La búsqueda como felicidad
“Ese año habíamos planeado
pescar marlín en la costa cubana durante un mes. El mes comenzó el 10 de abril
y para el 10 de mayo teníamos veinticinco marlines y el alquiler del bote se había
terminado. Lo que habría hecho entonces habría sido comprar algunos regalos
para llevarlos a Key West y llenar el
Anita con un poco más de la costosa gasolina cubana de lo necesario para
cruzar, obtener la autorización y volver a casa. Pero el pez grande todavía no
se había mostrado.
-¿Quieres probar otro mes, Cap?
-preguntó el señor Josie. Él era dueño del Anita y lo alquilaba por diez
dólares al día. El precio estándar del contrato era de treinta y cinco por
día-. Si quieres quedarte, puedo reducirla a nueve dólares.
-¿Dónde obtendríamos los nueve
dólares?
-Me pagas cuando lo tengas.
Tienes un buen crédito con la Standard
Oil Company en Belot al otro lado de la bahía, y cuando recibamos la
cuenta, puedo pagarles con el dinero del alquiler del mes pasado. Si tenemos
mal tiempo, puedes escribir algo.
-Está bien -dije, y pescamos
otro mes. Para entonces teníamos cuarenta y dos marlines y todavía no habían
llegado los grandes. Había una corriente oscura y pesada cerca del Morro, a
veces había acres de carnada, y peces voladores que salían de debajo de la proa
y pájaros que trabajaban todo el tiempo. Pero no habíamos pescado a ninguno de
los enormes marlines, aunque atrapábamos o perdíamos marlines blancos todos los
días, incluso un día atrapé cinco.
Fuimos muy populares a lo largo
de la costa porque fileteamos a todos nuestros pescados y los regalamos, y
cuando pasamos por el Castillo del Morro y subimos por el canal hacia los
muelles de San Francisco con una bandera de marlín izada, pudimos ver a la multitud
comenzar a correr hacia los muelles. El pescado valía entre ocho y doce
centavos por libra ese año para un pescador, el doble en el mercado. El día que
entramos con cinco banderas, la policía tuvo que cargar contra la multitud con
palos. Fue feo y malo. Pero ese fue un año feo y malo en tierra.
-La maldita policía que espanta
a nuestros clientes habituales y consigue todos los pescados -dijo Josie-. Al
diablo contigo -le dijo a un policía que estaba buscando un trozo de marlín de
diez libras-. Nunca había visto una cara tan fea. ¿Cuál es tu nombre?
El policía le dio su nombre.
-¿Está en el libro de
compromisos, Cap?
-No.
El libro de compromisos era
donde escribimos los nombres de las personas a quienes les habíamos prometido
pescado.
-Escríbelo en el libro de
compromisos para la próxima semana por una pequeña pieza, Cap -dijo Josie-.
Ahora, policía, vete de aquí y golpea a alguien que no sea amigo nuestro. He
visto suficientes malditos policías en mi vida. Sigue. Coge el garrote y la
pistola y sal del muelle a menos que seas un policía de muelle.
Finalmente, el pescado fue
fileteado y repartido según el libro y el libro estaba lleno de promesas para
la próxima semana.
-Tú ve hasta Ambos Mundos y
lávate, Cap. Dúchate y te veré allí. Luego podemos ir al Floridita y hablar de
algunas cosas. Ese policía me alteró los nervios.
-Tú vienes y te duchas también.
-No. Puedo limpiarme bien aquí.
No sudé tanto como tú lo hiciste hoy.
Así que caminé por la calle
adoquinada que era un acceso directo al Hotel Ambos Mundos y verifiqué si tenía
algún correo en el escritorio y luego subí en el ascensor hasta el piso
superior. Mi habitación estaba en la esquina noreste y el viento alisio sopló a
través de las ventanas y trajo un poco de fresco. Miré por la ventana sobre los
tejados de la parte antigua de la ciudad y al otro lado del puerto y vi al
Orizaba salir lentamente por el puerto con todas sus luces encendidas. Estaba
cansado de trabajar con tantos pescados y tenía ganas de acostarme. Pero sabía
que si me acostaba podría dormirme, así que me senté en la cama y miré por la
ventana y vi a los murciélagos cazando y luego, finalmente, me desnudé y me di
una ducha, me puse algo de ropa limpia y bajé las escaleras. El señor Josie
estaba esperando en la puerta del hotel.
