29 d’ag. 2017

migrantes

“2 de agosto de 1945

                ¡Qué daño no me ha hecho, en nuestro mundo cerrado, el no ser de ninguna parte!  El llamarme como me llamo,  con nombre y apellido que lo mismo puede ser de un país que de otro… En estas horas de nacionalismo cerrado, el haber nacido en París, y ser español, tener padre español nacido en Alemania, madre parisina, pero de origen también alemán, pero de apellido eslavo, y hablar con ese acento francés que desgarra mi castellano, ¡qué daño no me ha hecho! El agnosticismo de mis padres –librepensadores– en 5 un país católico como España, o su prosapia judía, en un país antisemita como Francia, ¡qué disgustos no me ha acarreado! ¡Qué vergüenzas!

20 de julio de 1955

Ése que oye, ése que habla, es el Extranjero; ése que piensa también es el Extranjero, aunque no lo creas: ése es Extranjero. El que nunca está en su casa, el que no tiene casa, el que no puede tener casa, ése es el Extranjero. El que no eres tú. (Aunque le estés viendo en el espejo, y parece que te esté mirando. No te ve, ciego, tú le ves. Ése es el Extranjero.) No importa que le nieguen o le den. Nada es suyo, vive de prestado, le prestan la tierra, la casa, el vestido, el entendimiento. Pero no le fían, no se fían: es extranjero.”
Max Aub
Diarios


27 d’ag. 2017

l'escriptora del mes


“En sus cuatro libros, Jhumpa Lahiri (Londres, 1967) ha reflejado las dificultades de la comunidad india en Estados Unidos para encajar en su país de acogida. Desde Intérpretes de emociones, que le valió el premio Pulitzer, hasta La hondonada, la historia de dos hermanos, Udayan y Subhash, que toman caminos muy distintos.  El primero se compromete con el violento movimiento maoísta bengalí y el segundo,  políticamente indiferente, emigra a EEUU para doctorarse.  Udayan muere ejecutado por la policía y su hermano acaba casándose y llevando consigo a América a Gauri,  la mujer de este, embarazada.  Con el paso de los años, la relación con su hija no deseada, Bela, no será nada fácil. Con sus elecciones ambos hermanos demuestran ser, a su manera, como cualquier persona, «al mismo tiempo egoístas y desinteresados»

La emigración de los padres de Jhumpa Lahiri se parece a la experiencia de Subhash. «No tenían necesidad, lo hicieron para buscar nuevas oportunidades. La naturaleza de esta elección crea cierta ambivalencia, cierto sentido de culpa.  Creo que la emigración india en EEUU tiende a tener una relación incómoda, a pensar en volver, a viajar a la India tan a menudo como pueden y mantener su relación con su cultura de una manera que resulta problemática para la segunda generación, que no entiende por qué insisten tanto en mantener la lengua, la cultura, la comida, no dar a sus hijos nombres americanos... Los padres quieren las dos cosas, estar allí y estar allá».

Ese es el caso de Jhumpa Lahiri. «No tengo raíces reales en ninguna parte.  Es difícil para mí sentirme americana. Ser plenamente americana era para mí como una traición».  Una inseguridad que puede ser fértil creativamente pero difícil de gestionar, como escritora, a la hora de relacionarse con su lengua literaria. «El bengalí era una lengua que no hablaba fuera de la familia. Era como un lenguaje secreto que solo hablábamos entre mis padres y yo, y eso le daba una naturaleza emocional muy especial.  Lo irónico es que mi inglés es mucho más perfecto que mi bengalí,  pero no confío en él.  Es una lengua extranjera.  Pero el bengalí también lo es... Para mí es una lengua oral, no sé escribirla. Soy una escritora que no pertenece en realidad a ninguna lengua».

Pero todo cambia, explica, como sucede con los personajes de su novela, cuando llega una nueva generación. «Tengo un hijo y una hija que se sienten muy enraizados en Estados Unidos, en Brooklyn: es su hogar, se sienten vinculados anímicamente, y eso me gusta. Es fascinante ver cómo reacciona la gente cuando tiene hijos. Tengo unos amigos catalanes en Massachusetts y sus dos hijas hablan español y catalán, vienen a ver a sus abuelos... pero no puedes negar que tus hijos pertenecen a allí. No puedes tener hijos en un país y esperar que sigan siendo leales a otro en el que nunca vivieron».

Para Lahiri tampoco fue fácil. Hablaba a su primer hijo en bengalí (y su marido, guatemalteco de origen griego y alemán, en castellano) hasta que en la escuela le pidieron que lo hiciera en inglés y,  madre primeriza,  accedió.  «Creo que fue un error», dice ahora.  Su segunda hija,  lamenta,  no sabe hablar ni bengalí ni castellano.

Desde hace dos años, vive en Roma con toda su familia. Ha mejorado su italiano hasta el punto de que ha empezado a escribir en esta lengua. «Pero hasta cierto punto una parte de mi motivación personal era comprender esta noción de ser realmente un extranjero, algo sobre lo que siempre he escrito pero que solo conocía de segunda mano a partir de la experiencia de mis padres.  Esta es la primera vez que me tengo que enfrentar realmente a los desafíos de vivir fuera de mi entorno habitual».

Ernest Alós
El Periódico
12/03/2014


23 d’ag. 2017

llibre del mes, 12

“Soy un refugiado, un ciudadano americano y un ser humano, cosa que me parece esencial afirmar ahora que al parecer son muchos los que consideran estas tres identidades irreconciliables. En marzo de 1975, mientras Saigón estaba a punto de caer, o al borde de la liberación —dependiendo del punto de vista desde el que cada uno lo vea—, me convertí en un refugiado y, como consecuencia de ello, mi condición humana quedó temporalmente suspendida.

