30 de nov. 2007

Exposición Aziz Salama en el Ateneu



Entre el día 1 y el 30 de diciembre de 2007, nuestro amigo Aziz Salama expone en el B'Art del Ateneu.
La exposición la titula SENSACIONES. La inauguración tendra lugar el día 7 de diciembre a las 21 horas.


Palabras del artista-pintor:



una mirada
una sensación
y llega la euforia del
contacto con la vida
bajo diferentes formas nos
sentimos en armonía.

29 de nov. 2007

Premio Cervantes 2007

Juan Gelman

El poeta argentino Juan Gelman ha sido galardonado con el Premio Cervantes de este año. Ampliar la noticia y conocer al autor.

ORACIÓN DE UN DESOCUPADO

Padre,
desde los cielos bájate, he olvidado
las oraciones que me enseñó la abuela,
pobrecita, ella reposa ahora,
no tiene que lavar, limpiar, no tiene
que preocuparse andando el día por la ropa,
no tiene que velar la noche, pena y pena
,rezar, pedirte cosas, rezongarte dulcemente.
Desde los cielos bájate, si estás, bájate entonces,
que me muero de hambre en esta esquina,
que no sé de qué sirve haber nacido,
que me miro las manos rechazadas,
que no hay trabajo, no hay,
bájate un poco, contempla
esto que soy, este zapato roto,
esta angustia, este estómago vacío,
esta ciudad sin pan para mis dientes, la fiebre
cavándome la carne,
este dormir así,
bajo la lluvia, castigado por el frío, perseguido
te digo que no entiendo, Padre, bájate,
tócame el alma, mírame
el corazón,!yo no robé, no asesiné, fui niño
y en cambio me golpean y golpean,
te digo que no entiendo, Padre, bájate,
si estás, que busco
resignación en mí y no tengo y voy
a agarrarme la rabia y a afilarla
para pegar y voy
a gritar a sangre en cuello

Juan Gelman

28 de nov. 2007

Una simbiosis feliz

Hace unas semanas estuvieron en Cerdanyola del Vallès, en el marco de la IIª bienal de poesía "Còdols", organizada por los compañeros del Ramat de Pedres. La comunión de la música con la poesía siempre ha ofrecido brillantes espectáculos, tan solo se trata de dejarse llevar por el ritmo de las palabras, de la rima y el acompañamiento de la música. Eso fue, en una brillante y desaforada actuación, lo que nos ofrecieron con su espectáculo "La manera mès salvatge" el músico Pascal Comelade y el poeta Enric Casasses. Para los compañeros de Vespres Literaris que no estuvieron en el acto, allá va un pequeño sorbo... de poemúsica


26 de nov. 2007

Nuevas experiencias


Hoy iniciamos una nueva experincia en el blog: la introducción de documentos sonoros. Para empezar lo haremos con textos del antipoeta chileno Nicanor Parra y música del director de cine y músico serbio Emir Kusturica.
Con todos ustedes, cita con las letras:


25 de nov. 2007

El camino (y7). La obra


La noche de insomnio que sufre el protagonista de la novela, Daniel, el Mochuelo, porque al día siguiente parte a la ciudad para continuar sus estudios y para "progresar", le permiten a Miguel Delibes mostrarnos todo un mundo rural que, en aquellos años, estaba en franca agonía. Una Castilla que se despoblaba inexorablemente, que perdía el nervio de sus tierras: sus gentes.
Si en las dos obras anteriores, La sombra del ciprés es alargada (1948) y Aún es de día (1949), hay una tendencia a un lenguaje recargado y saturado de descripciones, en la presente obra nuestro autor encuentra su "lenguaje"y el "tono" de sus obras que ya no le abandonará . El camino se caracteriza por la sencillez y precisión del lenguaje. Se habla como se vive y, en el valle, cada persona, cada animal y cada accidente del paisaje tiene su nombre, su lugar en el valle. Con un estílo que se ha venido en denominar "realismo poético", los personajes de la novela forman un todo inextricable con el paisaje, están enraizados en una forma de vida armónica con el entorno. Como hemos ido desgranando a lo largo de los anteriores artículos por boca de su mismo autor, esto no se traduce en una visión inmovilista de la vida sino que los personajes, el autor, se preguntan que ganan y que pierden si "progresan" y se "modernizan".
Delibes, con maestria, nos ofrece una galería de personajes entrañables. Todos ellos forman un todo ,porque.. "un pueblo lo hacían sus hombres y su historia. Y Daniel, el Mochuelo, sabía que por aquellas calles cubiertas de pastosas boñigas y por las casas que las flanqueaban, pasaron hombres honorables, que hoy eran sombras, pero que dieron al pueblo y al valle un sentido, una armonía, unas costumbres, un ritmo, un modo propio y peculiar de vivir".. y , cincuenta y siete años después de su publicación, nosotros lloramos con el Mochuelo todo aquello que hemos ido dejando atrás, todo aquello que hemos perdido en el camino.

21 de nov. 2007

El camino (6) Miguel Delibes y sus personajes




En 1981 publica se decimocuarta novela, Los santos inocentes, ampliamente conocida por haber sido llevada al cine. Publica su séptimo libro de caza Las perdices del domingo.

El veintiuno de abril de 1982 obtiene el Premio Principe de Asturias de las Letras; galardón que comparte con Gonzalo Torrente Ballester. Publica el mismo año su sexto libro de viajes, Dos viajes en automóvil.

1983, publica su decimoquinta novela, Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso. Nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad de Valladolid.

1984, Premio de las Letras de la Juanta de Castilla y León. Es nombrado autor del año por los Libreros Españoles.

1985, ve la luz su decimosexta novela, El tesoro y un libro recopilatorio, La censura en la prensa en los años 40 y otros ensayos. El seis de diciembre es nombrado" Chevalier de l'ordre dels arts et des lettres" de Francia

1987. Decimoséptima novela Madera de héroe. Doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense de Madrid.

1989. Publica su libro memorialístico Mi vida al aire libre.

1990. Publica Pegar la hebra, colección de artículos periodísticos. Doctor Honoris Causa por la Universidad de El Sarre (RFA)

1991, Premio Nacional de las Letras Españolas El dieciocho de noviembre publica Señora de rojo sobre fondo gris.

1992, octavo libro de caza: El último coto.

El veinticinco de abril de 1994 recibe el Premio Cervantes.

1995, ve la luz su Diario de un jubilado.

1998, publica su, de momento, última novela, El hereje.

Discurso de entrega del Premio Cervantes

"(…) Hay personas que no comprenden que yo sienta al recibir este Premio Cervantes por "una vida entregada" a la literatura, un poso de melancolía, cuando, bien mirado, no creo que pueda ser de otra manera. Entregada a la literatura o no, la vida que se me dio es una vida "ya" vivida y, en consecuencia, el premio, con un reconocimiento a la labor desarrollada, envuelve un agradecimiento por los servicios prestados que no es otra cosa que una honorable jubilación. Cuando Cecilio Rubes, hombre de negocios y protagonista de mi novela Mi idolatrado hijo Sisí habla en una ocasión de la edad de su contable dice: "Si yo tuviera setenta años me moriría del susto". Y he aquí que esta frase que escribí cuando yo contaba treinta y dos y veía ante mí una vida inacabable, se ha hecho realidad de pronto y hoy debo reconocer que ya tengo la misma edad que el contable de Cecilio Rubes. ¿Cómo ha sido esto posible? Sencillamente porque si la vida siempre es breve, tratándose de un narrador, es decir de un creador de otras vidas, se abrevia todavía más, ya que éste antes que su personal aventura, se enajena para vivir las de sus personajes. Encarnado en unos entes ficticios, con fugaces descensos de las nubes, transcurre la existencia del narrador inventándose otros "yos", de forma que cuando medita o escribe, está abstraído, desconectado de la realidad. Y no sólo cuando medita o escribe. Cuando pasea, cuando conversa, incluso cuando duerme, el novelista no se piensa ni se sueña a sí mismo; está desdoblado "en otros seres" actuando por ellos. ¿Cuántas veces el novelista, traspuesto en fecundo y lúcido duermevela, no habrá resuelto una escena, una compleja situación de su novela? Tendrá entonces que producirse en la vida particular del narrador una emoción muy fuerte (el nacimiento de un hijo, la enfermedad o la muerte de un ser querido) para que este estado de enajenación cese, al menos circunstancialmente.

Pero esos otros seres que el creador crea son seres inexistentes, de pura invención, mas el escritor se esfuerza por hacerlos parecer reales. De ahí que mientras dura el proceso de gestación y redacción de una novela, el narrador procura identificarse con ellos, no abandonarlos un solo instante. El problema del creador en ese momento es hacerlos pasar por vivos a los ojos del lector y de ahí su desazón por identificarse con ellos. En una palabra, el desdoblamiento del narrador le conduce a asumir unas vidas distintas a la suya pero lo hace con tanta unción, que su verdadera existencia se diluye y deja en cierta medida de tener sentido para él.

La imaginación del novelista debe ser tan dúctil como para poder intuir lo que hubiera sido su vida de haber encaminado sus pasos por senderos que en la realidad desdeñó. En cada novela asume papeles diferentes para terminar convirtiéndose en un visionario esquizofrénico. Paso a paso, el novelista va dejando de ser él mismo para irse transformando en otros personajes. Y cuando éstos han adquirido ya relieve y fuerza para vivir por su cuenta, otros entes, llamados a ocupar su puesto en diferentes obras, bullen y alimentan en su interior reclamando protagonismo.

