31 d’ag. 2013

"compañero de viaje"

Joseph McCarthy,
senador republicano por Wisconsin
1947-1957
“El señor Clyde hundió el tenedor en la bufanda del vendedor Reilly y le ordeno salir inmediatamente del garaje, amenazándole con el despido si no aparecía temprano para empezar a trabajar en el Barrio Francés.

Ignatius camino hasta el tranvía de muy mal humor y subió en él, camino de la parte alta de la ciudad, eructando gas Paraíso tan violentamente que, aunque el tranvía estaba lleno, nadie quiso sentarse a su lado.
Cuando entro en la cocina, su madre le recibió poniéndose de rodillas y diciendo:
— ¡Señor! ¿Por qué me hiciste cargar con esta cruz terrible? ¿Qué hice yo, Señor? Dime. Mándame una señal. Yo he sido buena.
—Deja de blasfemar inmediatamente —gritó Ignatius.
La señora Reilly interrogaba al techo con los ojos, buscando respuesta entre el pringue y las grietas.
—Vaya recibimiento tras una jornada deprimente luchando por la supervivencia en las calles de esta ciudad salvaje.
— ¿Qué te has hecho en la mano?
Ignatius miro los arañazos que le había hecho el gato cuando intentaba meterlo en el compartimento de los panecillos.
—Tuve una batalla casi apocalíptica con una prostituta hambrienta —eructo—. De no ser por mí fuerza muscular superior habría saqueado mi carro. Al final, hubo de alejarse del lugar de la lucha cojeando, con sus chillonas galas hechas  jirones.
—i Ignatius! — gritó trágicamente la señora Reilly—. Cada día estás peor. ¿Qué te pasa?
—Saca la botella del horno. Ya debe estar hecha.
La señora Reilly miro a su hijo tímidamente y le pregunto:
—Ignatius, ¿estás seguro de que no eres comunista?
— ¡Oh, Dios mío! — bramó Ignatius—. Todos los días he de someterme a una caza de brujas maccarthysta en esta casa que se hunde. ¡No! Ya te lo he dicho. No soy un compañero de viaje. ¿Pero quién diablos te ha metido eso en la cabeza?
—Es que leí en el periódico que donde hay muchos comunistas es en la universidad.
—Bueno, pues, por suerte, no me encontré con ellos.  Si se hubieran cruzado en mi camino, les habría dado una zurra que se habrían quedado medio muertos. ¿Acaso crees que quiero vivir en una sociedad comunal con gente como esa Battaglia amiga tuya, barriendo calles y picando piedra o lo que ande haciendo siempre la gente en esos desdichados países? Lo que yo quiero es una buena monarquía, firme, con un rey decente, de buen gusto, un rey con ciertos conocimientos de teología y de geometría, y que cultive una Rica Vida Interior.
— ¿Un rey? ¿Tú quieres un rey?
—Oh déjate y a de tonterías.
—Nunca oí a nadie que quisiera un rey.

— ¡Por favor! —Ignatius dio un puñetazo en el hule de la mesa de la cocina—. Barre el porche, visita a la señorita Annie,  llama a esa alcahueta de la Battaglia, practica los bolos en la calleja. ¡Déjame en paz! Estoy en un cicló muy malo.
— ¿Qué quieres decir con eso de «ciclo»?
—Si no dejas de molestarme, bautizaré la proa de tu ruinoso Plymouth con esa botella de vino que hay en el horno —masculló Ignatius.
—Peleándose con una pobre chica de la calle —dijo con tristeza la señora Reilly—. Qué cosa tan horrible. Tirando de un carro de salchichas.  Ignatius, yo creo que tú necesitas ayuda.
—Bueno, voy a ver la televisión —dijo furioso Ignatius—, ahora empieza el programa del Oso Yogui.”

La conjura de los necios
John Kennedy Toole
pág 204-205



29 d’ag. 2013

setmana del llibre en català 2013


"Llegir ens obre al món"

Aquest és el lema de la 31a edició de “la setmana del llibre en català” que tindrà lloc a Barcelona, avinguda de la Catedral, del 6 al 15 de setembre de 2013.


28 d’ag. 2013

John Kennedy Toole: una biografía y dos libros

La conjura de los necios: cuarenta años de la muerte de John Kennedy Toole

por Rafael Rey

“Julio de 1976. Una anciana irrumpe en la oficina del escritor Walker Percy, profesor invitado en la Universidad de Loyola, en Nueva Orleáns. Lleva semanas buscando al reconocido profesor para entregarle el manuscrito de lo que ella considera una “obra maestra”, escrita por su hijo, muerto siete años antes. Luego de infructuosas llamadas y fallidas solicitudes de entrevistas, la señora se las arregló para no dejarle otra opción a Percy que echarle un vistazo a la novela. Como el mismo Percy escribió recordando el suceso, “si había algo que no quería hacer era precisamente esto, lidiar con la madre de un novelista muerto, y para peor, lidiar con un manuscrito que según ella era ‘fantástico'”. La perseverancia de la señora pudo más, y a los pocos días Percy se encontró leyendo primero “con la incómoda sensación de que no era lo suficientemente malo para dejarlo, luego con una pizca de interés, luego una creciente excitación, y finalmente incrédulo: no era posible que fuera tan bueno”.
Cuatro años después se editaba "La conjura de los necios", de John Kennedy Toole. El libro se volvió de culto, se tradujo a más de veinte idiomas y lleva vendidos millones de ejemplares en todo el mundo. Fue premiado en varios países y en 1981 obtuvo el Pulitzer a la mejor obra de ficción.
Pocas madres han sido tan influyentes y determinantes en la vida de un escritor. La progenitora de John Kennedy Toole transformó a su hijo en la persona tímida y vacilante que fue toda la vida; le dio materia prima para su novela más famosa e importante y, luego de muerto, fue la principal responsable de que el manuscrito se publicara, gracias a su tenacidad. Esa tozudez a primera vista podría considerarse como el más elevado ejemplo de ciega confianza de una madre hacia su hijo. Pero en los hechos fue disparada por la vanidad personal de una mujer que lo hizo tal vez menos por honor a la memoria de su hijo, que para probar que tenía razón cuando afirmaba que era “un genio”.
Sumergirse en la vida de Kennedy Toole implica entonces aceptar la presencia de la madre, y la amenaza de quedar cubiertos por el mismo manto omnisciente que sofocó al escritor estadunidense desde el día mismo de su nacimiento.