Mi familia vivía en Buon Me Thuot, una población famosa por su café y por ser la primera en caer en manos de los comunistas.  Mi padre estaba en Saigón en viaje de negocios y mi madre no tenía manera de ponerse en contacto con él.  Así pues,  nos cogió a mi hermano de 10 años y a mí —que por aquel entonces tenía 4— y juntos emprendimos un viaje a pie de 184 kilómetros para llegar hasta el puerto más cercano, que estaba en Nha Trang (reconozco que a mí puede que me llevaran en brazos).  Por lo menos era cuesta abajo.  A diferencia de mi hermano,  yo era demasiado pequeño y no recuerdo a los paramilitares muertos que colgaban de los árboles.  Doy gracias a Dios por no ser capaz de acordarme de las escenas de terror y caos que sin duda deben vivirse cuando estás tratando de encontrar un bote en unas circunstancias así. Finalmente, conseguimos llegar a Saigón para reunirnos con mi padre y un mes después —cuando llegaron los comunistas— tuvimos que repetir la misma pelea desesperada para salvar nuestras vidas. Ese verano llegamos a Estados Unidos.

Pronto comprendí que en Estados Unidos —patria del mítico sueño americano— ser un refugiado es visto como algo contrario al espíritu nacional. El refugiado es una encarnación del miedo, del fracaso y de la huida. Muchos norteamericanos piensan que ellos no pueden convertirse en refugiados, aunque les parece perfectamente normal que algunos refugiados quieran convertirse en ciudadanos norteamericanos para dar un paso más en el camino hacia el paraíso.

Convertirse en un refugiado significa que el país del que procedes ha estallado y que, al hacerlo, se ha llevado consigo todo aquello que garantizaba tu humanidad: un gobierno eficaz, un cuerpo de policía que en su mayor parte no se dedica a asesinar a la gente, fuentes fiables de agua potable y suministros alimentarios, una red eficiente de alcantarillado (no conviene subestimar la importancia que tienen las redes de alcantarillado en lo que respecta a nuestra humanidad; los refugiados saben bien que vivir entre sus propios desechos es precisamente lo que confirma su condición infrahumana en tanto que despojos de la comunidad internacional).

Yo tuve más suerte que muchos refugiados, pero aún sigo aterrorizado por la experiencia. Después de llegar al campo que se había levantado en Fort Indiantown Gap (Pensilvania) con cuatro años, me separaron de mis padres y me llevaron a vivir con una familia de acogida de raza blanca. La teoría era, según creo, que las cosas serían más fáciles para mis padres si no tenían que ocuparse de mí. Aunque tal vez se debiera a que no había nadie dispuesto a acogernos a todos a la vez. Sea como fuere, ser separado de mi familia fue otra señal de que mi propia vida ya no estaba ni en mis manos ni en las de mis padres. Estaba a merced de unos extraños y tuve la enorme suerte de que fueran unas personas amables que todavía hoy se acuerdan de los alaridos que pegaba cuando me separaron de mi familia.

Igual que los sin techo, los refugiados son encarnaciones vivas de una posibilidad verdaderamente inquietante: que todos nuestros privilegios como seres humanos son en realidad bastante precarios y que nuestros hogares, nuestras familias y nuestros países se encuentran a tan solo una catástrofe de distancia de quedar completamente arrasados. Cuando vemos que los refugiados son internados en campos, cuando alguno de ellos se atreve incluso a exponer públicamente cómo de dormidas están nuestras conciencias, nuestra respuesta suele consistir en negarnos a reconocer que podamos ser como ellos y en hacer todo lo que está en nuestra mano para no asumir las responsabilidades que tenemos con ellos.

Nuestros mejores instintos nos han dicho siempre que lo correcto desde un punto de vista moral es ser hospitalarios, ayudar a los necesitados y compartir nuestros recursos. Las razones que nos inventamos para no hacer ninguna de estas cosas son simples racionalizaciones. Tenemos recursos suficientes para compartirlos con los refugiados, pero preferimos gastarlos en otras cosas. Somos capaces de vivir junto a extranjeros y personas diferentes, pero solemos sentirnos incómodos y no nos gusta esa sensación. Tememos que la gente diferente a nosotros vaya a matarnos y, por lo tanto, los alejamos de nosotros.

Nuestro destino como refugiados suele estar determinado por una serie de políticas dictadas por quienes diseñan también las operaciones militares. En mi caso, Estados Unidos lanzó más bombas sobre Vietnam, Laos y Camboya que sobre todo el continente europeo durante la Segunda Guerra Mundial. Estos bombardeos contribuyeron también a que el número de refugiados aumentara y, como consecuencia del sentimiento de culpa que esto produjo en los norteamericanos y de su furibundo anticomunismo, el Gobierno de Estados Unidos se vio obligado a acoger en 1975 a 150.000 vietnamitas.  A lo largo de la siguiente década, tuvieron que autorizar la llegada de cientos de miles más y de algunos refugiados de otras partes del sureste asiático. Estados Unidos hizo mucho más que los países vecinos, la mayor parte de los cuales se negaron a aceptar a los boat people, o se limitaron a reunirlos en campos a la espera de encontrar un país como Estados Unidos que quisiera acogerlos. Aceptar a estos refugiados fue la prueba de que Estados Unidos estaba dispuesto a pagar la deuda que había contraído con sus aliados survietnamitas y los refugiados,  por su parte,  se convirtieron en un recordatorio de lo horrible que es la vida bajo un régimen comunista. De nosotros se esperaba que nos mostráramos agradecidos por haber sido rescatados de una vida así, cosa que muchos de nosotros hicimos y seguimos haciendo.

