31 d’ag. 2020

adoración




El pasado jueves, 27 de agosto, nos dejó Adoración, madre de nuestra compañera y amiga Lola.

Queremos rendir un sentido homenaje a esta hija de las tierras altas de Granada, nacida en La Calahorra, una de las puertas de entrada a Las Alpujarras, y localidad hermanada con la ciudad que la ha despedido: Rubí.



¿A qué buscas la lumbre
la calle arriba
si de tu cara sale
la brasa viva?

Federico García Lorca




26 d’ag. 2020

s. o la esperanza de vida


S. o la esperanza de vida

Alexandre Diego Gary

Galaxia Gutenberg, 2010

páginas: 160

Hijo de la belleza y de la tragedia

por Carles Geli


“La sombra de los padres es siempre difícil de esquivar. Más si son el escritor Romain Gary (dos veces premio Goncourt) y la actriz Jean Seberg. Y aún más si se suicidan con apenas un año de diferencia. "He intentado exorcizar todo eso, pero en realidad he estado más de 20 años en la cárcel de la depresión", cuenta Alexandre Diego Gary, hoy en una especie de libertad provisional e hijo único de ese glamuroso matrimonio que duró apenas nueve años. Tenía 17 cuando, en 1979, su madre decidió dejarlo todo. Tras tomar un supuesto cóctel de fármacos y alcohol su cuerpo apareció en el interior de un Renault 5 blanco: muerte en extrañas circunstancias. Y 18, cuando su padre, que aún conservaba el arma de su paso por la Resistencia francesa, se disparó en la boca.

Esa catarsis, se llama S. o la esperanza de vida (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores), breve y bello vómito, apenas disimulado con juegos de seudónimos y espejos entre el hombre marcado y el hoy ¿liberado? "Además de no querer hacer una autobiografía, necesitaba que el personaje fuera doble para que afloraran aspectos que de otro modo no hubieran salido: digo cosas por primera vez".




Habla pausado, con la dulzura y la educación de los que han quedado huérfanos pronto de ternura, sudoroso, con el rostro ligeramente abotargado y rojizo, rastros de una vida disoluta y enferma. Grafómano desde adolescente, cree que la S del título de su libro abarca "silencio, soledad y suicidio y un poco la forma zigzagueante del caminar de un cangrejo, adelante y atrás".

Tras dudar si convocar a sus padres para no caer en "la gran orgía de los muertos", Gary recuerda en el libro a sus progenitores en el gran piso del Fauburg Saint-Germain atestado de libros, cuadros y muebles. Al padre en su despacho, donde entraba a las ocho de la mañana a escribir; a la madre atada a la cama de un hospital psiquiátrico para que no se suicidara, que soñaba, como él, con tener un purasangre, a la que veía muy poco por lo que llamaba "mamá" a Eugenia, la niñera española, "mi verdadera madre". Eso sí, estaba dispuesto a matar por ella: tiró a una piscina un niño que no sabía nadar sólo porque Jean le había hecho más caso que a él en una fiesta infantil. "Era mi respuesta a que estuviera siempre fuera de casa; pero se lo perdono todo: era de una belleza alucinante, un talento y, sobre todo, de una generosidad sin límites".

¿Tiene, 30 años después, una explicación a su suicidio? "Mi madre estaba siendo perseguida por el FBI y la CIA por su apoyo a los Panteras Negras: su relación con miembros de aquella gente fue el principio del final; además, esperaba un hijo, intentó suicidarse y lo perdió [lo mostró para que se viera que no era negro] y eso terminó con sus nervios".
De alguna manera, Alexandre Diego esperaba la muerte de su madre: "Cualquier día lo va a lograr", le alertó una vez su padre. Él lo acabaría haciendo apenas 16 meses después. "Hacía años que le rondaba por la cabeza, con la tensión del affaire Émile Ajar [falsa identidad con la que ganó por segunda vez el Goncourt en 1975, con el posterior escándalo]; creo que si no lo hizo antes fue para no dejarme con mi madre. 'Mis deberes para contigo ya están hechos', me dijo cuando cumplí 16 años; y me emancipó para que me hiciera cargo legal de su obra". ¿Por qué se rompió la pareja? "Mi madre siempre tuvo una actitud incontrolable, también se cruzó Clint Eastwood..., pero creo que hasta el final soñaba con reconstruirla. Muchas veces llamaba a casa y luego se iba corriendo antes de que abriéramos la puerta; si mi padre no retomó la situación fue, en parte, porque temía que, sin querer, mi madre me hiciera daño".

Alexandre Diego estuvo casi dos años sin salir de casa: lo del padre fue un mazazo. Desde que tenía 15 años quiere ser escritor. Pero le asalta una duda: "Me da miedo no poder escribir nada más; estoy con una historia de un amor perdido, pero siguen persiguiéndome ciertas imágenes, que me obligan a parar y a escribirlas en un cuadernillo... Quisiera haberme liberado de todo ese pasado". Madera, estilísticamente, tiene. "Esa fraseología corta y esas imágenes son de Hemingway y de Faulkner, mis autores preferidos; ahora leo mucho a Tabucchi y a Lobo Antunes". ¿Y qué hay de su padre en esa voluntad moral que destila S. o la esperanza de vida? "Hay fragmentos en que yo mismo reconozco su influencia, lo siento a mis espaldas; en ese libro, aunque sea tan descarnado, hay una ética. De él tomo prestado que un hombre es un proyecto en construcción; un día seremos por fin hombres".

Sí, un día.”



El País
30 de marzo de 2010.

