27 de febr. 2020

ser periodista



Periodismo y narración: desafíos para el siglo XXI

por Tomás Eloy Martínez

“Los seres humanos perdemos la vida buscando cosas que ya hemos encontrado. Todas las mañanas, en cualquier latitud, los editores de periódicos llegan a sus oficinas preguntándose cómo van a contar la historia que sus lectores han visto y oído decenas de veces en la televisión o en la radio, ese mismo día. ¿Con qué palabras narrar, por ejemplo, la desesperación de una madre a la que todos han visto llorar en vivo delante de las cámaras? ¿Cómo seducir, usando un arma tan insuficiente como el lenguaje, a personas que han experimentado con la vista y el oído todas las complejidades de un hecho real? Ese duelo entre la inteligencia y los sentidos ha sido resuelto hace varios siglos por las novelas, que todavía están vendiendo millones de ejemplares a pesar de que algunos teóricos decretaron, hace dos o tres décadas, que la novela había muerto para siempre. También el periodismo ha resuelto el problema a través de la narración, pero a los editores les cuesta aceptar que esa es la respuesta a lo que están buscando desde hace tanto tiempo.

Un ejemplo: en The New York Times del domingo 28 de septiembre de 1997, cuatro de los seis artículos de la primera página compartían un rasgo llamativo: cuando daban una noticia, los cuatro la contaban a través de la experiencia de un individuo en particular, un personaje paradigmático que reflejaba, por sí solo, todas las facetas de esa noticia. Lo que buscaban aquellos artículos era que el lector identificara un destino ajeno con su propio destino. Que el lector se dijera: a mí también puede pasarme esto. Cuando leemos que hubo cien mil víctimas en un maremoto de Bangladesh, el dato nos asombra pero no nos conmueve. Si leyéramos, en cambio, la tragedia de una mujer que ha quedado sola en el mundo después del maremoto y siguiéramos paso a paso la historia de sus pérdidas, sabríamos todo lo que hay que saber sobre ese maremoto y todo lo que hay que saber sobre el azar y sobre las desgracias involuntarias y repentinas. Hegel primero, y después Borges, escribieron que la suerte de un hombre resume, en ciertos momentos esenciales, la suerte de todos los hombres. Esa es la gran lección que están aprendiendo los periódicos en este fin de siglo. Volvamos ahora a esa primera página de The New York Times. Uno de los artículos a los que aludí versaba sobre la situación del Congo después de la caída y la muerte de Mobutu. Empezaba de esta manera: "Cuando Frank Kumbu se levanta cada mañana y observa el mundo desde el modesto escalón de cemento que haya la entrada de su casa, las imágenes de los chicos jugando en las calles enlodadas, del tránsito con sus estelas de humo, y el ruidoso desfile de soldados, mendigos y buhoneros, le recuerda cómo las cosas fueron durante, más o menos, los últimos veinte años". El otro artículo, sobre llamadas telefónicas gratis en Europa, estaba fechado en Viareggio, Italia, y estas eran sus primeras líneas: "Filippo Simonelli levanta el tubo de su teléfono, pulsa algunas teclas y una voz ladra en su oído: ¿Pizza recién hecha? Restaurante Buon Amico. Via dei Campi 24". No, no se trata de una llamada a una pizzería. Es parte de un curioso experimento que ofrece a ciertos europeos llamadas de teléfono gratis a cambio de que acepten oír propagandas comerciales. Un tercero, sobre las tensiones raciales en Estados Unidos, tenía su origen en Durham, North Carolina, y este era su comienzo: "Para John Hope Franklin el problema era enloquecedor: las orquídeas que estaba cultivando desde hacía 37 años en la ventana de su apartamento de Brooklyn morían o se negaban a florecer. Su solución al problema fue típica de su aproximación al estudio sobre las relaciones raciales en América al que le había dedicado toda la vida: leyó todo lo que pudo sobre el tema".

Cuatro de los seis artículos que The New York Times publicó en su primera página ese domingo comenzaban como dije con la historia de un individuo; el quinto artículo narraba la historia de una familia; el sexto daba cuenta de ciertos acuerdos sobre impuestos entre los líderes republicanos del Congreso de los Estados Unidos. Si me detengo en esta característica del periodismo es porque no se trata de algo inusual. Casi todos los días, los mejores diarios del mundo se están liberando del viejo corsé que obliga a dar una noticia obedeciendo el mandato de responder en las primeras líneas a las seis preguntas clásicas o en inglés las cinco W: qué, quién, dónde, cuándo, cómo y por qué. Ese viejo mandato estaba asociado, a la vez, con un respeto sacramental por la pirámide invertida, que fue impuesta por las agencias informativas hace un siglo, cuando los diarios se componían con plomo y antimonio y había que cortar la información en cualquier párrafo para dar cabida a la publicidad de última hora. Aunque en todas las viejas reglas hay una cierta sabiduría, no hay nada mejor que la libertad con que ahora podemos desobedecerlas. La única dictadura técnica de las últimas décadas es la que imponen los diagramadores, y estos, cuando son buenos periodistas, entienden muy bien que una historia contada con inteligencia tiene derecho a ocupar todo el espacio que necesita, por mucho que sea: no más, pero tampoco menos.

De todas las vocaciones del hombre, el periodismo es aquella en la que hay menos Iugar para las verdades absolutas. La llama sagrada del periodismo es la duda, la verificación de los datos, la interrogación constante. Allí donde los documentos parecen instalar una certeza, el periodismo instala siempre una pregunta. Preguntar, indagar, conocer, dudar, confirmar cien veces antes de informar: esos son los verbos capitales de la profesión más arriesgada y más apasionante del mundo.

La gran respuesta del periodismo escrito contemporáneo al desafío de los medios audiovisuales es descubrir, donde antes había sólo un hecho, al ser humano que está detrás de ese hecho, a la persona de carne y hueso afectada por los vientos de la realidad. La noticia ha dejado de ser objetiva para volverse individual. O mejor dicho: las noticias mejor contadas son aquellas que revelan, a través de la experiencia de una sola persona, todo lo que hace falta saber. Eso no siempre se puede hacer, por supuesto. Hay que investigar primero cuál es el personaje paradigmático que podría reflejar, como un prisma, las cambiantes luces de la realidad. No se trata de narrar por narrar. Algunos jóvenes periodistas creen, a veces, que narrar es imaginar o inventar, sin advertir que el periodismo es un oficio extremadamente sensible, donde la más ligera falsedad, la más ligera desviación, puede hacer pedazos la confianza que se fue creando en el lector durante años. No todos los reporteros saben narrar y, lo que es más importante todavía, no todas las noticias se prestan a ser narradas. Pero antes de rechazar el desafío, un periodista de raza debe preguntarse primero si se puede hacer y, luego, si conviene o no hacerla. Narrar la votación de una ley en el Senado a partir de lo que opina o hace un senador puede resultar inútil, además de patético. Pero contar el accidente de la princesa Diana a través de lo que vio o sintió un testigo suponiendo que existiera ese testigo privilegiado sería algo que sólo se puede hacer bien con el lenguaje, no con el despojamiento de las imágenes o con los sobresaltos de la voz. Sin embargo, no hay nada peor que una noticia en la que el reportero se finge novelista y lo hace mal.