Como escribí en mi novela El simpatizante [Seix Barral], “aun así, el mío era uno de aquellos casos desafortunados que suscitaban la pregunta de si el hecho de que yo necesitara la caridad americana no sería quizá consecuencia de que antes me habían suministrado ayuda esos mismos americanos”. Ya veis que soy un mal refugiado. Y lo soy porque no he podido evitar darme cuenta de que mi buena estrella fue tan solo el resultado de un golpe de suerte administrativo y de las políticas migratorias de Estados Unidos, en las que siempre se ha considerado a los asiáticos una minoría modélica. Si hubiera sido un haitiano en los setenta o en los ochenta —es decir, alguien negro y pobre—, no me habrían acogido jamás. Tampoco me acogerían hoy si fuera centroamericano, y eso a pesar de lo mucho que Estados Unidos ha desestabilizado esa región apoyando a regímenes dictatoriales y creando las condiciones adecuadas para una economía basada en el tráfico de drogas y sacudida por las guerras que ese tráfico genera.  Soy un mal refugiado porque insisto en ver las razones históricas que causan las olas de refugiados y también las que explican por qué se deniega el estatus de refugiado a determinadas poblaciones. Las autoridades norteamericanas han preferido categorizar a los centroamericanos como inmigrantes, lo cual impide que se cuestione el impacto que ha tenido la política internacional estadounidense sobre sus países de origen. El inmigrante es el extranjero que ha llegado a un país a través de los cauces adecuados.  El inmigrante es alguien que quiere desplazarse, a diferencia del refugiado, que es obligado a desplazarse. En comparación con el refugiado, el inmigrante es alguien maravilloso. Porque hace de Estados Unidos un lugar maravilloso. O un lugar grande. Se me ha olvidado cuál es la palabra apropiada. Sea como fuere, aquí están las famosas palabras que figuran al pie de la Estatua de la Libertad:

“¡Dádmelos a mí, los exhaustos, los pobres, / las masas hacinadas que anhelan respirar en libertad. / Los desventurados desechos de vuestras rebosantes playas, / enviádmelos a mí, todos esos desdichados y los que han sufrido el rigor de las tempestades! / ¡Yo elevo mi faro detrás de la puerta dorada!”.

Aunque esto no siempre ha sido verdad. La actual ola de xenofobia que se percibe en Estados Unidos y que se dirige contra los refugiados, los inmigrantes indocumentados —sus parientes más cercanos— e incluso también contra los inmigrantes legales, tiene raíces muy profundas. Los Estados Unidos de América se han levantado gracias al trabajo de los inmigrantes y siempre han estado dispuestos a acoger a los extranjeros, pero, como país, también son un producto del genocidio, la esclavitud y el colonialismo.

Estas dos caras de los Estados Unidos de América son contradictorias pero coexisten, como también ocurre en otras democracias liberales occidentales. Y así, a pesar de que en Estados Unidos el 51% de las nuevas empresas con un capital superior a los 1.000 millones de dólares han sido creadas por inmigrantes y de que todos los galardonados con el Premio Nobel en el año 2016 eran inmigrantes, el país les ha dado sistemáticamente la espalda.  Todo comenzó en el año 1882, cuando se prohibió la entrada a los ciudadanos de origen chino. La excusa entonces fue que representaban una amenaza de índole económica, moral, sexual e higiénica para los norteamericanos de raza blanca. Hoy esas razones nos resultan absolutamente ridículas.  Aunque deberían también permitirnos ver lo grotesco que es el miedo contemporáneo hacia los musulmanes: hay en él tanta irracionalidad como en el racismo con el que se trató a los inmigrantes chinos.  A través de diferentes iniciativas legislativas,  en 1924 se consiguió poner fin a la inmigración de personas que no pertenecieran a la raza blanca, y aunque la puerta volvió a abrirse lentamente con la revocación de la ley para la exclusión de la minoría china en 1943 (momento a partir del cual se permitió la entrada de 105 inmigrantes de origen chino al año), Estados Unidos no abrazó una política migratoria completamente abierta hasta la aprobación de la ley de inmigración en 1965.

Estados Unidos quedó definido por esa ley,  gracias a la cual llegaron hasta sus ciudades una gran cantidad de inmigrantes asiáticos y latinoamericanos que transformaron por completo el país (y para bien, porque sin ellos la comida en Estados Unidos sería tan horrorosa como en la Inglaterra previa a la aparición de flujos migratorios).  Pero los prejuicios siguen existiendo.  Se dejan ver por ejemplo en la corriente de opinión contraria a los inmigrantes indocumentados. Quienes se oponen a ellos insisten en que debemos dar preferencia a los inmigrantes legales, pero sospecho que una vez se haya expulsado a los indocumentados, estas personas tan sensatas empezarán a decirnos que hay demasiados inmigrantes en general.

En realidad, mi familia es el perfecto ejemplo del tipo de minoría modélica que puede servir para refutar este argumento.  Mis padres se convirtieron en respetables comerciantes.  Mi hermano fue a Harvard tan solo siete años después de llegar a Estados Unidos sin saber una palabra de inglés.  Yo he ganado el Premio Pulitzer.  Podríamos aparecer en uno de esos carteles que nos hablan sobre cómo contribuyen los inmigrantes a hacer de Estados Unidos un gran país. Y en cierta forma, lo hacemos.  Pero no tendría que ser necesario triunfar de esta manera para ser aceptado. Que los inmigrantes indocumentados o legales no sean todos ellos potenciales multimillonarios no es motivo suficiente para excluirlos socialmente. ¿Qué hay de malo en que su destino sea que los expulsen del instituto y se pongan a trabajar como cajeros en un establecimiento de comida rápida?  En lo único que los convierte eso es en seres humanos iguales al norteamericano medio, y tal vez me equivoque, pero nadie parece estar hablando de deportar a los norteamericanos medios.

Los norteamericanos o europeos medios para quienes los inmigrantes representan una amenaza laboral son incapaces de ver que los verdaderos culpables de su difícil situación son la clase empresarial y todos aquellos que sacan tajada y están encantados de que quienes lo están pasando mal se enfrenten entre sí. Los intereses económicos de las minorías rechazadas y de la clase media que vive aterrorizada son los mismos, pero son muchos los que no pueden verlo a consecuencia del pánico que sienten hacia el diferente, el refugiado y el inmigrante. En sus manifestaciones más descarnadas, esta actitud es puro racismo. En sus manifestaciones más contenidas, suele adoptar la forma de un discurso en torno a la defensa de nuestras culturas de acuerdo con el cual la pobreza es preferible a la impureza étnica. Este miedo es una fuerza poderosísima que hasta a mí, debo admitirlo, me tiene asustado.