25 d’ag. 2020

la vida ante sí: final

ilustración:
Manuele Fior

Entré en el café del señor Driss, que me hizo comer de gorra, y me senté delante del señor Hamil, que estaba cerca de la ventana, con su albornoz gris y blanco. Ya no veía nada, pero en cuanto le dije mi nombre tres veces enseguida se acordó de mí.
—Ah, mi pequeño Mohammed, sí, sí, lo recuerdo... Lo conozco muy bien... ¿Qué ha sido de él?
—Señor Hamil, soy yo.
—Ah, bueno, bueno, perdona. Como ya no veo...
— ¿Cómo está, señor Hamil?
—Ayer comí un buen cuscús y hoy me darán arroz con caldo. Todavía no sé lo que me darán para cenar y siento curiosidad.
Seguía con la mano encima del libro del señor Víctor Hugo y miraba a lo lejos, como buscando lo que iban a darle de cena.
—Señor Hamil, ¿se puede vivir sin alguien a quien querer?

ilustración:
Manuele Fior




—Yo quiero cuscús, mi pequeño Víctor, pero todos los días, no.
—No me ha entendido, señor Hamil. Cuando yo era pe­queño, me dijo que no se puede vivir sin amor.
Su cara se había iluminado desde dentro.
—Sí, sí, es verdad. Yo también quise a alguien cuando era joven. Sí, tienes razón, mi pequeño...
—Mohammed.  No soy Víctor.
—Sí,  mi pequeño Mohammed.  Cuando era joven quise a alguien, a una mujer. Se llamaba... —Pareció asombrarse—. No me acuerdo.
Me levanté y volví al sótano.


ilustración:
Manuele Fior




(…)

Cuando tiraron la puerta para ver de dónde venía aquello y me vieron tendido a su lado todos se pusieron a pedir socorro y a gritar: «¡Qué horror!». No se les había ocurrido gritar antes porque la vida no huele. Me llevaron en una ambulancia al sitio donde decía el papel que me encontraron en el bolsillo con un nombre y una dirección. Les llamaron porque ustedes tienen teléfono y pensaron que eran algo mío. Fue así como ustedes llegaron y me llevaron al campo sin ninguna obligación por mi parte. Creo que el señor Hamil tenía razón cuando todavía tenía su cabeza y decía que no se puede vivir sin alguien a quien querer, pero no les prometo nada. Ya veremos. Yo quería a la señora Rosa y voy a seguir viéndola. Pero me gustaría quedarme una temporada con ustedes, ya que sus hijos me lo piden. Fue la señora Nadine la que me enseñó cómo se puede hacer retroceder el mundo, y estoy muy interesado y lo deseo de todo corazón. El doctor Ramón hasta fue a buscar mi paraguas Árthur. Yo me hacía mala sangre porque nadie iba a quererlo por su valor sentimental, hay que amar.


La vida ante sí
Romain Gary (Émile Ajar)
Traducción:  Ana María de la Fuente
deBolsillo, 2008
páginas: 191-196


ilustración:
Manuele Fior





24 d’ag. 2020

la vida ante sí: cinco

ilustración:
Manuele Fior

Dice el señor Hamil que la humanidad no es más que una coma en el gran libro de la vida, y si un viejo dice semejante barbaridad, no sé qué podría añadir yo. La humanidad no es una coma, porque cuando la señora Rosa me mira con esos ojos de judía no es una coma, sino todo el gran libro de la vida en­tero, y yo no tengo ningunas ganas de verlo. He ido dos veces a la mezquita a rezar por la señora Rosa, pero no ha servido de nada, porque para los judíos no vale. Por eso no quería volver a Belleville ni mirar fijamente a la señora Rosa. « ¡Ojo! ¡Ojo!», decía ella siempre. Es lo que dicen los judíos cuando les duele algo. Nosotros, los árabes, decimos «Jai!Jai!», y los franceses, «Oh! Oh!». Cuando no son felices, porque, no se crean, eso también pasa. Yo cumplía diez años porque la señora Rosa ha­bía decidido que tenía que acostumbrarme a tener cumpleaños y hoy era el día. Decía que eso era lo principal para que pudie­ra desarrollarme con normalidad y que lo demás, corno el nom­bre del padre y de la madre, era puro esnobismo.
Me había sentado en un portal para esperar que todo pasa­ra, pero el tiempo es lo más viejo que hay y va muy despacio. Cuando las personas sufren, se les agrandan los ojos y tienen más expresión que nunca. La señora Rosa tenía los ojos cada vez más grandes y más parecidos a los de los perros que te mi­ran cuando les das un puntapié, sin saber por qué. Los estaba viendo desde allí, a pesar de estar en la calle Ponthieu, cerca de los Campos Elíseos, donde están las tiendas elegantes. Sus ca­bellos de preguerra se le caían cada vez más, y cuando se en­contraba con fuerzas para seguir peleando me pedía que le buscara una peluca nueva de pelo de verdad para parecer una mujer. Su vieja peluca también estaba hecha un asco. Porque hay que decir que se estaba quedando calva como un hombre; al mirarla te dolían los ojos, porque las mujeres no están hechas para esto. Quería una peluca roja que era el color que mejor le sentaba a su tipo de belleza. No sabía dónde mangarla. En Bel­leville no hay tiendas de esas que llaman institutos de belleza. En los Campos Elíseos no me atrevo a entrar. Hay que pre­guntar, dar la medida, una mierda.

Me sentía fatal. Ni siquiera tenía ganas de tomar una Coca-Cola. Intentaba convencerme de que no había nacido ese día más que otro y de que el cuento del cumpleaños no es más que un convencionalismo colectivo. Me puse a pensar en mis ami­gos, el Mahoute y el Shah, que curraba en una gasolinera. Cuan­do se es un crío, para ser alguien hay que ser muchos.
Me tumbé en el suelo, cerré los ojos y empecé a hacer ejer­cicios para morir, pero el cemento estaba frío y tuve miedo de pillar una enfermedad. Conozco a tipos que en mi caso se en­dilgan un buen lote de mierda, pero yo no voy a lamerle el culo a la vida para ser feliz. Yo a la vida no la maquillo, me cago en ella. No nos llevamos bien.

La vida ante sí
Romain Gary (Émile Ajar)
Traducción:  Ana María de la Fuente
deBolsillo, 2008
páginas: 80-81

23 d’ag. 2020

la vida ante sí: cuatro

ilustración:
Manuele Fior

Normalmente entre nosotros hablábamos en judío, en ára­be o, delante de los extraños o cuando no queríamos que nos entendieran, en francés, pero ahora la señora Rosa mezclaba todas las lenguas de su vida y me hablaba en polaco, que era su lengua más antigua y la que ahora recordaba, porque ya se sabe que lo que más recuerdan los viejos es su juventud. Bueno, ella, exceptuando la escalera, todavía se defendía. Pero no todos los días estaba bien, y había que ponerle inyecciones en la nalga. Era difícil encontrar a una enfermera lo bastante joven para subir seis pisos, y ninguna resultaba barata. Yo hice un trato con mi amigo el Mahoute, que se inyectaba legalmente porque era diabético y su estado de salud se lo permitía. Era un buen tipo que se había hecho a sí mismo, pero muy negro y muy argelino. Vendía transistores y demás productos de sus robos, y en sus ratos libres iba a desintoxicarse a Marmottan, donde tenía entrada libre. Fue a casa a ponerle la inyección a la señora Rosa, pero por poco acaba mal porque se equivocó de ampolla y le largó en el culo la ración de heroína que él se guardaba para el día en que acabara su desintoxicación.