Éste ha sido, al menos, mi caso en tanto que narrador. Pasé la vida disfrazándome de otros, imaginando, ingenuamente, que este juego de máscaras ampliaba mi existencia, facilitaba nuevos horizontes, hacía aquélla más rica y variada. Disfrazarse era el juego mágico del hombre, que se entregaba fruitivamente a la creación sin advertir cuanto de su propia sustancia se le iba en cada desdoblamiento. La vida, en realidad, no se ampliaba con los disfraces, antes al contrario, dejaba de vivirse, se convertía en una entelequia cuya única realidad era el cambio sucesivo de personajes.

Pero este derroche de la propia vida en función de otros, no tenía una compensación en tiempo. Es decir, cuando yo "vivía por otro". Cuando vivía una vida "ajena a la mía", no se me paraba el reloj. El tiempo seguía fluyendo inexorablemente sin yo percatarme. Sentía, sí, el gozo y el dolor de la creación pero era insensible al paso del tiempo. Veía crecer a mi alrededor seres como el Mochuelo, Lorenzo el cazador, el viejo Eloy, El Nini, el señor Cayo, el Azarías, Pacífico Pérez, Gervasio García de la Lastra, seres que "eran yo" en diferentes coyunturas. Nada tan absorbente como la gestación de estos personajes. Ellos iban redondeando sus vidas a costa de la mía. Ellos eran los que evolucionaban y, sin embargo, el que cumplía años era yo. Hasta que un buen día al levantar los ojos de las cuartillas y mirarme al espejo me di cuenta de que era un viejo. En buena parte, ellos me habían vivido la vida, me la habían sorbido poco a poco. Mis propios personajes me habían disecado, no quedaba de mí más que una mente enajenada y una apariencia de vida. Mi entidad real se había transmutado en otros, yo había vivido ensimismado, mi auténtica vida se había visto recortada por una vida de ficción. Y cuando quise darme cuenta de este despojo y recuperar lo que era mío, mi espalda se había encorvado ya y el ácido úrico se había instalado en mis articulaciones. Ya no era tiempo. Yo era ya tan viejo como el viejo contable de Cecilio Rubes pero, en contra de lo que temía, no me había muerto del susto por la sencilla razón de que se me había escamoteado el proceso.

Y si las cosas son así, ¿cómo mostrarme insensible al obtener este Premio Cervantes merced a la benevolencia de un jurado de hombres ilustres? ¿Cómo no sentir en este momento un poso de melancolía? Los amigos me dicen con la mejor voluntad: que conserve usted la cabeza muchos años. ¿Qué cabeza? ¿La mía, la del viejo Eloy, la del señor Cayo, la de Pacífico Pérez, la de Menchu Sotillo? ¿Qué cabeza es la que debo conservar? En cualquier caso en el mundo de la literatura todo es relativo. Hay obras de viejos verdaderamente "admirables" y otras que "no" debieron escribirse nunca. Entonces antes que a conservar la cabeza muchos años a lo que debo aspirar ahora es a conservar la cabeza suficiente para darme cuenta de que estoy perdiendo la cabeza. Y en ese mismo instante frenar, detenerme al borde del abismo y no escribir una letra más.

El arco que se abrió para mí en 1948 al obtener el Premio Nadal, se cierra ahora, en 1994, al recibir de manos de Su Majestad -a quien agradezco profundamente esta deferencia- el Premio Cervantes. En medio quedan unos centenares de seres que yo alenté con interesado desprendimiento. Yo no he sido tanto yo como los personajes que representé en este carnaval literario. Ellos son, pues, en buena parte, mi biografía."
Miguel Delibes

18 de nov. 2007

Excursiones y senderismo



Nuestra amiga Carmen G. anuncia la próxima excursión del CER - Centre Excursionista de Ripollet- que cierra el presente año.
El día 15 de diciembre de 2.007- sábado- se realizará la Segunda Etapa del GR-192 Ruta del Vent ( Mare de Dèu de la Roca-Masboquera) de 18 kilómetros.
Animamos a todos los compañeros y compañeras de Vespres a realizar un agradable paseo por tierras tarraconenses.
Asimismo os anunciamos que el CER ha abierto una puerta de comunicación y diálogo con todos sus miembros y simpatizantes a través de un Blog. En el mismo encontrareís la programación del próximo año 2008 así como documentos gráficos y la crónica de las últimas excursiones.
Aquí os pongo un enlace a la página y, en el apartado de "Otros enlaces", uno permanente.

¿Extinción o robótica?


En el seno del grupo surge, de vez en cuando, el debate sobre el futuro de la raza humana desde el punto de vista de su actual dinámica de desarrollo técnico y científico y, como no, en su relación con el entorno natural.
En el periódico El País de hoy viene un interesante artículo sobre una reunión de expertos, convocados por el Laboratorio Europeo de Biología Molecular (EMBL), en la ciudad alemana de Heidelberg. En la misma se les invitaba a reflexionar sobre el futuro del Homo Sapiens enfrentado a una extinción segura, como los miles de especies animales que se extinguen cada año en el planeta y a un cambio climático seguro que, como a ocurrido en los anteriores, ha supuesto la extinción de la mayoría de la biodiversidad planetaria. Las respuestas de los expertos fueron múltiples, pero tienen una nota en común, nada va a ser igual de aquí a poco tiempo (hablando en términos biológicos). Nos enfrentamos a una extinción cierta, ¿podremos evitarla?. Internet y la robótica serán nuestra salvación.

16 de nov. 2007

El camino (5) Miguel Delibes, obra y ética




1970. Publica su tercer libro de caza, Con la escopeta al hombro y el tercero de relatos La mortaja, compuesto de nueve relatos.


1972. Cuarto libro de caza, La caza en España.


1973. El uno de febrero es nombrado miembro de la Real Academia Española de la Lengua (sillón "e" minúscula). El siete de diciembre es elegido miembro de la Hispania Society of America. Publica su undécima novela El principe destronado.


1974. El veintidos de noviembre muere su esposa Ángeles.. José A, Páramo adapta para TVE su novela corta La mortaja, presentada con gran éxito en el festival de Montecarlo. En España no se podrá ver hasta el año 1993 a causa de la censura.
1975. El veinticinco de mayo pronuncia su discurso de ingreso a la RAE. Publica su decimosegunda novela, Las guerras de nuestros antepasados.
1977. Quinto libro de caza, Las alegrías de la caza.Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo y el primer y único libro sobre la pesca: Mis amigas las truchas.
1978. Decimotercera novela: El disputado voto del señor Cayo.

En el colofón de su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua ,de 1975, nuestro autor reflexiona sobre sus serias inquietudes hacia el ser humano en su relación con la Naturaleza y la importancia de las mismas en su obra.



"EL SENTIDO DEL PROGRESO EN MI OBRA

A la vista de cuanto llevo expuesto, no necesito decir que el actual sentido del progreso no me va, esto es, me desazona tanto que el desarrollo técnico se persiga a costa del hombre como que se plantee la ecuación Técnica-Naturaleza en régimen de competencia.

El desarrollo, tal como se concibe en nuestro tiempo, responde a todos los niveles, a un planteamiento competitivo. Bien mirado, el hombre del siglo XX no ha aprendido más que a competir y cada día parece más lejana la fecha en que seamos capaces de ir juntos a alguna parte.

Se aducirá que soy pesimista, que el cuadro que presento es excesivamente tétrico y desolador y que incluso ofrece unas tonalidades apocalípticas poco gratas. Tal vez sea así: es decir puede que las cosas no sean tan hoscas como yo las pinto, pero yo no digo que las cosas sean así, sino que, desgraciadamente, yo las veo de esa manera.

Por si fuera poco, el programa regenerador del Club de Roma con su fórmula del «crecimiento cero» y el consiguiente retorno al artesanado y «a la mermelada de la abuelita», se me antoja, por el momento, utópico e inviable. Falta una autoridad universal para imponer estas normas. Y aunque la hubiera: ¿cómo aceptar que un gobierno planifique nuestra propia familia? ¿Sería justo decretar un alto en el desarrollo mundial cuando unos pueblos los menos- lo tienen todo y otros pueblos -los más- viven en la miseria y la abyección más absolutas? Sin duda la puesta en marcha del programa restaurador del Club de Roma exigiría unos procesos de adaptación éticos, sociales, religiosos y políticos, que no pueden improvisarse.

O sea, hoy por hoy, la Humanidad no está preparada para este salto. Algunas gentes, sin embargo, ante la repentina crisis de energía que padece el mundo, han hablado, con tanta desfachatez como ligereza, del fin de la era del consumismo. Esto, creo, es mucho predecir. El mundo se acopla a la nueva situación, acepta el paréntesis; eso es todo. Mas, mucho me temo que, salvadas las circunstancias que lo motivaron, la fiebre del consumo se despertará aún más voraz que antes de producirse. Cabe, claro está, que la crisis se prolongue, se haga endémica, y el hombre del siglo XX se vea forzado a alterar sus supuestos. Mas esta alteración se soportará como una calamidad, sin el menor espíritu de regeneración y enmienda. En este caso, la tensión llegará a hacerse insoportable.

A mi entender, únicamente un hombre nuevo, humano, imaginativo, generoso sobre un entramado social nuevo, sería capaz de afrontar, con alguna probabilidad de éxito, un programa restaurador y de encauzar los conocimientos actuales hacia la consecución de una sociedad estable. Lo que es evidente, como dice Alain Hervé, es que a estas alturas, si queremos conservar la vida, hay que cambiarla.

Pero a lo que iba, mi actitud ante el problema -actitud pesimista, insisto- no es nueva. Desde que tuve la mala ocurrencia de ponerme a escribir me ha movido una obsesión antiprogreso, no porque la máquina me parezca mala en sí, sino por el lugar en que la hemos colocado con respecto al hombre.