UN NIÑO ADULTO

Descendiente de los franceses fundadores de la ciudad por parte de la madre, Thelma Ducoing, y de inmigrantes irlandeses por el lado del padre, John Dewey Toole Jr., John Kennedy Toole nació en Nueva Orleáns el 17 de diciembre de 1937.
Desde el instante mismo del nacimiento su madre se apoderó de él, como un niño se apodera de su pelota, y nunca más lo volvió a prestar. El padre comenzó a ser relegado al segundo plano en el que se mantuvo toda la vida. Ni la pasión compartida por los autos y el beisbol, algo que hubiera unido a cualquier padre con su hijo, logró acercarlos. La madre no lo hubiera permitido. Ninguno de los dos tuvo nunca la fuerza suficiente para reclamar por el otro. No es casual la ausencia de una figura paterna en sus novelas.
A los trece años era un buen pianista, un destacado locutor y un excelente imitador. Era además actor en un grupo de teatro infantil y presentador en una radio local. Obligado por la madre a ser más inteligente y más adulto que sus amigos, John aprovechaba cada segundo que ella no estaba sobre sus hombros para ensayar la niñez, contando chistes sin parar y haciendo reír con sus imitaciones a todo aquel que lo escuchara. Pero ya no era un niño. Medía un metro ochenta, se afeitaba todos los días y, sin ser una persona obesa, estaba excedido de peso, disgustado con su físico y enfrentaba con pánico los vestidores luego de las actividades deportivas. En esos años comienza a colaborar con el periódico del liceo, del que en poco tiempo sería el editor.
En 1954 ganó una beca para estudiar inglés en la Tulane University, pero antes de ingresar a la universidad realiza un viaje a Nueva York, ciudad que lo abruma y lo apasiona con la misma intensidad. Ese mismo año escribe "La Biblia de neón", y al siguiente envía la novela a un concurso. Tras saberse perdedor, prueba suerte con un par de editoriales. Rechazado, o sencillamente ignorado, sin respuesta, archivó la novela para siempre.

AGRIDULCES DIECISÉIS

“La Biblia...” es la historia de un niño del sur de Estados Unidos en la década de los cuarenta. Escrita desde la memoria de un adolescente en fuga que se recuerda en la niñez, la novela narra con acierto el estado de ánimo colectivo de un pequeño pueblo del sur estadunidense: “Si eras diferente a todos en el pueblo, tenías que marcharte. Es por eso que todos eran tan parecidos. La forma en que hablaban, lo que hacían, lo que les gustaba, lo que odiaban [...] Solían decirnos en la escuela que debíamos pensar por nosotros mismos, pero no podías hacer eso en el pueblo. Tenías que pensar lo que tu padre pensó toda su vida, y eso era lo que todo el mundo pensaba.”
Quizás sea el único párrafo citable de la novela que pueda prescindir de una mención a la edad del escritor, que en ese entonces contaba sólo con dieciséis años. De todas maneras, y aunque años más tarde el propio Kennedy Toole calificaría la novela de “mala”, el precoz autor describe y resuelve con eficacia algunas situaciones: el profesor gay, la tía que tiene relaciones sexuales en la cabina de un camión, una cita amorosa. Era la punta de un gran iceberg de talento. Lo mejor de su prosa estaba por venir. El escritor de ficción era un secreto que muy pocos amigos conocían. Quien sí estaba al tanto de sus ambiciones literarias era la madre. Tanto, que Kennedy Toole tenía que pegar, sobre las tapas de sus cuadernos, carteles que rezaban: “MAMÁ, por favor no toques.”
En Tulane conoce a Ruth Lafratz Kathmann, primera y posiblemente única mujer que presentó en su casa. El encuentro fue doloroso. Indignada, la madre se mostró hostil hacia Kathmann. La señora Toole sabía que las mujeres perseguían a su “terriblemente atractivo” hijo, pero según ella, él no estaba interesado en las mujeres “mental o físicamente”. Estaba convencida de ser la única mujer que “mi hijo haya querido alguna vez”. Al igual que con parejas anteriores, así como con aquellas que vendrán después, no hubo acercamiento físico de ningún tipo. Cualquiera que haya sido su inclinación sexual, es imposible determinarla con certeza. Algunos de sus amigos de la adolescencia lo vincularon con hombres, aunque en alguna oportunidad Kennedy Toole haya expresado su “aversión por la vida gay”.