Los diarios del siglo XXI prevalecerán con igual o mayor fuerza que ahora si encuentran ese difícil equilibrio entre ofrecer a sus lectores informaciones que respondan a las seis preguntas básicas e incluyan además todos los antecedentes y el contexto que esas informaciones necesitan para ser entendidas sin problemas, pero también, o sobre todo un puñado de historias, seis, siete o diez historias en la edición de cada día, contadas por reporteros que también sean eficaces narradores. La mayoría de los habitantes de esta infinita aldea en la que se ha convertido el mundo vemos primero las noticias por televisión o por internet o las oímos por radio antes de leerlas en los periódicos, si es que acaso las leemos. Cuando un diario se vende menos no es porque la televisión o el internet le han ganado de mano, sino porque el modo como los diarios dan la noticia es menos atractivo. No tiene por qué ser así, La prensa escrita, que invierte fortunas en estar al día con las aceleradas mudanzas de la cibernética y de la técnica, presta mucha menos atención, me parece, a las más sutiles e igualmente aceleradas mudanzas de los lenguajes que prefiere su lector. Casi todos los periodistas están mejor formados que antes, pero tienen -habría que averiguar por qué - menos pasión; conocen mejor a los teóricos de la comunicación pero leen mucho menos a los grandes novelistas de su época.
Antes, los periodistas de alma soñaban con escribir aunque solo fuera una novela en la vida; ahora, los novelistas de alma sueñan con escribir un reportaje o una crónica tan inolvidables como una bella novela. El problema está en que los novelistas lo hacen y los periodistas se quedan con las ganas. Habría que incitarlos, por lo tanto, a que conjuren esa frustración en las páginas de sus propios periódicos, contando las historias de la vida real con asombro y plena entrega del ser, con la obsesión por el dato justo y la paciencia de investigadores que caracteriza a los mejores novelistas. No estoy preconizando que se escriban novelas en los diarios, nada de eso, y menos aún en el lenguaje florido y adjetivado al que suelen recurrir los periodistas que se improvisan como novelistas de la noche a la mañana. Tampoco estoy deslizando la idea de que el mediador de una noticia se convierta en el protagonista. Por supuesto que no. Un periodista que conoce a su lector jamás se exhibe. Establece con él, desde el principio, lo que yo llamaría un pacto de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia y fidelidad a la verdad. A la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta; no se la aplaca con golpes de efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa. Cada vez que un periodista arroja leña en el fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas el fuego genuino de la información. El periodismo no es un circo para exhibirse, sino un instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta.

Uno de los más agudos ensayistas norteamericanos, Hyden White, ha establecido que lo único que el hombre realmente entiende, lo único que de veras conserva en su memoria, son los relatos. White lo dice de modo muy elocuente: "Podemos no comprender plenamente los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha menos dificultad para entender un relato sin menoscabo esencial”, a diferencia de lo que pasa con un poema lírico o con un texto filosófico. Narrar tiene la misma raíz que conocer. Ambos verbos tienen su remoto origen en una palabra del sánscrito, gna, conocimiento. El periodismo nació para contar historias, y parte de ese impulso inicial que era su razón de ser y su fundamento se ha perdido ahora. Dar una noticia y contar una historia no son sentencias tan ajenas como podría parecer a primera vista. Por lo contrario: en la mayoría de los casos, son dos movimientos de una misma sinfonía. Los primeros grandes narradores fueron, también, grandes periodistas. Entendemos mucho mejor cómo fue la peste que asoló Florencia en 1347 a través del Decamerón de Boccaccio que a través de todas las historias que se escribieron después, aunque entre esas historias hay algunas que admiro como A Distant Mirror de Barbara Tuchman. Y, a la vez, no hay mejor informe sobre la educación en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX que la magistral y caudalosa Nicholas Nickleby de Charles Dickens. La lección de Boccaccio y la de Dickens, como la de Daniel Defoe, Balzac y Proust, pretende algo muy simple: demostrar que la realidad no nos pasa delante de los ojos como una naturaleza muerta sino como un relato, en el que hay diálogos, enfermedades, amores, además de estadísticas y discursos.

No es por azar que, en América Latina, todos, absolutamente todos los grandes escritores fueron alguna vez periodistas: Borges, García Márquez, Fuentes, Onetti, Vargas Llosa, Asturias, Neruda, Paz, Cortázar, todos, aun aquellos cuyos nombres no cito. Ese tránsito de una profesión a otra fue posible porque, para los escritores verdaderos, el periodismo nunca es un mero modo de ganarse la vida sino un recurso providencial para ganar la vida. En cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo el apremio de las horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamericana comprometieron el propio ser tan a fondo como en sus libros decisivos. Sabían que, si traicionaban a la palabra hasta en la más anónima de las gacetillas de prensa, estaban traicionando lo mejor de sí mismos. Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el reportero indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz. El compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa. Puede que un periodista convencional no lo piense así. Pero un periodista de raza no tiene otra salida que pensar así. El periodismo no es una camisa que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo. Es algo que duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros mismos sentimientos.

Las semillas de lo que hoy entendemos por nuevo periodismo fueron arrojadas aquí, en América Latina, hace un siglo exacto. A partir de las lecciones aprendidas en The Sun, el diario que Charles Danah tenía en Nueva York y que se proponía presentar, con el mejor lenguaje posible, "una fotografia diaria de las cosas del mundo", maestros del idioma castellano como José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera y Rubén Darío se lanzaron a la tarea de retratar la realidad. Darío escribía en La Nación de Buenos Aires, Gutiérrez Nájera en El Nacional de México, Martí en La Nación y en La Opinión Nacional de Caracas. Todos obedecían, en mayor o menor grado, a las consignas de Danah y las que, hacia la misma época, establecía Joseph Pulitzer: sabían cuándo un gato en las escaleras de cualquier palacio municipal era más importante que una crisis en los Balcanes y usaban sus asombrosas plumas pensando en el lector antes que en nadie. De esa manera, por primera vez, fundieron a la perfección la fuerza verbal del lenguaje literario con la necesidad matemática de ofrecer investigaciones acuciosas, puestas al servicio de todo lo que sus lectores querían saber. Fue Martí el primero en darse cuenta de que escribir bien y emocionar al público no son algo reñido con la calidad de la información sino que, por lo contrario, son atributos consustanciales a la información. Tal como Pulitzer lo pedía, Martí y Darío pero sobre todo Martí usaron todos los recursos narrativos para llamar la atención y hacer más viva la noticia. No importaba cuán larga fuera la información. Si el hombre de la calle estaba interesado en ella, la leería completa.

Si hace un siglo las leyes del periodismo estaban tan claras, ¿por qué o cómo fueron cambiando? ¿Qué hizo suponer a muchos empresarios inteligentes que, para enfrentar el avance de la televisión y del internet, era preciso dar noticias en forma de píldoras porque la gente no tenía tiempo para leerlas? ¿Por qué se mutilan noticias que, según los jefes de redacción, interesan sólo a una minoría, olvidando que esas minorías son, con frecuencia, las mejores difusoras de la calidad de un periódico? Que un diario entero está concebido en forma de píldoras informativas es no sólo aceptable sino también admirable, porque pone en juego, desde el principio al fin, un valor muy claro: es un diario hecho para lectores de paso, para gente que no tiene tiempo de ver siquiera la televisión. Pero el prejuicio de que todos los lectores nunca tienen tiempo me parece irrazonable. Los seres humanos nunca tienen tiempo, o tienen demasiado tiempo. Siempre, sin embargo, tienen tiempo para enterarse de lo que les interesa. Cuando alguien es testigo casual de un accidente en la calle, o cuando asiste a un espectáculo deportivo, pocas cosas lee con tanta avidez como el relato de eso que ha visto, oído y sentido. Las palabras escritas en los diarios no son una mera rendición de cuentas de lo que sucede en la realidad. Son mucho más. Son la confirmación de que todo cuanto hemos visto sucedió realmente, y sucedió con un lujo de detalles que nuestros sentidos fueron incapaces de abarcar. El lenguaje del periodismo futuro no es una simple cuestión de oficio o un desafío estético. Es, ante todo, una solución ética. Según esa ética: el periodista no es un agente pasivo que observa la realidad y la comunica; no es una mera polea de transmisión entre las fuentes y el lector sino, ante todo, una voz a través de la cual se puede pensar la realidad, reconocer las emociones y las tensiones secretas de la realidad, entender el por qué y el para qué y el cómo de las cosas con el deslumbramiento de quien las está viendo por primera vez.

