28 d’ag. 2018

el olvido que seremos, final

monumento a Jorge Manrique, Segura de la Sierra, Jaén

“«¡Recuerde el alma dormida!», así empieza uno de los mayores poemas castellanos, que es la primera inspiración de este libro, porque es también un homenaje a la memoria y a la vida de un padre ejemplar. Lo que yo buscaba era eso: que mis memorias más hondas despertaran. Y si mis recuerdos entran en armonía con algunos de ustedes,  y si lo que yo he sentido (y dejaré de sentir) es comprensible e identificable con algo que ustedes también sienten o han sentido,  entonces este olvido que seremos puede postergarse por un instante más,  en el fugaz reverberar de sus neuronas,  gracias a los ojos,  pocos o muchos,  que alguna vez se detengan en estas letras.”


Héctor Abad Faciolince
El olvido que seremos
Seix Barral, 201022
Páginas: 274



26 d’ag. 2018

colombia, informe



El Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia, organismo que tiene por misión: “contribuir a la realización de la reparación integral y el derecho a la verdad del que son titulares las víctimas y la sociedad en su conjunto así como al deber de memoria del Estado con ocasión de las violaciones ocurridas en el marco del conflicto armado colombiano, en un horizonte de construcción de paz, democratización y reconciliación”, publicó en 2013 el informe "Colombia: memorias de guerra y dignidad", que,  "lejos de pretender erigirse en un corpus de verdades cerradas, quiere ser elemento de reflexión para un debate social y político abierto", como indica su prólogo.

Podéis descargar el informe en este enlace

24 d’ag. 2018

colombia, teatro



La siempreviva

obra de teatro de 

Miguel Torres

Los hechos:

EL 6 de noviembre de 1985,  a las 11:30 de la mañana,  un comando del M-19 tomó el Palacio de Justicia de Bogotá, con el objetivo principal de enjuiciar públicamente al presidente de la época Belisario Betancur por el incumplimiento de los acuerdos de paz firmados el año anterior.

La reacción de las fuerzas armadas colombianas fue brutal y tras 28 horas recuperaron  el Palacio, después de haberle prendido fuego dejar más de un centenar de muertos y secuestrar y hacer desparecer a doce personas.





La obra:

“El 6 de noviembre de 1985 Miguel Torres andaba cerca de la Plaza de Bolívar cuando los tanques del Ejército iniciaron su embestida contra el Palacio de Justicia, que había caído en manos de un grupo de guerrilleros. Vio cómo los militares bombardearon el edificio hasta producir su total destrucción, dejando carbonizados e irreconocibles los cuerpos de sus ocupantes, incluyendo el del presidente de la Corte Suprema igual que a los de la casi totalidad de sus miembros. Al día siguiente,  cuenta el dramaturgo,  al ver que del Palacio solo habían quedado “sangre y cenizas”, resolvió que en algún momento “haría algo sobre la tragedia”. El resultado fue esta extraordinaria pieza para el teatro: La siempreviva.

Sobraban elementos para un drama. Otro autor habría situado su obra dentro del mismo Palacio. Tal vez en el despacho del presidente de la Corte quien, en medio de crecientes llamaradas y bajo la amenaza de un fusil guerrillero, clamaba desesperadamente por un cese al fuego. O en el estrecho baño del segundo piso donde docenas de empleados se apeñuscaban aterrados como en una ratonera mientras los cañonazos abrían grandes boquetes en el techo encima de sus cabezas. Pero Torres sorprendió con un escenario en apariencia mucho menos dramático: una vieja casa de inquilinato a unas cuadras de la Plaza de Bolívar. Los personajes que la habitan son tan familiares que al inicio el espectador se siente ante una obra costumbrista. Hasta cuando empiezan a sonar los ominosos noticieros transmitidos por un radio puesto sobre una repisa en el centro del corredor. La acción se centra en la hija de la casa quien, recién graduada de abogada, solo ha conseguido trabajo temporal de mesera en una cafetería. Pero no en cualquier cafetería, sino en la del Palacio, donde prontamente va a ser desaparecida junto con sus compañeros.

Al situarnos entre gente del común, La siempreviva nos hace ver –más que ver, sentir– cómo fuimos afectados todos por aquella barbarie, tal vez la más horrenda atrocidad perpetrada en la historia del país como espectáculo público, y en pleno centro de la capital. Imposible no identificarnos con el dolor de la madre enloquecida por el cruel destino de su hija. Y con el de los pobres inquilinos que, al final de la obra, nos miran a través de los postigos de la casa. Golpean contra los vidrios con angustia. Nos quieren decir algo. Pero no pueden. Son meros fantasmas. Han sido desaparecidos y asesinados. Si no en este mismo holocausto, en algún otro. Igual que nosotros, tal vez, los mudos espectadores del drama.”

por Joe Broderick
revista Arcadia

23 d’ag. 2018

colombia, lecturas


Breve historia del conflicto armado en Colombia

Jerónimo Ríos Sierra

La Catarata, 2016

200 páginas

Introducción al libro:

“Esta obra responde a un trabajo de varios años de estudio sobre las dinámicas de la violencia en Colombia por parte, fundamentalmente, de los dos grupos guerrilleros más importantes del país: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN).