Por eso, mis palabras no son sino la coronación de un largo proceso que viene clamando contra la deshumanización progresiva de la Sociedad y la agresión a la Naturaleza, resultados, ambos, de una misma actitud: la entronización de las cosas. Pero el hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la Naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de la técnica, lo hemos despojado de su esencia.

Esto es lo que se trasluce, imagino, de mis literaturas y lo que quizás indujo a Torrente Ballester a afirmar que para mi «el pecado estaba en la ciudad y la virtud en el campo». En rigor antes que menosprecio de corte y alabanza de aldea, en mis libros hay un rechazo de un progreso que envenena la corte e incita a abandonar la aldea. Desde mi atalaya castellana, o sea, desde mi personal experiencia, es esta problemática la que he tratado de reflejar en mis libros. Hemos matado la cultura campesina pero no la hemos sustituido por nada, al menos, por nada noble.

Y la destrucción de la Naturaleza no es solamente física, sino una destrucción de su significado para el hombre, una verdadera amputación espiritual y vital de éste. Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante.

En el primero de estos aspectos, ¿cuántos son los vocablos relacionados con la Naturaleza, que, ahora mismo, ya han caído en desuso y que, dentro de muy pocos años, no significarán nada para nadie y se transformarán en puras palabras enterradas en los diccionarios e ininteligibles para el Homo tecnologicus? Me temo que muchas de mis propias palabras, de las palabras que yo utilizó en mis novelas de ambiente rural, como ejemplo aricar, agostero, escardar, celemín, soldada, helada negra, alcor, por no citar más que unas cuantas, van a necesitar muy pronto de notas aclaratorias como si estuviesen escritas en un idioma arcaico o esotérico, cuando simplemente han tratado de traslucir la vida de la Naturaleza y de los hombres que en ella viven y designar al paisaje, a los animales y a las plantas por sus nombres auténticos. Creo que el mero hecho de que nuestro diccionario omita muchos nombres de pájaros y plantas de uso común entre el pueblo es suficientemente expresivo en este aspecto.

¿Qué sentido tiene un paisaje vacío?

Y por otro lado, ¿qué será de un paisaje sin hombres que en él habiten de continuo y que son los que le confieren realidad y sentido? A este respecto, Frederic Ulhman, refiriéndose a la creación de la reserva de Cévennes, escribe en Le Nouvel Observateur: «¿Qué interés tiene preservar la Naturaleza en un parque nacional si luego no se puede encontrar allí a los que, desde siempre, han vivido la intimidad de su país; si no se encuentra allí a los que saben dar su nombre a la montaña y que, al hacerlo, la dan vida?

»Cada vez que muere una palabra de "patois", que desaparece un caserío solitario en pleno campo o que no hay nadie para repetir el gesto de los humildes, su vida, sus historias de caza y el mito viviente, entonces es la Humanidad entera la que pierde un poco de su savia y un poco más de su sabor.»

«El chopo del Elicio», «El Pozal de la Culebra» o «Los almendros del Ponciano», a que me refiero en mi relato Viejas historias de Castilla la Vieja, son, en efecto, un trozo de paisaje y de vida, imbricados el uno en la otra, como los trigales de Van Gogh o nuestra propia casa animada por la personalidad de cada uno de nosotros y enteramente distinta a todas las demás incluso en el más pequeño de los desconchones. Cada una de esas parcelas del paisaje alberga historias o mitos que son vida, han sido vivificados por el Elicio o el Ponciano y, a la vez, hablan a los demás; el día que pierdan su nombre, si es que subsisten todavía físicamente, no serán ya más que un chopo, unos almendros o un pozal reducidos al silencio, objetivados, muertos, no más significantes que cualquier otro árbol o rincón municipalmente establecido.

Y este destino, como añade Ulhman, nos advierte inequívocamente que nos estamos aproximando a uno más, y no el menos pavoroso, de los resultados de nuestra incontrolada tecnología: la pasión y muerte de la Naturaleza.

El éxodo rural, por lo demás, es un fenómeno universal e irremediable. Hoy nadie quiere parar en los pueblos porque los pueblos son el símbolo de la estrechez, el abandono y la miseria. Julio Senador advertía que el hombre puede perderse lo mismo por necesidad que por saturación. Lo que no imaginaba Senador es que nuestros reiterados errores pudieran llevarle a perderse por ambas cosas a la vez, al hacer tan invisible la aldea como la megápolis.

Los hombres de la segunda era industrial no hemos acertado a establecer la relación Técnica-Naturaleza en términos de concordia y a la atracción inicial de aquélla concentrada en las grandes urbes, sucederá un movimiento de repliegue en el que el hombre buscará de nuevo su propia personalidad, cuando ya tal vez sea tarde porque la Naturaleza cómo tal habrá dejado de existir.

En esta tesitura, mis personajes se resisten, rechazan la masificación. Al presentárseles la dualidad Técnica-Naturaleza como dilema, optan resueltamente por ésta que es, quizá la última oportunidad de optar por el humanismo. Se trata de seres primarios, elementales, pero que no abdican de su humanidad; se niegan a cortar las raíces. A la sociedad gregaria que les incita, ellos oponen un terco individualismo. En eso, tal vez, resida la última diferencia entre mi novela y la novela objetiva o behaviorista.

Ramón Buckley ha interpretado bien mi obstinada oposición al gregarismo cuando afirma que en mis novelas yo me ocupo «del hombre como individuo y busco aquellos rasgos que hacen de cada persona un ser único, irrepetible». Es ésta, quizá, la última razón que me ha empujado a los medios rurales para escoger los protagonistas de mis libros. La ciudad uniforma cuanto toca; el hombre enajena en ella sus perfiles característicos. La gran ciudad es la excrecencia y, a la vez, el símbolo del actual progreso.

De aquí que el Isidoro, protagonista de mi libro Viejas historias de Castilla la Vieja, la rechace y exalte la aldea como último reducto del individualismo: «Pero lo curioso -dice- es que allá, en América, no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo para decirle: "Allá, en mi pueblo, al cerdo lo matan así o asá." O bien: "Allá en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calcáreas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper el cascarón..." Y empecé a darme cuenta entonces de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero, y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillos y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y, con los años, no quedaba allí un sólo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro.»

Esto ya expresa en mis personajes una actitud ante la vida y un desdén explícito por un desarrollo desintegrador y deshumanizador; el mismo que induce a Nini, el niño sabio de Las ratas, a decir a Rosalino el Encargado que le presenta el carburador de un tractor averiado, «de eso no sé, señor Rosalino, eso es inventado».

Esta respuesta displicente no envuelve un rechazo de la máquina, sino un rechazo de la máquina en cuanto a obstáculo que se interpone entre los corazones de los hombres y entre el hombre y la Naturaleza. Mis personajes son conscientes, como lo soy yo, su creador, de que la máquina, por un error de medida, ha venido a calentar el estómago del hombre pero ha enfriado su corazón.

Así, cuando Juan Gualberto el Barbas, protagonista de La caza de la perdiz roja, se dirige a su interlocutor el cazador, y le dice: «Desengáñese, Jefe, los hombres de hoy no tienen paciencia. Si quieren ir a América, agarran el avión y se plantan en América en menos tiempo del que yo tardó en aparejar el macho para ir a Villagina. Y yo digo, si van con estas prisas, ¿cómo van a tener paciencia para buscar la perdiz, levantarla, cansarla y matarla luego, después de comerse un taco tranquilamente a la abrigada charlando de esto y de lo otro?» Cuando el Barbas dice esto, repito, con su filosofía directa y socarrona, está exaltando lo natural frente al artificio avasallador de la técnica, está condenando los apremios contemporáneos, el automatismo y la falta de comunicación. En una palabra, está rechazando una torpe idea de progreso que, para empezar ha dejado su pueblo deshabitado.

El Barbas, como el resto de mis personajes, buscan asideros estables y creen encontrarlos en la Naturaleza. El viejo Isidoro regresa de América con la ilusión obsesiva de encontrar su pueblo como lo dejó. A su modo, intuye que el verdadero progresismo ante la Naturaleza, como dice Aquilino Duque, es el conservadurismo. En rigor una constante de mis personajes urbanos es el retorno al origen, a las raíces, particularmente en momentos de crisis: Pedro, protagonista de La sombra del ciprés, refugia en el mar su misoginia; Sebastián, de Aún es de día, escapa al campo para ordenar sus reflexiones; Sisi, el hijo de Cecilio Rubes, descubre en la Naturaleza el sentido de la vida; a la Desi, la criada analfabeta de La Hoja Roja, la persigue su infancia rural como la propia sombra.

Esta actitud se hace pasión en Lorenzo, cazador y emigrante, quien en un rapto de exaltación, ante el anuncio de una nueva primavera, escribe en su «Diario»: «El campo estaba hermoso con los trigos apuntados. En la coquina de la ribera había ya chiribitas y matacandiles tempranos. Una ganga vino a tirarse a la salina y viró al guiparnos. Volaba tan reposada que la vi a la perfección el collarón rojo y las timoneras picudas. Era un espectáculo. Así, cómo nosotros, debió de sentirse Dios al terminar de crear el mundo.»

Solitarios a su pesar

Mis personajes hablan poco, es cierto, son más contemplativos que locuaces, pero antes que como recurso para conservar su individualismo, como dice Buckley es por escepticismo, porque han comprendido que a fuerza de degradar el lenguaje lo hemos inutilizado para entendernos. De ahí que el Ratero se exprese por monosílabos; Menchu en un monólogo interminable, absolutamente vacío; y Jacinto San José trata de inventar un idioma que lo eleve sobre la mediocridad circundante y evite su aislamiento.