Enseguida me di cuenta de que allí pasaba algo raro, pues la judía nunca había estado tan encantada. Primero se asombró mucho y después se sintió muy feliz. A mí hasta me dio miedo porque me parecía que no iba a volver, pues cualquiera hubiera dicho que estaba en el cielo. A mí que no me vengan con heroína. Los tipos que se inyectan se convierten en adictos a la felicidad, y eso no perdona, ya que a la felicidad se la conoce por su escasez. Para inyectarse hace falta tener ganas de ser feliz y eso solo puede ocurrírsele a un auténtico gilipollas. Nunca me he puesto hasta arriba y si algunas veces he fumado marihuana con los amigos ha sido por educación, a pesar de que es a los diez años cuando los mayores le enseñan a uno esas cosas. Y es que a mí la felicidad no me tira. Sigo prefiriendo la vida. La felicidad es una inmundicia y habría que enseñarle a vivir. La felicidad no va conmigo. Nunca hice política, porque eso siempre beneficia a alguien, pero me parece que tendría que haber leyes que impidieran que la felicidad hiciera de las suyas. Solo digo lo que pienso y puede que me equivoque, pero no seré yo el que vaya a inyectarse para ser feliz. Mierda. No voy a hablarles de la felicidad porque no quiero tener una crisis de violencia, pero el señor Hamil dice que tengo aptitudes para lo inefable. Dice que es en lo inefable donde hay que buscar, y que allí es donde se encuentra.

El mejor medio de procurarse mierda de esa, y eso es lo que hacía el Mahoute, es decir que no te has inyectado nunca; entonces te dan una inyección gratis, porque nadie quiere sentirse solo en la desgracia. Parece mentira la de tíos que han querido ponerme la primera inyección, pero yo no estoy para ayudar a vivir a nadie, ya tengo bastante con la señora Rosa. No seré yo quien se arriesgue a entrar en la felicidad antes de haberlo intentado todo para salir de ella.

Como les decía, fue el Mahoute —que es un nombre que no quiere decir nada y por eso le llamábamos así— quien puso a la señora Rosa su dosis de HLM, que es como llamamos nosotros a la heroína, por la región de Francia en la que se cultiva. La señora Rosa se quedó prodigiosamente pasmada y entró después en un estado de satisfacción que daba pena. Figúrense, una judía de sesenta y cinco años. Lo que le faltaba. Yo salí corriendo en busca del doctor Katz, porque con esa porquería te expones al peligro de la sobredosis y entonces te vas al paraíso artificial. El doctor Katz no pudo venir porque tenía prohibido subir seis pisos, salvo en caso de muerte. Llamó por teléfono a un médico joven que conocía y este se presentó al cabo de una hora. La señora Rosa estaba babeando en su butaca. El médico me miraba, como si no hubiera visto en su vida a un chiquillo de diez años.

—¿Qué es esto? ¿Un parvulario?
Me dio pena, con aquella cara amoscada, como si no pudiera creer lo que veía. El Mahoute se revolcaba por el suelo llorando porque era su felicidad lo que le había largado en el culo a la señora Rosa.

—Pero ¿cómo es posible? ¿Quién le ha dado la heroína a esta señora?

Yo lo miraba sonriendo con las manos en los bolsillos, pero no le dije nada. ¿Para qué? Era un joven de treinta años que no sabía nada de la vida.

La vida ante sí
Romain Gary (Émile Ajar)
Traducción:  Ana María de la Fuente
deBolsillo, 2008
páginas: 71-73

22 d’ag. 2020

la vida ante sí: tres

ilustración:
Manuele Fior

“Yo les decía que no y lo sentía por la señora Rosa, pero ¡qué se le va a hacer! Sobre todo había una que siempre era muy cariñosa y que algunas veces, al pasar, me metía un billete en el bolsillo. Llevaba minifalda y botas altas y era más joven que la señora Rosa. Tenía unos ojos muy dulces y una vez, después de mirar a todos lados,  me cogió de la mano y nos fuimos a un café que ya no existe porque le tiraron una bomba, el Panier.

—No estés ahí en la acera. No es lugar para un niño.

Me acariciaba el pelo para arreglármelo, pero yo sabía que era para acariciarme.

—¿Cómo te llamas?

—Momo.

—¿Dónde están tus padres, Momo?

—No tengo a nadie,  ¿qué se cree? Soy libre.

—Pero ¿alguien te cuidará?

Yo seguía chupando mi naranjada, pues hay que andar con ojo.

—Podría hablar con ellos. Me gustaría ocuparme de ti. Te pondría en un estudio, estarías como un rey, no te faltaría de nada.

—Ya veremos.

Terminé la naranjada y bajé del taburete.

—Toma, tesoro, para caramelos.

Me puso un billete en el bolsillo. Cien francos. Tal y como lo oyen.

Volví dos o tres veces y ella siempre me sonreía, pero desde lejos, tristemente, porque no era suyo.

Pero, mala pata, la cajera del Panier era amiga de la señora Rosa de cuando las dos se buscaban la vida juntas y se lo contó a la vieja. ¡La que se armó! Nunca había visto a la judía de aquella manera. «¡Yo no te he educado para eso!», decía llorando. Lo repitió tres veces.  Tuve que jurarle que no volvería por allí y que nunca sería un proxineta. Me dijo que todos eran unos chulos y que prefería morirse. Pero yo no veía qué otra cosa podía hacer, con diez años.