-Debes estar cansado, Ernest
-dijo.
-No -mentí.
-Estoy cansado -dijo-. Solo de
verte sacar peces. Estuvimos solo dos bajo nuestro récord histórico. Siete y el
ojo de un octavo-. Ni al señor Josie ni a mí nos gustaba pensar en el ojo del
octavo pez, pero siempre declaramos el registro de esta manera.
Estábamos subiendo por las
angostas veredas de la calle Obispo y el señor Josie estaba mirando todas las
ventanas iluminadas de las tiendas. Él nunca compró nada hasta que era hora de
volver a casa. Pero le gustaba mirar todo lo que estaba en venta. Pasamos las
dos últimas tiendas y la taquilla de lotería y abrimos la puerta batiente del
viejo Floridita.
-Será mejor que te sientes, Cap
-dijo el señor Josie.
-No. Me siento mejor de pie en
el bar.
-Cerveza -dijo el señor Josie-.
Cerveza alemana. ¿Qué bebes, Cap?
-Daiquiri congelado sin azúcar.
Constante preparó el daiquiri y
dejó lo suficiente en la coctelera para dos más. Estaba esperando que el señor
Josie sacara el tema. Lo sacó tan pronto como llegó su cerveza.
-Carlos dice que tienen que
venir este próximo mes -dijo. Carlos era nuestro compañero cubano y un gran
pescador comercial de marlín-. Dice que nunca vio una corriente así y que
cuando lleguen serán algo como nunca hemos visto. Dice que tenemos que venir.
-Él también me lo dijo.
-Si quieres probar otro mes,
Cap, puedo ahorrar ocho dólares al día y cocinar, en lugar de gastar dinero en
sándwiches. Podemos ir a la cala para almorzar y cocinaré allí. Pescamos esos
bonitos de rayas onduladas todo el tiempo. Son tan buenos como el atún pequeño.
Carlos dice que puede conseguir cosas baratas en el mercado cuando va por el
cebo. Luego podremos cenar en el restaurante Perla de San Francisco. Comí bien
allí anoche por treinta y cinco centavos.
-No comí anoche y ahorré dinero.
-Tienes que comer, Cap. Tal vez
por eso estás un poco cansado hoy.
-Lo sé. ¿Pero estás seguro de
que quieres probar otro mes?
-No debería estar amarrado por
otro mes. ¿Por qué deberíamos dejarlo cuando los grandes están viniendo?
-¿Hay algo prefieras hacer?
-No. ¿y tú?
-¿Crees que realmente vendrán?
-Carlos dice que tienen que
venir.
-Entonces supongamos que
enganchamos uno y no podemos manejarlo con el aparejo que tenemos.
-Tenemos que manejarlo. Puedes
quedarte con él para siempre si comes bien. Y vamos a comer bien. Entonces he
estado pensando en otra cosa.
-¿Qué?
-Si te acuestas temprano y no
tienes vida social, puedes despertarte a la luz del día y comenzar a escribir y
puedes terminar el trabajo de un día a las ocho en punto. Carlos y yo tendremos
todo listo para ir, y tú solo tienes que subir a bordo.
-Bien -dije-. Sin vida social.
-Esa vida social es lo que te
desgasta, Cap. Pero no me refiero a nada en absoluto. Solo hazlo los sábados
por la noche.
-Bien -dije-. Vida social solo
los sábados por la noche. Ahora, ¿qué me sugieres que escriba?
-Eso depende de ti, Cap. No
quiero interferir con eso. Siempre lo hiciste bien cuando trabajaste.
-¿Qué te gustaría leer?
-¿Por qué no escribes buenas
historias cortas sobre Europa o el oeste o cuando estabas en esa mierda de
guerra o ese tipo de cosas? ¿Por qué no escribes sobre cosas que tú y yo
sabemos? Escribe algo sobre lo que el Anita ha visto. Podrías poner suficiente
vida social para que sea atractiva para todos.
-Me estoy despidiendo de la vida
social.
-Claro, Cap. Pero tienes mucho
que recordar. Despedirte no te hará daño ahora.
-No -dije yo-. Muchas gracias,
señor Josie. Empezaré a trabajar por la mañana.