En él aparecen fragmentos de conversaciones que fueron obtenidos para el desarrollo de una tesis doctoral que precedió a este libro, pero que, por su concomitancia, son incluidos aquí,  a efectos de que el lector pueda incorporar testimonios directos de quienes estuvieron involucrados,  de un modo u otro, en un conflicto como el colombiano: desde responsables de la Fuerza Pública,  pasando por víctimas,  comandantes guerrilleros o del paramilitarismo,  así como actores gubernamentales.

El trabajo se organiza en torno a cuatro capítulos claramente diferenciados. En el primero se presentan los orígenes del conflicto armado, en tanto que se parte de la hipótesis de que si bien el conflicto,  como actualmente se conoce, se inicia formalmente a mediados de los años sesenta,  lo cierto es que hunde sus raíces en una suerte de acontecimientos, especialmente convulsos, de la década de los cuarenta.  Así,  en este capítulo se presentan los hechos de La Violencia —guerra civil partidista— que comienza en 1948 y que conecta, directamente, con la aparición de las dos grandes guerrillas de la historia reciente del país: las FARC y el ELN.  Igualmente, se expone la respuesta del Estado,  sobre todo desde mediados de los sesenta hasta finales de los noventa,  y se explica cómo se adaptaron los diferentes gobiernos al problema de la violencia en Colombia. Finalmente, se presentan los grupos armados más importantes que,  de un modo u otro,  han sido actores a tener en cuenta en este conflicto,  no solo a modo de guerrillas,  sino,  igualmente, en forma de grupos paramilitares y/o narcotraficantes.

En la segunda parte,  se evidencia con mayor detalle la relación que con el conflicto armado han tenido los tres últimos presidentes colombianos: Andrés Pastrana (1998-2002), Álvaro Uribe (2002-2010) y Juan Manuel Santos (2010-2016). Los tres,  aunque los dos primeros no lo quieran reconocer,  han sido nucleares para comprender, sobre todo, la actualidad de un conflicto que en estos días pasa por una coyuntura que invita al optimismo de su desactivación. No obstante,  cada uno atraviesa una situación muy particular que permite entender cómo se sucedieron algunos de los acontecimientos más importantes en la comprensión del conflicto y, sobre todo, la respuesta de los diferentes gobiernos colombianos. Es así que se aborda la coyuntura de la negociación de paz del Caguán con las FARC y que,  como se verá,  estaba casi abocada al fracaso desde su inicio.  Un fracaso,  no obstante,  particular,  pues a la vez que el intento de paz se venía abajo,  se ponía en marcha un plan de fortalecimiento de la Fuerza Pública que será la semilla embrionaria para un cambio en la correlación de fuerzas favorable al Estado,  y se firmará el Plan Colombia con Estados Unidos.  Asimismo,  se analizará la Política de Seguridad Democrática del presidente Álvaro Uribe.  Una política de “mano dura” que debilitará sobremanera a las guerrillas,  cambiando de manera drástica algunas de las dinámicas territoriales de la violencia,  pero que dejará consigo una serie de excesos que durante años desdibujaron la democracia colombiana y su Estado de derecho. Finalmente, se concluye analizando parte de la coyuntura actual y el por qué y cómo de los avances de la negociación de paz con las FARC.

En la tercera parte,  integrada con el componente anterior, se busca presentar cuál ha sido, precisamente, la respuesta de las guerrillas a una década y media de fuerte confrontación por parte de la Fuerza Pública.  Fundamentalmente,  de lo que se trata, es de mostrar al lector cómo,  paulatinamente,  se ha ido consolidando una doble tesitura que llega incluso a la actualidad. Si bien,  a grandes rasgos se podría aceptar una hipótesis de debilitamiento,  ya sea en términos de pie de fuerza,  de control territorial o de manifestaciones de la violencia,  por otro lado,  y de manera más compleja,  se ha desarrollado un proceso de periferialización y de narcotización del conflicto.  Es decir,  el conflicto se ha terminado por consolidar en regiones periféricas concretas,  como son el suroccidente del país y el nororiente, además de en parte de Antioquia y Bolívar.  Asimismo, esa ubicación responde al propósito de optimizar ventajas competitivas sobre territorios alejados de los centros decisorios del país, en su mayoría de condición fronteriza y con una geografía selvática o montañosa, y por tratarse de escenarios principalmente cocaleros. Esta es una doble tendencia que,  muy posiblemente, seguirá marcando los desafíos en seguridad,  violencia y construcción del país,  incluso,  más allá de un eventual y posible escenario de posconflicto armado tanto con las FARC como con el ELN.

Finalmente, la cuarta parte del libro concluirá con una revisión del tercer gran actor protagonista del conflicto armado y aún vigente, no sin transformaciones, tras casi cuatro décadas de existencia: el paramilitarismo. Se presentará una génesis de cómo se formaron los grupos paramilitares en Colombia, inicialmente, a orillas del río Magdalena, y de cómo fue su cercana relación con el narcotráfico,  primero como aliado,  y una vez sin él,  como principal valedor de un proyecto criminal.  Se analizará también el auge del paramilitarismo de los hermanos Castaño tanto en los noventa como en la década del 2000,  entrando a mayor detalle sobre los principales bloques y estructuras que conformaron esta máquina de guerra y muerte durante algo más de una década. Finalmente,  se concluye con el tránsito a una nueva suerte de posparamilitarismo y,  lo más importante, sin perder de vista el claro tinte político que caracterizó, y del que nunca renegó, el proyecto ideado por la Casa Castaño.”