Lo que a mí siempre me ha llamado la atención es que las lágrimas formen parte del programa. Significa que hemos sido programados para llorar. Había que pensarlo. Ningún constructor respetable haría eso.  Los giros seguían sin llegar y la señora Rosa empezó a echar mano de la caja de ahorros. Tenía guardados algún dinero para la vejez, pero ahora sabía que ya no duraría mucho. Todavía no tenía cáncer,  pero el resto se deterioraba rápidamente. Hasta me habló por primera vez de mi madre y de mi padre, porque parece que eran dos. Me dejaron allí una noche y mi madre se echó a llorar y salió corriendo. La señora Rosa me inscribió como Mohammed, musulmán, y les prometió que me trataría a cuerpo de rey. Y después, después…, suspiraba,  y era todo lo que sabía, pero no me miraba a los ojos cuando lo decía. No sabía qué era lo que me ocultaba, pero por la noche me daba miedo. Nunca conseguí sonsacarle nada, ni siquiera cuando el dinero dejó de llegar y ya no tenía por qué ser considerada conmigo. Lo único que sabía era que tenía un padre y una madre, porque en eso la naturaleza es como es.  Pero nunca habían vuelto y la señora Rosa adoptaba un  aire culpable y se callaba. Desde ahora les digo que nunca he encontrado a mi madre, no quiero que se hagan ilusiones. Un día me puse muy pesado y la señora Rosa inventó un cuento tan tonto que daba risa.

—A mí me parece que tu madre tenía prejuicios burgueses porque era de buena familia. No quería que tú supieras a qué se dedicaba. Por eso se marchó sollozando, con el corazón destrozado, para no volver más porque el prejuicio te hubiera provocado un trauma, como exige la medicina.

Y se echó a llorar, la señora Rosa, a nadie le gustaban tanto las historias bonitas como a ella. Creo que el doctor Katz tenía razón. Cuando se lo conté, él me dijo que las putas son muy sentimentales. Y lo mismo el señor Hamil, que ha leído a Victor Hugo y ha vivido más que cualquier persona de su edad, cuando me explicó sonriendo que las cosas no son blancas ni negras y que lo blanco es a menudo lo negro que se esconde y lo  negro es a veces lo blanco que se ha dejado engañar. Y añadió, mirando al señor Driss, que acababa de servirle un té de menta: «Se lo digo por experiencia». El señor Hamil es un gran hombre, pero las circunstancias no le han dejado llegar a serlo.”
La vida ante sí
Romain Gary (Émile Ajar)
Traducción:  Ana María de la Fuente
deBolsillo, 2008
páginas: 66-68


21 d’ag. 2020

la vida ante sí: dos




“Yo creo que los judíos son personas como las demás, pero no hay que tenérselo en cuenta.

A veces no teníamos ni que levantarnos para tocar el timbre porque la señora Rosa lo hacía sola. Se despertaba de repente, se sentaba sobre sus posaderas que eran más grandes de lo que yo pudiera decirles y se quedaba escuchando. Luego saltaba de la cama, se ponía el chal malva que tanto le gustaba y corría hacia la puerta. Ni siquiera miraba si había alguien porque el timbre seguía sonándole dentro, que es donde más duele. Unas veces bajaba unas cuantas escaleras o un piso y otras se iba hasta el sótano, como ya tuve el honor de ver una vez. Al principio, creí que habría escondido algún tesoro en el sótano y que lo que la despertaba era el miedo a los ladrones. Siempre he soñado con tener un tesoro escondido en algún sitio, bien protegido de todos y que pudiera descubrir cuando quisiera. Creo que un tesoro es lo mejor que puede haber cuando es todo tuyo y lo tienes bien seguro. Había descubierto el sitio donde la señora Rosa guardaba la llave del sótano y un día bajé a ver. No encontré nada. Muebles, un orinal, sardinas, velas, lo que se necesita para alojar a una persona. Encendí una vela y miré bien, pero allí no había más que las paredes con piedras  que enseñaban los dientes. Entonces oí un ruido y di un brinco, pero solo era la señora Rosa. Estaba de pie en la puerta mirándome. No estaba enfadada, al contrario, parecía querer disculparse.

—No debes decírselo a nadie, Momo. Dame eso.

Alargó la mano y me cogió la llave.

—Señora Rosa, ¿qué es esto? ¿Por qué baja aquí todas las noches?

Ella se arregló las gafas y sonrió.

—Es mi segunda residencia, Momo. Anda, vamos.

Apagó la vela, me dio la mano y subimos al piso. Después se sentó en su butaca con una mano sobre el corazón. No podía subir los seis pisos sin quedar medio muerta.

—Júrame que nunca se lo dirás a nadie, Momo.

—Se lo juro, señora Rosa.

—¿Jairem?

Quiere decir lo juro en su lengua.

—Jairem.

Luego, mirando a lo lejos, murmuró:

—Es mi escondite judío, Momo.

—Ah, bueno, está bien.

—¿Lo comprendes?

—No, pero no importa. Estoy acostumbrado.

—Es donde me escondo cuando tengo miedo.

—¿Miedo de qué, señora Rosa?

—Para tener miedo no hacen falta motivos, Momo.

Nunca se me ha olvidado. Es la verdad más grande que he oído en mi vida."


La vida ante sí
Romain Gary (Émile Ajar)
Traducción:  Ana María de la Fuente
deBolsillo, 2008
páginas: 52-54


20 d’ag. 2020

la vida ante sí: empezamos…


Lo primero que puedo decirles es que vivíamos en un sexto sin ascensor y que para la señora Rosa, con los kilos que llevaba encima y solo dos piernas, aquello era toda una fuente de vida cotidiana, con todas las penas y los sinsabores. Así nos lo recordaba ella cuando no se quejaba de otra cosa, porque, además, era judía. Su salud tampoco era buena, y también puedo decirles que esa mujer merecía un ascensor.

La primera vez que vi a la señora Rosa tendría yo tres años. Antes de esa edad, uno no tiene memoria y vive en la ignorancia. Yo dejé de ignorar con tres o cuatro años y a veces lo echo de menos.

En Belleville había otros muchos judíos, árabes y negros, pero la señora Rosa tenía que subir los seis pisos ella sola. Decía que el día menos pensado se moriría en la escalera, y todos los chiquillos se echaban a llorar, porque es lo que se hace cuando alguien muere. Unas veces éramos seis o siete los que estábamos allí dentro y otras veces puede que más.

Al principio, yo no sabía que la señora Rosa solamente me cuidaba para cobrar un dinero que recibía a fin de mes. Cuando me enteré, tenía ya seis o siete años y, para mí, saber que era de pago fue un golpe. Creía que la señora Rosa me quería sin más y que éramos algo el uno para el otro. Estuve llorando toda una noche. Fue mi primer desengaño.