-Lo que creo que deberíamos
hacer antes de comenzar con el nuevo sistema es que comas un filete grande y
jugoso esta noche para que estés fuerte mañana y te despiertes queriendo
trabajar y estar en forma para pescar. Carlos dice que los grandes pueden venir
en cualquier momento. Cap, tienes que estar en tu mejor forma para ellos.
-¿Crees que uno más de estos me
haría algún daño?
-Claro que no, Cap. Todo lo que
tienen es ron y un poco de jugo de lima y marrasquino. Eso no va a lastimar a
un hombre.
En ese momento, dos chicas que
conocíamos entraron en el bar. Eran chicas muy bonitas y apenas comenzaban la
noche.
-Los pescadores -dijo una en
español.
-Los dos grandes pescadores
sanos del mar -dijo la otra muchacha.
-SVS -me dijo el señor Josie.
-Sin vida social -confirmé.
-¿Tienes secretos? -preguntó una
de las chicas. Era extremadamente bonita y, en su perfil, no se podía ver la
leve imperfección donde la mano derecha de algún amigo reciente había
estropeado la pureza de la línea de su nariz bastante hermosa.
-Cap y yo estamos hablando de
negocios -dijo el señor Josie a las dos chicas, y bajaron al otro extremo del
bar-. ¿Ves lo fácil que es? -dijo el señor Josie-. Me encargaré de lo social y
todo lo que tienes que hacer es levantarte temprano por la mañana y escribir y estar
en forma para pescar. Gran pez. Del tipo que puede superar las mil libras.
-¿Por qué no negociamos? -dije-.
Me encargaré de la parte social y te levantarás temprano en la mañana y
escribirás y te pondrás en forma para pescar peces grandes que pueden llegar a
pesar más de mil libras.
-Me alegraría, Cap -dijo el
señor Josie con seriedad-. Pero entre los dos, tú eres el que puede escribir.
Eres más joven que yo y estás mejor preparado para manejar el pez. Estoy
poniendo el bote a punto, me imagino el deterioro del motor, manejado de la
manera en que lo hago yo.
-Lo sé -dije-. También intentaré
escribir bien.
-Quiero estar orgulloso de ti
-dijo el señor Josie-. Quiero que atrapemos al maldito marlín más grande que
jamás haya nadado en el océano y seremos honestos al pesarlo y lo cortaremos y
lo entreguemos a la gente pobre que conocemos y ni una sola pieza para ningún
maldito policía apaleador en este país.
-Lo haremos.
En ese momento, una de las
chicas nos saludó desde el otro extremo del bar. Era una noche lenta y no había
nadie más que nosotros en el lugar.
-SVS -dijo el señor Josie.
-SVS -repetí ritualmente.
-Constante -dijo el señor
Josie-. Ernesto aquí quiere un mesero. Vamos a pedir un par de filetes grandes
y jugosos.
Constante sonrió y levantó el
dedo en busca de un camarero.
Cuando pasamos cerca de las
chicas para ir al comedor, una de ellas extendió la mano y yo se la estreché y
susurré solemnemente en español:
-SVS.
-Dios mío -dijo la otra chica-.
Están metidos en política en un año como este.
Estaban impresionadas y un poco
asustadas.
Por la mañana, cuando la primera
luz del día desde el otro lado de la bahía me despertó, me levanté y comencé a
escribir una historia corta que esperaba que le gustara al señor Josie. Tenía
el Anita y el paisaje marítimo y las cosas que sabíamos que habían sucedido y
traté de sentir el mar y las cosas que vimos, olimos, escuchamos y sentimos
cada día. Trabajé en la historia todas las mañanas y pescamos todos los días y
atrapamos buenos peces. Entrené duro y capturé todos los peces mientras estaba
de pie, en lugar de sentarme en una silla. Y aun así el gran pez no había
llegado.
Un día vimos a uno remolcando el
bote de un pescador comercial, con la proa del bote hundida y el marlín
salpicando como una lancha rápida cada vez que saltaba. Ese se soltó. Otro día,
en una tormenta de lluvia, vimos a cuatro hombres tratando de izar a uno,
ancho, abismal y de un color púrpura oscuro, en un bote. Ese marlín pesó
quinientas libras y luego vi los enormes filetes cortados de él en la losa de
mármol del viejo mercado.