Mis personajes no son, pues, asociales, insociables ni insolidarios, sino solitarios a su pesar. Ellos declinan un progreso mecanizado y frío, es cierto, pero, simultáneamente, este progreso los rechaza a ellos, porque un progreso competitivo, donde impera la ley del más fuerte, dejará ineludiblemente en la cuneta a los viejos, los analfabetos, los tarados y los débiles.

Y aunque un día llegue a ofrecerles un poco de piedad organizada, una ayuda -no ya en cuanto semejantes sino en cuanto perturbadores de su plácida digestión- siempre estará ausente de ella el calor.

«El hombre es un ser vivo en equilibrio con los demás seres vivos», ha dicho Faustino Cordón. Y así debiera ser pero nosotros, nuestro progreso despiadado, ha roto este equilibrio con otros seres y de unos hombres con otros hombres. De esta manera son muchas las criaturas y pueblos que, por expresa renuncia o porque no pudieron, han dejado pasar el tren de la abundancia y han quedado marginados. Son seres humillados y ofendidos -la Desi, el viejo Eloy, el Tío Ratero, el Barbas, Pacífico, Sebastián...- que inútilmente esperan, aquí en la Tierra, algo de un Dios eternamente mudo y de un prójimo cada día más remoto.

Estas víctimas de un desarrollo tecnológico implacable, buscan en vano un hombro donde apoyarse, un corazón amigo, un calor, para constatar, a la postre, como el viejo Eloy de La Hoja Roja, que «el hombre al meter el calor en un tubo creyó haber resuelto el problema pero, en realidad, no hizo sino crearlo porque era inconcebible un fuego sin humo y de esta manera la comunidad se había roto».

Seguramente esta estimación de la sociedad en que vivimos es lo que ha movido a Francisco Umbral y Eugenio de Nora a atribuir a mis escritos un sentido moral. Y en verdad, es este sentido moral lo único que se me ocurre oponer como medida de urgencia, a un progreso cifrado en el constante aumento del nivel de vida.

A mi juicio, el primer paso para cambiar la actual tendencia del desarrollo, y, en consecuencia, de preservar la integridad del Hombre y de la Naturaleza, radica en ensanchar la conciencia moral universal. Esta conciencia moral universal, fue, por encima del dinero y de los intereses políticos, la que detuvo la intervención americana en el Vietnam y la que viene exigiendo juego limpio en no pocos lugares de la Tierra. Esta conciencia, que encarno preferentemente en un amplio sector de la juventud que ha heredado un mundo sucio en no pocos aspectos, justifica mi esperanza.

Muchos jóvenes del Este y del Oeste reclaman hoy un mundo más puro, seguramente, como dice Burnet, por ser ellos la primera generación con DDT en la sangre y estroncio 90 en sus huesos.

Porque si la aventura del progreso, tal como hasta el día la hemos entendido, ha de traducirse inexorablemente, en un aumento de la violencia y la incomunicación; de la autocracia y la desconfianza; de la injusticia y la prostitución de la Naturaleza; del sentimiento competitivo y del refinamiento de la tortura; de la explotación del hombre por el hombre y la exaltación del dinero, en ese caso, yo, gritaría ahora mismo, con el protagonista de una conocida canción americana: «¡Que paren la Tierra, quiero apearme!»
Miguel Delibes"

14 de nov. 2007

El camino (4) Miguel Delibes y la Naturaleza



En 1961 publica su segundo libro de viajes, Por esos mundos: Sudamérica con escala en Canarias. En marzo aparece un nuevo suplemento en "El Norte de Castilla" títulado "El Caballo de Troya", que quiere ser un medio de discusión y debate abierto frente a la censura franquista imperante. En 1962 muestro autor gana el Premio de La Crítica con su obra Las Ratas. Ana Mariscal dirige una versión cinematográfica de El Camino


El ocho de junio de 1963 dimite como director de "El Norte de Castilla" por sus reiterados enfrentamientos con el Ministro de Información y Turismo de la época, Manuel Fraga Iribarne Publica su primer libro de caza: La caza de la perdiz roja y el tercero de viajes Europa: parada y fonda. Al año siguiente ,1964, publica el libro de relatos Viejas historias de Castilla la Vieja y el segundo libro de caza El libro de la caza menor.


El año 1966 ve la luz uno de sus libros más celebres y que ha sido llevado reiteradamente a la escena: Cinco horas con Mario. Publica su cuarto libro de viajes: USA y yo. Su décima novela se publica en 1969 Titulada Parábola del náufrago, está dedicada "a todos los oprimidos, a los del Este y a los del Oeste)


En la continuación de su discurso ante la RAE, Miguel Delibes habla de un tema recurrente en su obra y que ha marcado su forma de pensar y actuar: la naturaleza y el medio natural.

"LA NATURALEZA, CHIVO EXPIATORIO

Esta sed insaciable de poder; de elevarse en la jerarquía del picoteo, que el hombre y las instituciones por él creadas manifiestan frente a otros hombres y otras instituciones, se hace especialmente ostensible en la Naturaleza.

En la actualidad la abundancia de medios técnicos permite la transformación del mundo a nuestro gusto, posibilidad que ha despertado en el hombre una vehemente pasión dominadora. El hombre de hoy usa y abusa de la Naturaleza como si hubiera de ser el último inquilino de este desgraciado planeta, como si detrás de él no se anunciara un futuro.

La Naturaleza se convierte así en el chivo expiatorio del progreso. El biólogo australiano Macfarlane Burnet, que con tanta atención observa y analiza la marcha del mundo, hace notar en uno de sus libros fundamentales que «siempre que utilicemos nuestros conocimientos para la satisfacción a corto plazo de nuestros deseos de confort, seguridad o poder; encontraremos, a plazo algo más largo, que estamos creando una nueva trampa de la que tendremos que librarnos antes o después».

He aquí, sabiamente sintetizado, el gran error de nuestro tiempo. El hombre se complace en montar su propia carrera de obstáculos. Encandilado por la idea de progreso técnico indefinido, no ha querido advertir que éste no puede lograrse sino a costa de algo. De ese modo hemos caído en la primera trampa: la inmolación de la Naturaleza a la Tecnología. Esto es de una obviedad concluyente. Un principio biológico elemental dice que la demanda interminable y progresiva de la industria no puede ser atendida sin detrimento por la Naturaleza, cuyos recursos son finitos.

Toda idea de futuro basada en el crecimiento ilimitado conduce, pues, al desastre. Paralelamente, otro principio básico incuestionable es que todo complejo industrial de tipo capitalista sin expansión ininterrumpida termina por morir. Consecuentemente con este segundo postulado, observamos que todo país industrializado tiende a crecer; cifrando su desarrollo en un aumento anual que oscila entre el dos y el cuatro por ciento de su producto nacional bruto. Entonces, si la industria, que se nutre de la Naturaleza, no cesa de expansionarse, día llegará en que ésta no pueda atender las exigencias de aquélla ni asumir sus desechos; ese día quedará agotada.

La novelista americana Mary Mc Carthy hace decir a Kant redivivo, en una de sus últimas novelas, que «la Naturaleza ha muerto». Evidentemente la novelista anticipa la defunción, pero, a juicio de notables naturalistas, no en mucho tiempo, ya que para los redactores del Manifiesto para la Supervivencia, de no alterarse las tendencias del progreso «la destrucción de los sistemas de mantenimiento de la vida en este planeta será inevitable, posiblemente a finales de este siglo, y con toda seguridad, antes de que desaparezca la generación de nuestros hijos».

Robert Heilbroner, algo más optimista, aplaza este día terrible, que ya ha dado en llamarse «el Día del Juicio Final», para dentro de unos siglos> en tanto Barry Commoner lo reduce a unos lustros: «Aún es tiempo -dice éste-, quizás una generación, dentro del cual podamos salvar al medio ambiente de la violenta agresión que le hemos causado.»

A mi juicio, no importa tanto la inminencia del drama como la certidumbre, que casi nadie cuestiona, de que caminamos hacia él. Michel Bosquet dice, en Le Nouvel Obserbateur, que «a la Humanidad que ha necesitado treinta siglos para tomar impulso, apenas le quedan treinta años para frenar ante el precipicio».

Como se ve, el problema no es baladí. Lo expuesto no es un relato de ciencia-ficción, sino el punto de vista de unos científicos que han dedicado todo su esfuerzo al estudio de esta cuestión, la más compleja e importante, sin duda, que hoy aqueja a la Humanidad.

La Naturaleza ya está hecha, es así. Esto, en una era de constantes mutaciones, puede parecer una afirmación retrógrada. Mas, si bien se mira, únicamente es retrógrada en la apariencia. En mi obra El libro de la caza menor, hago notar que toda pretensión de mudar la Naturaleza es asentar en ella el artificio, y por tanto, desnaturalizarla, hacerla regresar. En la Naturaleza, apenas cabe el progreso. Todo cuanto sea conservar el medio es progresar; todo lo que signifique alterarlo esencialmente, es retroceder.

Empero, el hombre se obstina en mejorarla y se inmiscuye en el equilibrio ecológico, eliminando mosquitos, desecando lagunas o talando el revestimiento vegetal. En puridad, las relaciones del hombre con la Naturaleza, como las relaciones con otros hombres, siempre se han establecido a palos. La Historia de la Humanidad no ha sido otra cosa hasta el día de hoy que una sucesión incesante de guerras y talas de bosques.

Y ya que, inexcusablemente, los hombres tenemos que servirnos de la Naturaleza, a lo que debemos aspirar es a no dejar huella, a que se «nos note» lo menos posible. Tal aspiración, por el momento, se aproxima a la pura quimera. El hombre contemporáneo está ensoberbecido; obstinado en demostrarse a sí mismo su superioridad, ni aun en el aspecto demoledor renuncia a su papel de protagonista.