SARGENTO KENNEDY TOOLE

En 1958 se graduó con honores en Tulane. Ese mismo año ganaría una beca para hacer una maestría en Literatura Inglesa en la Universidad de Columbia, donde se reencontró con Kathmann.  Nuevamente, la relación no fue más allá de una íntima amistad. Una vez finalizado el curso, Kennedy Toole ocupará un puesto de profesor asistente de inglés en el Southwestern Louisiana Institute, de la ciudad de Lafayette. En 1960 regresará a Nueva York para dar clases en el Hunter College for Women, donde, en plena época de segregación, tendrá que defender al sur de la intolerancia que emanaba de Nueva York.  Autodenominado “sureño” , Kennedy Toole se enfrentaba a cierta condescendiente hostilidad de parte de sus colegas “yankees”. La distancia física que lo separaba de su hogar no era impedimento para que la madre, como un hincha fanático, lo siguiera a todos lados. A Lafayette, para ridiculizarlo frente a sus colegas, a los que consideraba como una “amenaza al lazo maternal”, y a Nueva York, donde compartieron, por sobre todas las cosas, la afición por el alcohol, quizás lo único que tenían en común.
En abril de 1961, de vuelta en Nueva Orleáns, recibe la llamada a filas del ejército. Una vez finalizado el trabajo en Nueva York y viviendo en la casa de los padres, tras más de dos años de independencia, ingresar en el ejército no era precisamente la peor de las excusas para un joven de veinticuatro años que se sentía responsable de la precaria situación económica de sus progenitores. Durante el breve lapso en que estuvo en Nueva Orleáns, trabajó en una fábrica ensamblando cajas, y se dedicó a los amigos, pese a la madre, que solía aparecer en su auto a altas horas de la noche, a buscarlo para que volviera a casa. Kennedy Toole obedecía sin protestar. Finalmente, en noviembre de 1961, llegó a Fort Buchanan, Puerto Rico. Gracias al buen manejo del español, fue elegido para enseñar inglés a soldados puertorriqueños y al poco tiempo tenía bajo su cargo a todos los profesores de inglés de su compañía. Durante el tiempo que estuvo en Fort Buchanan, mantuvo una fluida comunicación epistolar con los padres, a los que enteraba de las vicisitudes de la vida en Puerto Rico y de los puertorriqueños en particular: “Para ser gentes que supuestamente sufren de deficiencias de nutrición, son sorprendentemente activos [...] y las maratónicas conversaciones que mantienen son admirables [...] Imagino que todos los países latinos son así de frenéticos, volátiles e indisciplinados.” En menos de un año fue ascendido a sargento, pero no obstante los ascensos y las condecoraciones, la convivencia en Fort Buchanan no era fácil. Superiores militarmente estrictos y subordinados universitarios poco aptos para la disciplina castrense, complicaban una estancia que John había imaginado y anhelado sencilla.
En casa de sus padres las cosas no estaban tampoco del todo bien. Los problemas económicos que atravesaban los Toole se mezclaban con la frágil salud del padre, cada vez más paranoico y senil. De vuelta en Fort Buchanan, tras un par de semanas navideñas en Nueva Orleáns, John se vio involucrado en un hecho que podría haber terminado con su baja del ejército, cuando, vacilante, paralizado por el pánico, tardo más de media hora en socorrer a un soldado que había intentado suicidarse con una sobredosis de pastillas. El hombre sobrevivió, pero el sargento Kennedy Toole se ganó la desaprobación de toda la compañía a su mando.
Para ese entonces ya había comenzado a escribir lo que sería "La conjura de los necios." El cargo de sargento implicaba tener una oficina propia, menos tareas y más tiempo para dedicarle a la novela. Exudaba esperanza. “Ambos saben que mi más grande deseo es ser escritor y finalmente siento que estoy escribiendo algo que es más que simplemente legible”, les escribió a sus padres, poco antes de terminar la estancia en Puerto Rico y en el ejército.

DESILUSIÓN

En agosto de 1963 regresó de inmediato a Nueva Orleáns, donde comenzó a trabajar como profesor en el Dominican College, colegio de monjas que aceptaba sólo chicas, y que le brindaba, además de tiempo suficiente (trabajaba diez horas semanales), “seguridad financiera para escribir”. Sólo el asesinato de John F. Kennedy, que lo sumió en una profunda depresión, interrumpió la escritura. En febrero de 1964, tres meses después del magnicidio, retomó la novela, apuró el final y la envió a la editorial Simon & Schuster en la ciudad de Nueva York.  En junio de ese mismo año el editor Robert Gottlieb le respondía a Kennedy Toole. “El mayor problema” entendía, era “resolver los diferentes hilos de la trama”, y le sugería que éstos fueran “fuertes y con sentido”, a lo largo de todo el libro, y no “meramente episódicos, unidos ingeniosamente para hacer que todo parezca solucionado de la manera correcta”. No haber fallado en el primer intento era algo que quizás no esperaba: de inmediato se puso a reescribir la novela.
Cerca de fin de año recibió la respuesta de Gottlieb: “En muchos aspectos, considero que incluso ha hecho un excelente trabajo [...] El libro está mucho mejor. Pero todavía no está bien.” Buscando otra opinión, pasó el libro a Cándida Donadio, en ese entonces agente, entre otros, de John Cheever, Thomas Pynchon y Philip Roth. “Lo que pensamos es que a menudo eres salvajemente divertido, más divertido que casi cualquier otro en la vuelta y divertido a nuestra manera.” Pero no todas eran alabanzas: “El libro [...] es un brillante ejercicio de invención [...] pero no trata realmente de nada. Y eso es algo sobre lo que no se puede hacer nada. Definitivamente un editor no puede decir: ‘pon el significado.'” Kennedy Toole tragó saliva, releyó la carta una y mil veces, y decidió que no tenía fuerzas para reescribir la novela, como le había sugerido Gottliebe, y le escribió solicitando el manuscrito.