Pero entonces me acuerdo de mis padres, que eran más jóvenes que yo cuando lo perdieron todo y se convirtieron en refugiados. Y no puedo evitar recordar cómo, después de establecernos en San José (California) y de que mis padres abrieran una tienda de productos vietnamitas en el decadente centro de la ciudad, en el escaparate de uno de los establecimientos vecinos alguien puso un cartel donde podía leerse: “Otro americano expulsado de su negocio por los vietnamitas”. Pero, por muy asustados que estuvieran, mis padres no cedieron al miedo. Y pienso también en mi hijo —que tiene más o menos la misma edad que yo tenía cuando me convertí en un refugiado— y, aunque no quiero que esté asustado, sé que lo estará. Lo importante es que tenga la valentía suficiente para superar ese miedo. Y la manera de superarlo consiste en exigir que Estados Unidos sea el país que debe ser y puede ser: un país capaz de soñar con la mejor versión de sí mismo.”

 “Estados Unidos y yo”
Viet Thanh Nguyen
El País Semanal
18/08/2017


Viet Thanh Nguyen, escriptor nord-americà, d'origen vietnamita. Va obtenir el Premi Pulitzer d'Obres de Ficció de l'any 2016.

Nascut a Ban Me Thuot (Vietnam), el 1971, amb quatre anys d'edat, va arribar amb la seva família als Estats Units, com a refugiat. Va viure un temps amb una família d'acollida i després es va poder tornar a reunir amb els seus pares i el seu germà gran. Vivien a l'oest de San José (Califòrnia) i els seus pares portaven una botiga de queviures asiàtics. Nguyen es va graduar, amb honors, a la Universitat de Califòrnia a Berkeley en anglès i estudis ètnics, l'any 1992. I, el 1997, va obtenir el premi de doctorat per la mateixa universitat. Després va acceptar un lloc com a professor d'estudis americans i de l'origen ètnic a la Universitat del Sud de Califòrnia. L'any 2016 va rebre el Premi Pulitzer d'Obres de Ficció per la novel·la The Sympathizer. Acaba de publicar el recull de contes The Refugees, amb històries sobre els refugiats vietnamites als Estats Units.


font :Viquipèdia

21 d’ag. 2017

llibre del mes, 11



“Mi madre tenía preocupaciones más urgentes. Además de la calidad y cantidad de la comida, le inquietaba el tiempo: habían previsto una nevada para esa noche, y por entonces ni mis padres ni sus amigos tenían coche. La mayoría de los invitados, incluido tú, vivía a menos de un cuarto de hora a pie, bien en los barrios que había detrás de Harvard, bien justo al otro lado del puente de Mass Avenue. Pero algunos vivían más lejos, y venían en autobús o en metro desde Malden, Medford o Waltham. «Supongo que el doctor Choudhuri puede llevar a la gente en coche a su casa», comentó acerca de tu padre mientras me desenredaba el pelo. Tus padres, a diferencia de los míos, eran un poco mayores, emigrantes curtidos.  Se habían marchado de la India en 1962, antes de que cambiasen las leyes que daban la bienvenida a los estudiantes extranjeros. Mientras que mi padre y los demás hombres seguían pasando exámenes, el tuyo ya tenía un doctorado e iba a su trabajo, en una empresa de ingeniería, en Andover, conduciendo su propio coche, un Saab plateado con asientos envolventes. A mí me habían llevado a casa en ese automóvil muchas noches, cuando alguna fiesta se prolongaba hasta tarde y yo acababa dormido en una cama ajena.

Nuestras madres se conocieron cuando la mía estaba embarazada. Aún no lo sabía; de pronto se sintió mareada y se sentó en un banco en un parquecillo. Tu madre estaba encaramada a un columpio, meciéndose suavemente mientras tú planeabas por encima de ella, cuando reparó en una joven bengalí con sari que llevaba bermellón en el pelo. « ¿Se encuentra usted bien?»,  le preguntó tu madre con una fórmula de cortesía. Te dijo que te bajaras del columpio y luego ella y tú acompañasteis a mi madre a casa. Fue durante aquel paseo cuando tu madre sugirió que tal vez la mía estuviese embarazada. Se hicieron amigas de inmediato y empezaron a pasar el día ¡untas mientras nuestros padres estaban trabajando. Hablaban de la existencia que habían dejado atrás, en Calcuta: la hermosa casa de tu madre en Jodhpur Park, con hibiscos y rosales que florecían en la azotea, y el modesto piso de mi madre en Makiktala, encima de un mugriento restaurante punjabí, donde vivían siete personas en tres habitaciones pequeñas.  En Calcuta probablemente hubiesen tenido pocas ocasiones de coincidir. Tu madre iba a un colegio de monjas y era hija de uno de los abogados más importantes de la ciudad, un anglófilo que fumaba en pipa y era miembro del Saturday Club.  El padre de mi madre trabajaba en Correos, y ella no comió en una mesa ni se sentó en un inodoro hasta que vino a América. Esas diferencias carecían de importancia en Cambridge, donde las dos estaban solas por igual. Aquí iban a hacer la compra juntas y se quejaban de sus maridos y cocinaban en nuestra cocina o la vuestra, dividiendo los platos para nuestras respectivas familias una vez que habían terminado. Hacían punto juntas y se intercambiaban las labores cuando una de las dos se aburría. Al nacer yo, tus padres fueron los únicos amigos que fueron a la maternidad. Me dieron de comer en tu antigua trona, me paseaban por las calles en tu viejo cochecito. “


Tierra desacostumbrada
Jhumpa Lahiri
Salamandra, 2010
Pág. 238-239




“La imagen de Aylan, el pequeño niño kurdo muerto a orillas del mar Mediterráneo en 2015, conmocionó al mundo por la impasividad de la comunidad internacional ante una guerra que desangra Oriente Próximo. El desierto del Sahara, sin embargo, sirve de fosa común a centenares de Aylanes sin que la impavidez de los actores internacionales ruborice a la gran mayoría. Un número inexacto de rostros invisibles yace bajo la arena africana tras sucumbir a muros imaginarios y otrora inimaginables que acortaron su travesía. Europa se repliega por el Este con acuerdos como el de Turquía, pero también por el sur, donde se esfuerza a base de inversiones millonarias en controlar los flujos en circulación por el Sahel.