En esta cuestión, el hombre-supertécnico, armado de todas las armas, espoleado por un afán creciente de dominación, irrumpe en la Naturaleza, y actúa sobre ella en los dos sentidos citados, a cuál más deplorable y desolador; desvalijándola y envileciéndola."
"UN MUNDO QUE SE AGOTA

La pueril idea de un mundo inmenso, inabarcable e inagotable, que acompaña al hombre desde su origen, se esfuma a mediados de este siglo con la aparición de aviones supersónicos que ciñen su cintura -la del mundo- en unas horas y con el primer hombre que pone su pie en la Luna.

Las fotografías tomadas desde los cohetes lunares muestran al planeta Tierra como un pequeño punto azul en el firmamento, lo que equivale a reconocer que 100.000 millones de otras galaxias pueden albergar, cada una, cientos de miles de sistemas solares semejantes al nuestro. La técnica, que puede mucho, evidencia que somos poco. Esto supone para el orgullo del hombre, en cierto modo, una humillación, pero también una toma de conciencia: la de estar embarcado en una nave cuya despensa, por abastecida que quiera estar, siempre será limitada.

Esta convicción destruye la idea peregrina de la infinidad de recursos y presenta, a cambio, de cara al futuro, el posible fantasma de la escasez. Merced al perfeccionamiento de las técnicas de prospección, el hombre empieza a tocar ya las tristes consecuencias del despilfarro iniciado con la era industrial.

La advertencia de la Oficina de Minas de los Estados Unidos al respecto es sumamente precisa: las reservas mundiales de plomo, mercurio y platino durarán unos lustros; pocos más, las de estaño y cinc; el doble, más o menos, las de cobre, y las de hierro y petróleo apenas un par de siglos. ¿Qué suponen estos plazos en la vida de la Humanidad? En rigor algo tan insignificante que sobrecoge pensarlo.

Pues bien, estos recursos, vitales para nuestra economía, se acaban y no son recuperables. ¿Qué hará nuestro flamante hombre industrial el día que los yacimientos de mercurio, plomo, cobre, cinc, estaño, hierro y petróleo se hayan agotado? Es difícil imaginarlo, pero por lo que atañe a este último -el oro negro- ya hemos podido vislumbrarlo en Europa durante las crisis de abastecimiento que con frecuencia padecemos.

Una pregunta clave se impone, sin embargo: este consumo exagerado de recursos esenciales ¿es excesivo por exigencias normales de la industria o por una tendencia a la dilapidación que despierta el elevado nivel de vida de las sociedades evolucionadas? Por de pronto, hoy sabemos que Norteamérica, con sólo un 6 % de la población mundial, consume un 40 % del total del papel, un 36 % de combustibles fósiles y un 25 % del acero, mientras produce el 70 % de los desperdicios sólidos del mundo. Entre Europa y Estados Unidos, con un 16 % de la población mundial, devoran el 80 % de los recursos del globo limitados e irrecuperables.

En lo atañedero a la agricultura ha llegado a afirmarse que los 200 millones de americanos causan al planeta una destrucción pareja a la que podrían provocar, si existiesen, cinco mil millones de indios. Como puede observarse, gasto y daño van en razón directa con el grado de evolución.

Por mi parte puedo decir que mi estancia en los Estados Unidos, hace unos años, me abrumó, entre otras cosas, por el dispendio que observaba a mi alrededor. Con los excesos americanos, pensaba yo entonces, podrían salir de pobres varios países subdesarrollados. Diariamente, en las primeras horas de la mañana, llamaban mi atención los millares de poderosos automóviles de veinte o treinta caballos, desplazando cada uno a una sola persona a su lugar de trabajo. Daba la impresión de que los transportes colectivos, bien organizados y confortables, estaban allí de más.

En otras palabras, cada americano malgastaba diariamente en acudir a su trabajo y en regresar de él treinta o cuarenta litros de gasolina.

Pues bien, este alegre y despreocupado derroche, si que con una importante corrección respecto al número de caballos, se ha trasladado a Europa y, más concretamente, a España. Los pies ya no sirven, en ninguna parte, dentro de ese mundo que hemos dado en llamar civilizado, para desplazarnos, sino para acelerar y desembragar. Como diría González Ruano, el hombre del siglo xx ha perdido la alegría de andar. Malgasta así, no sólo las riquezas naturales comunes, sino su dinero y su salud.

Mas, ¿qué importancia tiene esto -se argumentará- frente al tiempo que se gana? Y yo me pregunto: ¿de veras gana algo con tales apremios el hombre contemporáneo? ¿No será más exacto afirmar que la mecanización le ha desquiciado? ¿No resulta obvio que el hombre protegido por unos cristales y una chapa de hierro, con un pedal en el pie derecho capaz de impulsarle a cien kilómetros a la hora, se torna duro, insolidario, hermético y agresivo? El gasto de combustibles fósiles, tiene, pues, sobre el gasto en si, un elevado precio.

La civilización, en sus últimas etapas, viene presidida por el signo de la prodigalidad. En treinta años hemos multiplicado por diez el consumo de petróleo.

Damos la impresión de no querer enterarnos de que nuestra próspera industria y nuestra comodidad dependen de unas bolsas fósiles que en unos pocos años se habrán agotado. El problema, en un próximo futuro, no radicará en hacer nuevas prospecciones y abrir nuevas calicatas. Eso sí, llegado el caso, el hombre podrá jactarse de una nueva proeza, en esta época de culto hacia las marcas: haberse bebido en un siglo una riqueza que tardó 600 millones de años en formarse.

Cabe una esperanza: la inseguridad de las previsiones en lo que se refiere a nuestras reservas. Pese a los modernos sistemas de prospección, son, en efecto, aleatorios los cálculos de nuestras disponibilidades de metales y combustibles. Amplias extensiones de Africa, Asia y Sudamérica están prácticamente inexploradas.

Sin embargo, dado el ritmo de consumo, parece razonable pensar que nunca, por muchas sorpresas que la geología puede depararnos, los plazos señalados más arriba puedan aumentar más allá de cuatro veces. En cualquier caso, augurar para el plomo y el mercurio una duración de ochenta años y de ciento para el estaño y el cinc, no es precisamente abrir para la Humanidad unas perspectivas halagüeñas."

12 de nov. 2007

El camino (3) Conocer al autor


El nueve de febrero de 1.944 inicia su actividad como redactor firmando críticas de cine con el seudónimo de Max. En 1945 gana la cátedra de Derecho Mercantil en la Escuela de Comercio de Valladolid, compaginando su labor docente con la periodística. El ventitres de abril de 1.946 se casa con Ángeles de Castro.
Su primera novela ve la luz en 1.948, La sombra del ciprés es alargada, con la cual obtiene el Premio Nadal de novela.
Al año siguiente publica su segunda novela, Aún es de día, fuertemente recortada por la censura. Gana la cátedra de Historia de España en la Escuela de Comercio; al no encontrar manuales de su agrado el mismo publica una Historia de España . 1.950 es el año de publicación de su tercera novela, El camino, novela que estamos leyendo y que le dará la fama literaria. En 1.952 es nombrado subdirector de "El Norte de Castilla". En 1.953 publica Mi idolatrado hijo Sisi y, al año siguiente, su primer libro de relatos La partida, que contenía diez cuentos. En 1.955 consigue el Premio Nacional de Literatura con la novela Diario de un cazador. Su primer libro de viajes, Un novelista descubre América- Chile en ojo ajeno-, se publica en 1.956. Al año siguiente publica su segundo libro de relatos "Siestas con viento Sur", premio Fastenrath de la Real Academia Española. La obra contiene cuatro relatos: La mortaja, El Loco, Los nogales y Los raíles. En 1.958 es nombrado director de "El Norte de Castilla" y publica la novela Diario de un emigrante. En 1.959 publica la novela La hoja roja.
Nuestro autor, en esta larga reflexión que traemos aquí junto a su biografía, analiza en este punto las servidumbres del hombre moderno:
"HOMBRES ENCADENADOS

Para nuestra desgracia, el culatazo del progreso no sólo empaña la brillantez y eficacia de las conquistas de nuestra era. El progreso comporta -inevitablemente, a lo que se ve- una minimización del hombre. Errores de enfoque han venido a convertir al ser humano en una pieza más -e insignificante- de este ingente mecanismo que hemos montado. La tecnocracia no casa con eso de los principios éticos, los bienes de la cultura humanista y la vida de los sentimientos.

En el siglo de la tecnología, todo eso no es sino letra muerta. La idea de Dios, y aun toda aspiración espiritual, es borrada en las nuevas generaciones -seguramente porque la aceptación de estos principios no enalteció a las precedentes- mientras los estudios de Humanidades, por ceñirme a un punto concreto, sufren cada día, en todas partes, una nueva humillación. Es un hecho que las Facultades de Letras sobreviven en los países más adelantados con las migajas de un presupuesto que absorben casi íntegramente las Facultades y Escuelas técnicas.

En este país se ha hablado de suprimir la literatura en los estudios básicos -olvidando que un pueblo sin literatura es un pueblo mudo- porque, al distraer unas horas al alumnado, distancia la consecución de unas cimas científicas que, conforme a los juicios de valor vigentes, resultan más rentables. Los carriles del progreso se montan, pues, sobre la idea del provecho, o lo que es lo mismo, del bienestar. Pero, ¿en qué consiste el bienestar? ¿Qué entiende el hombre contemporáneo por «estar bien»?