Cada vez que las sociedades han cambiado de piel o cada vez que el lenguaje de las sociedades se modifica de manera radical, los primeros síntomas de esas mudanzas aparecen en el periodismo. Quien lea atentamente la prensa inglesa de los años 60 reencontrará en ella la esencia de las canciones de los Beatles, así como en la prensa californiana de esa época se reflejaba la rebeldía y el heroísmo anárquico de los beatniks o la avidez mística de los hippies. En el gran periodismo se puede siempre descubrir y se debe descubrir, cuando se trata de gran periodismo, los modelos de realidad que se avecinan y que aún no han sido formulados de manera consciente. Pero el periodismo no es un partido político ni un fiscal de la república. En ciertas épocas de crisis, cuando las instituciones se corrompen o se derrumban, los lectores suelen asignar esas funciones a la prensa sólo para no perder todas las brújulas. Ceder a cualquier tentación paternalista puede ser fatal, sin embargo. El periodista no es un policía ni un censor ni un fiscal. El periodista es, ante todo, un testigo: acucioso, tenaz, incorruptible, apasionado por la verdad, pero sólo un testigo. Su poder moral reside, justamente, en que se sitúa a distancia de los hechos mostrándolos, revelándolos, denunciándolos, sin aceptar ser parte de los hechos. Responder a ese desafío entraña una enorme responsabilidad. Ningún periodista podría cumplir de veras con esa misión si cada vez, ante la pantalla en blanco de su computadora, no se repitiera: "Lo que escribo es lo que soy, y si no soy fiel a mí mismo no puedo ser fiel a quienes me lean". Solo de esa fidelidad nace la verdad. Y de la verdad nacen los riesgos de esta profesión, que es la más noble del mundo.

Un periodista no es un novelista, aunque debería tener el mismo talento y la misma gracia para contar de los novelistas mejores. Un buen reportaje tampoco es una rama de la literatura, aunque debería tener la misma intensidad de lenguaje y la misma capacidad de seducción de los grandes textos literarios. Y, para ir más lejos aún y ser más claro de lo que creo haber sido, un buen periódico no debería estar lleno de grandes reportajes bien escritos, porque eso condenaría a sus lectores a la saturación y al empalagamiento. Pero si los lectores no encuentran todos los días, en los periódicos que leen, un reportaje, un solo reportaje, que los hipnotice tanto como para que lleguen tarde a sus trabajos o como para que se les queme el pan en la tostadora del desayuno, entonces no tendrán por qué echarle la culpa a la televisión o al internet de sus eventuales fracasos, sino a su propia falta de fe en la inteligencia de sus lectores. A comienzos de los años 60 solía decirse que en América Latina se leían pocas novelas porque había una inmensa población analfabeta. A fines de esa misma década, hasta los analfabetos sabían de memoria los relatos de novelistas como García Márquez y Cortázar por el simple hecho de que esos relatos se parecían a las historias de sus parientes o de sus amigos. Contar la vida, como querían Charles Danah y José Martí, volver a narrar la realidad con el asombro de quien la observa y la interroga por primera vez: esa ha sido siempre la actitud de los mejores periodistas y esa será, también, el arma con que los lectores del siglo XXI seguirán aferrados a sus periódicos de siempre.

Oigo repetir que el periodismo de América Latina está viviendo tiempos difíciles y sufriendo ataques y amenazas a su libertad por parte de varios gobiernos democráticos. En las dictaduras sabíamos muy bien a qué atenemos, porque la fuerza bruta y el absolutismo agreden con fórmulas muy simples. Pero las democracias cuando son autoritarias emplean recursos más sutiles y más tenaces, que a veces tardamos en reconocer. Los tiempos siempre han sido difíciles en América Latina. De esa carencia podemos extraer cierta riqueza. Los tiempos difíciles suelen obligamos a dar respuestas rápidas y lúcidas a las preguntas importantes. Cuando Atenas produjo las bases de nuestra civilización, afrontaba conflictos políticos y padecía a líderes demagógicos semejantes a muchos de los que hoy se ven por estas latitudes. Y sin embargo, Aristóteles imaginó las premisas de la democracia a partir de los rasgos que tenía entonces Atenas. En el siglo XVII nadie podía imaginar tampoco hacia dónde se encaminaba Inglaterra. Se sucedían las guerras de religión y de conquista, los reyes iban y venían del cadalso, pero del magma de esas convulsiones brotaron las grandes preguntas de la modernidad y las geniales respuestas de Locke, de Hume, de Francis Bacon, de Newton, de Leibniz y de Berkeley. Del caos de aquellos años nacieron las luces de los tres siglos siguientes.

Algo semejante está sucediendo ahora en América Latina. Cuando más afuera de la historia parecemos, más sumidos estamos sin embargo en el corazón mismo de los grandes procesos de cambio. En tanto que periodistas, en tanto que intelectuales, nuestro papel, como siempre, es el de testigos activos. Somos testigos privilegiados. Por eso es tan importante conservar la calma y abrir los ojos: porque somos los sismógrafos de un temblor cuya fuerza viene de los pueblos. Es preciso ponemos a pensar juntos, es preciso ponemos a narrar juntos. Lo que va a quedar de nosotros son nuestras historias, nuestros relatos. Es preciso renovar también las utopías que ahora se están apagando en el cansado corazón de los hombres. Una de las peores afrentas a la inteligencia humana es que sigamos siendo incapaces de construir una sociedad fundada por igual en la libertad y en la justicia. No me resigno a que se hable de libertad afirmando que para tenerla debemos sacrificar la justicia, ni que se prometa justicia admitiendo que para alcanzarla hay que amordazar la libertad. El hombre, que ha encontrado respuesta para los más complejos enigmas de la naturaleza no puede fracasar ante ese problema de sentido común.

Tengo plena certeza de que el periodismo que haremos en el siglo XXI será mejor aún del que estamos haciendo ahora y, por supuesto, aún mejor del que nuestros padres fundadores hacían a comienzos del siglo XX. Indagar, investigar, preguntar e informar son los grandes desafíos de siempre. El nuevo desafío es cómo hacerlo a través de relatos memorables, en los que el destino de un solo hombre o de unos pocos hombres permita reflejar el destino de muchos o de todos. Hemos aprendido a construir un periodismo que no se parece a ningún otro. En este continente estamos escribiendo, sin la menor duda, el mejor periodismo que jamás se ha hecho. Ahora pongamos nuestra palabra de pie para fortalecerlo y enriquecerlo.”


Tomás Eloy Martínez (1934-2010). Se graduó como licenciado en Literatura Española y Latinoamericana en la Universidad Nacional de Tucumán y, en 1970, obtuvo una Maestría en Literatura en la Universidad de París VII.

Ejerció como crítico de cine para el diario La Nación entre 1957 y 1961 y fue jefe de redacción del semanario Primera Plana hasta 1969. Entre este año y 1970 fue  corresponsal de la editorial Abril en Europa, con sede en París. Posteriormente fue director del semanario Panorama y dirigió el suplemento cultural del diario La Opinión hasta 1975 en que tuvo que partir al exilio en Caracas, Venezuela, debido a las amenazas de la Triple A.

En Venezuela continuó su labor periodística como editor del Papel Literario del diario El Nacional y fue asesor de la Dirección de ese mismo diario. Eloy Martínez fue fundador de El Diario de Caracas, del que fue director de Redacción.  En 1991, participó en la creación del diario Siglo 21 de Guadalajara, México, que salió durante siete años, hasta diciembre de 1998.

Pudo regresar a Buenos Aires donde continuó con su intensa vida profesional, sus colaboraciones iban desde formar parte de la Cooperativa de Periodistas Independientes que editaba la revista El Porteño hasta la creación del suplemento literario Primer Plano del diario Página/12 de Buenos Aires, que dirigió hasta agosto de 1995.

Desde 1995 hasta 2009 fue profesor distinguido de Rutgers, The State University of New Jersey.

Fue columnista permanente de La Nación de Buenos Aires, El País de Madrid y The New York Times Syndicate.


26 de febr. 2020

betibú, película




Betibú es el título de la película dirigida por Miguel Cohan y basada en la novela homónima de Claudia Piñeiro.

