Supongo que sí, Cap. De todos modos, me alegro de que no estuvieras allí.

-¿Qué hizo?

-Seguía queriendo matar a alguien para mostrar cuánto yo le gustaba y yo le decía que no era necesario y que solo tomara un trago y se olvidara de eso. Así que se calmaba un poco y luego quería matar a alguien otra vez.

-Debe haber sido un buen tipo.

-Cap, no valía nada. Traté de contarle sobre el pez para distraerlo. Pero él dijo: “Mierda con tu pez. Nunca tuviste ningún pez. ¿Sabes?” Entonces dije: “Bien, a la mierda con el pez. Vamos a conformarnos con eso y tú y yo nos iremos a casa”. “Mierda irme a casa”, dijo. “Voy a matar a alguien por ti como regalo y a la mierda con el pez. No hubo ningún pez. ¿Lo has entendido bien?” Entonces le di las buenas noches, Cap, y le di mi dinero a Donovan y este policía lo tiró al suelo y lo pisó. “No vas a tu casa un carajo”, dijo. “Eres mi amigo y te vas a quedar aquí”. Entonces le di las buenas noches y le dije a Donovan: “Donovan, lamento que tu dinero esté en el piso”. No sabía qué intentaría hacer este policía y no me importaba. Me estaba yendo a casa. Tan pronto como intento irme, este policía saca su arma y comienza a aporrear a un pobre gallego que estaba allí bebiendo una cerveza y que nunca había abierto la boca en toda la noche. Nadie le hizo nada al policía. Yo tampoco. Estoy avergonzado, Cap.

-No te va a durar mucho -dije.

-Lo sé. Porque no puede. Pero lo que menos me gustó fue que el policía dijera que le gustaba mi cara. ¿Qué carajo tengo, Cap, que un policía así diría que le gustó?

También me gustaba mucho la cara del señor Josie. Me gustaba más que la cara de casi todos los que conocía. Me tomó mucho tiempo apreciarla porque era una cara que no había sido esculpida para un éxito rápido o fácil. Se había formado en el mar, en el lado provechoso de los bares, jugando a las cartas con otros jugadores, y en negocios de gran riesgo concebidos y emprendidos con inteligencia fría y exacta. Ninguna parte de la cara era hermosa, excepto los ojos, que eran de un azul más claro y extraño que el Mediterráneo en su día más brillante y claro. Los ojos eran maravillosos y la cara ciertamente no era hermosa y ahora parecía cuero ampollado.

-Tienes una buena cara, Cap -le dije-. Probablemente lo único bueno de ese hijo de puta es que podía verlo.

-Bueno, me voy a quedar fuera de las barras hasta que este negocio termine -dijo Josie-. Sentarse allí en la plaza con la orquesta de señoritas y esa chica que canta, estuvo bien y maravilloso. ¿Cómo te sientes realmente, Cap?

-Me siento bastante mal -le dije.

-¿Te hizo daño en la barriga? Siempre estaba preocupado cuando estabas en la proa.

-No -dije-. Es en las raíces de la espalda.

-Las manos y los pies no equivalen a gran cosa y ya vendé el arnés -dijo Josie-. No te va a rozar tanto ahora. ¿Realmente trabajaste bien, Cap?

-Claro -dije-. Es un hábito infernal para entrar y es casi tan difícil salir.

-Sé que un hábito es algo malo -dijo Josie-. Y el trabajo probablemente mata a más personas que cualquier otro hábito. Pero cuando tú lo haces, no te importa nada más.

Miré a la orilla y estábamos lejos de un horno de cal, cerca de la playa donde el agua era muy profunda y la Corriente del Golfo casi llegaba a la orilla. Había un poco de humo saliendo del horno y pude ver el polvo de un camión moviéndose a lo largo del camino de roca en la orilla. Algunas aves estaban trabajando sobre un trozo de cebo. Entonces escuché a Carlos gritar:

-¡Marlín! ¡Marlín!

Todos lo vimos al mismo tiempo. Estaba muy oscuro en el agua y, mientras lo observaba, su espada salió del agua detrás de la gran caballa. Era un pico feo, redondo, grueso y corto, y el pez detrás del pico se acrecentaba bajo la superficie.

-¡Qué se quede con ella! -gritó Carlos-. La tiene en la boca.

El señor Josie estaba recogiendo el anzuelo con el cebo y yo esperaba la tensión que significaría que el marlín realmente se había llevado la caballa.

 

FIN

 

Pursuit as Happiness

Ernest Hemingway

tradución de Paloma Alonso y Fernando Alonso

The New Yorker

1 de junio 2020