Al verme tan triste, la señora Rosa me explicó que la familia no significa nada y que incluso hay gente que se marcha de vacaciones dejando a sus perros atados a un árbol y que cada año tres mil perros mueren así, privados del cariño de los suyos. Me sentó sobre su regazo y me juró que yo era lo más valioso que tenía en el mundo. Pero entonces me acordé del dinero que llegaba todos los meses y me fui llorando.

Bajé al café del señor Driss y me senté delante del señor Hamil, que era vendedor ambulante de alfombras en Francia y había visto de todo. El señor Hamil tiene unos ojos tan bonitos que da gusto verlos. Cuando lo conocí era ya muy viejo, y desde entonces no ha hecho más que envejecer.

— ¿Por qué sonríe siempre, señor Hamil?

—Para dar gracias a Dios todos los días por mi buena memoria, mi pequeño Momo.

Yo me llamo Mohammed, pero todos me llaman Momo porque es más corto.

—Hace sesenta años, cuando era joven, conocí a una muchacha que me quería y a la que yo también quería. Aquello duró ocho meses, hasta que ella se mudó de casa, y ahora, al cabo de sesenta años, todavía me acuerdo. Yo le decía: No te olvidaré nunca. Pasaban los años y no la olvidaba. A veces tenía miedo, porque aún me quedaba mucha vida por delante y ¿cómo podía yo, un pobre hombre, mantener mi palabra cuando es Dios quien tiene la goma de borrar? Pero ahora estoy tranquilo. No voy a olvidar a Djamila. Ya me queda poco tiempo, me moriré antes.

Pensé en la señora Rosa, dudé un momento y le pregunté: —Señor Hamil, ¿se puede vivir sin amor?

No contestó y bebió un poco de té de menta que es bueno para la salud. Desde hacía una temporada, el señor Hamil llevaba siempre una chilaba gris para que, si le llegaba la hora, no le pillara con la americana puesta. Me miró y guardó silencio. Seguramente pensaba que yo era todavía un menor y que había cosas que no debía saber. Entonces yo tendría siete años o tal vez ocho, no puedo decírselo con exactitud porque yo no tengo fecha, como verán cuando nos conozcamos mejor, si consideran que vale la pena.

—Señor Hamil, ¿por qué no contesta?

—Eres muy joven y cuando se es tan joven es mejor no saber ciertas cosas.

—Señor Hamil, ¿se puede vivir sin amor?

—Sí —dijo, y bajó la cabeza como si le diera vergüenza. Yo me eché a llorar.

Durante mucho tiempo no supe que era árabe porque nadie me había insultado. No me enteré hasta que fui a la escuela. Pero nunca me peleaba con nadie; cuando se pega a alguien siempre duele.

La señora Rosa había nacido en Polonia, como judía que era, pero se había buscado la vida muchos años en Marruecos y en Argelia, y hablaba el árabe como usted y como yo. Por este motivo, sabía también judío y hablábamos a menudo en esa lengua. La mayoría de los inquilinos de nuestro edificio eran negros. Hay tres casas de negros en la calle Bisson y en otras dos calles más, en las que viven por tribus, como en África. Los más numerosos son los sarakollé y luego vienen los toucouleurs, que no son pocos. Hay otras muchas tribus en la calle Bisson, pero no tengo tiempo de nombrarlas a todas. El resto de la calle y del bulevar de Belleville es principalmente árabe y judío. Y así hasta la Goutte d’Or, donde empiezan los barrios franceses.

Al principio, yo no sabía que no tenía madre ni sabía tampoco que hiciera falta tener una. La señora Rosa evitaba hablarme de ello para no darme ideas. Yo no sé por qué nací ni qué pasó exactamente. Mi amigo el Mahoute, que tiene algunos años más que yo, me dijo que eso es por la higiene. Él nació en la alcazaba de Argel y después vino a Francia. En la alcazaba todavía no había higiene y él nació porque no tenían bidé, ni agua potable, ni nada. El Mahoute lo supo más tarde, cuando su padre trató de justificarse y le juró que no había habido mala voluntad por parte de nadie. El Mahoute dice que ahora las mujeres que se buscan la vida tienen una píldora para eso de la higiene, pero que él había nacido demasiado pronto.

Una o dos veces por semana venían a casa bastantes madres, pero siempre era para ver a los otros. En casa de la señora Rosa casi todos éramos hijos de putas y cada vez que alguna se marchaba a provincias para buscarse la vida durante unos meses, pasaba a ver a su crío antes y después del viaje. Así fue como empezaron los problemas con mi madre. Me parecía que todos tenían una menos yo. Y comencé a tener calambres en el estómago y convulsiones para hacerla venir. En la acera de enfrente, había un chico que tenía un balón y que me había dicho que su madre venía a verlo siempre que le dolía la barriga. Yo tuve dolor de barriga, pero nada. Luego tuve convulsiones, y tampoco. Hasta empecé a cagar por todo el piso. Nada. Mi madre no vino y la señora Rosa me llamó moro de mierda por primera vez, porque ella no era francesa. Yo le grité que quería ver a mi madre y seguí cagando por toda la casa durante unas semanas para vengarme. La señora Rosa acabó por decirme que si no paraba me llevaría al hospicio, y eso me dio miedo, porque el hospicio es lo primero que se enseña a los niños. Seguí cagando por principios, pero no era vida. Entonces éramos siete los hijos de putas pensionistas en casa de la señora Rosa, y todos nos pusimos a cagar a cuál mejor, porque no hay nadie más conformista que un crío, y pronto hubo tanta caca por todas partes que la mía no se notaba.

La señora Rosa estaba ya muy vieja y cansada para tener que aguantar eso, y se lo tomaba muy mal, porque ya había sido perseguida por judía. Todos los días tenía que subir varias veces los seis pisos, con sus noventa y cinco kilos y sus dos pobres piernas, y cuando entraba en casa y olía la caca, se dejaba caer en una butaca con todos los paquetes y se echaba a llorar. Y hay que comprenderla. Los franceses son cincuenta millones, y ella decía que si todos hubieran hecho como nosotros, ni los alemanes lo habrían resistido y se habrían largado. La señora Rosa conoció bien Alemania durante la guerra, pero había vuelto. Entraba, olía la caca y se ponía a gritar: « ¡Esto es Auschwitz! ¡Esto es Auschwitz!», porque la habían deportado a Auschwitz, por judía. De todos modos, en lo del racismo era siempre muy correcta. Por ejemplo, con nosotros vivía un tal Moisés al que ella llamaba a veces moro sucio, pero a mí nunca. Entonces yo no me daba cuenta de que, a pesar de su peso, aquella mujer tenía delicadeza. Al final lo dejé porque no conseguía nada y mi madre no venía. Pero seguí teniendo calambres y convulsiones durante mucho tiempo y aún hoy a veces me duele la barriga. Después traté de llamar la atención de otro modo. Empecé a rapiñar en las tiendas, un tomate aquí y un melón allí. Siempre esperaba a que alguien mirase. Cuando salía el dueño y me daba un cachete, me ponía a berrear, pero por lo menos alguien se fijaba en mí.