Protagonizada por Mercedes Morán, Daniel Fanego, Alberto Ammann y José Coronado.​

Ficha técnica:

Título original: Betibú
Año: 2014
País: Argentina
Dirección: Miguel Cohan
Guion: Ana Cohan, Miguel Cohan (Novela: Claudia Piñeiro)
Música: Federico Jusid
Fotografía: Rolo Pulpeiro
Reparto: Mercedes Morán, Alberto Ammann, Daniel Fanego, José Coronado, Carola Reyna, Lito Cruz, Marina Bellati, Norman Briski, Mario Pasik, Gerardo Romano, Osmar Núñez




24 de febr. 2020

historias intramuros


Historias intramuros

Los barrios cerrados y su representación en la narrativa argentina

por Victoria Torres

“El estallido social ocurrido en Argentina el 19 y 20 de diciembre de 2001 fue la culminación de un largo proceso de políticas de ajuste estructural aplicado en el país durante los años 90. Esta década estuvo signada por la rigurosa implementación de un modelo neoliberal que, con sus masivas privatizaciones, el establecimiento de empresas multinacionales y el crecimiento indiscriminado de las importaciones, trajo consigo la destrucción de la industria nacional y, en consecuencia, un desajuste financiero con altísimos costos sociales responsable de que gran parte de la población local quedara desempleada, marginada, librada a la pobreza e incluso, a la indigencia mientras unos pocos se beneficiaban enormemente con los cambios.

Aunque no nuevas, las manifestaciones de descontento ante esta situación de creciente polarización social comenzaron a hacerse más notorias en los últimos meses de 2001 y desembocaron en esas dos jornadas claves de diciembre, cuando, tras el decreto del congelamiento de depósitos bancarios conocido como « corralito », se desató una sangrienta rebelión y con ella multitudinarios actos de protesta en todo el país en donde los argentinos se transformaron una vez más en protagonistas absolutos de la escena política

Los acontecimientos de esos días, al haber dejado en evidencia cuál era el modelo de país que se rechazaba y a cuál se aspiraba, constituyen una cesura, y son, sin duda, una de las marcas más profundas en la historia reciente del país.

También la literatura registró en sus modos representación este antes y después, dando como resultado un corpus de textos que ha convenido en denominarse « literatura argentina post crisis 2001 » o « literatura post corralito ». Más allá de coincidir en el hecho de situarse temporalmente en esta bisagra histórica en el momento de su edición, estas obras tienen en común que, en su mayoría, privilegian, por un lado, el tratamiento de cuestiones relacionadas con la militancia política de los ´70 y lo acontecido con ella durante los siete años de gobierno militar y, por el otro, la elección de espacios urbanos particulares tales como los barrios porteños y las periferias de la Capital Federal. Las causas de esta reorientación espacio – temporal deben ponerse en relación con el hecho de que el modelo de país propuesto a partir del 2001 incluía los aspectos del pasado silenciados por la dictadura militar pero también todas aquellas cuestiones que habían sido descartadas durante la ilusión primermundista de los ´90 y su furor por lo nuevo y lo importado en donde obviamente no encajaba el toque nacional y popular que podían ofrecer ciertos barrios o ciertos lugares más retirados de la capital.

A más de diez años de la crisis, es posible afirmar que la línea temática tendida por estos textos dejó una fuerte impronta, pues, incluso actualmente, los críticos argentinos siguen afirmando que, junto a la cuestión de las dificultades de los vínculos interpersonales, las temáticas relacionadas con la dictadura y el escenario barrial y suburbano son los tópicos más frecuentes de los autores de la reciente literatura argentina.

Sin embargo, junto al renovado interés por los barrios porteños en particular, siguen apareciendo cada vez más obras que amplían este contexto y abordan lo que en Argentina se denomina « conurbano bonaerense » y en su versión más extendida « Gran Buenos Aires », es decir, los partidos que rodean la capital, la ciudad autónoma de Buenos Aires, la zona más densamente poblada del país, un escenario resignificado, aunque no inaugurado, por los textos post 2001.

Dentro del ámbito periférico del paisaje de las capitales provinciales argentinas a partir de las década ´90 hay dos espacios que señalan con más claridad la brecha social abierta por el modelo neoliberal mencionada al principio : la villa miseria, residencia mayoritariamente de quienes la socióloga Maristella Svampa calificó como « los perdedores del neoliberalismo », es decir, de quienes con la aplicación de este modelo se pauperizaron y fueron expulsados de la ciudad formal teniendo que refugiarse en asentamientos informales de viviendas precarias, y su contrapartida, el country, como se denomina en la Argentina a los barrios cerrados y exclusivos, morada de aquellos que, para seguir con la terminología de Svampa, « ganaron » con el establecimiento de la política neoliberal.

Los countries, cuyas representaciones narrativas empezaron a aparecer justamente a partir del 2001 y serán objeto de análisis en este artículo, tienen su origen en los años ´40, cuando eran fundamentalmente clubes de campo – “country clubs”, residencias extraurbanas de fin de semana adonde las clases altas se retiraban a descansar pero también a practicar deportes tales como el polo o el golf, constituyendo así, a su vez, lugares de encuentro social, a diferencia de los otros refugios de alcurnia de la época, las tan borgianas “ quintas”» como por ejemplo la de Triste le Roy en La muerte y la brújula o la de Ramos Mejía en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, que eran recintos exclusivamente privados.

Pero en los ´90 los countries pasaron a ser residencias permanentes debido, por un lado, a un motivo “verde”, es decir, a la búsqueda de una vida más sana y natural que la ofrecida por la grandes urbes, en especial la porteña, pero, por otro, fundamentalmente debido al tema de la seguridad : tras sus murallas, rejas, alambres electrificados y sofisticados sistemas de vigilancias y monitoreos , los countries prometían resguardar a sus residentes de los peligros que, según promocionaban, provenían de la expansión de la pobreza en la ciudad. La opción habitacional que los countries empezaron a representar en los ´90 para la clase media hizo que el mercado fuera ampliando sus ofrecimientos y emplazara en estos espacios, especie de pampa domesticada y depurada, centros deportivos, comerciales, médicos, educativos, etc. transformándolos así también en ciudades. O casi, pues allí no hay gritos ni bocinazos, ni veredas con pozos ni grafitis ni mucho menos paredes descascaradas o basura tirada por las calles y todo, absolutamente todo, está reglamentado, porque tal como señala la protagonista de la novela De tripas corazón, escrita por Mercedes Reincke en 2010, “colgar la ropa a la vista, exceder la velocidad máxima en el camino principal (…), pasear con el perro sin correa, poner música, caminar, reír, vivir sin el permiso de las autoridades máximas del barrio” es un motivo de multa. De allí resulta que, en su opinión, en los countries “ lo que se ve (...) es bastante pacífico, poco dinámico y sostenidamente igual” y “las ventanas dan a calles vacías, artificiales, en las que no pasa nada capaz de alimentar una idea”; además “no hay miradas que se cruzan, ni robos de carteras, ni encuentros casuales con antiguos compañeros de trabajo, ni piropos”, es decir, nada de lo que, según el antropólogo Manuel Delgado, define lo urbano : la inestabilidad, la fluidez, la multiplicidad, la heterogeneidad, el carácter huidizo, los vínculos no forzosos y laxos, los encuentros estratégicos pero fortuitos, los acontencimientos inesperados, etc. Tampoco son estos lugares esas comunidades de los ´60 y los ´70 en donde la protagonista alguna vez soñó vivir y “tener guitarras apoyadas en los árboles (…), compartir la huerta, celebrar los cumpleaños o el paso del algún cometa, la muerte de un dictador con licores fabricados por nosotros”: en estas gated communities de los ´90, para usar la expresión norteamericana origen de este tipo de predios residenciales, como indica el pensador Zygmunt Bauman el término “comunidad” equivale justamente a su opuesto pues significa “aislamiento, separación, muros protectores y verjas con vigilantes”, clara demostración, como dice la protagonista de la novela de Reincke, “de lo mucho que se empecina (…) la humanidad en limitarse la existencia”. Estas y otras conclusiones a las que llega el personaje de De tripas corazón mientras vive en un barrio cerrado llamado Las Delicias, hacen que, por el contrario, no encuentre allí ningún tipo de deleite y que prefiera pasar la mayoría del tiempo afuera, en la casa de su gran amiga Perla, visitando a otros amigos diseminados por toda la ciudad de Buenos Aires o yendo a los cursos de peluquería, profesión para la cual tiene un talento especial que la lleva incluso a viajar a Estados Unidos para peinar a una artista de Hollywood. Así, en la novela de Reincke el country funciona como un telón de fondo que sirve de contraste, un no-lugar sin tripas ni corazón, a diferencia, por ejemplo, de la casa en donde la protagonista pasó su infancia, tan colmada de recuerdos y tan dotada de alma. Las Delicias es el símbolo exterior del estancamiento, de las equivocaciones anteriores, es una cristalización de ese pasado con el que la protagonista poco a poco se va animando a romper, guiada por sus sueños y sus deseos. Su verdadero lugar en el mundo está ahora fuera de allí, en ese sitio tan opuesto a un country como lo es una peluquería de barrio.