En la respuesta a estas interrogantes no es fácil el acuerdo. Ello nos desplazaría, por otra parte, a ese otro complejo problema de la ocupación del ocio. Lo que no se presta a discusión es que el «estar bien» para los actuales rectores del mundo y para la mayor parte de los humanos, consiste, tanto a nivel comunitario cómo a niveles individuales, en disponer de dinero para cosas. Sin dinero no hay cosas y sin cosas no es posible «estar bien» en nuestros días.

El dinero se erige así en símbolo e ídolo de una civilización. El dinero se antepone a todo; llegado el caso, incluso al hombre. Con dinero se montan grandes factorías que producen cosas y con dinero se adquieren las cosas que producen esas grandes factorías. El hecho de que esas cosas sean necesarias o superfluas es accesorio. El juego consiste en producir y consumir; de tal modo que en la moderna civilización, no sólo se considera honesto sino inteligente, gastar uno en producir objetos superfluos y emplear noventa y nueve en persuadirnos de que nos son necesarios.

Ante la oportunidad de multiplicar el dinero -insisto, a todos los niveles-, los valores que algunos seres aún respetamos, son sacrificados sin vacilación. Entre la supervivencia de un bosque o una laguna y la erección de una industria poderosa, el hombre contemporáneo no se plantea problemas: optará por la segunda. Encarados a esta realidad, nada puede sorprendernos que la corrupción se enseñoree de las sociedades modernas. El viejo y deplorable aforismo de que cada hombre tiene su precio alcanza así un sentido literal, de plena y absoluta vigencia, en la sociedad de nuestros días.

Esta tendencia arrolladora del progreso se manifiesta en todos los terrenos. Yo recuerdo que allá por los años 50, un ridículo concepto de la moral llevó a este país a la proscripción de las playas mixtas y la imposición del albornoz en los baños públicos para preservar a los españoles del pecado. Se trataba de una moral pazguata y atormentada, de acuerdo, pero, era la moral que oficialmente prevalecía. Fue suficiente, empero, el descubrimiento de que el desnudismo aportaba divisas para que se diera paso franco a la promiscuidad soleada y al «bikini». El dinero triunfaba también sobre la moral.

Y ¿qué decir de los trabajos rutinarios, embrutecedores, sobre los que se organiza hoy la gran industria?

La eficacia, la producción espectacular -o, lo que es lo mismo, el dinero- se antepone igualmente a la integridad y la dignidad humanas. Fabricar un hombre es una actividad infinitamente más sencilla y agradable que fabricar un automóvil, con lo que nunca ha de faltar el recambio para un hombre inutilizado. Sobre esta base, nace y se extiende la fabricación en serie, en cadena, dónde no cuentan más que los resultados. Las nobles advertencias de Charles Chaplin al respecto, en el primer tercio del siglo, es decir cuando aún era tiempo de reflexión, quedaron como una obra de arte, sin ninguna trascendencia práctica.

Así, paralelamente a la producción de cosas, se iban produciendo frustraciones también en cadena. La serie facilita una compensación pendular: si, por un lado, destruye al hombre al anular su amor por la obra bien hecha, por el otro, facilita la consecución de esa obra y esto, cerrar el ciclo, es lo que en definitiva interesa al orden económico de nuestro tiempo. El hecho de que la serie fabrique, de rechazo, hombres en serie y la cadena, hombres encadenados, no nos desazona porque no interrumpe la marcha del progreso.

Simultáneamente, el desarrollo exige que la vida de estas cosas sea efímera, o sea, se fabriquen mal deliberadamente, supuesto que el desarrollo del siglo XX requiere una constante renovación para evitar que el monstruoso mecanismo se detenga. Yo recuerdo que antaño se nos incitaba a comprar con insinuaciones macabras cuando no aterradoramente escatológicas: «Este traje le enterrará a usted», «Tenga por seguro que esta tela no la gasta».

Hoy no aspiramos a que ningún traje nos entierre, en primer lugar porque la sola idea de la muerte ya nos estremece y, en segundo, porque unas ropas vitalicias podrían provocar el gran colapso económico de nuestros días.

Con la superfluidad es, por tanto, la fungibilidad la nota característica de la moderna producción, porque, ¿qué sucedería el día que todos estuviéramos servidos de objetos perdurables? La gran crisis, primero, y, después el caos. Apremiados por esta exigencia, fabricamos, intencionadamente, telas para que se ajen, automóviles para que se estropeen, cuchillos para que se mellen, bombillas para que se fundan.

Es la civilización del consumo en estado puro, de la incesante renovación de los objetos -en buena parte, innecesarios- y, en consecuencia, del desperdicio. Y no se piense que este pecado -grave sin duda- es exclusivo del mundo occidental puesto que, si mal no recuerdo, Kruschev declaraba en sus horas altas de 1955 que la meta soviética era alcanzar cuanto antes el nivel de consumo americano. El primer ministro ruso venía a reconocer así que si el delirio consumista no había llegado a la URSS no era porque no quisiera sino porque no podía. Sus aspiraciones eran las mismas.

En rigor, ambas sociedades, la oriental y la occidental, no son fundamentalmente diferentes, en este punto.

Aceptado lo antedicho, no parece gratuito afirmar que, salvo en unos millares de científicos y hombres sensibles repartidos por todo el mundo, el progreso se entiende hoy de manera análoga en todas partes. El desarrollo humano no es sino un proceso de decantación del materialismo sometido a una aceleración muy marcada en los últimos lustros.

Al teocentrismo medieval y al antropocentrismo renacentista ha sucedido un objeto-centrismo que, al eliminar todo sentido de elevación en el hombre le ha hecho caer en la abyeccíón y la egolatría."

10 de nov. 2007

El camino (2) Conocer al autor


Miguel Delibes nace el diecisiete de octubre de 1920 en Valladolid, concretamente en la calle Acera de Recoletos número 12. Estudia el bachillerato en los Hermanos La Salle y terminó el mismo al inicio de la Guerra Civil. En 1938, ante la inminencia de su movilización, se enrola voluntario como marinero en el crucero "Canarias". Al finalizar la contienda regresa a Valladolid. En 1940 termina la carrera de Comercio y comienza la de Derecho. El diez de octubre de 1941 ingresa como caricaturista en el periódico "El Norte de Castilla", periódico del cual llegara a ser director.
Nuestro autor continua, en su discurso de aceptación en la RAE, reflexionando sobre el hombre y su futuro:

" EL PROGRESO CONTRA EL HOMBRE

Todos estamos acordes en que la Ciencia aplicada a la tecnología ha cambiado, o seguramente sería mejor decir revolucionado, la vida moderna. En pocos años se ha demostrado que el ingenio del hombre, como sus necesidades, no tienen límites.

El espíritu de invención y el refinamiento de lo inventado arrumban objetos que hace apenas unos años nos parecían insuperables. En la actualidad disponemos de cosas que no ya nuestros abuelos, sino nuestros padres hace apenas cinco lustros hubieran podido imaginar. El cerebro humano camina muy de prisa en el conocimiento de su entorno. El control de las leyes físicas ha hecho posible un viejo sueño de la Humanidad: someter a la Naturaleza.

No obstante, todo progreso, todo impulso hacia delante comporta un retroceso, un paso atrás, lo que en términos cinegéticos, jerga que a mí me es muy cara, llamaríamos el culatazo. Y la Física nos dice que este culatazo es tanto mayor cuanto más ambicioso sea el lanzamiento. Esto presupone que tanto la técnica como la Química, como muchos remedios de botica, sabemos lo que quitan pero ignoramos lo que ponen, siquiera no se nos oculta que, en muchas ocasiones, el envés de aquéllas, sus aspectos negativos, se emparejan, cuando no superan, a los aspectos positivos.

Pongamos por caso el DDT. Este descubrimiento alivió, como es sabido, a los soldados de la Segunda Guerra Mundial de la plaga de los parásitos y, una vez firmada la paz, su aplicación en la lucha contra la malaria y otras enfermedades tropicales confirmó su eficacia. La Humanidad no ocultó su entusiasmo; al fin estaba en camino de encontrar la panacea, el remedio para sus males. Bastaron, sin embargo, unos pocos años para descubrir la contrapartida, esto es, los efectos del culatazo.

Hoy, incluso los escolares de buena parte del mundo saben que este insecticida, en virtud de un proceso que ya nos resulta familiar se ha incorporado a los organismos animales sin excluir al hombre hasta el punto de que análisis de la leche de jóvenes madres efectuados por biólogos compañeros de mis propios hijos han demostrado que nuestros lactantes son amamantados, en proporción no desdeñable, con DDT. Los suecos, gente amante de las estadísticas, nos dicen que la leche de algunas madres de aquel país contiene un 70 % más de insecticida que el nivel tolerado por la Salubridad Pública para la leche de vaca.

Algo semejante cabría decir de algunas conquistas técnicas encaminadas a satisfacer los viejos anhelos de ubicuidad del hombre: automóviles, aviones, cohetes interplanetarios . Tales invenciones aportan, sin duda, ventajas al dotar al hombre de un tiempo y una capacidad de maniobra impensables en su condición de bípedo, pero, ¿desconocemos, acaso, que un aparato supersónico que se desplaza de París a Nueva York consume durante las seis horas de vuelo una cantidad de oxígeno aproximada a la que, durante el mismo tiempo, necesitarían 25.000 personas para respirar?

A la Humanidad ya no le sobra el oxígeno, pero es que, además, estos reactores desprenden por sus escapes infinidad de partículas que interfieren las radiaciones solares, hasta el punto de que un equipo de naturalistas desplazado durante medio año a una pequeña isla del Pacífico para estudiar el fenómeno, informó en 1970 al Congreso de Londres, que en el tiempo que llevaban en funcionamiento estos aviones, la acción del Sol luminosa y calorífica había decrecido aproximadamente en un 30 %, con lo que, de no adoptarse el oportuno correctivo, no se descartaba la posibilidad de una nueva glaciación.