La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) estima que cerca del 90% de las personas llegadas a Libia transitarán por Níger este año, en un momento de revitalización de la ruta marítima desde el país magrebí, en la que ya han muerto alrededor de 3.000 personas en lo que va de año, los peores datos conocidos en un periodo tan corto de tiempo. El país saheliano se convierte así en un enclave de importancia geoestratégica, vital para Europa y prioritario en su lucha contra la migración irregular y el tráfico de personas. Por eso, precisamente, es el mayor beneficiario del mundo en ayuda europea por habitante en 2016, según el embajador de la UE en el país, Raul Mateus.

La Unión Europea es el principal socio del considerado país más vulnerable del planeta, según la ONU, y trabaja para “crear condiciones de vida dignas, desmantelar el tráfico y controlar las fronteras”, apunta su representante. Níger funciona así como el nuevo confín de la fortaleza cada día menos fuerte de Europa.  Si antes fueron Gaddafi y otros dirigentes autoritarios quienes se abonaron a la rentabilidad de erigirse como gendarmes de las migraciones, ahora nuevos cabecillas aprehendieron la elección, conscientes de su progresiva relevancia y de las necesidades de sus pueblos maltratados, histórica y paradójicamente, por los que ahora se presentan como financiadores ansiosos de barreras.

El Gobierno de Níger reclama más de 1.000 millones de euros para luchar contra la migración clandestina, mientras la Unión Europea ya desembolsó el pasado año 1.150 millones de euros,  gran parte destinada a combatir los desplazamientos clandestinos.  El máximo objetivo del viejo continente, en palabras de su embajador, es “dar alternativas a la gente para que pueda quedarse y no caigan en el anzuelo de los extremistas”. La perspectiva de desarrollo y seguridad guía la tarea de la Unión en un contexto de inestabilidad regional y expansión de grupos yihadistas tanto en el norte como en el sur del territorio, con ataques casi diarios del temido Boko Haram, y la fuerte y rápida penetración de la ideología salafista en toda la zona. Para enfrentarse al reto, Europa acaba de renovar el mandato de su misión civil de refuerzo y formación de operativos contra células terroristas. A su vez, trabaja también con la OIM para sensibilizar a favor de una migración “regular” y proyectos de retorno y reinserción en el país de origen. La responsable de programas de la organización en Níger, Fatou Ndiaye, asegura que dan asistencia a quienes lo necesitan, respetando el derecho universal a la circulación, y basándose, por tanto, “en la voluntad individual” a adherirse a sus acciones.

El esfuerzo internacional, explicitado en la Cumbre europea de la Valeta en 2015, para disuadir y frenar los flujos a través del fomento del desarrollo es diáfano, aunque el axioma es rebatible. Algunas dudas afloran en una mesa redonda en Niamey, donde actores de la sociedad civil nigerina, como Radio Alternative,  defienden la libre circulación de personas y reclaman el cumplimiento de los protocolos regionales e internacionales que la estipulan. Otros, como el responsable de migraciones de la cooperación suiza, Serge Oumow, cuestionan la máxima extendida de pensar que “cuanto más desarrollo existe, se producen menos migraciones”. Buena parte de la bibliografía académica sustentan su teoría al enmarcar los flujos en variables amplias más allá de aspectos económicos y de seguridad. También lo hacen intelectuales como el burkinés Antoine Sawadogo, quien pide a los organismos “no temer a la migración, sino acompañarla”. Las complejidades de los procesos migratorios se ejemplifican en los titulares diarios que certifican el único proverbio confirmado hasta ahora: la historia de la humanidad se basa en las migraciones y ningún muro, desierto o mar impedirá que así siga siendo.

 “Tengo muchos amigos en Europa que ayudan a la familia. Yo estaba en Guinea sin hacer nada y decidí emprender el viaje. Por muy mal que se esté allí, la situación nunca será tan difícil como la de África”. Directa y atronadora suena la revelación de Mahamadou, en una de las estaciones de buses de Niamey.  Abou, por su parte, no sabe ni tan siquiera si su objetivo es Europa. “Somos conscientes de que allí hay maltrato y que la situación en Libia es difícil, pero el camino sólo lo marca Dios”. A su alrededor, Saidou asiente y revela entre lágrimas su mayor deseo: abrazar a su madre. Lo hará pronto, ya que en pocos días regresará a Senegal, su país de origen, tras ser torturado y encarcelado durante meses en Libia. Él es uno de tantos que decide regresar a casa tras no alcanzar lo que buscaba. No descarta volver a emigrar en el futuro, pero por ahora prefiere recular. Su camino de retorno y su sufrimiento se entrecruzan con la ilusión y la determinación de muchos de sus compatriotas en dirección al norte que, lejos de ablandarse con su historia, mantienen el arrojo “de salir a buscar”.

Unos vienen y otros se van. Cada uno procura por su proyecto, sin que la sensación de grupo, aunque temporal, deje de invadir el ambiente volátil del lugar. Por cercanía nacional y/o lingüística, se dividen las tareas con ordenación sorprendente. Algunos cocinan, mientras otros barren o preparan el té. La autorización de dos días para quedarse en el apeadero se ha convertido para algunos en una parada demasiado larga. Mohammed lleva un mes esperando encontrar financiación para continuar. Ibrahim, Saigou y Mamadou, en cambio, siguen aguardando la repatriación por parte de la OIM. Ellos no han pasado por el centro de tránsito de la organización en Niamey, puesto que su aforo está completo. Sí permanece en él la familia de Abdelaziz que, entre colchones en el suelo y algunos ventiladores, es informada de la posibilidad de acceso a una prestación de reintegración en su sociedad de origen.