Luego, en un día soleado, con
una pesada corriente oscura, con el agua tan clara y tan cerca que se podían
ver los cardúmenes en la boca del puerto a diez brazas de profundidad, dimos
con nuestro primer pez grande a las afueras del Morro. En aquellos días no
había estabilizadores ni portacañas y solo me apoyaba en una plataforma ligera,
con la esperanza de recoger un pez rey en el canal, cuando este apareciera.
Salió en una oleada y su espada parecía un taco de billar acerrado. Detrás, su
cabeza se veía enorme y parecía tan ancha como un bote. Luego nos pasó
apresuradamente, con el sedal cortando el agua paralela al bote y el carrete vaciándose
tan rápido que se puso caliente al tacto. Había cuatrocientas yardas de línea
de quince hilos en el carrete y la mitad ya no estaba cuando me metí en la proa
del Anita.
Llegué sosteniéndome de los
agarres que habíamos construido en el techo de la cabina. Practicamos esta
carrera y su escabroso camino sobre la cubierta de la proa hasta donde podías
asegurarte contra el tallo de la proa del bote con los pies. Pero nunca lo
habíamos practicado con un pez que te pasaba como un tren expreso cuando estás
en una estación local, y con un brazo sujetando la caña, que se doblaba y se
metía en el trasero, y la otra mano y ambos pies descalzos frenando en la
cubierta mientras el pez te arrastraba hacia adelante.
-¡Engánchalo, Josie! -grité-. Se
lo está llevando todo.
-Está enganchado, Cap. Ahí va.
Por ahora tenía un pie apoyado
contra el tallo de la proa del Anita y la otra pierna contra el ancla de
estribor. Carlos me sostenía por la cintura y delante de nosotros el pez estaba
saltando. Parecía tan grande como un barril de vino cuando se elevó. El sol
brillante se reflejaba sobre su color plateado. Pude ver las amplias franjas
moradas a sus costados. Cada vez que saltaba, salpicaba como un caballo que cae
de un acantilado y salta y salta y salta. El carrete estaba demasiado caliente
para sostenerlo y el núcleo del sedal se estaba volviendo más y más delgado a
pesar de que el Anita iba a toda velocidad detrás del pez.
-¿Puedes conseguir que dé más?
-grité al señor Josie.
-No en este mundo -dijo-. ¿Qué
te queda?
-Casi nada.
-Es grande -dijo Carlos-. Es el
marlín más grande que he visto. Si solo se detuviera. Si solo bajara. Luego
iríamos rápido hacia él y conseguiremos el sedal.
El pez hizo su primera carrera
desde el Castillo del Morro hasta enfrente del Hotel Nacional. Esa es la forma
en que nos movimos. Luego, con menos de veinte yardas de sedal en el carrete,
se detuvo y corrimos hacia él, recuperando la línea todo el tiempo. Recuerdo
que había un barco de Grace Line delante de nosotros con el bote piloto negro
yendo hacia él y me preocupaba que pudiéramos estar en su curso cuando pasara.
Después recuerdo haberlo visto mientras me tambaleaba y me abría camino
volviendo la popa, y veía a la nave aumentar su velocidad. Venía bastante lejos
de nosotros y el bote piloto tampoco nos obstaculizaría.
Entonces estaba en la silla y el
pez iba para arriba y para abajo y teníamos un tercio de la línea en el
carrete. Carlos había vertido agua de mar en el carrete para enfriarlo y
derramó un balde de agua sobre mi cabeza y mis hombros.
-¿Cómo estás, Cap? -preguntó el
señor Josie.
-Bien.
-¿No te lastimaste en la proa?
-No.
-¿Alguna vez pensaste que había
un pez así?
-No.
-Grande . Grande -decía Carlos.
Estaba temblando como un perro de caza, un buen perro de caza-. Nunca había
visto un pez así. Nunca. Nunca. Nunca.
No lo volvimos a ver en una hora
y veinte minutos. La corriente era muy fuerte y nos había llevado hasta el lado
opuesto de Cojímar, que estaba a unas seis millas de donde el pez apareció por
primera vez. Estaba cansado, pero mis manos y pies estaban en buena forma y
ahora me estaba alineando con él con más firmeza, teniendo cuidado de no tirar
bruscamente o sacudirlo. Podría moverlo ahora. No era fácil. Pero era posible
si mantenías el sedal justo al límite del punto de ruptura.
-Va a venir -dijo Carlos-. A
veces los grandes hacen eso y puedes arponearlos mientras todavía están
serenos.