22 d’ag. 2018

el olvido que seremos, 5




“Si recordar es pasar otra vez por el corazón,  siempre lo he recordado.  No he escrito en tantos años por un motivo muy simple: su recuerdo me conmovía demasiado para poder escribirlo.  Las veces innumerables en que lo intenté, las palabras me salían húmedas, untadas de lamentable materia lacrimosa,  y siempre he preferido una escritura más seca, más controlada, más distante. Ahora han pasado dos veces diez años y soy capaz de conservar la serenidad al redactar esta especie de memorial de agravios.  La herida está ahí,  en el sitio por el que pasan los recuerdos,  pero más que una herida es ya una cicatriz.  Creo que finalmente he sido capaz de escribir lo que sé de mi papá sin un exceso de sentimentalismo, que es siempre un riesgo grande en la escritura de este tipo.  Su caso no es único,  y quizá no sea el más triste. Hay miles y miles de padres asesinados en este país tan fértil para la muerte.  Pero es un caso especial,  sin duda,  y para mí el más triste.  Además reúne y resume muchísimas de las muertes injustas que hemos padecido aquí.

Me hago un triste café negro,  pongo el Réquiem de Brahms que se mezcla con el canto de los pájaros y el mugido de las vacas.  Busco y leo una carta que me escribió desde aquí mi papá,  en enero de 1984,  en respuesta a otra carta mía en la que yo le contaba que no me sentía bien,  en Italia,  que estaba deprimido, que quería dejar una vez más otra carrera y volver a la casa. (…) Su respuesta está en una carta que siempre me ha dado confianza y fuerza.

(…)

«Mi adorado hijo: eso de las depresiones a tu edad es como más común de lo que parece. Yo recuerdo una muy fuerte en Minneapolis,  Minnesota,  cuando tenía unos veintiséis años y estuve a punto de quitarme la vida.  Creo que el invierno,  el frío,  la falta de sol,  para nosotros,  seres tropicales,  es un factor desencadenante. Y para decirte la verdad,  eso de que de pronto desempaques aquí con tus maletas y dispuesto a enviar todo lo europeo para un carajo, nos pone a tu mamá y a mí en el colmo de la felicidad.  Tú tienes más que ganado lo equivalente a cualquier «título» universitario y tu tiempo lo has empleado tan bien en formarte cultural y personalmente que si te aburres en la universidad es apenas natural. Cualquier cosa que tú hagas de aquí en adelante,  si escribes o no escribes,  si te titulas o no te titulas,  si trabajas en la empresa de tu mamá, o en El Mundo o en La Inés,  o dando clases en un colegio de secundaria, o dictando conferencias como Estanislao Zuleta,  o como sicoanalista de tus padres, hermanos y parientes,  o siendo simplemente Héctor Abad Faciolince, estará bien; lo que importa es que no vayas a dejar de ser lo que has sido hasta ahora, una persona, que simplemente por el hecho de ser como es, no por lo que escriba o no escriba,  o porque brille o porque figure,  sino porque es como es,  se ha ganado el cariño,  el respeto,  la aceptación,  la confianza,  el amor,  de una gran mayoría de los que te conocen.  Así queremos seguir viéndote, no como futuro gran escritor, o periodista o comunicador o profesor o poeta,  sino como el hijo, el hermano,  el pariente,  el amigo,  el humanista que entiende a los demás y que no aspira a ser entendido. Qué más da lo que crean de ti,  qué más da el oropel,  para los que sabemos quién eres tú.”



Héctor Abad Faciolince
El olvido que seremos
Seix Barral, 201022
Páginas: 255-257


20 d’ag. 2018

el olvido que seremos, 4

Jericó, Colombia


“Escribo esto en La Inés, la finca que nos dejó mi papá, que le dejó mi abuelo, que le dejó mi bisabuela,  que abrió mi tatarabuelo tumbando monte con sus propias manos.  Me saco de adentro estos recuerdos como se tiene un parto, como se saca un tumor.  No miro la pantalla, respiro y miro hacia afuera. Es un sitio privilegiado de la tierra.  Al fondo se ve,  abajo,  el río Cartama, abriéndose paso en el verdor.  Arriba,  hacia el otro lado,  las peñas de La Oculta y de Jericó. El paisaje está salpicado por los árboles sembrados por mi papá y por mi abuelo: palmas, cedros,  naranjos,  tecas,  mandarinos, mamoncillos,  mangos.  Miro a lo lejos y me siento parte de esta tierra y de este paisaje.  Hay cantos de pájaros,  bandadas de loros verdes,  mariposas azules,  ruido de cascos de caballo en la pesebrera, olor a boñiga de vaca en el establo,  perros que a veces ladran,  chicharras que celebran el calor,  hormigas que desfilan en hileras,  cada una con una diminuta flor rosada a cuestas.  Al frente,  imponentes,  los farallones de La Pintada que mi papá me enseñó a ver como los pechos de una mujer desnuda y acostada.