NEW ORLEANS, NEW ORLEANS

Uno de los deseos literarios de John Kennedy Toole era escribir una novela sobre su ciudad. Si en “La Biblia...” había tomado como escenario un pueblo cualquiera del sur, “La conjura...” se desarrolla exclusivamente en las calles y en los barrios de la ciudad más francesa de todo el continente americano. Las referencias al clima, la arquitectura y los aromas de la ciudad son constantes, ya sea desde la descripción del narrador, o desde el siempre irónico punto de vista de Ignatius Jacques Reilly, el personaje principal, un tipo de treinta años que vive con la madre, es fanático del cine y se la pasa encerrado en su cuarto escribiendo. Ignatius guía su vida a partir de la filosofía de Boecio, emula a Schiller y a Milton y despotrica contra Mark Twain, contra su madre y básicamente contra todo lo que le rodea. Además del humor y la ironía (el paso por Levy Pants es de lejos lo mejor del libro, y la “Cruzada por la Dignidad de los Moros” uno de los momentos más hilarantes de la literatura estadunidense del siglo pasado), el gran acierto de Kennedy Toole, aunque se pierde en la traducción, está en la forma en que hablan los personajes. Hace prevalecer la fonética de las palabras sobre su construcción escrita, y no es raro toparse con palabras que no tienen ningún significado por sí solas, pero que reproducen exactamente la manera de hablar de los habitantes de la ciudad. El ejemplo más acabado es el de Burma Jones, un negro obligado a trabajar por limosnas para no ser acusado de vagancia y enviado a la cárcel. La presencia de Jones le sirve además de vehículo para una serie de críticas a la manera en cómo son tratados los negros en Nueva Orleáns, sin dejar de lado la ironía: “Voy a decirle a ese policía que conseguí trabajo [...] Él va a decir ‘ahora quizás vas a ser un miembro de la comunidad'. Y yo le voy a responder: ‘Si, conseguí un trabajo de negros, con un sueldo de negros. Ahora soy realmente un miembro de la comunidad. Ahora soy un negro de verdad. No un vago. Simplemente un negro.'” Muy estereotipados, los distintos personajes pasean un patetismo acorde con los distintos roles sociales que cumplen; el policía honesto y tenaz (Mancuso); el buen ciudadano, preocupado por la proliferación de comunistas (Robichaux), las viejas chismosas e ignorantes (la señora Reilly y Battaglia), y un matrimonio por conveniencia, una pareja hastiada pero demasiado cómoda como para dar un paso al costado (el matrimonio Levy). No faltan tampoco las críticas –siempre eludiendo el panfleto, o disimulándolo a través del corrosivo humor del personaje– a la clase media estadunidense, al comunismo, a las instituciones educativas y de salud mental, y en particular al mundillo universitario pequeñoburgués de Nueva York, encarnado en el personaje de Myrna Minkoff, un viejo amor con el que Ignatius mantiene una enfermiza relación epistolar. Presentada como una joven ingenua, siempre lista para una nueva manifestación, un nuevo amante o una nueva canción folk para tocar en la guitarra, Minkoff representa todo lo que Kennedy Toole siempre odió de Nueva York. “Su lógica era una combinación de clichés y medias verdades, su visión del mundo un compuesto de conceptos erróneos derivados de una Historia de nuestra nación escrita desde la perspectiva de una estación de metro”, escribe Ignatius.
Si bien es poco probable que Kennedy Toole haya mantenido algún tipo de relación (siquiera una amistad) con una chica a mitad de camino entre los beatniks y los hippies, las intenciones de Minkoff de “clarificar” las “inclinaciones sexuales” de Ignatius, y las recomendaciones que le hace para que deje Nueva Orleáns, su casa y su madre, se muestran perturbadoramente certeras una vez que uno conoce la vida del escritor. Es como si Kennedy Toole se estuviera hablando a sí mismo, analizando sus miedos, desnudando sus fobias. Como le escribirá a Gottlieb en una extensa carta donde narra la génesis de La conjura..., la novela “no es autobiográfica, aunque tampoco una invención”. El alcoholismo de la señora Reilly está tomado directamente del de su propia madre, así como su pesadillesca presencia, que aunque con fines distintos (en la novela para que el hijo busque trabajo, en la vida real para tenerlo siempre bajo control) tiene claros puntos de contacto. Los trabajos a los que se enfrenta Ingnatius están tomados de empleos temporales que también Kennedy Toole tuvo que soportar mientras ejercía como profesor, y precisamente fue dando clases que se cruzó con la persona que lo inspiró para crear a Ignatius J. Reilly: Bob Byrne, un profesor de inglés que Kennedy Toole conoció en Lafayette.
Tenaz lector de Boecio, Byrne vivía preocupado por su peso y su extravagante gusto al vestir que incluía un gorro con orejeras. Como Toole le explica a Gottlieb en la misma carta, de marzo de 1965: “Mientras que la trama es manipulación y yuxtaposición de caracteres, con una o dos excepciones la gente y los lugares en el libro son tomados de la observación y la experiencia. Yo no estoy en el libro; nunca pretendí eso. Pero estoy escribiendo sobre cosas que sé.” Si bien en la carta no oculta que sus “dudas se transformaron en desesperanza”, el escritor se la juega por su obra: “No he sido capaz de mirar el manuscrito desde que lo recibí, pero dado que algo de mi alma está allí, no puedo dejar que se pudra sin intentarlo. No creo que pueda escribir cualquier otra cosa hasta no darle por lo menos otra oportunidad.”