Mientras que, como ya señalamos, los countristas de la vida real se empeñan por instalar dispositivos de vigilancia orientados hacia el afuera, hacia los que están del otro lado del muro divisor, y levantan altas paredes para mantener el adentro en secreto y proteger la estricta privacidad, Reincke en su ficción opta por poner al descubierto el interior de una countrista treintañera, mostrando sus anhelos más íntimos.

No obstante hay que tener en cuenta que entre el conjunto de novelas post 2001 que eligen como escenarios los barrios privados la perspectiva ofrecida por Reincke es una excepción: la mayoría de los autores parte también de la ya mencionada forma de control más típica de estos lugares, la vigilancia de los demás, invierte su dirección y se concentra en el escudriño de los countristas pero con fines muy diferentes a los de la autora De tripas corazón.

Es por ejemplo el caso de la novela Ella de Daniel Guebel (2010) que pasa de mostrar las falencias del control ejercido por medio de un sistema de monitoreo de los de afuera, de los que viven en ese “cinturón de villa miseria, guarida de ladrones, asesinos, piqueteros, barrabravas, punteros políticos peronistas y narcotraficantes”, como dice Ordoñez, un ex militar de la dictadura que en la novela es el encargado de la vigilancia del country, a otro fracaso aún peor : el del sistema de supervisión total, con el que un marido, Matías, pondrá bajo la lupa a su consorte Josefina, bajo la excusa de que, incluso viviendo en el country, le podría pasar algo. Con la implementación de este ojo absoluto la Josefina real se transformará para su esposo en una imagen portadora de un enigma que en realidad no existe. A diferencia de Reincke que usa el escenario hiperreglamentado del barrio cerrado como medio de contraste para que su protagonista consiga poner en práctica su necesidad de liberarse y descontrolarse y logre así a alcanzar la felicidad de ser ella misma sin ningún tipo de trabas, en Guebel este lugar aumenta el deseo de control y la pulsión escópica de un marido celoso y con ello hace derrumbar su matrimonio y su familia, demostrando claramente los horrores provenientes del exceso de vigilancia de los demás.

Sin embargo, a pesar de esta y otras diferencias, la novela de Reincke y la de Guebel se asemejan en un hecho fundamental : ninguna de las dos, seguramente por sus características genéricas, hace ningún tipo de alusión a lo que comúnmente se suele relacionar con los countries en la Argentina post 2001 : los asesinatos de María Marta García Belsunce, Nora Dalmasso y Rosana Arce. La primera, socióloga de profesión, apareció muerta en octubre de 2002 en el baño de su casa del country El Carmel. En un comienzo se atribuyó su muerte a un accidente, pero dos meses después se descubrió que había sido ejecutada de cinco disparos en la cabeza. Este suceso, que aún no fue aclarado completamente, halló más presencia en los medios que el juicio a la Junta Militar y, junto con el asesinato de Nora Dalmasso, también pendiente de veredicto y ocurrido asimismo en un barrio privado pero de la provincia de Córdoba en el año 2006, y el de Rosana Galliano de Arce, más reciente pero de iguales características, se transformaron en los casos policiales argentinos más resonantes de los últimos años.

A esta realidad extraficcional, sin embargo, habían recurrido los autores de las anteriores novelas ambientadas en countries, aprovechándola para experimentar nuevos caminos en la ficción policial ; así, por ejemplo, Raúl Argemí que en su Retrato de familia con muerta (2008) ficcionaliza el caso María Marta García Belsunce. El protagonista de la novela de Argemí es el juez Galván que, tras perder su fe en la justicia que representa, trata de develar por sus propios medios lo que ha pasado en ese lugar tan particular pues está obsesionado con la muerta. El texto de Argemí describe con suma crudeza el lado más oscuro de los countries, un escenario que, a diferencia de las novelas de Reincke e incluso de la de Guebel, cobra con cada línea mayor importancia pues al ser descrito aquí como “un hijo de ese casamiento entre el miedo, el dinero fácil y la corrupción de todas las clases”, se evidencia como un enemigo invencible para todo aquel que quiera descentramar lo que pasa ahí dentro. Es por eso que Galván sabe desde un principio que su tarea de detective está también condenada al fracaso y que, en lugar de solución, solo va a poder brindar algo así como “un retrato de familia en torno a un muerto”.

Por este motivo y como “los hechos aparentes del mundo extraliterario conducen al engaño”, tal como se explica al principio en la “Aclaración necesaria”, lo único que se impone es la invención de ese “algo que sucedió entre vallas de seguridad, como si fuera un homenaje a los misterios de “cuarto cerrado”, que tanto gustaban a Edgard Alan Poe”.

Pero si de este modo el texto se revela deudor de los viejos modelos del policial por otra parte, al mismo tiempo, manifiesta claramente su distancia con respecto a esta variante del género en donde siempre hay una resolución del caso. Este motivo fundamental hace que los modos de narrar el crimen y la violencia de estas novela se asemejen, al igual que ocurre en muchas otras obras de la literatura argentina post 2001, a las técnicas narrativas utilizadas por los medios periodísticos, que, a su vez, justamente por estos años empiezan a nutrirse de una forma muy particular de la memoria cultural cuando informan acerca de los casos policiales reales.

Esta fuerte imbricación entre los discursos periodísticos usados para relatar los asesinatos de los countries y los del policial literario argentino a partir de los primeros años del siglo XXI viene suscitando algunas reflexiones interesantes ; como ejemplo podemos citar a Carlos Gamerro que el 13 de agosto de 2005 en una nota aparecida en el diario Clarín y titulada Disparen sobre el policial negro partiendo de que “Si bien desde los años ´70 hasta los ´80 se tendió a valorar la versión policial más norteamericana sobre el policial clásico, analítico e intelectual representado en nuestras tierras por Borges”pues la novela negra era considerada “como más adecuada a nuestra realidad, por su capacidad de incluir la temática social, de dar cuenta de la motivación económica del crimen, etc. “, considera que “a partir de los ´90, sin embargo, la policial clásica ha experimentado en nuestras letras un notable resurgimiento, mientras que la negra pierde terreno y hoy se la percibe como tanto o más artificiosa que la primera”. Para Gamerro la causa de este giro reside en que “después de El Olimpo no se puede hacer novela negra”pues hubo un cambio fundamental: la institución policial del Proceso pasó de ser “una organización corrupta, que tolera o fomenta el crimen, a una organización criminal sin más”. Esta situación, el hecho de que “la realidad de la policía argentina [sea] básicamente increíble”, hace que la “ficción policial argentina ajustada a los hechos conocidos encuentre grandes dificultades en permanecer realista”.

Este paso decisivo hacia un género policial auténticamente argentino - sigue Gamerro en su nota de Clarín - ya había sido dado por Rodolfo Walsh hace casi cincuenta años y no consistió simplemente en ir de la policial clásica o analítica de Variaciones en rojo a la policial negra de Operación masacre, sino en el hecho mucho más fundamental de que Operación masacre  “supera la policial negra en el momento mismo de absorberla [pues] quien investiga —Walsh mismo— no es un policía o un detective sino un periodista ; la policía ha cometido el crimen y el aparato judicial se ha encargado de encubrirlo, la lucha del investigador no es lograr que se haga justicia, ni siquiera que se la aplique la ley, sino, más modestamente, hacer saber la verdad que nadie quiere oír”.