Han pasado casi veinte años desde que lo mataron,  y durante estos veinte años,  cada mes,  cada semana,  yo he sentido que tenía el deber ineludible,  no digo de vengar su muerte, pero sí,  al menos,  de contarla.  No puedo decir que su fantasma se me haya aparecido por las noches,  como el fantasma del padre de Hamlet, a pedirme que vengue su monstruoso y terrible asesinato.  Mi papá siempre nos enseñó a evitar la venganza.  Las pocas veces que he soñado con él,  en esas fantasmales imágenes de la memoria y de la fantasía que se nos aparecen mientras dormimos,  nuestras conversaciones han sido más plácidas que angustiadas,  y en todo caso llenas de ese cariño físico que siempre nos tuvimos.  No hemos soñado el uno con el otro para pedir venganza,  sino para abrazarnos.

Tal vez sí me haya dicho, en sueños,  como el fantasma del rey Hamlet, «recuérdame», y yo,  como su hijo,  puedo contestarle: « ¿Recordarte? Ay, pobre espíritu,  sí,  mientras la memoria tenga un sitio en este globo alterado. ¿Recordarte? Sí,  de la tabla de mi mente borraré todo recuerdo tonto y trivial, las enseñanzas de los libros,  las impresiones,  las imágenes que la experiencia y la juventud allí han grabado,  y tu deseo solo vivirá dentro del libro y volumen de mi cerebro,  purgado de escoria.»

Es posible que todo esto no sirva de nada;  ninguna palabra podrá resucitarlo, la historia de su vida y de su muerte no le dará nuevo aliento a sus huesos,  no va a recuperar sus carcajadas,  ni su inmenso valor,  ni el habla convincente y vigorosa,  pero de todas formas yo necesito contarla.  Sus asesinos siguen libres,  cada día son más y más poderosos,  y mis manos no pueden combatirlos. Solamente mis dedos,  hundiendo una tecla tras otra,  pueden decir la verdad y declarar la injusticia.  Uso su misma arma: las palabras. ¿Para qué? Para nada;  o para lo más simple y esencial: para que se sepa.  Para alargar su recuerdo un poco más , antes de que llegue el olvido definitivo.”


Héctor Abad Faciolince
El olvido que seremos
Seix Barral, 201022
Páginas: 253-255


19 d’ag. 2018

padre y literatura, y 4

Entre ellos. Recuerdos de mis padres,  de Richard Ford

Richard Ford reúne en este volumen dos piezas escritas con una diferencia de más de treinta años.  La primera,  dedicada a su padre,  que murió de un ataque al corazón cuando él tenía 16 años,  y la segunda,  a su madre,  muerta de cáncer ya en la vejez,  en 1981,  fue escrita al poco de fallecer ésta.  


“En alguna parte profunda de mi infancia, mi padre llega a casa de la carretera un viernes por la noche. Es viajante de comercio. Estamos en el año 1951 o 1952. Trae abultados paquetes envueltos en papel blanco de carnicería llenos de gambas cocidas, tamales u ostras sin concha que ha comprado al peso en Louisiana. Las gambas y los tamales sueltan un vaho húmedo y caliente cuando abre los paquetes. Las luces de nuestra pequeña casa adosada de North Congress Street, en Jackson, están todas encendidas. Mi padre, Parker Ford, es un hombre grande,  suave y de aspecto robusto,  de sonrisa muy abierta, como si supiera un chiste muy bueno. Está entusiasmado por estar en casa.  Olfatea el aire con placer.  Sus ojos azules chispean. Mi madre está de pie a su lado;  le tranquiliza que haya vuelto. Está pletórica, feliz.  Mi padre extiende los paquetes en la mesa metálica de la cocina para que veamos las cosas antes de comer. La vida es tan festiva como uno pueda imaginar. Mi padre ha vuelto a casa otra vez.

Mi madre y yo nos hemos pasado la semana esperando con emoción su llegada. «Edna, ¿te importa...?», «Edna, ¿hiciste...?», «Hijo, hijo, hijo...». Yo estoy en medio de todo. La vida normal – entre su marcha los lunes y su vuelta los viernes por la noche es el tiempo del intervalo. Un tiempo sobre el que él no necesita saber nada y del que mi madre se lo ahorra todo. Si ha sucedido algo malo, si mi madre y yo hemos tenido una pelea (lo cual siempre es posible), si yo he tenido problemas en el colegio (algo también posible),  la noticia se le ocultará,  se le maquillará para que él siga con su paz de espíritu. No recuerdo a mi madre diciendo «Tendré que contarle esto a tu padre». O «Espera a que vuelva tu padre...». O «A tu padre no va a gustarle esto...». Mi padre deja –los dos dejan la administración de los acontecimientos de la semana, mi supervisión incluida, en manos de mi madre.  Si no tiene que oír nada sobre eso cuando vuelve a casa –eufórico y sonriente y lleno de paquetes–,  se presupone que no ha pasado nada muy malo durante la semana.  Lo cual es cierto y,  en ese sentido,  a mí me vale.

Su cara grande, carnosa y maleable era muy dada a sonreír.  Su primera cara era siempre la sonriente. El largo labio irlandés. Los ojos azules transparentes..., mis ojos. Mi madre debió de notarlo cuando le conoció, dondequiera que fuera.  En Hot Springs o en Little Rock,  un poco antes de 1928.  Reparó en ello y le gustó.  Un hombre al que le gustaba ser feliz.  Ella nunca había sido exactamente feliz, solo lo había sido de forma inexacta con las monjas del St. Anne’s,  en Fort Smith, donde su madre la había metido para quitársela de en medio.