DESAMOR, LOCURA Y MUERTE

No obstante su manifiesta intención de continuar trabajando en la novela, no volvió a tocar el manuscrito. Una vez más, no pudo enfrentar el rechazo y la novela tragó polvo, escondida en algún armario. Durante ese año y los siguientes continuó dando clases en el Dominican College, pero hacia 1968 dejaron de ser interesantes y divertidas, y se convirtieron en diatribas contra la Iglesia y el Estado. Acusado de “comunista” por parte de las alumnas, las monjas que dirigían la institución lo invitan a que presente su renuncia para evitar tener que expulsarlo. Se desconoce en definitiva qué fue lo que ocurrió, pero lo cierto es que no volvió a dar clases allí. Cuando le comunicó a su madre que no volvería a dar clases, ella lo tomó como una afrenta personal y la situación se desbordó. Bebía cada vez más, estaba cada vez más gordo, más depresivo, y sufría constantes e interminables dolores de cabeza que alcanzaban fugaces estados paranoicos. Se estaba volviendo loco. Finalmente, y luego de una fuerte pelea con la madre, se marchó de la casa. Era el 19 de enero de 1969. Regresará al día siguiente a recoger unas cosas, para volver a marcharse. Fue la última vez que pisó la casa. El 26 de marzo lo encontraron muerto en el interior de su auto, en la localidad de Biloxi, Mississippi. Una manguera que salía del caño de escape, introducida a través de una de las ventanas del auto, le proporcionó el monóxido de carbono suficiente para una muerte prolija y segura. Al enterarse, la madre rogó al cura de su iglesia que le diera sepultura y ocultó el hecho a los amigos de su hijo hasta que estuvo enterrado. Sólo ella, su esposo y quien había sido la niñera de Kennedy Toole estuvieron en el entierro.
No existen datos precisos sobre el paradero de Toole durante los dos meses transcurridos entre su huida y el suicidio. No hay forma de establecer un posible itinerario, o de determinar dónde estuvo exactamente. Para Thelma Toole nada tuvo sentido después de la definitiva partida de su hijo. Sin sostén en la iglesia, a la que ya no concurría, y con un esposo casi ciego, sordo y senil que deambulaba por la casa como un fantasma errante, se dedicó a llorar la muerte del hijo frente a todo aquel que quisiera escucharla. Hasta que encontró el manuscrito.

LA MADRE DEL LIBRO

La novela le dio a Thelma Toole la fuerza necesaria, la última gran bocanada de aire. La muerte del esposo en diciembre de 1974 fue más un respiro que un nuevo duelo. Por ese entonces su salud era cada vez más frágil, pero no desistió de enviar el manuscrito a cuanta editorial descubría (menos a Simon & Schuster), y soportaba estoica cada una de las educadas y uniformes cartas de rechazo. Hasta que se topó con Walker Percy y el manuscrito vio la luz. En diciembre de 1976, Percy le escribió que “La conjura...” era una “extraordinaria muestra de ironía, de sátira salvaje y de un oído sorprendente” para captar la manera de hablar de los habitantes de Nueva Orleáns.  Percy envió el manuscrito a unas cuantas editoriales amigas, y si bien algunos lo veían como un “surreal loco divertido triste serio libro”, para otros era “la excepción de un escritor muerto”, para el cual no había un “futuro real”. Finalmente, en febrero de 1979, alguien preguntó asombrado: “¿Por qué es todavía un manuscrito? ¿Nadie más lo ha visto todavía?” Era Les Phillabaum, director de la editorial de la Universidad de Louisiana, para quien el único inconveniente era “financiero”, ya que compartía el presentimiento de Percy de que la novela tenía “posibilidades de convertirse en una especie de pequeño y excéntrico clásico”. En abril de ese año, Thelma Toole recibía las copias del contrato. Bastaba con asegurar que ella era la única heredera y que tenía los derechos sobre el manuscrito. Si bien desde un principio había asegurado ser la única heredera, la insistencia de los abogados y el temor a que se demorara la edición del libro, llevaron a confesar que su difunto esposo tenía familiares vivos. Pero éstos, sin mucha confianza en las posibilidades comerciales de la novela, y teniendo en cuenta la precaria situación económica de Thelma Toole, renunciaron a la propiedad de “La conjura de los necios” y cedieron sus derechos a la viuda.
A principios de 1980 la novela se publicó. El primer año vendió más de 40 mil ejemplares (algo inusual para una edición universitaria), y en 1981 recibió el Pulitzer a la mejor obra de ficción. Thelma Toole había logrado su cometido. Le había demostrado al mundo no sólo que su hijo era “un genio”, sino que además ella era la madre de ese genio. Los últimos años de su vida se puso el vestido de heroína y paseó su orgullo por su ciudad como “la madre del libro”, firmando ejemplares y concediendo entrevistas, hasta que falleció de un ataque al corazón el 17 de agosto de 1984. Tres años después, un juez de Nueva Orleáns dividió los derechos de “La Biblia de neón”, cuyo manuscrito había permanecido oculto por Thelma Toole, e incluyó al resto de los herederos, que ahora sí reclamaban su tajada. La novela se publicó en 1989."

El País Cultural núm. 1020, 12/ VI /2009, Montevideo, Uruguay.


26 d’ag. 2013

literatura del sur, 5

Tennessee Williams
Columbus, Mississippi, 1911
New York, 1983
“Al levantarse el telón, la escena está en la oscuridad. Se oye la música que ejecuta una pequeña orquesta de jazz. La escena se ilumina lentamente, mostrando las dos habitaciones del apartamento de los Kowalski en el barrio francés de Nueva Orleáns.
En el dormitorio, a la izquierda, Stella Kowalski está arrellanada perezosamente en una desvencijada butaca, dándose aire con un abanico de hojas de palma y comiendo chocolates que saca de una bolsita de papel. Lee una revista de estrellas de cine. A su izquierda, una escalinata de dos peldaños lleva a la puerta cerrada del cuarto de baño. Más allá de éste, se ve el vano de una puerta cubierta por una cortina que conduce a un armario de pared.
En la sala, al centro derecho, no hay nadie. Entre ambas habitaciones existe una pared imaginaria y al foro, cerca del centro, pende una cortina corrediza bajo un montante roto, en el “arco” que está sobre el vano de la puerta que une las habitaciones.
Al foro derecha, en la sala, una puerta baja da a un porche sin techo. A la derecha de la puerta, una escalera de caracol lleva al apartamento de arriba. En la escalera están sentadas dos personas: una lánguida negra, que se da aire con un abanico de hojas de palma, y Eunice Hubbel, la ocupante del apartamento de arriba, que come cacahuetes y lee una revista de “confesiones”.
A la derecha de la escalera de caracol y del porche, un pasillo sube hasta el nivel de la calle, atravesando el escenario detrás de las dos habitaciones de los Kowalski, y puede verse, cuando está iluminada, a través de las paredes posteriores del apartamento, ya que son de gasa y sobre ellas están aplicados los contornos de las ventanas.
Más allá del telón que cae inmediatamente detrás de la calle (y que es también de gasa) puede verse un telón de fondo que representa las vías del tren elevado, que pasa cerca.
Al levantarse el telón, una mujer, con una bolsa de compras llena de paquetes, cruza con aire fatigado el escenario de derecha a izquierda y sale.
Stanley Kowalski entra por el foro izquierdo, seguido por Harold Mitchell (Mitch), su amigo, y se dirige presurosamente por la calle hacia la puerta de su apartamento. Mitch avanza a saltos detrás de Stanley, tratando de mantener el mismo ritmo en el andar.
Se oye todavía la música. El brillo de las luces se ha intensificado.