Un día robé un huevo en una tienda. La dueña me vio. Yo prefería robar donde hubiera una mujer, pues de lo único de lo que podía estar seguro era de que mi madre era una mujer, no puede ser de otra manera. Cogí el huevo y me lo metí en el bolsillo. La dueña de la tienda se acercó. Yo estaba esperando el cachete para hacerme notar, pero ella se agachó y me acarició la cabeza. Y hasta me dijo:

— ¡Qué niño más guapo!

Al principio pensé que quería recuperar el huevo por la vía sentimental y lo guardé dentro de la mano, en el fondo del bolsillo. No tenía más que darme una bofetada para castigarme, que es lo que hacen las madres cuando se ocupan de uno. Pero ella se levantó, se fue al mostrador y me dio otro huevo. Después me dio un beso. Tuve un momento de esperanza que no puedo explicarles porque no es posible. Me quedé toda la mañana delante de la tienda, esperando. No sé qué esperaba. De vez en cuando, la mujer me sonreía y yo seguía allí, con el huevo en la mano. Yo tendría entonces unos seis años y me figuraba que aquello era para toda la vida, cuando en realidad no era más que un huevo. Volví a casa y me dolió la barriga todo el día. La señora Rosa había ido a la comisaría para dar un testimonio falso que la señora Lola le había pedido. La señora Lola era un travesti del cuarto piso, que había sido campeón de boxeo de Senegal y que ahora trabajaba en el Bois de Boulogne; había noqueado en el Bois a un cliente sádico que no podía imaginar con quién se había topado. La señora Rosa tenía que declarar que aquella noche estaba en el cine con la señora Lola y que después las dos habían estado viendo la televisión. Más adelante hablaré de la señora Lola que, desde luego, era una persona distinta a las demás, porque también las hay. Por eso la quería.”

La vida ante sí
Romain Gary (Émile Ajar)
Traducción:  Ana María de la Fuente
deBolsillo, 2008
páginas: 19-24


19 d’ag. 2020

yo soy otro


"Mientras camino, percibo a mis espaldas las idas y venidas de un rumor inconforme. Aguanto el repicar de nuevos pasos en silencio, hasta que mi inquietud formula dudas:

-¿Quién eres?

   Pasa un tiempo... Responde, paradójico:

- El otro que eres tú.

  La extraña frase repite letra a letra mis sospechas.

-¿Dónde estás?

- Lejos  -me dice, con un tono de voz conspiratorio.

Sigo ruta, arrastrando en la marcha mis gastados zapatos. Sus palabras me dejan tranquilo. Certifican, sin más, el final de mi fuga. Los relojes dormitan.


Je suis autre
                                                                                Arthur Rimbaud

prólogo a “La promesa del alba”
por Adolfo García Ortega

Romain Gary siempre quiso hacer un gran homenaje a su madre, con la que tuvo una estrechísima relación, ambigua, de dependencia y separación, en la que basó toda su experiencia familiar. Una experiencia limitada, referida tan sólo al vínculo filial, ya que no conoció a más parientes, y tampoco los necesitó, aunque probablemente los deseó en muchas ocasiones. Ese homenaje explícito a su madre y a la relación unifamiliar, de amor abnegado con ella y por ella, es La promesa del alba, un libro estrictamente de memorias que se lee como una novela. Gary, además, escenifica el hecho del recuerdo, abriéndolo y cerrándolo en plena madurez, cuando aún no ha cumplido los cincuenta años y parece decidido a crear compartimentos estancos en su vida. El libro comienza y acaba en la playa de Big Sur, en California, donde desempeña las funciones de cónsul de Francia, la carrera de diplomático por la que siempre había suspirado su madre, incluso por la que tan expresamente le había insistido que se decantara en el futuro, cuando le decía siendo un niño, sin que viniera a cuento, «Tú serás algún día embajador», como si fuese el máximo grado al que pudiera aspirar en Francia un exiliado ruso que adopta la patria francesa. En aquella playa americana, el niño hecho adulto, en la encrucijada de los años, evoca largamente la primera parte de su vida. El libro lo empezó en México, en un viaje que hizo con su mujer Lesley Blanch a finales de la década de los cincuenta, pero su redacción definitiva coincide con una época de su vida de transformación hacia lo desconocido. Se diría que con La promesa del alba cerraba una etapa en la que quedaban atrás muchas cosas, y sobre todo algunas personas claves: su madre, Nina; su mujer, Lesley. Ahora está enamorado, y fatalmente, de la actriz Jean Seberg, el gran amor del resto de su vida hasta su suicidio (el de ella primero, y unos años después el de él mismo).

En 1960, el libro ve la luz en Gallimard. Es un punto final, ha saldado cuentas con el pasado oscuro de donde procede. Y ha erigido un monumento privado a su madre pero ofrecido a la luz pública. Sin embargo, no lo ha hecho desde el rencor ni desde el psicoanálisis encubierto, sino que lo empaqueta y almacena todo desde y para la felicidad ceñida al determinismo de la acción, del dinamismo, pues Gary fue siempre, primero como Romain Kacew, su verdadero nombre, y luego como Romain Gary, su nombre literario, un hombre con una historia que contar, la de sus múltiples transformaciones en diversos yoes, todos ellos seres que deciden hacer, actuar. Como su madre, una actriz frustrada, una mujer que emprendió la transformación de su vida contra el destino.