Para ser feliz, sin embargo, había que pagar un precio.  La madre de mi padre, Minnie, emigrante inflexible y presbiteriana de County Cavan –una mujer viuda en una localidad pequeña–, sostenía que mi madre era católica. ¿Por qué, si no, había estado interna en un colegio de esa confesión? Católico significaba «abierto de mente», no de mente estrecha y retraída. Parker Carrol era el tercero de sus hijos.  El benjamín.  Su marido,  el padre de mi padre, L. D. júnior,  se había suicidado.  Un granjero con ínfulas de dandy y bastón con empuñadura de oro en una pequeña población de Arkansas.  Dejó a su viuda todas sus deudas y los chismorreos sobre su persona. Y esta se propuso proteger a aquel hijo precioso.  De los católicos,  en primer lugar. Mi madre nunca «poseería» del todo a su marido,  si es que su suegra tenía algo que decir a ese respecto. Y lo tendría.
Mi padre no proyectaba una imagen de «fuerza», ni siquiera de joven. Más bien proyectaba una forma de ser amable,  bisoña,  una propensión a que lo subestimaran.  A que lo engañaran. Salvo en el caso de mi madre.  Mi memoria me dice que era proclive a no sobresalir cuando estaba en grupo, y sin embargo se inclinaba hacia delante cuando hablaba, como si estuviera a punto de oír algo que tenía que conocer. Estaba su tamaño considerable;  su sonrisa cálida, indecisa.  Una mujer a la que le gustara mi padre –mi madre– podría tomar eso como timidez, como una fragilidad con la que una esposa podía arreglárselas.  Él,  probablemente,  no disfrazaba las cosas ni a sí mismo: no era un hombre tan entendido en todo como para que una mujer no pudiera ocuparse de él.  Estaba también el terrible mal genio, no tanto iracundia cuanto estallido y arrebato, a causa de frustraciones por las cosas que no podía hacer, no había hecho todo lo bien que debía o no sabía hacer: insatisfacciones íntimas, posiblemente como las que habían llevado a su joven padre a sentarse en el escalón del porche una noche de luna del verano de 1916,  después de haber perdido la granja por culpa de unas malas inversiones,  y,  desesperado,  quitarse la vida con veneno. El genio de mi padre no era de ese tipo. Su ternura, su carácter luminoso y esperanzado y su indefinición eran lo opuesto a eso, y le permitían una abertura hacia una vida que mi madre podía vislumbrar y casar con el sonido de su nombre: Edna.

Cuando mi madre conoció a mi padre tenía diecisiete años,  y él seguramente unos veinticuatro. Era el «hombre de las frutas y verduras» en la Clarence Saunders de Hot Springs, donde mi madre vivía con sus padres.  La Clarence Saunders era una pequeña cadena de tiendas de comestibles que hoy ya no existe.  Conservo una fotografía de mi padre rodeado de grandes cestos y expositores de madera rebosantes de cebollas,  patatas,  zanahorias,  manzanas.  Es una tienda con el aire de antaño.  Lleva un mandil blanco con peto y mira fijamente y con una leve sonrisa a la cámara.  Lleva el pelo negro bien peinado.  Es bastante guapo,  y parece competente y espabilado,  un joven en camino hacia algo mejor: una carrera,  no un mero empleo.  Son los años veinte.  Ha venido a la ciudad desde el campo,  con todas sus virtudes campesinas.  ¿Estaba nervioso en esa fotografía? ¿Entusiasmado? ¿Tenía miedo a fracasar? ¿Por qué, se pregunta uno, había dejado la diminuta Atkins (la capital mundial de los encurtidos), de donde era oriundo? Todo incógnitas.  Su hermano Elmo –llamado «Pat» por su origen irlandés– vivía en Little Rock, pero pronto se enroló en la marina.  Su hermana se quedó en casa,  con una familia en expansión. Es muy posible que cuando le sacaron esta fotografía ya hubiera conocido a mi madre y se hubiera enamorado de ella.  Las fechas no están más claras que las razones.

No mucho después, sin embargo, consiguió un empleo de encargado en las Liberty Stores de Little Rock, otra cadena de tiendas de comestibles. Se hizo masón. Y al poco unos atracadores entraron en uno de sus lugares de trabajo esgrimiendo armas de fuego,  cogieron el dinero, golpearon a mi padre en la cabeza y se fueron.  Después de eso le despidieron,  y nunca le dijeron exactamente por qué.  Quizá dijo algo que no debería haber dicho.  No sé cómo lo veía la gente. ¿Cómo a un paleto? , ¿Cómo a un patán? , ¿Cómo a un niño mimado? ¿No era lo bastante valiente? Quizá lo veían como a un personaje al que el gran Chéjov habría atribuido una copiosa aunque no necesariamente rica vida interior. Un joven a la deriva en medio de sus circunstancias.”

fragmento

18 d’ag. 2018

festa major ripollet 2018



padre y literatura, 3


Ordesa,  de Manuel Vilas

“Vilas habla con mucha claridad, sin adornos; en la literatura abunda demasiado una mezcla de pudor y de arrogancia genealógica tonta cuando uno habla de sus mayores y parece que se recuerda siempre una nobleza, un pasado glorioso, de la propia familia. Uno de los atractivos del libro es que ese pasado está visto en la luz de la verdad”