Pero, ¿y la Medicina?, argüirán los optimistas. ¿También tiene usted alguna objeción que hacer al desarrollo de la Medicina? ¿No se ha doblado, en un breve lapso, el promedio de la vida humana? ¿No nos anuncian cada día los periódicos, con grandes titulares, nuevos triunfos sobre el dolor y la muerte? Esto es incontestable. He aquí un punto en el que negar el progreso sería negar la evidencia.

Las conquistas de la Medicina y la Higiene en el último período histórico no sólo son plausibles sino pasmosas. Las enfermedades infecciosas han sido prácticamente erradicadas y se han conseguido notables progresos en aquellas otras de origen genético. Todo esto, repito, es incuestionable.

Empero la contrapartida de estos éxitos también se da, y aunque parezca paradójico, deriva de su misma eficacia. La Medicina en el último siglo ha funcionado muy bien, de tal forma que hoy nace mucha más gente de la que se muere. La demografía, entonces, ha estallado, se ha producido una explosión literalmente sensacional. A una población estancada hasta el siglo XVII en 600 o 700 millones, ha sucedido un crecimiento lento pero inexorable, hasta conseguir, tras el descubrimiento de los antibióticos, doblarla en los últimos treinta años. Esto supone que, prescindiendo de posibles nuevos avances en este campo, y ateniéndonos al ritmo alcanzado, la población mundial se duplicará cada seis lustros, lo que equivale a decir que los 3.500 millones de personas de 1970, se convertirán en 56.000 antes de finalizar el siglo XXI, esto es, si no yerro en la cuenta, la población actual, más o menos, multiplicada por catorce.

La pregunta irrumpe sin pedir paso: ¿va a dar para tantos la despensa? Si este progreso del que hoy nos jactamos no ha conseguido atenuar el hambre de dos tercios de nuestros semejantes, ¿qué se puede esperar el día, que muy bien pueden conocer nuestros nietos, en que por cada hombre actual haya catorce sobre la Tierra?

La Medicina ha cumplido con su deber; pero al posponer la hora de nuestra muerte, viene a agravar, sin quererlo, los problemas de nuestra vida. La Medicina, pese a sus esfuerzos, no ha conseguido cambiarnos por dentro; nos ha hecho más pero no mejores. Estamos más juntos -y aún lo estaremos más- pero no más próximos."


8 de nov. 2007

El camino (1) Conocer al autor

El autor en su despacho

Miguel Delibes fue nombrado académico de la Real Academía de la Lengua el 1 de febrero 1973 pero no tomó posesión de su sillón, "e" minúscula, que había dejado vacante el fallecido historiador Julio Guillén, hasta el día 25 de mayo de 1975 porque en 1974 muere su esposa Ángeles, acontecimiento que lo sumió en una larga depresión.
El discurso de aceptación lo título: "El sentido del progreso desde de mi obra" y fue contestado por el académico Julián Marías. El discurso arranca con un:
"MI CREDO

Cuando escribí mi novela El camino, donde un muchachito, Daniel el Mochuelo, se resiste a abandonar la vida comunitaria de la pequeña villa para integrarse en el rebaño de la gran ciudad, algunos me tacharon de reaccionario. No querían admitir que a lo que renunciaba Daniel el Mochuelo era a convertirse en cómplice de un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional.

Posteriormente mi oposición al sentido moderno del progreso y a las relaciones Hombre-Naturaleza se ha ido haciendo más acre y radical hasta abocar a mi novela Parábola del náufrago, donde el poder del dinero y la organización -quintaesencia de este progreso- termina por convertir en borrego a un hombre sensible, mientras la Naturaleza mancillada, harta de servir de campo de experiencias a la química y la mecánica, se alza contra el hombre en abierta hostilidad. En esta fábula venía a sintetizar mi más honda inquietud actual, inquietud que, humildemente, vengo a compartir con unos centenares -pocos- de naturalistas en el mundo entero. Para algunos de estos hombres la Humanidad no tiene sino una posibilidad de supervivencia, según declararon en el Manifiesto de Roma: frenar su desarrollo y organizar la vida comunitaria sobre bases diferentes a las que hasta hoy han prevalecido.

De no hacerlo así, consumaremos el suicidio colectivo en un plazo relativamente breve. Su razonamiento es simple. La industria se nutre de la Naturaleza, y la envenena y, al propio tiempo, propende a desarrollarse en complejos cada vez más amplios, con lo que día llegará en que la Naturaleza sea sacrificada a la tecnología. Pero si el hombre precisa de aquélla, es obvio que se impone un replanteamiento. Nace así el Manifiesto para la Supervivencia, un programa que, pese a sus ribetes utópicos, es a juicio de los firmantes la única alternativa que le queda al hombre contemporáneo. Según él, el hombre debe retornar a la vida en pequeñas comunidades autoadministradas y autosuficientes, los países evolucionados se impondrán el «desarrollo cero» y procurarán que los pueblos atrasados se desarrollen equilibradamente sin incurrir en sus errores de base.
(recordamos que el discurso es del año 1975)

Esto no supondría renunciar a la técnica, sino embridarla, someterla a las necesidades del hombre y no imponerla como meta. De esta manera, la actividad industrial no vendría dictada por la sed de poder de un capitalismo de Estado ni por la codicia veleidosa de una minoría de grandes capitalistas. Sería un servicio al hombre, con lo que automáticamente dejarían de existir países imperialistas y países explotados. Y, simultáneamente, se procuraría armonizar naturaleza y técnica de forma que ésta, aprovechando los desperdicios orgánicos, pudiera cerrar el ciclo de producción de una manera racional y ordenada.

Tales conquistas y tales frenos, de los cuales apenas se advierten atisbos en los países mejor organizados, imprimirían a la vida del hombre un sentido distinto y alumbrarían una sociedad estable, donde la economía no fuese el eje de nuestros desvelos y se diese preferencia a otros valores específicamente humanos.

Esto es, quizá, lo que yo intuía vagamente al escribir mi novela El camino en 1949, cuando Daniel, mi pequeño héroe, se resistía a integrarse a una sociedad despersonalizada, pretendidamente progresista, pero, en el fondo, de una mezquindad irrisoria. Y esta intuición, cuyos principios, auténticamente revolucionarios, fueron luego formulados por un plantel respetable de sabios humanistas, es lo que indujo a algunos comentaristas a tachar de reaccionaria mi postura. Han sido suficientes cinco lustros para demostrar lo contrario, esto es, que el verdadero progresismo no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo, ni en fabricar cada día más cosas, ni en inventar necesidades al hombre, ni en destruir la Naturaleza, ni en sostener a un tercio de la Humanidad en el delirio del despilfarro mientras los otros dos tercios se mueren de hambre, sino en racionalizar la utilización de la técnica, facilitar el acceso de toda la comunidad a lo necesario, revitalizar los valores humanos, hoy en crisis, y establecer las relaciones Hombre-Naturaleza en un plano de concordia.

He aquí mi credo y, por hacerlo comprender, vengo luchando desde hace muchos años. Pero, a la vista de estos postulados, ¿es serio afirmar que la actual orientación del progreso es la congruente? Si progresar, de acuerdo con el diccionario, es hacer adelantamientos en una materia, lo procedente es analizar si estos adelantamientos en una materia implican un retroceso en otras y valorar en qué medida lo que se avanza justifica lo que se sacrifica.

El hombre, ciertamente, ha llegado a la Luna pero en su organización político-social continúa anclado en una ardua disyuntiva: la explotación del hombre por el hombre o la anulación del individuo por el Estado. En este sentido no hemos avanzado un paso. Los esfuerzos inconexos de algunos idealistas -Dubcek 1968 y Allende 1973- no han servido prácticamente de nada. A pesar de nuestros avances de todo orden en política, la experimentación constituye un privilegio más de los fuertes. Perfil semejante, aún más negativo, nos ofrece el tan cacareado progreso económico y tecnológico. El hombre, arrullado en su comfortabilidad, apenas se preocupa del entorno.

La actitud del hombre contemporáneo se asemeja a la de aquellos tripulantes de un navío que, cansados de la angostura e incomodidad de sus camarotes, decidieron utilizar las cuadernas de la nave para ampliar aquéllos y amueblarlos suntuosamente. Es incontestable que, mediante esta actitud, sus particulares condiciones de vida mejorarían, pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Cuántas horas tardaría este buque en irse a pique -arrastrando a culpables e inocentes- una vez que esos tripulantes irresponsables hubieran destruido la arquitectura general de la nave para refinar sus propios compartimientos?

He aquí la madre del cordero. Porque ahora que hemos visto suficientemente claro que nuestro barco se hunde -y a tratar de aclararlo un poco más aspiran mis palabras-, ¿no sería progresar el admitirlo y aprontar los oportunos remedios para evitarlo?

El hombre, obcecado por una pasión dominadora, persigue un beneficio personal, ilimitado e inmediato y se desentiende del futuro. Pero, ¿cuál puede ser, presumiblemente, ese futuro? Negar la posibilidad de mejorar y, por lo tanto, el progreso, sería por mi parte una ligereza; condenarlo, una necedad. Pero sí cabe denunciar la dirección torpe y egoísta que los rectores del mundo han impuesto a ese progreso.