-¿Por qué vendría ahora?
-pregunté.
-Está perplejo -dijo Carlos-. Y
lo estás guiando. No sabe de qué se trata.
-No dejes que se entere -le
dije.
-Pesará más de novecientos
completo -dijo Carlos.
-Mejor no hables de más -dijo el
señor Josie-. ¿No quieres engañarlo de otra forma, Cap?
-No.
Cuando lo vimos, supimos lo
grande que era. No podías decir que era aterrador. Pero fue asombroso. Lo vimos
lento, tranquilo y casi inmóvil en el agua con sus grandes aletas pectorales
como dos largas hojas de guadaña moradas. Luego vio el bote y el sedal se
disparó del carrete como si estuviéramos enganchados a un automóvil, y comenzó
a saltar hacia el noroeste con el agua que brotaba de él en cada salto.
Tuve que volver a la proa y lo
perseguimos hasta que apareció. Esta vez cayó casi enfrente del Morro. Luego
volví a la popa de nuevo.
-¿Quieres un trago, Cap?
-preguntó el señor Josie.
-No -dije-. Haz que Carlos ponga
un poco de aceite en el carrete y no lo derrame y ponme a mí un poco más de
agua salada.
-¿De verdad no te puedo dar
nada, Cap?
-Dos manos y una espalda nueva
-le dije-. El hijo de puta está tan fresco como al principio.
La siguiente vez que lo vimos
fue una hora y media después, mucho más allá de Cojímar, y saltó y corrió
nuevamente y tuve que ir a la proa mientras lo perseguíamos.
Cuando volví a la popa y pude
volver a sentarme, el señor Josie dijo:
-¿Cómo está, Cap?
-Es el mismo de siempre. Pero no
sé cuánto va a aguantar la varilla.
La varilla estaba doblada como
un arco completamente estirado. Pero ahora, cuando la levanté, no se enderezó
como debería.
-Todavía aguanta -dijo Josie-.
Puedes quedarte con él para siempre, Cap. ¿Quieres más agua en tu cabeza?
-Ya no -le dije-. Estoy
preocupado por la varilla. Su peso le ha quitado la entereza.
Una hora más tarde, el pez
volvía firme y bien y estaba haciendo grandes círculos lentos.
-Está cansado -dijo Carlos-.
Ahora va a ser fácil. El salto ha llenado sus bolsas de aire y no puede
profundizar.
-La vara se ha roto -dije-. No
se enderezará en absoluto ahora.
Eso era cierto. La punta de la
varilla ahora tocaba la superficie del agua y cuando la elevaba para levantar
el pez y enrollar el sedal, la caña no reaccionaba. Ya no era una vara. Era
como una proyección del sedal. Todavía era posible ganar unas pulgadas de sedal
cada vez que levantaba. Pero eso era todo.
El pez hacía círculos lentos y
mientras se movía en la mitad saliente del círculo, sacaba sedal del carrete.
En el círculo entrante, yo lo recuperaba. Pero con la caña perdida, no podía manipularlo
ni tenía ningún comando sobre él.
-Es malo, Cap -le dije al señor
Josie. Nos llamamos Cap indistintamente-. Si él decidiera bajar ahora para
morir, nunca lo levantaríamos.
-Carlos dice que está subiendo.
Afirma que atrapó tanto aire saltando que no puede profundizar y morir. Dice
que esta es la forma en que los grandes siempre actúan al final cuando han
saltado mucho. Lo conté saltando treinta y seis veces y tal vez me perdí
algunas.
Este fue uno de los discursos
más largos que le escuché al señor Josie y estaba impresionado. Justo entonces
el pez grande comenzó a descender, descender y descender. Estaba frenando con
ambas manos el tambor del carrete y mantenía el sedal casi al punto de corte y
sentía que el metal del tambor del carrete giraba lentamente bajo mis dedos.
-¿Cómo está el tiempo? -le
pregunté al señor Josie.
-Has estado con él tres horas y
cincuenta minutos.
-Pensé que habías dicho que no
podía bajar y morir -le dije a Carlos.
-Hemingway, tiene que venir. Sé
que tiene que venir.
-Díselo -le dije.
-Dale un poco de agua, Carlos
-dijo el señor Josie-. No hables, Cap.