STANLEY (abriendo la puerta y gritando hacia la sala): -¡Eh, Stella! ¡Eh, Stella, nena!

Gran sonrisa de la Negra. Mitch espera a la derecha a Stanley.

STELLA (levantándose de un salto de la butaca, entra en la sala): - No me grites así.

STANLEY (arrojándole un paquete con carne, cubierto de sangre): - ¡Toma!

STELLA (atrapando el paquete al vuelo): - ¿Qué?

STANLEY: - ¡Carne!

Stanley y Mitch salen por la derecha en primer término.

STELLA (corriendo hacia la puerta de calle con el paquete): - ¡Stanley! ¿Adónde vas?

STANLEY (detrás del escenario): - ¡A jugar a los bolos!

STELLA (asomándose por la puerta, le grita): - ¿Puedo ir a mirar?

STANLEY (más lejos): - ¡Ven!

STELLA: - ¡Iré pronto! (Dándole una palmada en el hombro a Eunice.) Hola, Eunice. ¿Cómo estás?

EUNICE: - Muy bien. (Stella pone el paquete con carne sobre la mesa de la sala y se mira fugazmente en un espejo sujeto con tachuelas sobre el lado interno de la puerta de un armario de poca altura, colocado en el foro entre un refrigerador y un sofá, junto a la pared posterior de la sala. Eunice se inclina hacia adelante y agrega):
Dile a Steve que le lleve un sándwich, porque aquí no queda nada.
(Stella pasa sobre una escoba caída junto a la puerta de calle, sale al porche, cierra la puerta y se va por la derecha, en primer término. Eunice y la Negra ríen.)

NEGRA (dándole un codazo a Eunice): - ¿Qué había en ese paquete que le ha tirado?

EUNICE (divertida): - ¡Vamos, cállate!

NEGRA (imitando el gesto de Stanley al arrojar la carne): - ¡Toma eso!

(Ambas ríen. Blanche du Bois entra por la izquierda, viniendo de la calle. En una mano trae una pequeña maleta, y en la otra un trocito de papel. Mira a su alrededor, con aire de escandalizada incredulidad. Su aspecto no armoniza con el decorado. Se diría que viene de un té o de un cóctel, en el distrito de los jardines. Le lleva unos cinco años de edad a Stella. En su aire indeciso, algo sugiere una mariposilla.)
Un Marinero, de traje blanco, entra por el foro derecha y se acerca a Blanche. Le hace una pregunta, que no se oye a causa de la música. Blanche parece perpleja y, aparentemente, no sabe qué contestarle. El Marinero sigue de largo y sale por foro izquierda.
La música se extingue. Blanche dobla la esquina a la derecha y se acerca a la mujer que está sobre la escalera de caracol, llevando la maleta en la mano izquierda. Las luces de la calle comienzan a oscurecerse y la iluminación interior del apartamento se acentúa.

EUNICE (mira a Blanche, luego a la Negra y de nuevo a Blanche, y le dice a ésta): - ¿Qué pasa, querida? ¿Se ha extraviado?

BLANCHE (parada a la derecha de la escalera, con humor ligeramente histérico): - Me dijeron que tomara un tranvía llamado Deseo, luego a otro llamado Cementerio y que, tras seis calles, bajase en los Campos Elíseos.

EUNICE: - Pues ahí es donde ahora está.

BLANCHE: - ¿En los Campos Elíseos?

EUNICE: - Estos son los Campos Elíseos.

Un tranvía llamado deseo
(acto primero, escena primera)
Tennesse Williams


24 d’ag. 2013

Ignatius...., labora!


“Al desmoronarse el sistema medieval, se impusieron los dioses del Caos, la Demencia y el Mal Gusto. (…) 

Tras el periodo en el que el mundo occidental había gozado de orden, tranquilidad, unidad y unicidad con su Dios Verdadero y su Trinidad, aparecieron vientos de cambio que presagiaban malos tiempos. Un mal viento no trae nada bueno. Los años luminosos de Abelardo, Thomas Beckett y  Everyman se convirtieron en escoria; la rueda de la Fortuna había atropellado a la Humanidad, aplastándole la clavícula, destrozándole el cráneo, retorciéndole el torso, taladrándole la pelvis, afligiendo su alma. Y la Humanidad, que tan alto había llegado, cayó muy bajo. Lo que untes se había consagrado al alma, se consagraba ahora al comercio. (…)

Mercaderes y charlatanes se hicieron con el control de Europa, llamando a su insidioso evangelio “La Ilustración”. El día de la plaga estaba próximo; pero de las cenizas de la humanidad no surgió ningún fénix.  El campesino humilde y piadoso,  Pedro Labrador, se fue a la ciudad a vender a sus hijos a los señores del Nuevo Sistema para empresas que podemos calificar, en el mejor de los casos,  de dudosas. (…) 

El giroscopio se había ampliado. La Gran Cadena del Sur se había roto como si fuera una serie de clips unidos por algún pobre imbécil: el nuevo destino de Pedro Labrador sería muerte, destrucción, anarquía, progreso, ambición y auto superación. Iba a ser un destino malévolo: ahora se enfrentaba a la perversión de tener que IR A TRABAJAR.