Así, quede bien claro que cuando yo me refiero al progreso para ponerlo en tela de juicio o recusarlo, no es al progreso estabilizador y humano -y, en consecuencia, deseable- al que me refiero, sino al sentido que se obstinan en imprimir al progreso las sociedades llamadas civilizadas. "

7 de nov. 2007

Madame Bovary (y 8),La obra



Madame Bovary
de
Gustave Flaubert

Si hemos de destacar alguna cosa sobre las demás de esta obra, ésta tiene que ver con la riqueza del lenguaje y la precisión de las descripciones. Flaubert, con precisión de cirujano y una encomiable frialdad en la descripción y desarrollo de sus criaturas de ficción, se esfuerza en cincelar transcripciones por entero objetivas, desapasionadas. En la novela abundan los pasajes que son descritos como si se tratara de una cámara de cine que planea lentamente sobre los distintos escenarios destacando ciertos detalles mientras que oculta otros. La prosa de Flaubert nos va envolviendo a la vez que muestra la realidad que nos quiere destacar. Los detalles marcan el tono, el ambiente y el desenlace de la obra. La profusa descripción de los mismos pauta el desarrollo de las acciones, las conversaciones, los diálogos, la arquitectura, los bailes, el vestuario. El conjunto es una novela rica y compleja, donde cada detalle marca el todo y no sobra absolutamente nada.

La riqueza del lenguaje tiene un papel central en esta novela. Flaubert trabaja con las palabras, busca el término exacto, justo hasta asegurarse de haber logrado el efecto esperado. Sus frases no sólo pretenden comunicar una idea, sino que buscan un efecto de agradable sonoridad- la novela se debería leer en voz alta-. El ritmo de la escritura trata de mantener una consonancia íntima con la dimensión afectiva de los personajes.

Veamos un ejemplo de todo ello:

Capítulo 9 de la Primera parte

"Con frecuencia, cuando Carlos salía, Emma iba a buscar en el armario, entre los dobleces de la ropa blanca donde la había dejado, la cigarrera de seda verde.
La miraba, la abría y hasta aspiraba el olor del forro, una mezcla de verbena y de tabaco. ¿De quién sería?... Del vizconde. Quizás era un regalo de su amante. Habría bordado aquello en un bastidor de palisandro, un mueble monísimo que se escondía de todos los ojos, que había ocupado muchas horas y sobre el que habían caído los flojos bucles de la bordadora pensativa. Entre las mallas del cañamazo había pasado un soplo de amor; cada puntada de la aguja había fijado allí una esperanza o un recuerdo, y todos aquellos hilos entrelazados no eran más que la continuidad de la misma pasión silenciosa. Y después, una mañana, el vizconde la llevó a su casa. ¿De qué habrían hablado cuando la cigarrera estaba sobre las chimeneas de ancha campana, entre los jarrones de flores y los relojes Pompadour? Ella estaba en Tostes. Él estaba ahora en París; ¡tan lejos! ¿Cómo era aquel París? ¡Qué nombre tan desmesurado! Emma se lo repetía a media voz, saboreándolo; sonaba en sus oídos como la campana de una catedral; resplandecía a sus ojos hasta la etiqueta de sus tarros de pomada.
Por la noche, cuando los pescaderos pasaban en sus carros bajo las ventanas cantando la «Marjolaine», se despertaba; y, escuchando el ruido de las ruedas ferradas que, a la salida del país, se amortiguaba enseguida sobre la tierra:
« ¡Mañana estarán allí!», se decía.
Los seguía con el pensamiento, subiendo y bajando cuestas, atravesando pueblos, avanzando de prisa por la carretera general a la claridad de las estrellas. A una distancia indeterminada, siempre había un lugar confuso donde expiraba su sueño.
Se compró un plano de París y, con la punta del dedo, iba de un lado a otro de la capital. Subía por los bulevares, parándose en cada esquina, entre las líneas de las calles, ante los cuadrados blancos que figuran casas. Hasta que se le cansaban los ojos, cerraba los párpados y veía en las tinieblas cómo se torcían al viento los faroles de gas, con estribos de calesas, que se bajaban con gran ruido ante el peristilo de los teatros.
Se suscribió a «La Corbeille», periódico para mujeres, y a «Le Sylphe des Salons». Devoraba, sin saltar nada, todas las reseñas de los estrenos teatrales, de las carreras y de las fiestas de sociedad, se interesaba por el debut de una cantante, por la apertura de una tienda. Sabía las modas nuevas, la dirección de los buenos sastres, los días de Bois o de Ópera. Estudió en Eugéne Sue descripciones de muebles y decoraciones; leyó a Balzac y a George Sand tratando de satisfacer imaginariamente sus ansias personales. Hasta a la misma mesa llevaba el libro, y volvía las hojas mientras Carlos comía y le hablaba. En sus lecturas le venía siempre el recuerdo del vizconde. Hacía comparaciones entre él y los personajes inventados. Pero el círculo que le tenía a él por centro se iba ensanchando poco a poco, y aquella aureola que tenía se iba apartando de su rostro y extendiéndose más allá para iluminar otros sueños.
París, más grande que el océano, espejeaba así a los ojos de Emma en una atmósfera bermeja. Pero la vida numerosa que se agitaba en aquel tumulto estaba dividida por partes, clasificada en cuadros distintos. Emma no veía más que dos o tres, que le ocultaban todos los demás y que representaban por sí solos la humanidad completa. El mundo de los embajadores se movía sobre suelos lustrosos, en salones con las paredes cubiertas de espejos, en torno a unas mesas ovaladas con tapetes de terciopelo ribeteados de oro. Se veían allí vestidos de cola, grandes misterios, angustias disimuladas bajo sonrisas. Luego venía la sociedad de las duquesas: aquí las personas eran pálidas; se levantaban a las cuatro; las mujeres, ¡pobres ángeles!, llevaban encaje inglés en las enaguas, y los hombres, capacidades desconocidas bajo unas apariencias fútiles, reventaban sus caballos en excursiones, iban a pasar a Badén la temporada estival, y por fin, hacia los cuarenta, se casaban con herederas ricas. En los reservados de los restaurantes donde se cena después de media noche, a luz de las bujías, reía la multitud abigarrada de literatos y de actrices. Aquéllos eran pródigos como reyes, llenos de ambiciones ideales y delirios fantásticos. Era una vida por encima de las demás vidas, entre cielo y tierra, en las tempestades, una cosa sublime. En cuanto al resto de la gente, estaba perdida, sin lugar preciso y como inexistente. Por otra parte, cuanto más cercanas las cosas, más se apartaba de ellas su pensamiento. Todo lo que la rodeaba en su inmediato contorno, campo aburrido, pequeños burgueses imbéciles, mediocridad de la existencia, le parecía una excepción en el mundo, un azar particular en el que ella se encontraba presa, mientras que más allá se extendía hasta perderse de vista el inmenso país de las felicidades y de las pasiones. En su deseo, confundía las sensualidades de lujo con los goces del corazón, la elegancia de las costumbres con las delicadezas del sentimiento. ¿Acaso no requería el amor, como las plantas indias, terrenos preparados, una temperatura especial? Los suspiros a la luz de la luna, los largos abrazos, las lágrimas que corren sobre las manos que se abandonan, todas las fiebres de la carne y las languideces de la ternura no se separaban, pues, del balcón de los grandes palacios que están llenos de placenteros ocios, de un camarín con cortinas de seda, con una alfombra muy espesa, de los maceteros con hermosas plantas, una cama sobre un estrado, ni del centelleo de las piedras preciosas y de los galones de la librea."

5 de nov. 2007

Exposición Juan Mesa

El autor y su obra
Hoy ha tenido lugar la inauguración de la exposición "Aigües 1000", del colectivo de artistas de nuestra ciudad Aula9, del cual forma parte nuestro amigo Juan. El acto se ha desarrollado en el Centre Cultural de Ripollet y podrá contemplarse hasta el día 29 de noviembre.


Juan ha participado con la obra que podeís ver y que tiene por nombre "Arcoiris"

A continuación os mostramos el desarrollo creativo de la obra y una pequeña reseña de quiénes son Aula9.


"Arcoiris in progress"










"Aula9 és un col•lectiu heterogeni, format per artistes de molt diversos signes, orígens, edats i formació.
Escultors, pintors, arquitectes, fotògrafs, professionals i amateurs, segons les circumstàncies, la disponibilitat i les motivacions, s’apleguen aleatòriament per endegar un projecte quan aquest pren cos, fruit de la proposta de qualsevol dels seus membres.

Donada la importància que l’aigua té per la vida en general, i per la de l’ésser humà en particular, Aula9 ha decidit centrar en aquest element el projecte “Aigües 1000”.

Aula9, en abordar “Aigües 1000”, no pretén vertebrar cap discurs concret tancat, per tal de no limitar la infinitat d’interpretacions que aquest permet.
Prefereix deixar les portes obertes de bat a bat a qualsevol mena de reflexió, a fi i efecte d’aconseguir el màxim de lectures possibles envers l’aigua, tant en l’àmbit conceptual com en l’estrictament tècnic.

Per aquest projecte concret Aula9 compta amb ……………. dels seus membres, que aporten diverses de les múltiples visions que l’aigua els suggereix. A més de l’aigua com a leitmotiv, l’únic compromís que han adquirit entre ells a l’hora de treballar, és el termini d’acabament i el número d’obres a realitzar. La resta corre a càrrec de cadascú amb absoluta independència.

Cinc escultors, l’Anna Duran, l’Anna Riverola, el Francisco Manuel Fernández, Juan Mesa i la María José Codosero, un arquitecte, el Casimiro Gil, tres fotògrafs, el Tito Vera, el Francesc Farran i Marià Martín, dos pìntors, la Jimena Lucas i el Josep Madaula, ………………………
……………………….…………………. són l’Aula9 d’Aigües 1000”.