El agua helada se sentía bien y
la escupí en mis muñecas y le dije a Carlos que volcara el resto del vaso en mi
nuca. El sudor saló mis hombros en lugares donde el arnés los había irritado,
pero hacía tanto calor que no sentí el ardor. Era un día de julio y el sol
estaba al mediodía.
-Ponle un poco más de agua
salada en la cabeza -dijo Josie-. Con una esponja.
Justo entonces el pez dejó de
tironear el sedal. Se quedó quieto por un momento, se sentía tan sólido como si
yo estuviera enganchado a un muelle de concreto, y luego lentamente se puso en
marcha. Recuperé el sedal, manejándolo solo con la muñeca, ya que no había
elasticidad en la varilla y estaba tan floja como un sauce llorón.
Cuando el pez estaba a punto de
llegar a una braza debajo de la superficie, para que pudiéramos verlo como una
larga canoa de rayas moradas con dos grandes alas sobresalientes, comenzó a dar
vueltas lentamente. Mantuve toda la tensión que pude sobre él, para tratar de
acortar el círculo. Estaba soportando esa firmeza absoluta que indica la
resistencia a la rotura de la línea, cuando la varilla se soltó. No se rompió
bruscamente o de repente. Simplemente colapsó.
-Corta treinta brazas de sedal
de la gran plataforma -le dije a Carlos-. Voy a sostenerlo en círculos y cuando
esté viniendo podremos conseguir suficiente sedal para unirla a la línea grande
y cambiaré las varillas.
Ya no se trataba de atrapar el
pez como una marca mundial o cualquier otro tipo de récord, ya que la varilla
estaba rota. Pero ahora era un pez vapuleado y con el equipo pesado deberíamos
atraparlo. El único problema era que la vara grande era demasiado rígida para
el sedal de quince hilos. Ese era mi problema y tendría que resolverlo.
Carlos estaba quitando sedal
blanco de treinta y seis hilos del gran carrete Hardy, midiéndola con los
brazos extendidos mientras la sacaba a través de las guías de la vara y la
dejaba caer sobre la cubierta. Sostuve el pez todo lo que pude con la varilla
inútil y vi a Carlos cortar la línea blanca y pasar un largo trozo a través de
las guías.
-Muy bien, Cap -le dije al señor
Josie-. Toma este sedal ahora cuando él entre en su círculo y recoge suficiente
para que Carlos pueda unir las dos líneas más rápido. Simplemente tómalo con
calma.
El pez entró sostenidamente
mientras giraba en su círculo y el señor Josie trajo el sedal paso a paso y se
lo alcanzó a Carlos, que lo anudó a la línea blanca.
-Las tiene atadas -dijo Josie.
Todavía le sobraba alrededor de una yarda de sedal verde de quince hilos y
sostenía la línea viva con los dedos mientras el pez llegaba al límite interior
de su círculo. Solté las manos de la varilla pequeña, la dejé y tomé la vara
grande que Carlos me entregó.
-Corta cuando estés listo -le
dije a Carlos. Al señor Josie le dije-: Deja que todo se desarrolle en forma
suave y fácil, Cap, y haré un leve, leve arrastre hasta que tengamos la
sensación.
Estaba mirando el sedal verde y
al gran pez cuando Carlos cortó. Entonces escuché un grito como nunca había
escuchado a un ser humano cuerdo. Era como si pudieras destilar toda la
desesperación y convertirla en un sonido. Entonces vi el sedal verde que pasaba
lentamente por los dedos del señor Josie y luego vi que continuaba hacia abajo,
hacia abajo y fuera de la vista. Carlos había cortado el lazo equivocado de los
nudos que había hecho. El pez no estaba a la vista.
-Cap -dijo el señor Josie. No se
veía muy bien. Miró su reloj-. Cuatro horas y veintidós minutos -dijo.
Bajé a ver a Carlos. Había
estado vomitando y le dije que no se sintiera mal, que podía pasarle a
cualquiera. Su cara morena estaba desencajada y estaba hablando en voz baja y
extraña, así que apenas podía escucharlo.
-Toda mi vida pescando y nunca
vi un pez así, y lo hice. He arruinado tu vida y la mía.
-Diablos -le dije-. No debes
decir tonterías así. Pescaremos muchos peces más grandes -aunque nunca lo
hicimos.