El mismo año que el autor de Las islas dio a conocer por escrito en el diario Clarín estas apreciaciones sobre el policial, otra autora argentina, hasta aquel momento casi desconocida, Claudia Piñeiro, gana justamente el prestigioso premio de novela que este diario otorga anualmente con una obra titulada Las viudas de los jueves, una novela negra que se convierte en un bestseller. A diferencia de la novela de Argemí, aquí sí se llega al fin de la averiguación y, tal como lo plantea Gamerro, quienes resuelven estas tres muertes con que inicia el texto de Piñeiro no son detectives, sino unos chicos que viven en el country en donde se desarrolla casi íntegramente la acción.

Más allá de lo que encamina la trama policial, el enigma de las tres muertes – que al final resultan no ser crímenes sino suicidios cometidos para cobrar un seguro – , lo que sin duda atrapa al lector es la fascinación y el detalle con que la autora narra el modo de vivir, de pensar, de actuar en ese recinto tan particular, “Altos de la Cascada”, como se llama significativamente el barrio, convirtiendo al lector en un voyeur capaz de traspasar todo tipo de vallas de seguridad y privacidad.

La novela termina cuando Mavi, la voz cantante de esta obra coral-polifónica, Ronnie, su marido, que opta por no suicidarse, Juani, su hijo y su amiga Romina/Ramona, que son los chicos country que filman lo acontecido, deciden abandonar el lugar, a pesar de que el guardia les advierte que se están acercando los habitantes de la villa cercana : corre diciembre del 2001 y la realidad social tantas veces negada por los countristas descritos por Piñeiro golpea con fuerza las impermeables puertas del edén a medida.

En contraste con la realidad extratextual, en Las viudas de los jueves no son las mujeres las que mueren, sino sus maridos ; no obstante las representantes del sexo femenino son representadas como las verdaderas perdedoras dentro del sistema no solo por el hecho de tener que sostener un estatus insostenible, sino porque además son sus mismos cónyuges quienes las victimizan : entre ellas las hay víctimas de la violencia de género (Carla), menospreciadas (Teresa se entera de que su marido perdió el trabajo recién cuando éste se lo comunica en una reunión a todos sus amigos) y discriminadas (Romina, es en realidad Ramona, una chica adoptada a quien hasta sus padres desprecian por esta condición).

También en un libro de 2008 escrito por el periodista Jorge Kersman se nos presentan once textos ficcionales ambientados en barrios cerrados de los cuales seis tienen también como protagonistas a víctimas mujeres. Estos cuentos aparecieron originalmente en el blog Countries del diario digital Minuto Uno y fueron reunidos luego por su autor en un volumen titulado Historias de countries.

Lo que llama la atención al leer estas historias en el conjunto de los narraciones que estamos analizando es que varios de los textos de Kersman desarrollan en forma hiperbólica algunas situaciones referidas ya en las otras obras y en especial en el libro de Piñeiro, hecho que los transforma en una doble hiperficción, primero, por haber aparecido originalmente en un blog y ser así una ficción interactiva, y luego porque exageran lo que ya había sido escrito como ficción narrativa. Pero además, los relatos de Kersman también extreman la realidad y para hacerlo recurren a su vez a la ficción ; así en el cuento “Dalmasso, Belsunce, Criguera, la triste verdad” a los feminicidios de las countristas reales se le agregan otros dos de ficción en una trama que intenta dar una solución a lo extratextual a través del método utilizado por Scharlach, el detective de La muerte y la brújula, el célebre cuento policial de Borges, quien, por su parte, es presentado en el relato como un lector del blog Countries del diario Minuto Uno.

Sin llegar a este extremo, otra novela de Piñeiro, titulada Betibú (2011), trabaja también sobre este sistema de vasos comunicantes que ligan el discurso literario con la realidad, a su vez filtrada a través del discurso periodístico. En esta obra, que tiene mucho de autobiográfica y autoparódica, la autora retoma el espacio del country para situar allí nuevamente una muerte misteriosa : la del viudo de una mujer a su vez asesinada tres años atrás y cuyo deceso, en clara referencia al caso García Belsunce, intentó ser encubierto como un accidente hogareño por su núcleo familiar. Si bien con el correr de los años la justicia sigue sin encontrar pruebas para condenar a nadie, la opinión pública sentencia al viudo Chazarreta que, al principio de la novela, es hallado desangrado por su empleada doméstica. Esta otra muerte conmueve a la sociedad y el principal diario nacional, El Tribuno, decide contratar a Nurit Siscar, una escritora retirada, para cubrir el hecho. Confirmando nuevamente lo planteado por Gamerro con respecto al giro del policial negro argentino post crisis, Nurit, el novato cronista de policiales y Jaime Brena, el más experto de la redacción de esa sección, formarán el equipo encargado de desentramar lo que ha pasado detrás de las murallas. Y si bien lo logran, o creen lograrlo, los tres deciden no develar el resultado de la investigación pues saben bien que desenmascarar al asesino significaría perder la vida. De este modo, el lector debe conformarse con la sugerencia de que el autor intelectual del crimen de Chazarreta es el intocable comisario Venturini, una acusación que actualiza la famosa frase de Rodolfo Walsh “si no hay justicia, al menos que haya verdad”que tantas veces repite Brena a lo largo de la novela.

Sin embargo esta verdad nunca llega en el caso de la mujer de Chazarreta : su crimen, al igual que el de tantas otras mujeres countries de la realidad extraficcional, permanecerá en la novela completamente irresuelto.

“No se olviden de los crímenes impunes, porque siempre encierran algo más tremendo que el crimen mismo”escribirá no obstante el personaje de Nurit en su última incursión en el periodismo antes volver a la creación ficcional, ese “lugar en donde no tiene miedo porque allí puede inventar otra realidad, una aún más cierta” en la que haya una “condena justa (…) del crimen cometido” que es lo “único que nos puede salvar como sociedad”.

Como en Las viudas de los jueves en donde la ficción se mantiene siempre en estrecha relación con la realidad extraliteria, tornándose incluso por momentos demasiado aclaratoria y hasta redundante con respecto a la misma, Betibú juega hasta el final a salirse de los límites de lo ficticio y brinda de este modo un plus con respecto a lo extratextual, un agregado que resulta una resolución de lo que en los casos reales es continuamente postergado y mantenido en suspenso, una posible respuesta desde la ficción a los feminicidios que oscurecen aún más el lado oscuro de los mundos amurallados.

Consciente de la gran distancia estética que media entre Claudia Piñeiro y Andrés Rivera, esta fundamental salida hacia lo extraliterario me permite relacionarlos. En la primera parte de su novela Guardia Blanca (2009), titulada justamente Despeñadero, Rivera trata, atípicamente, cuestiones del “casi presente”, y nos presenta un personaje llamado Pablo Fontán, alter ego del autor, que se ve atraído por los asesinatos de María Marta García Belsunce, de Nora Dalmasso y de Rosana Arce. Fontán es el reverso necesario del periodismo: es el consumidor de noticias, el que recibe diariamente eso que los medios transmiten. Con respecto a los crímenes de las tres mujeres, este hombre octogenario solo puede ser escéptico: “Si se habita un country, la impunidad está garantizada”, asegura, pues “en esos campos, en esas fortalezas de piedra y vidrio debieron vivaquear los muy cultos e ilustrados Luciano Benjamín Menéndez, Jorge Rafael Videla, Antonio Massera, Antonio Bussi, por citar pocos y notables huéspedes de los dueños del país y sus testaferros”. La contundente conclusión de Fontán/Rivera agrega sin ambages lo que otros autores de ficciones de countries sólo habían insinuado: el plus que pone en estrecha relación estas residencias con la terrible historia reciente de Argentina, la del terrorismo de Estado del ´76 al ´83 y sus derivaciones en la era neoliberal, un incremento que nos obliga a considerar aún mucho más la gravedad de las redefiniciones del espacio habitacional del país en estas últimas décadas.”