El libro relata los años de infancia y de juventud de Gary hasta la Liberación, al final de la Segunda Guerra Mundial. Y no deja de ser simbólico que culminen ahí sus memorias de juventud, en la unión de la liberación de Francia y de su propia liberación frente a su pasado. Culminaba también, en ese momento, la metamorfosis en héroe francés por la que tanto había trabajado y sufrido su madre: el adolescente de catorce años, Romain Kacew, judío, de padre desconocido, que ha huido del Moscú natal, ha malvivido en Polonia y se ha instalado en Niza con su madre, Nina Kacew, modista, ambos con pasaporte de refugiados, será, años más tarde, condecorado como héroe de la Liberación por Charles De Gaulle, el gran mito de madurez de Gary, su única referencia moral, política e histórica; y su salvación del vacío existencial que siempre sabrá eludir Gary en vida, hasta su entrega absoluta a la muerte, un 2 de diciembre de 1980, invadido por un sentimiento de hastío.

Gary y su madre pasaron unos años en Wilno, en la Polonia oriental. Allí Nina quería que el pequeño Romain fuese violinista. En esos tiempos, ella hacía sombreros, y tuvo un gran éxito con esa práctica, incluso fuera de la ciudad y hasta fuera del país, ya que se había hecho con una clientela por correspondencia. La pequeña tortura que Gary recuerda con respecto a las clases de violín, para el que el niño no tenía un talento especial, hizo aflorar el espíritu inquebrantable y sólido como una roca de su madre. Nina había dejado todo aquello por lo que había huido del shtetl para centrarse en su hijo, y por eso era posesiva; había elegido a su hijo como el eje de toda su vida. Todo lo sacrificó por él, y el símbolo de ese sacrificio está, precisamente, en los breves párrafos que le dedica a la muerte de su madre al final del libro, sorprendentes en extremo, como si fuesen el polo de atracción implícito al que va orientada la narración de las memorias.

«Los primeros recuerdos de mi infancia son un decorado teatral.» Su madre se dedicaba a la canción, al teatro, pero no logró estudiar canto. Tenía un nombre artístico: Nina Borisovskaia. De las penalidades y de su origen judío Nina no hablará nunca, porque dejará la aldea a los dieciséis años para ir con una troupe de teatro de Moscú que viaja por Rusia, y para ella ése será su nacimiento y su origen. Su dedicación al teatro, una auténtica obsesión, supuso la ruptura con su mundo y el total aislamiento en el que vivió, sin pasado ni raíces, siempre en un presente que iba hacia delante.

De Wilno se trasladaron a Varsovia. En el libro, curiosamente, no citará nunca la Revolución rusa, en medio de la que vivió sus primeros años y que Nina padeció en toda su esperanza y su crudeza, ni hará mención de las persecuciones antisemitas que los judíos sufrieron en Rusia y en Varsovia, ni se referirá a la Primera Guerra Mundial ni a la guerra civil rusa de los años veinte, los grandes acontecimientos bélicos coincidentes con su infancia y que afectan al orden subvertido del Imperio en que nace. Apenas hace referencia a la dura miseria por la que pasa su madre en Wilno y en Varsovia. Hay una voluntad de mantener una infancia feliz, inventada, semiaristocrática, gozosa. Era el germen de la idea de ser otro, que habrá de marcar toda la vida de Romain Gary y de sus personajes y heterónimos. En Niza, adonde llegaron en 1928, tuvieron unos comienzos muy pobres, con escasísimo dinero, malvendiendo las pocas joyas que Nina conservaba. La Niza de esos años está inmersa en la atmósfera del mundo cosmopolita de la Costa Azul. Un mundo extraño, que siempre es eludido por Gary, quien se centra, como primer plano permanente, en el amor y los cuidados de la madre por el hijo, haciendo que en realidad predomine una voluntad narrativa y melodramática, por encima de la verdad rigurosa de una autobiografía.

En Niza, Nina se dedicará nuevamente a los sombreros, montando su propio negocio. Pero ¿cómo es Nina? Es una mujer alta, bien parecida, delgada, de ojos verdes, muy maternal. Ha envejecido demasiado pronto y su ropa no es ostentosa, todo lo contrario. Fumadora empedernida de Gauloises (como su hijo hará luego con los puros), siempre viste como una viuda o una mujer que ha de guardar cierto luto. Es diabética y padece constantes ataques que la ponen al borde de la muerte. De su paso por Niza, una ciudad con una numerosa población rusa, escribe Dominique Bona: «Rusos en Niza, judíos en la sociedad rusa, ateos entre los judíos, los Kacew no pertenecen a ningún clan ni a ningún grupo; viven el uno para el otro, solos, al margen de toda fraternidad de exiliados». El padre de Nina era relojero y ella nació en 1883. Nina, además, ama todo lo que evoca a Francia (en Wilno enseñaba a cantar La Marsellesa al pequeño Romain), se ha educado con esa cultura, sueña con Juana de Arco, ha leído a Flaubert y adora a Victor Hugo. Aunque procedía de una aldea judía de la Lituania oriental y su lengua materna es el yiddish, después de huir de su pueblo nunca hablará otros idiomas que el ruso y el francés, tan distinguido. Huía también de los pogromos antisemitas que alcanzó a ver de niña. Pero sobre todo huía de su destino, para inventarse otro nuevo como actriz y cantante, y, después de todo, al final sólo fue madre el resto de su vida. Nina, por compensación, quiso que su hijo fuese artista. Y también que hiciera algo grande por Francia. Y ella, que amaba Francia, quería —y le insistía en que se preparase para ello— que algún día fuera embajador de Francia. Su ingreso en la carrera diplomática tal vez formó parte de esa promesa del alba hecha a su madre.
Ella acabó abriendo una tienda de alta costura en Niza, y contó en esa época con el apoyo de Ivan Moszhukin, famoso actor del cine mudo, pero que se hundirá más tarde, con la llegada del sonoro, hasta el punto de morir en la extrema miseria, olvidado por todos; Moszhukin ocupó durante un tiempo el papel de padre del joven Romain. En el capítulo XIV cuenta la historia de su verdadero padre, o hace, por primera y única vez, referencia a él. Su padre había abandonado a su madre poco después de que él naciera. Su nombre no se pronunciaba nunca en casa, y cuando lo hacían, evitaban continuar la conversación. Era, pues, un mito en negativo, un fantasma. La madre estaba muy dolida por aquella experiencia del abandono. Era un hombre que con gusto le habría dado su apellido, pero tenía mujer e hijos, viajaba mucho, incluso había ido a América en alguna ocasión. Gary llegó a verlo varias veces, y le parecía —o ese recuerdo tenía— un buen hombre que no sabía cómo comportarse ante su hijo bastardo (un poco de tristeza, un poco de reproche). Gary se intimidaba ante él y, como escribe en La promesa del alba, «bajaba la mirada y, no sé por qué, tenía la impresión de haberle jugado una mala pasada». Pero no entró con peso en la vida de Gary hasta después de su muerte. Le habían dicho a Romain, al acabar la guerra, que aquel hombre que era su padre había muerto en una cámara de gas de un campo de exterminio, junto con su mujer y sus dos hijos; eran, como él, judíos. Sin embargo, tal como relata Gary, en 1956, después de ganar el Goncourt por Las raíces del cielo, recibió una carta en la que le aseguraban que había muerto antes de entrar en la cámara de gas, de camino al lugar del asesinato, y había muerto de miedo, a pocos metros de la entrada. «El hombre que había muerto así no dejaba de ser un extraño, pero aquel día se convirtió en mi padre para siempre.» Se humanizó.