La conjura de los necios
John Kennedy Toole
pág 39-40

23 d’ag. 2013

french quarter

Louis Armstrong, New Orleans, 1901; New York, 1971

“La mente pervertida (y sospecho que excesivamente peligrosa) de Clyde ha ideado un medio más de empequeñecer este yo mío prácticamente invencible. Pensé al principio que podría haber hallado un padre subrogado en el zar de la salchicha, el magnate de la carne. Pero el resentimiento y la envidia que le inspiro aumentan día a día; no hay duda de que al final le asfixiaran y destruirán su mente. La grandeza de mi psique, la complejidad de mi visión del mundo, la decencia y el buen gusto que revela mi porte, la gracia con que me muevo y actúo en el cenagal del mundo de hoy... todo esto confunde y asombra al mismo tiempo a Clyde. Ahora, me ha relegado a trabajar en el Barrio Francés, zona que alberga todos los vicios que el hombre haya concebido en sus aberraciones más demenciales, incluyendo, supongo yo, algunas variantes modernas que habrán hecho posibles las maravillas de la ciencia. El Barrio Francés no debe diferenciarse gran cosa, supongo, de Soho y de ciertos lugares de África del Norte.  Sin embargo, los habitantes del Barrio Francés, bendecidos por la tenacidad y el sentido práctico norteamericanos, probablemente se entreguen en este momento afanosamente a igualar y sobrepasar en variedad e imaginación las diversiones de que gozan los residentes de esos otros emporios mundiales de la degradación humana.
Es evidente que una zona como el Barrio Francés no es el medio adecuado para un joven de buenas costumbres, casto, prudente e impresionable como vuestro chico trabajador. ¿Habrían sido capaces de superar tales obstáculos Edison, Ford y Rockefeller?
La mente diabólica de Clyde no se ha detenido en una humillación tan simple, sin embargo. Como supuestamente he de manejar lo que Clyde llama “El mercado turístico”, se me ha ataviado con una especie de disfraz.”

La conjura de los necios
John Kennedy Toole
pág 216-217


21 d’ag. 2013

literatura del sur, 4

Elmore Leonard
Nueva Orleans, 11/10/1925
Detroit, 20/08/2013
“El sábado por la mañana, tumbada al sol con su chándal y su sujetador, Melanie estaba pensando que se había pasado los últimos diecisiete años tomando el sol, ganándose la vida como chica morena californiana. Estaba pensando que la mayoría de los tipos con los que se movía no veían mucho el sol. Frank, aquel de Detroit con el que estaba en las Bahamas cuando conoció a Ordell, hacía casi catorce años, sí que tomaba el sol. Era un gilipollas, pero le encantaba el sol. A los productores de cine no les gustaba. Ni a los empresarios japoneses, ni a los tipos de Oriente Medio que iban a las islas griegas. Mientras tomaba el sol solía leer cosas sobre estrellas de cine y gente guapa, sobre todas aquellas chicas de las que nunca había oído hablar y que de repente se hacían famosas. Pero nunca había leído qué les ocurría a las chicas que se ganaban la vida tomando el sol cuando el sol acababa de arruinarles la jodida piel y se encontraban viviendo con un negro que no le veía ningún sentido a eso de tomar el sol. En ese punto se encontraba Melanie en la terraza a sus treinta y cuatro años, en una tumbona manchada de loción bronceadora. No los oyó entrar.
No se enteró de que estaban en el salón hasta que Ordell le dijo: 
–Chica, mira quién ha venido. 
Volvió la cabeza y vio a Ordell y a un tipo que llevaba una chaqueta informal de color azul y una camisa amarilla, y acarreaba una gran bolsa de Burdine’s. Un tipo con pinta de bruto, con su chaqueta nueva recién sacada de la percha. No lo reconoció hasta que Ordell dijo:
–Es Louis, nena. –Eso provocó que se levantara y entrara corriendo en la sala, aguantándose las cintas del sujetador con los dedos para que no se le descubrieran los pezones. Ordell siguió hablando–: ¿A que todavía es guapa?
–Hostia, es verdad –exclamó Melanie–. Estás ahí de verdad. Louis, la última vez que te vi...
–Ya lo sabe –cortó Ordell–. Louis no quiere hablar de esa época.
–Imagino por qué –respondió Melanie.
Soltó el sujetador, dejando que cayera si le daba la gana, se acercó a Louis, le dio un beso en la boca y luego no se apartó de él.
–En aquella época pensaba que vosotros erais los dos tíos más bordes que he conocido jamás.
–Te acabo de decir que no quiere hablar de eso.
Ella seguía mirando a Louis.
–Pero os lo pasabais bien, ¿verdad? Con aquella caja de máscaras. Si hubierais creído que alguien iba a pagar el rescate, me habríais secuestrado.
Por fin, Louis sonrió.
–Sí, se nos ocurrió.
–Me dijo que estabas aquí y me moría de ganas de verte.
–Lo que Louis quiere ver es mi película de las armas. 
Melanie les preparó un vodka con tónica y se sentó para observar a Louis mientras Ordell pasaba la cinta por la tele –un vídeo que había comprado en una exhibición de armas– imponiendo su voz sobre las de la película.