23 de febr. 2020

memento mori


Memento Mori

Muriel Spark

páginas: 276

editorial: PLATAFORMA,  2010


SINOPSIS

“Londres a finales de la década de 1950. Un grupo de ancianos de posición acomodada y que se conocen desde hace más de cincuenta años, empiezan a recibir una serie de llamadas inquietantes. Una voz anónima al teléfono les hace una sencilla petición: «Recuerda que debes morir». Para cada uno de ellos la voz es diferente (joven, vieja, madura, hombre, mujer) y la policía es incapaz de localizar las llamadas y detener al grupo de bromistas.

Estas llamadas provocan una reacción diferente en cada uno de los ancianos, que acaban destapando secretos, envidias, infidelidades, y escándalos largamente olvidados, que empiezan a resquebrajar la apariencia de respetabilidad y decoro de sus vidas. Cada uno de los personajes intenta conservar su fachada, intentando mantener oculto el pasado, mientras se enfrentan a los achaques inevitables de las veces y se ve confrontado con ese «memento mori», ese recuerdo de la muerte, que se vislumbra al final del camino.

Una divertida reflexión sobre la muerte que deja en el lector una vivificante sensación de vida. Y una crítica sutil y feroz a un mundo en decadencia, basado en las apariencias y la hipocresía, que son a la vez el sostén de los personajes y su mayor amenaza.”


Muriel Spark nació en Edimburgo en 1918. Empezó a escribir en la década de los cincuenta y entre sus obras más conocidas están Memento mori, Las señoritas de escasos medios, Los mejores tiempos de miss Brodie y El banquete. Falleció el 13 de abril de 2006 en Florencia, donde residía, a la edad de 88 años.



La novela arquetipo de Spark es sagaz, ingeniosa, trágica, normalmente con saltos hacia atrás y adelante, extremadamente divertida y con dosis de filosofía y moral.


22 de febr. 2020

el lenguaje en la novela latinoamericana


Por Miguel Ángel Asturias

Escritor, periodista y diplomático guatemalteco,  1899-1974.

“Enunciado en esta forma el tema, me apresuro a decir que lo trataré en la forma más amplia, apartado de los enfoques filológicos, lingüísticos, ya que no es mi propósito, ni creo tener capacidad para tal empresa. La gramática, la retórica y la estilística también las dejaremos aparte. Es el lenguaje, como aventura, lo que me interesa en nuestras novelas.

Los escritores de los países europeos, cuyos caminos idiomáticos están señalados, estratificados a través de siglos de cultura, son dueños de formas verbales hechas, aceptadas, consagradas. Literariamente encuentran el camino a seguir, y lo siguen, hijos de su genio o de su siglo, innovando, a cada quien su estilo, sin jamás sentirse desamparados o manoteando en lo desconocido. Hay un seguir de su universo encadenado a sus expresiones verbales que les facilita la tarea. Echan a andar con un idioma hecho, elaborado a través de generaciones, preciso para designar las cosas, directo en la interpretación de las ideas, dúctil para captar las emociones.

Nada de esto ocurre con los novelistas latinoamericanos, y por eso dijimos que en nuestras novelas estudiaríamos el lenguaje como aventura, la, sin duda, más apasionante aventura humana. Es el empleo de un instrumento cuya gama se desconoce y el que se pulsa un poco por adivinación y otro poco por atrevimiento.

Cada una de las novelas es, por sobre todo, una hazaña verbal. Hay una alquimia. Lo sabemos. ¿Pero cuáles son sus ingredientes? No es fácil darse cuenta en la obra hecha de los materiales empleados. Palabras. Sí, esto es, palabras. Pero, ¿usadas cómo? ¿De acuerdo con qué leyes, con qué reglas? Generalmente no obedecen a ninguna. Han sido puestas como la pulsación de mundos que se están formando. Palabras que suenan como piedras. Que no son palabras, sino piedras. Otras que se oyen como maderas. O metales. Es el sonido, es la onomatopeya. En la aventura de nuestro lenguaje, lo primero que debe rastrearse es la onomatopeya. Cuantos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en nuestros vocablos, en nuestras frases.

Tomar cada una de las novelas hispanoamericanas y cernirla de todos esos residuos sonoros que indudablemente son parte de la aventura verbal del novelista. Un instintivo, llamémoslo así, uso de palabras que al chocar unas con otras o al entrelazar sus sílabas, suenan de distinta forma. Antes del lenguaje literario está el sonido. En el sonido empieza la aventura del novelista latinoamericano. Se guía por sonidos. Se oye. Oye a sus personajes. No sabe lo que dicen, pero los oye. Primero los oye. Luego sabrá lo que hablan. Las mejores novelas nuestras no parecen haber sido escritas, sino habladas.

El sonido de nuestras novelas es, pues, distinto. Sobrepasa los sonidos intraducibles en las lenguas o idiomas tradicionales que forman la base de nuestra manera de expresarnos. Sobrepasa los sonidos intraducibles de las lenguas indígenas y del castellano. No hay otra dinámica verbal fuera de la poesía que la palabra encierra. Y que se revela, primero, como sonido. Y después como concepto. Y por eso, las novelas hispanoamericanas, son grandes masas musicales vibrando, tomadas así, en la convulsión del nacimiento de todas las cosas que en ellas nacen.

Y la aventura sigue en la confluencia de los idiomas. De todos los idiomas hablados por los hombres. Nuestro español está formado por todos los idiomas. No exagero. Además de las lenguas indígenas americanas que entran en su composición, hay la mezcla de las lenguas europeas y orientales que las masas de inmigrantes llevaron a América. El tema es apasionante. Nuestras novelas responden a la fundición de hablas humanas habladas. Y es en la novela donde encontramos ya con cariz literario muchas palabras que se emplean en la conversación y que antes no habían llegado a plasmarse en ningún texto. Lo familiar, lo popular hallan cabida en sus páginas. Un otro idioma, también muy americano, de la América nuestra, va a regar sus destellos sobre sonidos y palabras. El idioma de las imágenes.

A nadie puede sorprender lo que digo. No son pocas las personas que leyendo nuestras novelas, las ven cinematográficamente. No parecen escritas con palabras, sino con imágenes. Y ésta es otra característica esencial del idioma que emplea la novela iberoamericana. Y lo que la diferencia de la novela europea actual. Los escritores europeos rechazan las imágenes. Y por eso todos los esquemas corrientes del arte de novelar en Europa, apenas si tienen ahora quien los siga, o los imite en América. Y no porque se persiga una dramática afirmación de independencia, sino porque nuestros novelistas están empeñados en universalizar la voz de sus pueblos, con un idioma rico en sonidos, rico en fabulaciones, rico en imágenes. Y no porque haya habido una ruptura con lo europeo, no, sino porque, al margen de lo europeo, nos hemos puesto a elaborar lo nuestro.

Fabulación, poesía y pintura americana, tenían necesidad de una lengua universal y ésta se la dio la novela, y mejor si dijéramos colorido, poesía e invención imaginativa encontraron en la novela cauce por donde correr hacia lo universal. Y en manera alguna se trata de un lenguaje creado artificialmente para dar cabida a esa fabulación, o de la llamada prosa poética, sino de un lenguaje vivo, hablado por millones de seres, que conservan en su habla popular todo el lirismo, la fantasía, la gracia, la picardía que caracteriza el lenguaje de la novela latinoamericana.

La poesía-lenguaje que sustenta nuestra novelística es algo así como su respiración. Novelas con pulmones poéticos, con pulmones verdes, con pulmones vegetales. Lo que más atrae a los lectores no-americanos, es lo que nuestra novela ha logrado por los caminos de un lenguaje colorido, sin llegar a ser pintoresco, onomatopéyico por adherido a la música del paisaje y algunas veces a los sonidos de las lenguas indígenas.