El señor Josie y yo nos sentamos
en la popa y dejamos el Anita a la deriva. Era un día encantador en el Golfo,
con solo una ligera brisa, y miramos la costa con las pequeñas montañas que se
veían detrás. El señor Josie estaba poniendo mercurocromo en mis hombros y mis
manos, donde habían estado pegadas a la vara, y en las plantas de mis pies descalzos,
donde la piel estaba irritada. Luego hizo dos whisky sours.
-¿Cómo está Carlos? -pregunté.
-Está bastante quebrado. Está
acurrucado allí abajo.
-Le dije que no se culpara.
-Por supuesto. Pero está ahí
abajo inculpándose.
-¿Te siguen gustando los grandes
ahora? -pregunté.
-Es lo único quiero hacer -dijo
Josie.
-¿La manejé bien para ti, Cap?
-Claro que sí.
-No. Dime la verdad.
-Se supone que el alquiler
termine hoy. Ahora pescaré de gratis, si quieres.
-No.
-Prefiero que así sea. ¿Lo
recuerdas yendo hacia el Hotel Nacional como si nada?
-Recuerdo todo sobre él.
-¿Has estado escribiendo bien,
Cap? ¿No es demasiado difícil hacerlo temprano en la mañana?
-He estado escribiendo tan bien
como puedo.
-Sigue así y todos estarán bien
para siempre.
-Quizás no escriba mañana por
mañana.
-¿Por qué?
-Mi espalda está mal.
-Tu cabeza está bien, ¿no? No
escribes con la espalda.
-Me dolerán las manos.
-Demonios, puedes sostener un
lápiz. En la mañana probablemente tendrás ganas de escribir.
Por extraño que parezca, trabajé
bien y salimos del puerto a las ocho en punto y fue otro día perfecto, con solo
una ligera brisa y la corriente cerca del Castillo del Morro, como lo había
sido el día anterior. Ese día no sacamos ningún aparejo ligero cuando tocamos
el agua clara. Lo habíamos hecho con demasiada frecuencia. Encarné una gran
caballa, que pesaba alrededor de cuatro libras, con el equipo más grande que
teníamos. Era la pesada caña Hardy y el carrete con el sedal blanco de treinta
y seis hilos. Carlos había vuelto a unir las treinta brazas de sedal que había
quitado el día anterior y el carrete de cinco pulgadas estaba lleno. El único
problema era que la vara era demasiado rígida. En la pesca de caza mayor, una
caña demasiado rígida mata al pescador, mientras que una caña que se dobla
correctamente mata al pez.
Carlos solo hablaba cuando le
hablaban y todavía estaba triste. No podía expresar mi pena porque me dolía
demasiado y el señor Josie nunca fue un hombre sensible.
-Todo lo que ha estado haciendo
durante la mañana es sacudir su maldita cabeza -dijo-. No va a traer ningún pez
de vuelta de esa manera.
-¿Cómo te sientes, Cap?
-pregunté.
-Me siento bien -dijo Josie-.
Fui a la ciudad anoche, me senté y escuché a esa orquesta de señoritas en la
plaza, bebí unas botellas de cerveza y luego fui al negocio de Donovan. Allí
había un infierno.
-¿Qué clase de infierno?
-No un buen infierno. Malo. Cap,
me alegro de que no estuvieras.
-Cuéntame sobre eso -dije,
sosteniendo la vara hacia un lado y bien alta para que la gran caballa saltara
al borde de la estela. Carlos había girado al Anita para seguir el margen de la
corriente más allá de la fortaleza de Cabañas. El cilindro blanco del señuelo
saltaba y rebotaba a toda velocidad y el señor Josie se había acomodado en su
silla y estaba preparando otro gran cebo de caballa a su lado de la popa.
-En Donovan’s había un hombre
que afirmaba que era capitán de la policía secreta. Dijo que le gustaba mi cara
y que mataría a cualquier hombre en el lugar por mí como regalo. Traté de
calmarlo. Pero dijo que le caía bien y que quería matar a alguien para
demostrarlo. Era uno de esos policías especiales de Machado. Esos policías
golpeadores.
-Los conozco.
-Supongo que sí, Cap. De todos
modos, me alegro de que no estuvieras allí.
-¿Qué hizo?
-Seguía queriendo matar a
alguien para mostrar cuánto yo le gustaba y yo le decía que no era necesario y
que solo tomara un trago y se olvidara de eso. Así que se calmaba un poco y
luego quería matar a alguien otra vez.
-Debe haber sido un buen tipo.