Antonio Muñoz Molina

“Cuántas veces llegaba yo a mi casa, cuando tenía dieciséis años, y no me fijaba en la presencia de mi padre, no sabía si mi padre estaba en casa o no. Tenía muchas cosas que hacer, eso pensaba, cosas que no incluían la contemplación silenciosa de mi padre. Y ahora me arrepiento de no haber contemplado más la vida de mi padre. Mirar su vida, eso, simplemente.
Mirarle la vida a mi padre, eso debería haber hecho todos los días, mucho rato.”

fragmento

“Mi padre muerto duerme conmigo y me dice: «Ven,  ven ya».  Los muertos están solos, quieren que vayas con ellos. Pero ¿adonde?  No existe el lugar en el que están.  Los muertos no saben dónde están. No saben decir el nombre del lugar en el que están. Pero el cadáver de mi padre es todo cuanto conservo o cuanto poseo en este mundo.  Está junto a mí.  Dirige su cadáver las grandes devastaciones de mi vida; gobierna su cadáver en mi cadáver; en la oscuridad de mi cadáver la oscuridad del suyo alienta fuertemente; administra su cadáver la luz de mi cadáver;  su cadáver es un maestro que enseña a mi cadáver la desconcertante alegría de seguir existiendo desde el cadáver, región olímpica, región de la liga de campeones, la Champions League, región de emociones ya sin tiempo y sin historia, emociones muertas que sin embargo perseveran sin cometido.

Estoy haciendo cualquier cosa y de repente aparece mi padre a través de un olor,  una imagen,  a través de cualquier objeto.  Entonces me da un vuelco el corazón y me siento culpable.

Viene a darme la mano, como si yo fuese un niño perdido.”

fragmento


17 d’ag. 2018

padre y literatura, 2


Patrimonio: una historia verdadera, de Philip Roth

Philip Roth convierte a su padre Herman Roth, y su historia familiar, en el argumento de la novela. Tras diagnosticarle un tumor cerebral a su padre de 86 años, que vive solo en un complejo de apartamentos para jubilados en Florida, Philip se hace cargo del cuidado de Herman y narra,  en primera persona,  las vicisitudes cotidianas de la atención a su padre,  que por otro lado es un hombre de carácter fuerte y poco dado a dejarse cuidar por un hijo cincuentón.

“Mi padre había perdido casi por completo la visión del ojo derecho cuando cumplió los ochenta y seis,  pero,  por lo demás,  su estado de salud podía considerarse fenomenal para una persona de su edad, hasta que contrajo lo que un médico de Florida diagnosticó, equivocadamente,  como parálisis de Bell,  una infección vírica que,  por lo común,  paraliza,  con carácter temporal,  un lado de la cara.

La parálisis se le presentó sin previo aviso,  al día siguiente de haber realizado el vuelo entre Nueva Jersey y West Palm Beach, donde iba a pasar los meses de invierno en un apartamento subarrendado que compartía con una contable de setenta años,  Lilian Beloff —vecina suya del piso de arriba,  en Elizabeth—,  con quien había establecido relación sentimental un año después de la muerte de mi madre,  acaecida en 1981.  Se sentía tan estupendamente al llegar al aeropuerto,  que decidió no llamar a un maletero (que,  además,  le habría costado la propina) y acarrear él mismo las maletas,  desde la recogida de equipajes a la parada de taxis. Luego,  a la mañana siguiente,  en el espejo del cuarto de baño,  vio que la mitad de su cara había dejado de pertenecerle.  Lo que el día antes era su propio aspecto,  ahora se había trocado en un rostro de nadie: hinchado y caído el párpado inferior del ojo malo,  dejando al descubierto la textura interior; suelta y sin vida la mejilla del mismo lado,  como si,  por debajo,  le hubiesen rebanado el hueso;  y los labios en diagonal,  perdida la rectitud en la traza.

Se colocó la mejilla derecha en el sitio que aún ocupaba la noche antes,  sujetándola en tal posición,  con la mano,  hasta contar diez.  Lo hizo varias veces,  aquella mañana —y todos los días subsiguientes—, pero la mejilla volvía a caerse en cuanto la soltaba. Trató de convencerse de que todo era por una mala postura en la almohada,  de que se le había arrugado la piel durante el sueño;  pero lo que de verdad creía era que le había dado un ataque.  Su padre se había quedado paralítico,  a consecuencia de un ataque,  a principios de los años cuarenta,  y él,  una vez alcanzada la vejez,  me había dicho en repetidas ocasiones:

—No quiero morirme igual que él.  No quiero quedarme ahí tirado. Es lo que más temo en este mundo.

Me contó que solía ir a ver a su padre al hospital,  a primera hora de la mañana,  camino de su oficina del centro de la ciudad,  y luego otra vez,  cuando iba de regreso a casa.  Dos veces al día encendía cigarrillos y se los colocaba a su padre en los labios.  A última hora de la tarde, se sentaba a su cabecera y le leía el periódico yiddish.  Inmóvil y desamparado,  sin más alivio que el tabaco,  Sender Roth todavía duró casi un año;  y,  hasta que un segundo ataque acabó con él,  a altas horas de una noche de 1942,  mi padre siguió sentándose a su lado dos veces al día,  mirándolo morir.”

fragmento

16 d’ag. 2018

padre y literatura, 1


El libro de la memoria  es la segunda parte de un libro de Paul Auster titulado La invención de la soledad.