Más allá de la capital, en Agadez, la ciudad histórica convertida en intersección de las principales vías africanas, cientos de migrantes se alojan en otro centro de la OIM. Con capacidad para 300 personas, el espacio a las puertas del desierto acoge a “migrantes fracasados en su proyecto migratorio o a los que se dirigen a Argelia y Libia” procedentes de países de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO), en especial de Nigeria, Gambia y Senegal, según su director, Azaoua Maman. Su cometido es informarles de los peligros de la ruta para desaconsejarles, aunque sin demasiada fortuna en su empresa. Por lo que respecta a los retornados, se les ofrece cobijo durante 72 horas, cuidados psicológicos, sanitarios y tres comidas al día, mientras se prepara su regreso.

“Fui detenido en Argelia, soy albañil y mi objetivo era montar un restaurante en Tamanrasset”, asegura Bayfal, procedente de la ciudad santa de Touba, en Senegal. Como él, Emanuelle, de Camerún o Djemé, de Burkina, probaron suerte sin encontrarla en Argelia, un destino revalorizado tras la caída de Gaddafi y el caos en Libia. Entre ellos, miles de ciudadanos nigerinos y de Mali, países fronterizos, también cruzaron las dunas hacia ese destino, con desventura desigual, según las frecuentes informaciones sobre muertes de familias enteras a las que nadie pudo salvar. Tampoco la OIM, a pesar de contar con centros en Arlit y Dirkou —enclaves imprescindibles de los recorridos— y realizar misiones al desierto para captar y asistir a migrantes vulnerables.

El aumento de estos flujos en los últimos años ha sido exponencial a la creciente peligrosidad del trayecto y a la degradación del tratamiento por parte de las autoridades argelinas, culminado en deportaciones masivas de migrantes nigerinos en virtud del pacto entre el Gobierno de Niamey y el de Argel de 2015.  La OIM niega su participación en ellas, pero admite la prestación de auxilio en los casos más precarios que, no obstante, configuran la mayoría de ellos.

Estas corrientes intra-africanas, a menudo estacionales y de matriz circular —ida-vuelta-ida— son mayoritarias, muy por encima de los desplazamientos más atendidos con destino Europa.  De hecho, el Banco Mundial establece que el 75% de los migrantes de los países al sur del Sahara emigran a países vecinos,  lo que desmitifica el discurso de “invasión” de inmigrantes africanos en costas europeas. El mismo embajador de la UE admite la proporción “residual” de ciudadanos nigerinos en el viejo continente, aunque enfatiza la importancia del país en relación al tránsito y a todo el negocio informal que de él se deriva. Ciertamente, los flujos tanto internos en la región, como internacionales que atraviesan el país, participan de una manera u otra del engranaje migratorio contra el que la Unión Europea dice luchar, afincado en buena parte en Agadez.

“Occidente no sabe nada, para ellos todos somos mafia”, afirma Sallé (nombre ficticio), pocas horas antes de embarcar en su todoterreno a veinte migrantes con destino a Libia. De etnia tubu y mediana edad,  lleva más de diez años haciendo de conductor entre Agadez y Sebha, en el sur libio,  de donde es originario. Tras dejar sus estudios de piloto, empezó su tarea como pasador durante los veranos y luego hizo de ella su principal actividad. Su tarea consiste en ponerse en contacto con el intermediario en Agadez, quien reúne y cobra el pasaje a los migrantes. A él se le paga la mitad de su sueldo antes de salir y la otra mitad a la llegada. Su función se limita a conducir, aunque a tenor de los riesgos que entraña el mar de arena, a nivel de clima, hacinamiento, falta de suministros, ataques de bandidos o antiguas minas desperdigadas preparadas para explotar, su tarea es la única garantía de vida para los migrantes. A ella se aferran, temerosos de que no les abandone en medio del desierto, como hacen con frecuencia otros transportistas.

“Los tratáis como mafia, pero lo único que hacen es intentar ganarse la vida”, intercede un amigo del driver. Sallé asegura no haber participado nunca del negocio de trata de personas presente en la zona, conocido en lengua hausa como Gidanbashi (casa de crédito). Se trata de una red de la que se benefician, en menor o mayor medida, desde intermediarios y conductores hasta ciertas familias y autoridades, tanto nigerinas como libias, que utilizan su poder para lucrarse. “Yo nunca he participado de eso. Tengo compañeros que lo hacen y ganan muchísimo dinero. Con un solo trayecto pueden comprarse un coche nuevo, pero para mí es haram (pecado)”, afirma. Según Hassan, residente en Libia durante diez años, “el Gidanbashi empezó cuando los migrantes decidieron coger el camino sin financiación y empezaron a entrar en las casas de crédito para llamar a sus parientes y pedir dinero para seguir el periplo”. Con el tiempo, el negocio degeneró y se convirtió en una especie de prisión, donde los migrantes son encerrados, maltratados e incluso asesinados, siendo víctimas así de un complejo entramado del que muchos sacan tajada.

Agadez se ha convertido en uno de los epicentros de tráfico de África por el que pasan todo tipo de drogas y productos ilegales hacia Europa. Los camiones, encargados de transportar las sustancias, ya sea tabaco, alcohol o cocaína, parten los viernes, mientras los migrantes, en la actualidad a bordo de pick ups, se van los lunes. El trasiego constante de una ciudad dinámica es el poso cultural de un pueblo tuareg acostumbrado a tejer puentes entre norte y sur, como ya hizo en las míticas caravanas de la Edad Media. Más tarde, el turismo propició su expansión, a través del conocimiento en artes manuales como la joyería o la herrería. Sin embargo, la presencia y actuación de grupos yihadistas a finales de los años 2000, sumió la región en una crisis profunda, después de que Francia y Occidente declararan la zona de riesgo crítico y recomendaran a sus conciudadanos no visitarla. A esa decisión muchos se agarran ahora para justificar su participación del tráfico. “Bruselas, París, Madrid, Londres, todas estas ciudades han sufrido ataques terroristas, ¿por qué a nosotros nos tienen en zona roja?”, se cuestiona un vecino de la ciudad.