-Cap, no valía nada. Traté de
contarle sobre el pez para distraerlo. Pero él dijo: “Mierda con tu pez. Nunca
tuviste ningún pez. ¿Sabes?” Entonces dije: “Bien, a la mierda con el pez.
Vamos a conformarnos con eso y tú y yo nos iremos a casa”. “Mierda irme a
casa”, dijo. “Voy a matar a alguien por ti como regalo y a la mierda con el
pez. No hubo ningún pez. ¿Lo has entendido bien?” Entonces le di las buenas
noches, Cap, y le di mi dinero a Donovan y este policía lo tiró al suelo y lo
pisó. “No vas a tu casa un carajo”, dijo. “Eres mi amigo y te vas a quedar
aquí”. Entonces le di las buenas noches y le dije a Donovan: “Donovan, lamento
que tu dinero esté en el piso”. No sabía qué intentaría hacer este policía y no
me importaba. Me estaba yendo a casa. Tan pronto como intento irme, este
policía saca su arma y comienza a aporrear a un pobre gallego que estaba allí
bebiendo una cerveza y que nunca había abierto la boca en toda la noche. Nadie
le hizo nada al policía. Yo tampoco. Estoy avergonzado, Cap.
-No te va a durar mucho -dije.
-Lo sé. Porque no puede. Pero lo
que menos me gustó fue que el policía dijera que le gustaba mi cara. ¿Qué
carajo tengo, Cap, que un policía así diría que le gustó?
También me gustaba mucho la cara
del señor Josie. Me gustaba más que la cara de casi todos los que conocía. Me
tomó mucho tiempo apreciarla porque era una cara que no había sido esculpida para
un éxito rápido o fácil. Se había formado en el mar, en el lado provechoso de
los bares, jugando a las cartas con otros jugadores, y en negocios de gran
riesgo concebidos y emprendidos con inteligencia fría y exacta. Ninguna parte
de la cara era hermosa, excepto los ojos, que eran de un azul más claro y
extraño que el Mediterráneo en su día más brillante y claro. Los ojos eran
maravillosos y la cara ciertamente no era hermosa y ahora parecía cuero
ampollado.
-Tienes una buena cara, Cap -le
dije-. Probablemente lo único bueno de ese hijo de puta es que podía verlo.
-Bueno, me voy a quedar fuera de
las barras hasta que este negocio termine -dijo Josie-. Sentarse allí en la
plaza con la orquesta de señoritas y esa chica que canta, estuvo bien y
maravilloso. ¿Cómo te sientes realmente, Cap?
-Me siento bastante mal -le
dije.
-¿Te hizo daño en la barriga?
Siempre estaba preocupado cuando estabas en la proa.
-No -dije-. Es en las raíces de
la espalda.
-Las manos y los pies no
equivalen a gran cosa y ya vendé el arnés -dijo Josie-. No te va a rozar tanto
ahora. ¿Realmente trabajaste bien, Cap?
-Claro -dije-. Es un hábito
infernal para entrar y es casi tan difícil salir.
-Sé que un hábito es algo malo
-dijo Josie-. Y el trabajo probablemente mata a más personas que cualquier otro
hábito. Pero cuando tú lo haces, no te importa nada más.
Miré a la orilla y estábamos
lejos de un horno de cal, cerca de la playa donde el agua era muy profunda y la
Corriente del Golfo casi llegaba a la orilla. Había un poco de humo saliendo
del horno y pude ver el polvo de un camión moviéndose a lo largo del camino de
roca en la orilla. Algunas aves estaban trabajando sobre un trozo de cebo.
Entonces escuché a Carlos gritar:
-¡Marlín! ¡Marlín!
Todos lo vimos al mismo tiempo.
Estaba muy oscuro en el agua y, mientras lo observaba, su espada salió del agua
detrás de la gran caballa. Era un pico feo, redondo, grueso y corto, y el pez
detrás del pico se acrecentaba bajo la superficie.
-¡Qué se quede con ella! -gritó
Carlos-. La tiene en la boca.
El señor Josie estaba recogiendo
el anzuelo con el cebo y yo esperaba la tensión que significaría que el marlín
realmente se había llevado la caballa.
FIN
Pursuit as Happiness
Ernest
Hemingway
tradución de Paloma Alonso y Fernando
Alonso
The New Yorker
1 de junio 2020