Una mañana de enero de 1979,  Paul Auster se enteró de que su padre había muerto. Y comenzó a escribir el libro que,  como dice él,  fue el comienzo de todo, y  el germen de todo el universo literario austeriano. En esa segunda parte,  El libro de la memoria,  Auster encadena la reflexión acerca de su papel de hijo con su propia paternidad y la soledad del escritor.



"Supongo que es imposible entrar en la soledad de otro. Sólo podemos conocer un poco a otro ser humano, si es que esto es posible, en la medida en que él se quiera dar a conocer. Un hombre dirá: "tengo frío", o temblará, y de cualquiera de las dos formas sabremos que tiene frío. Pero ¿qué pasa con el hombre que ni dice nada ni tiembla? Cuando alguien es inescrutable, cuando es hermético y evasivo, uno no puede hacer otra cosa que observar; pero de ahí a sacar algo en limpio de lo que observa hay un gran trecho.

No quiero dar nada por sentado.

Él nunca hablaba de sí mismo, nunca parecía que hubiera nada de lo cual pudiera hablar. Era como si su vida interior lo eludiera incluso a él.

No podía hablar de ello y por lo tanto se refugiaba en el silencio.

Y si no hay nada más que silencio, ¿no será presuntuoso que hable yo? Sin embargo, si hubiera habido algo más que silencio, ¿acaso habría sentido la necesidad de hablar?

Mis opciones son limitadas. Puedo permanecer en silencio, o hablar de cosas que no pueden probarse. Al menos quiero presentar los hechos, ofrecerlos de la forma más directa posible y dejarlos decir lo que tengan que decir. Pero ni siquiera los hechos dicen siempre la verdad.

Era de una neutralidad tan implacable, su conducta era tan absolutamente predecible, que todo lo que hacía resultaba sorprendente. Uno no podía creer que existiera un hombre así, sin sentimientos, que esperara tan poco de los demás. Pero si no existía ese hombre, entonces había otro, un individuo oculto tras aquel que no estaba allí, y el asunto es encontrarlo. Siempre y cuando esté ahí para que uno lo encuentre."

fragmento

15 d’ag. 2018

recuerdos




“La cronología de la infancia no está hecha de líneas sino de sobresaltos.  La memoria es un espejo opaco y vuelto añicos, o,  mejor dicho,  está hecha de intemporales conchas de recuerdos desperdigadas sobre una playa de olvidos. Sé que pasaron muchas cosas durante aquellos años,  pero intentar recordarlas es tan desesperante como intentar recordar un sueño, un sueño que nos ha dejado una sensación,  pero ninguna imagen,  una historia sin historia, vacía, de la que queda solamente un vago estado de ánimo.  Las imágenes se han perdido. Los años,  las palabras,  los juegos,  las caricias se han borrado,  y sin embargo,  de repente, repasando el pasado,  algo vuelve a iluminarse en la oscura región del olvido.  Casi siempre se trata de una vergüenza mezclada con alegría,  y casi siempre está la cara de mi papá,  pegada a la mía como la sombra que arrastramos o que nos arrastra.”


Héctor Abad Faciolince
El olvido que seremos
Seix Barral, 201022
Páginas: 137


14 d’ag. 2018

el soneto







“Esa misma mañana del 25 de agosto,  mi papá había estado un rato en la Facultad de Medicina,  y luego en su despacho en el segundo piso de la casa donde funcionaba la empresa de mi mamá en el centro, en la carrera Chile,  al lado de la casa donde había vivido Alberto Aguirre en su juventud y donde seguía viviendo su hermano. Esa era la sede del Comité de Derechos Humanos de Antioquia.  Supongo que fue en algún momento de esa mañana cuando mi papá copió a mano el soneto de Borges que llevaba en el bolsillo cuando lo mataron,  al lado de la lista de los amenazados.  El poema se llama «Epitafio» y dice así:









Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán , y que es ahora,
todos los hombres,  y que no veremos.

Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y el término. La caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los triunfos de la muerte y las endechas.

No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre.
Pienso con esperanza en aquel hombre

que no sabrá que fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo,
esta meditación es un consuelo.”

Aquí. Hoy

Jorge Luis Borges

Héctor Abad Faciolince
El olvido que seremos
Seix Barral, 201022
Páginas: 238-239


Un poema en el bolsillo, relato de las pesquisas que llevaron a descubrir la autoría del soneto a Héctor Abad Faciolince




13 d’ag. 2018

el pensamiento libre


“El pensamiento libre -fuera de ser una gran satisfacción personal- es lo que ha permitido que la humanidad haya adelantado. El pensamiento libre nos permite crear mejores esquemas y aspirar a cosas mejores.

Es difícil enseñar cuando no se quiere imponer un pensamiento, sino estimular el pensamiento ajeno, libremente. La gente se siente insegura cuando no le dicen lo que debe creer. Y ese sentimiento de inseguridad lo refleja a veces en contra del maestro que no le da una directiva clara.