Sin embargo, este hombre, su verdadero padre, no es el hombre que le dio el apellido. Romain, que había nacido el 8 de mayo de 1914 en Moscú, recibe el apellido del segundo marido de Nina, de quien ella se acababa de separar, un judío llamado Lebja Kacew, una figura que no tendrá presencia en la vida de Gary y a quien no llegará a conocer nunca. No existirá entre Nina y Romain ninguna otra figura paterna; Nina evitará enamorarse de otro hombre, tener una pareja, formar una familia en Niza. Sólo la cercanía del actor Moszhukin tendrá un atisbo de ascendencia masculina en su mundo (Gary llegó incluso a jugar ante los demás con la ambigua posibilidad de contar que él era su padre secreto).

En 1933, Romain se matricula en Derecho en Aix-en-Provence. Pasa tiempo en París, en esos años de su juventud, y pasa el hambre de los bohemios; siempre está rodeado de bellas mujeres que amplían el espectro de lo femenino, hasta entonces únicamente centrando en la omnipresente Nina. Entra en la aviación, en Burdeos, en una escuadrilla de cazas. El 13 de junio de 1940, todo se derrumba para Francia, después de la «guerra de mentira» que la enfrentó contra la Alemania nazi. Cierto día vuelve de reconocimiento y resulta herido en un bombardeo en el campo de aviación de Tours. Se trata de una herida leve que le deja metralla en la pierna, pero Romain sólo piensa en su madre, en verla y en que le toque ese trofeo. En ese momento, además, se dio cuenta de que necesitaba liberarse de ella para ser él mismo. Tras producirse la derrota, Gary va a África, al Marruecos de Meknes y Casablanca (donde se reproduce el ambiente de la famosa película) para salir hacia Inglaterra, a la Resistencia. Le impresiona de manera poderosa la llamada de un nuevo padre de adopción: De Gaulle. La llamada por radio desde Londres, el 18 de junio de 1940, a continuar luchando por la libertad es un hecho fundacional para él, una nueva concepción.

En La promesa del alba hay muchos recuerdos de la camaradería entre soldados, de los compañeros muertos en combate. Como piloto, será cedido a la RAF y hará incursiones sobre Alemania y contra los submarinos italianos en aguas de Palestina. En esa época termina su primera novela, Éducation européenne, que se publica primero en inglés, en plena guerra y con notable éxito. Al aceptar el manuscrito un editor inglés, Gary escribió: «He nacido». Aparece una nueva vida, inesperada para él: la de escritor.
Recibe un telegrama de De Gaulle con la concesión de la Cruz de la Liberación. A la hora de escribir y de buscarse un nombre, el que de verdad le habría gustado tener, por eufonía o por débito de hijo intelectual, era ése: Charles De Gaulle. Es el padre que no tuvo, y al que adopta internamente mediante un juramento de lealtad. Su entrega a Francia, la Francia amada por su madre, en realidad es una manera de conseguir el reconocimiento de su padre, De Gaulle, quien al final lo condecora con esa Cruz de la Liberación que es el símbolo del heroísmo. Por todo ello, es obvio que el otro homenaje implícito del que Gary quiere dejar constancia en La promesa del alba es el homenaje al general que lideró la Resistencia.

El libro de memorias, más o menos impostadas, termina con una reflexión sobre Francia y la promesa hecha a su madre: «No he desmerecido, he cumplido mi promesa y continúo. He servido a Francia con todo mi corazón, porque es todo lo que me queda de mi madre, aparte de una pequeña foto de carnet». Reconoce tener «la convicción de no haber vivido en vano». Y el libro acaba con esta frase de círculo perfecto: «He vivido». Aún le quedaban otras vidas.

Un poco antes ha estado en el cementerio de Niza. Hacia el final del libro hay una sorprendente declaración sobre su madre que no desvelaré porque en cierto modo es algo extremadamente importante para comprender el grado de entrega al hijo por parte de Nina, y lo mejor es que el lector lo descubra cuando el propio Gary ha querido que así sea: en las últimas páginas. Se trata de un hecho que engrandece a su madre, como la muerte de miedo de su padre lo humanizó ante su hijo. Pero Gary, en realidad, es hijo de sí mismo y de De Gaulle. E incluso esta última paternidad, encontrada en la política y la lucha, se la debe, una vez más, a su madre, que hizo de él un patriota.

«Mi vida está llena de ocasiones perdidas», escribirá al final Gary. Y vista ahora, con todos sus éxitos y fracasos, con toda su lucha permanente contra la identidad borrosa, la frase se llena de una melancólica certeza. En sus memorias aparece un yo diluido, un yo nada enfático, marcado por una sincera realidad y una percepción crítica de sí mismo, así como por el peso de su madre (extraña mezcla de ternura y opresión, a veces grotesca, como la imagen con que el autor inicia sus recuerdos en La promesa del alba, la de verla llegar en taxi desde Niza al lugar donde iba a alistarse para entrar en el ejército). El propio Gary lo reconoce: «La realidad es que el “yo” no existe, que jamás apunto al “mí”, sino que me limito a saltar por encima cuando vuelvo hacia él mi arma preferida; a lo que ataco es a la condición humana, a través de todas sus efímeras encarnaciones, a una ley que nos dictaron fuerzas oscuras». Quizá por eso, cuando le preguntaron por qué siempre contaba historias contra sí mismo, Gary respondió: «Pero no se trata sólo de mí. Se trata del yo de todos. De nuestro pobre y pequeño reino del Yo, tan cómico, con su sala del trono y su muralla fortificada».”