“Si los occidentales quieren parar el tráfico, tienen que crear puestos de trabajo, pero no dando el dinero a Niamey, sino viniendo aquí”, asegura Sallé, en una reivindicación viva en las calles. La Unión Europea junto a la OIM ha puesto en marcha programas de integración comunitaria fomentando cooperativas de artesanos y joyeros para sacar a centenares de personas del tráfico. Sin embargo, el comercio informal continúa y se diversifica con clara connivencia política, que contribuye también al auge de migrantes por la zona. “No se les ve, pero representan un número mayor que los propios habitantes de la ciudad”, asegura Hamed. Y apostilla: “El mayor problema de Níger es la policía y la corrupción”. Ante eso, un compañero de Sallé, sentencia indignado: “Los europeos cogéis nuestra riqueza (Níger es el cuarto exportador mundial de uranio, explotado básicamente por Francia, a pesar de contar con una infraestructura eléctrica dependiente y precaria) y luego os quejáis porqué venimos a vuestros países. Pero, ¿qué queréis que hagamos?”.”

Oriol Puig (Niamey, Níger)
El País
05/09/2016


20 d’ag. 2017

nous ulises

“El síndrome de Ulises
Santiago Gamboa
Seix Barral. 2005

La novela de Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) pretende ser como el reverso del libro de Hemingway, París era una fiesta, publicada póstumamente en 1964, que recuerda sus años juveniles.

De hecho, el autor colombiano descubre, casi al final de la novela, un nuevo síndrome: “Aún no había sido bautizado como el síndrome del inmigrante o síndrome de Ulises”, tras el suicidio del norcoreano Jung, quien consigue que su esposa, recluida en un manicomio en su país, llegue hasta París al tiempo que él se suicida. Pero el protagonista es un escritor colombiano que sobrevive en una inhóspita ciudad dando clases de español y trabajando dos noches por semana de lavaplatos en un restaurante oriental, junto al futuro suicida. Tal vez el mayor mérito del relato reside en ofrecer una sórdida imagen de un París poco festivo, refugio de tantos escritores hispanoamericanos y del propio Gamboa, quien cursó, como su héroe, algunas clases en la Sorbona. Este colombiano va descubriendo a su alrededor un mundo de exiliados árabes, subsaharianos y europeos del Este que viven en penosas condiciones.

Para construir el relato se sirve de una técnica rudimentaria. Cada personaje se presenta a sí mismo en primera persona, contrapunteando la narración, que utiliza la fórmula de la rueda como ya hiciera Luis Romero en La noria (1952), la lejana novela que Gamboa, supongo,  ignora. Sin embargo, parte del relato se torna en detectivesco cuando desaparece otro colombiano, buen jugador de ajedrez y, paso a paso, vamos descubriendo las claves de su personalidad gracias al traductor al árabe de Juan Goytisolo y a un francés comunista y homosexual.  Dos escritores forman parte del relato: Goytisolo y Julio Ramón Ribeyro (a cuya memoria dedica la novela), quien habrá de servirle de puente hasta encontrar un trabajo más digno en France Presse, como hicieran otros escritores hispanoamericanos.

Tres temas, además de la profunda soledad del individuo, centran el relato: el hambre, el sexo y la solidaridad de los miserables. El protagonista atraviesa toda suerte de penalidades: la necesidad de ducharse en los vestuarios de una piscina municipal, el lavabo comunitario. Así se describe el retrato del “otro” París. Hay abundantes referencias a la nueva narrativa hispanoamericana que sigue siendo la de siempre. El escritor marroquí Khair-Eddine traza ciertos paralelismos entre el exotismo de América y los tópicos del arabismo. Uno de los personajes más emblemáticos será el de Paula, cuya relación con el sexo libre ha de conducir al protagonista a conocerlo en todas sus variantes. Pero Paula, que acabará convirtiéndose en su confidente, lo sustituirá por la literatura. Escribir es también la salvación del protagonista. Como buen latinoamericano universitario lleva consigo una novela que corregirá cuando su vida se torna más ordenada. Sin embargo, el alcohol siempre está presente. Hay también drogas, prostitución.



Existe una comunidad colombiana, en la que conviven guerrilleros de diversas facciones con otros y otras, sin papeles, que intentan ganar algún dinero como la árabe, y personajes que viven su soledad en una ciudad consumista. Pero allí se advierte también que “los que habíamos llegado por la puerta de atrás, sorteando las basuras, vivíamos mucho peor que los insectos y las ratas”. La acción se sitúa en la primera guerra de Iraq. Gamboa narra con eficacia, sabe construir historias en un lenguaje directo, de forma confesional, invocando al lector. En la novela, sin embargo, casi todo es previsible. Los personajes se convierten en tipos. Apenas si cabe hablar de sorpresas.  Sí, es la historia de un escritor colombiano en un París sin Notre Dame, donde se caza un pato,  de noche,  en un lago con una red para comérselo horas después.  Donde se aprovecha cualquier invitación, donde todo parece tolerable, porque está en función de la diosa literatura.  Nos movemos en el miserabilismo que se ha convertido en dramática actualidad en la sociedad francesa marginal. En ella se descubre también lo auténtico, así como una exageración de tintes y un expresionismo negro, en un estilo directo; todo ello teñido de tópicos que resultan poco justificables, a medio camino entre lo autobiográfico y la invención.”