Y al hablar de esta relación entre la lengua de nuestras novelas y los resabios ancestrales que afloran inconscientemente en la prosa empleada en ellas, quiero llamar la atención sobre la importancia que la palabra cobra como entidad absoluta, como símbolo. Es por esto que nuestra prosa se aparta del ordenamiento de la sintaxis castellana, porque la palabra tiene un valor en sí, tal y como lo tenía en las lenguas indígenas. El poder mágico de la palabra entre los indígenas es tal que su sola enunciación basta. No es necesario más que una palabra, exactamente conocida, para develar un misterio, para no extraviarse en lo desconocido, para apropiarse, para adueñarse de los seres y las cosas. Desde luego que esta sintaxis del español americano con resabios de lo indígena, se descubre mejor en nuestras novelas de corte indianizante.

Pero es que además las lenguas indígenas siguen hablándose en América, y esto influye desde luego en nuestras formas de expresión, cala hondo en nuestra prosa que aprovecha muchas veces de aquel material vivo, e influye desde luego en su construcción prosódica. Hay, y éste es el fenómeno, el mestizaje del idioma. Lo indio y lo español. Y luego todos los otros idiomas europeos. Amalgama que no comienza ahora, que principió al solo terminar la conquista de América, por los españoles, al surgir los primeros escritores y poetas indígenas que, conocedores del alfabeto latino, iban a escribir, ya no en forma ideográfica, sino en nuestras letras, en sus lenguas nativas. Pero la nueva lengua, el español, se impone, y el reflujo de las antiguas lenguas nativas ya sólo se percibe en lo popular, en las creaciones de tipo popular. Casi a través de tres siglos, y éste es un dato que se olvida o no se conoce, florece una literatura indígena americana, escrita en las lenguas originales indígenas. Poesía, narrativa, teatro, historia. Todo debido a la pluma, que ya habían aprendido a cortarla tan bien como sus maestros, de escritores, poetas, dramaturgos, historiadores absolutamente indígenas. Pero, como decíamos antes, poco a poco se deja de escribir en las lenguas nativas, se usa el español y aquellas ya sólo quedan en la boca del pueblo que las habla, que las sigue hablando.

Pero el español no podía mantenerse puro, no podía el idioma castellano salir intacto, después de echarse a correr como un río a través de más de veinte naciones. Arrastra todo, oro y escoria, y va cambiando su sonido, va haciéndose más suave, más tierno, más entrañable, y muda la forma de construir las frases, la palabra alcanza su valor pleno, y un nuevo ordenamiento idiomático encadena los elementos, con una nueva lógica, hecho que dificulta, mucho más de lo que se cree, al europeo, la comprensión de nuestros textos, ya que lo que ocurre con la lengua, pasa también en el plano mental y emocional. Sí, porque la palabra, las palabras no son todo. Son simples auxiliares, medio del que se vale el poeta o el escritor en quien se mezclan lo americano y lo europeo, para crear sus obras, dentro de una manera de pensar y de sentir otra, absolutamente otra. Caótica, para algunos, novedosa para otros, simple paso hacia nuevas estructuras literarias, creaciones que vayan más allá del sortilegio verbal que en Europa parece agotado, nuestra novela reivindica, además, lo que podría llamarse el idioma, la lengua de las imágenes.

¿No se deberá a que nuestra literatura fue primero pintada, ideogramas pintados en tablillas hace siglos, el que nos guste pintar nuestra prosa con imágenes?

Si nuestros antepasados para expresarse, y especialmente para expresarse poética o literariamente, recurrían a la imagen, no hace sino seguir la norma indígena-americana el novelista que se vale de imágenes para exponer lo que piensa, lo que siente -él o sus personajes-, a tal punto que hay momentos en que parece no escribir con palabras, sino con imágenes, y por eso no son pocas las personas que, al leer nuestras novelas, las ven casi cinematográficamente. Es en las imágenes, en las que nuestra novela halla su expresión más auténticamente americana, y lo que la diferencia totalmente de la novela europea actual. Jean Cassou opina que no sólo en las artes plásticas, sino en la literatura hay en la actualidad, en Europa, un rechazo de la imagen. La presencia de la imagen singulariza nuestra literatura del ayer más lejano y de hoy. Y no las imágenes, como trasuntos espectrales, sino en toda su fuerza, viva, comunicativa, creadora, insustituible. En este terreno, puramente imaginativo, también nuestros novelistas van inventando su idioma.

Uno de los elementos que dan más carácter americano a nuestra novela, es éste de las imágenes, de las metáforas. Pues, a veces, como si no fuera bastante una imagen, el novelista nuestro recurre a la acumulación de imágenes, lo que se llama paralelismo, o bien al difrasismo, consistente en aparear metáforas. En ambos casos, paralelismo o difrasismo, fueron recursos estilísticos de la más antigua expresión literaria indígena-americana. Hay, en la novela contemporánea hispanoamericana, un aflorar de aquellas formas, olvidadas durante siglos, mientras nuestras bellas letras fueron calcadas en lo europeo. Y en este sentido, la novela europeizante que ahora se escribe en América, cualquiera puede hacer la constatación, es producto de manipulaciones de biblioteca, vacía de contenido humano. Lo que antes de existir la novela-canto, la novela-imagen, no podía establecerse bien, no podía delimitarse con precisión, se nos presenta ahora en forma tan clara, que ya no hay lugar a confusión. La auténtica novela americana de nuestros países es la que nos da aquel mundo de imágenes, transposición fascinante y rica en la que la palabra, como concepto y como sonido, juega papel de encantamiento. Nadie entenderá nada de nuestra literatura, de nuestra poesía, si quita a la palabra este poder de encantamiento.

Francis de Miomandre, gran hispanista francés, traductor de muchísimos libros del español al francés, traductor de Don Quijote, para empezar, me decía en cierta ocasión: “En los textos de las novelas americanas publicadas últimamente -se refería a las novelas en español, americanas de la América española-, se tropieza con la dificultad de que no se pueden traducir, si no se encuentran las palabras que exacta o estrictamente signifiquen lo que el escritor quiso decir. No se puede emplear cualquier sinónimo. Hay que hallar el término justo. Y es justo el término, cuando no mata la palabra, sino la deja viva, dinámica, con todas sus posibilidades mágicas. Antes traducir era traducir. Ahora traducir a los latinoamericanos, es convertirse en mago”.

Si recapitulamos, para ordenar un poco las ideas, lo que hemos dicho del lenguaje en la novela latinoamericana, y empleamos este término para abarcar la novela brasileña, tan importante, y la escrita en francés, en Haití (pensamos en Los gobernantes del rocío de Jacques Romain), si recapitulamos tenemos el lenguaje como aventura, el lenguaje en nuestras novelas es una aventura, una hazaña, algo que el novelista inventa, crea, recrea, encuentra, transforma, trasega de la lengua popular o del lenguaje culto o de formas antiguas de hablar o de modismos locales, de los que a veces se abusa, así como de expresiones en lengua indígena.

Aludimos en seguida, bien someramente por cierto, a las transformaciones que el español sufre en América, hecho que nos permite usar una lengua que en nuestros países goza de todas las libertades, una lengua mestiza riquísima.

Y después a la importancia de la imagen en nuestra novelística y más ampliamente, en nuestra literatura, que, por momentos, no parece pensada en palabras, sino en imágenes.

Pero, además, debemos estudiar el lenguaje en nuestras novelas, como una toma de conciencia. A través del lenguaje, el novelista y sus personajes participan en el mundo que crean. Más allá de la repetición vacua, lexicográfica, tiene que estar despierta la conciencia que participa positivamente en esa creación. Aquí ya el lenguaje juega otro papel. Se vale de las palabras para hacer participar al lector en la vida, casi siempre dramática, de sus creaciones. Debe inquietar, desasosegar, obtener la adhesión del lector, el cual olvidándose de su cotidiano vivir, entrará a compartir el juego de situaciones y personajes. Palabra e imagen, en una novelística así, mantienen intactos sus valores humanos. No se usaban para desvirtuar al hombre, sino para completarlo. Y esto es lo que perturba en ella, aunque muchas veces no se confiese, lo que se transforma en vehículo de ideas, en intérprete de pueblos.

Damos entonces al lenguaje, en la novela hispanoamericana, su dimensión literaria, su valor mágico, imponderable, y su proyección humana.”