Los maestros que perduran,  por supuesto, son los que crean su escuela,  su capilla,  su círculo,  su imperio,  su iglesia. Pero muchas veces me he puesto a pensar que no envidio a esos maestros; ni aun a los grandes Maestros de la historia de la humanidad. Es verdad que han creado seguidores por millares,  por millones. ¿Pero qué han hecho sus seguidores con sus ideas? Creo que, en general, las han desvirtuado. Han creado capillas, círculos, iglesias, religiones, aun naciones,  que en nombre de los más altos ideales,  se han dedicado a matar,  a conquistar,  a perseguir,  a adquirir prestigio personal,  gloria y poder para ellos y sus seguidores, siempre en nombre del maestro,  o de la religión o del movimiento nacional o político que dicen seguir.

¿Qué han hecho el Cristianismo y el Islam? ¿Qué está haciendo ahora el comunismo? ¿Qué han hecho,  aun los que hablan de la libertad y de la propia determinación de las naciones? Han hecho guerras,  dizque para defender esos principios de paz y tolerancia.

Es evidente que la salud – la mera ausencia de la enfermedad- es un gran bien en sí mismo para cualquier individuo. Todo lo que hagamos para que una persona tenga salud, es bueno para esa persona. Pero cuando consideramos las cosas colectivamente,  ¿en qué medida se debe buscar la salud de todos, y a qué costo? ¿Hay otras cosas más importantes que la ausencia de la enfermedad? Evidentemente sí.

El “completo bienestar físico, mental y social” de que habla la Constitución de la Organización Mundial de la Salud,  como la definición de salud,  es el ideal al cual queremos que lleguen todos los seres humanos.  Pero a ese bienestar se llega por muchos otros caminos,  y por muchas otras vías,  fuera de la salud pública.  Muchas otras condiciones,  fuera de la mera ausencia de la enfermedad,  son necesarias,  también,  para adquirir el bienestar.

En todas las culturas,  el trabajo adecuado a las circunstancias y a la personalidad de cada cual;  los sentimientos de los demás hacia uno mismo;  la vida familiar,  el amor,  la religión, la seguridad económica y social,  son tan importantes como la salud.

Por eso el celo desmedido por hacer sanos a todos,  o por erradicar una enfermedad de determinado lugar,  no ha hecho,  necesariamente,  más felices a las personas de ese lugar.  A veces esas acciones unilaterales han traído problemas peores. Como todas las acciones unilaterales en cualquier sentido.  Los fanáticos de la alimentación también creen que con darle comida a todos,  estarán así más felices.  Y los fanáticos de la religión,  lo mismo.  Y los fanáticos de la educación,  de la misma manera. Y así los fanáticos de la vivienda,  del vestido,  de la recreación,  del deporte,  de la salud mental,  de la economía.

Muchos creen que el dinero es la respuesta a todos los problemas. Pero estos “fanatismos” unilaterales - aun por cosas en sí mismo buenas- no han traído sino más dolores y más problemas a la humanidad.

Alcanzar la sabiduría es llegar a encontrar el equilibrio entre tantos llamados o vocaciones.  El ser humano es un ser muy complejo.  No lo podemos mirar desde un solo ángulo. Debemos tratar de comprenderlo,  íntegramente,  y así deberíamos mirar a la sociedad y a las culturas. De allí la sabiduría de los antropólogos, los científicos sociales modernos que más promesas pudieran hacer concebir a la humanidad.  Ellos toman el punto de vista de la integridad de las culturas y la línea ética del gran respeto por todas ellas.  Porque todos los elementos de la cultura de un pueblo son muy imbricados entre sí,  y tratar de modificar uno, sin modificar los demás,  es imposible,  y muchas veces - aunque parezca conveniente-  puede ser perjudicial.

¡Con qué gran respeto se debe mirar a cada persona, a cada comunidad, a cada sociedad,  a cada nación!  ¡Con qué gran cuidado nos deberíamos abstener de dar consejos para cambios que creemos buenos, en sentimientos,  acciones y conceptos! ¡Con qué humildad deberíamos exponer lo que consideramos nuestros valores! Poniendo siempre de presente, desde el principio,  que podemos estar equivocados,  y que la libertad de escoger debe quedar en manos de cada individuo y de cada sociedad.

Sólo cuando se puedan abarcar todas las cosas,  se debería permitir que se enseñara una.  Sólo a los humildes de corazón se les debería permitir enseñar.  Sólo a los que sepan que nada saben.

Cuando la profesión del maestro, que debería incluir solamente a antropólogos, científicos, sabios y hombres buenos, sea la más alta, más respetada y mejor escudriñada profesión de la tierra, esta civilización y estas sociedades occidentales habrán alcanzado la sabiduría y la maduración,  que algunas sociedades orientales alcanzaron.

El mero conocimiento no es sabiduría.  La sabiduría sola tampoco basta.  Son necesarias la sabiduría y la bondad para enseñar y gobernar a los hombres.  Aunque podríamos decir que todo hombre sabio, si verdaderamente lo es,  tiene también que ser bueno.  Porque la sabiduría y la bondad son dos cosas íntimamente entre mezcladas.”



Héctor Abad Gómez.
              Manual de Tolerancia
fragmentos seleccionados por Héctor Abad Faciolince