Joaquín Marco
El Cultural
17-11-2005

18 d’ag. 2017

le chemin de la liberté




El nostre company i amic Joan Francesc va participar fa uns dies a la ruta Le Chemin de la Liberté. Aquesta és la seva crònica de l'experiència.










“Del 6 al 9 de julio del 2017, se celebró la 24ª edición de Le Chemin de la Liberté, que parte de la ciudad de Saint-Girons (Ariège), Francia hasta la localidad catalana de Esterri d’Àneu.




Le Chemin de la Liberté

Tenemos que remontarnos a 1940 durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las tropas Alemanas invadieron Francia y tras la firma del armisticio crearon una zona en el sur de Francia denominada la Francia de Vichy o Francia libre, en esta zona, propiciado por los Nazis se instauró una gobierno totalitario, a pesar de ello, fue un espacio donde inicialmente miles de personas se refugiaron huyendo de la barbarie, entre estas personas habían presos evadidos, pilotos abatidos, insumisos, victimas de discriminaciones, judíos, resistentes desenmascarados o delatados.

Pero en 1942, a partir del desembarco aliado en el norte de África, las tropas Nazis intensificaron la presión sobre la zona libre, con guardias fronterizos esencialmente austriacos que controlaban la cadena montañosa cerrando las fronteras con España y estableciendo una zona prohibida de 20 km, a partir de ese momento, el denominador común de todos los perseguidos era la necesidad vital de irse de Francia, atravesando para ello los Pirineos y alcanzar España. 


Para facilitar la huida, se creo una verdadera red de pasadores, personas altruistas que conocían las montañas; pastores, contrabandistas y guías, que arriesgando sus vidas acompañaban a los perseguidos por recónditos caminos, bosques, collados y valles. De los aproximadamente 2.000 guías conocidos, cerca de la mitad fueron ejecutados o muertos en deportaciones, sin embargo, gracias a ellos unos 33.000 evadidos pudieron cumplir su sueño, a pesar, de no ser recibidos con mucha amabilidad por las autoridades españolas, aunque el dictador Franco era aliado de Hitler, tenia acuerdos económicos secretos con los gobiernos aliados que posibilitaba la salida de los presos después de meses del éxodo y penoso cautiverio por cárceles españolas. 





¿Qué es Le Chemin de la Liberté?

Es uno de los recorridos de evasión, que a través de Couserans (pequeña provincia histórica de los Pirineos dentro de la parte occidental del departamento de l’Ariège), fue uno de los caminos más largos y difíciles, pero también uno de los más usados por los guías, a causa de la complejidad y dificultad del terreno, paradoxalmente las tropas ocupantes, en contra de su voluntad, descuidaron su vigilancia.





La Association Chemin de la Libertè en 1994 balizó el recorrido y creo un escenario de sentimiento, recuerdo y memoria histórica de lo sucedido durante la ocupación Nazi,  solidarizándose con las miles de personas perseguidas y recordando a aquellos que perdieron o pusieron su vida en peligro por la libertad..


El recorrido, empieza en Saint-Girons a 391m. de altitud, durante cuatro días se recorren caminos y sendas de alta montaña de una belleza extraordinaria, donde se leen textos en lugares emblemáticos, palabras de recuerdo, rememorando hechos, canciones e himnos, se cruza por ríos, lagos, bosques, collados, rocas y nieve, asistidos en todo momento por los excelentes guías de la organización, con avituallamiento y soporte logístico, un recorrido de aproximadamente unos 70km. y 4.000m. de desnivel acumulado, se acampa en un prado a 1500m (cabaña de Subera), se pasa una noche en el refugio de Estagnous a 2.245m., las cotas máximas son en el collado de Pécouch (2494m) y el collado de Claouère (2.500m), este último antes de empezar la larga bajada hasta el Noguera Pallaresa y se finaliza en Alos de Izil (1.200m) antes de desplazarnos a Esterri d’Àneu.






He participado dos años consecutivos en Le Chemin de la Libertè, para mí ha supuesto un espacio de reflexión y concienciación, lamentablemente la historia se sigue repitiendo sin cesar, cambian los pueblos y los escenarios, pero las guerras y la codicia humana continúan desplazando a millones de personas que lo han perdido todo, convirtiéndose en parias sin hogar, en un sin sentido, que a la industria de la guerra, a los gobiernos y religiones no les interesa parar.

Cada cual tiene un motivo para hacer el camino, pero para mí, lo mejor es el compañerismo y solidaridad que se genera, he hecho grandes amigas y amigos entre las personas que participan, de múltiples edades, procedencias y nacionalidades, cada cual con su motivación pero con el objetivo común de homenajear y rememorar la gesta de los partisanos y pasadores, refrescando cada año con la participación y con la difusión que humildemente cada uno de nosotros podamos hacer para que se mantenga vivo el recuerdo de la historia.



Para finalizar, extraigo un pequeño fragmento de un folleto de la organización: 

“Ojalá, pueda cada participante, cualquiera que sea, sentir una emoción intensa, insostenible mezcla de admiración y de compasión cuando ponga sus propios pasos en las huellas de estos hombres, mujeres y niños, algunos muy jóvenes y otros muy mayores,  que tomaron valientemente en condiciones mucho más difíciles en aquella época, esta senda peligrosa de la esperanza: este es el profundo deseo de todos los miembros de la Asociación. Además, se debe recordar, que durante la trágica retirada, apenas tres o cuatro años antes, muchos republicanos españoles perseguidos con ferocidad por Franco, se refugiaron también el Francia por Couserans, cogiendo en sentido contrario, itinerarios de evasión a veces idénticos, en condiciones dramáticas y precarias”. 



Podéis recabar más información y ver el itinerario detallado por días en la página web de la Asociación http://www.chemindelaliberte.fr, o bien os podéis contactar conmigo.



Para que nunca más vuelva a suceder, nos vemos el próximo año en la 25ª edición de Le Chemin de la Liberté."



Salud y libertad.

Joan Francesc