 “Rum Punch”, 1992 
Elmore Leonard
fragmento

20 d’ag. 2013

Burma Jones

condiciones de los refugiados en el Superdome
Copyright: ASSOCIATED PRESS 
“En la comisaría, el viejo se sentó en un banco con los demás, ladrones de tiendas la mayoría, que constituían la última redada de la tarde. Se había colocado pulcramente sobre un muslo la tarjeta de la Seguridad Social, la de la St. Odo Of Cluny Holy Name Society, una insignia del Club Edad Dorada y una hoja de papel que le identificaba como miembro de la Legión Americana. Un joven negro, con los ojos ocultos tras unas gafas de sol “Era Espacial”, estudiaba el pequeño dossier emplazado en aquel muslo contiguo al suyo.
—jCaramba! —dijo, sonriendo—. Usté pertenece a casi to.
El viejo reordeno meticulosamente sus tarjetas sin decir nada.
— ¿Y cómo es que han traío aquí a una persona como usté? — las gafas de sol echaron humo sobre las tarjetas del viejo—. Estos polis deben está desesperaos.
—Estoy aquí porque se han violado mis derechos constitucionales —dijo el viejo, con súbita cólera.
—No van a creérselo, ¿sabe?  Será mejó que invente usté otra cosa —una mano oscura avanzó hacia una de las tarjetas—. Eh, oiga, ¿qué significa esto de “Edad Dorada”?
El viejo cogió la tarjeta y volvió a colocarla con las otras. —Esas tarjetitas no le servirán de ná. Le meterán en la cárcel de tos modos. Ellos meten en la cárcel a tó el mundo.
— ¿Cree usted? —pregunto el viejo a la nube de humo. —Claro —una nueva nube se alzó flotando—.  ¿Cómo es que está usté aquí, hombre?
—No sé.
— ¿Qué no sabe? ¡Vaya! Qué locura. Por algo será. A la gente de coló la cogen muchas veces por na, pero usté tié que está aquí por algo, señó.
—La verdad es que no lo sé —dijo lúgubremente el viejo—. Yo estaba con un grupo de gente delante de D. H. Holmes.
—Y le robo la cartera a alguien.
—No, le llamé una cosa a un policía.
— ¿Pero qué le llamó?
—Comunista.
— ¡Comunista!  Buuuu. Si yo le llamase a un policía comunista, este  culo estaría ya entre  rejas,  seguro.  Pero  me  gustaría llamale comunista a un tipo de ésos. En fin, yo estaba esta tarde en Wools-worth y un tipo va y roba una bolsa de anacardos y el dependiente se pone a chillá como si le hubieran  pinchao.  ¡Paf!  Inmediatamente me agarra un tipo y luego un policía cabrón me saca de allí a rastras. Hay que darle a la gente una oportunidá. ¡Sí señó! —chupó el cigarrillo—. Nadie me encontró encima los anacardos; pero, de todos modos, el poli me saco de allí a rastras. Creo que aquel tipo era comunista, un comunista hijoputa y cabrón. “
La conjura de los necios
John Kennedy Toole
pág 26-27



Acabo de salir de Nueva Orleans hace un par de horas. Viajé del apartamento en el que me encontraba en un bote y me llevaron en un helicóptero a un campo de refugiados. Si alguien desea conocer cómo tratan los funcionarios federales y estatales a las víctimas del huracán Katrina, le aconsejo que visite uno de los campos de refugiados.

En el campo de refugiados que acabo de abandonar, en la autopista I-10 cerca de Causeway, miles de personas (por lo menos un 90% negras y pobres) están paradas y en cuclillas en el barro y la basura detrás de barricadas de metal, bajo un sol implacable, con soldados fuertemente armados que montan guardia. (…)

Viajé por el campo y hablé con trabajadores de la Cruz Roja, del Ejército de Salvación, de la Guardia Nacional y de la policía estatal, (…) todos se quejaron del caos y la desorganización. Un cámara de televisión me dijo “he estado en este campo durante dos días, y la única información que te puedo dar es la siguiente: marchate antes de que llegue la noche. No te conviene estar aquí de noche”.

Tampoco existe ningún intento de parte de los que dirigen el campo  por establecer algún tipo de organización o procedimiento para, por ejemplo, formar  una fila para subir a los autobuses, recoger y registrar información para contactos, encontrar a familiares, servicios de necesidades especiales para niños o enfermos, tratamientos preventivos ante posibles epidemias, etcétera. Ni siquiera hay un lugar para almacenar la basura.

Para comprender las dimensiones de esta tragedia, es importante considerar la propia Nueva Orleans. Para los que no han vivido en Nueva Orleans, se han perdido una ciudad increíble, gloriosa, vital. Un sitio con una cultura y una energía como no se encuentra en ningún otro sitio del mundo. Una ciudad en un 70% africano-estadounidense donde la resistencia a la supremacía blanca ha apoyado una cultura generosa, subversiva y única de vívida belleza. Desde el jazz, el blues y el hiphop, Mardi Gras, desfiles, funerales de jazz,  Nueva Orleans es un lugar con arte,  música,  danza,  sexualidad y liberación sin comparación en todo el mundo.(…)
Pero también es una ciudad de explotación,  segregación y miedo. (…) Hay una atmósfera de intensa hostilidad y desconfianza entre gran parte de la Nueva Orleans negra y el Departamento de Policía.  En los últimos meses, han acusado de todo a policías, desde tráfico de drogas a corrupción y robos. En incidentes separados, dos policías de Nueva Orleans fueron recientemente acusados de violación (¡uniformados!) y ha habido diversos asesinatos policiales de jóvenes desarmados, incluyendo el asesinato de Jenard Thomas, que inspiró continuas protestas semanales durante varios meses.

La ciudad tiene una tasa de analfabetismo de un 40%, y más de un 50% de los niños negros de noveno año no se graduarán.  Louisiana gasta un promedio de 4.724 dólares por la educación de un niño y está en el 48º lugar del país en cuanto al salario que perciben sus maestros. Cada día abandonan las aulas definitivamente el equivalente a dos clases y unos 50.000 estudiantes están ausentes de la escuela cualquier día del curso lectivo. Demasiados jóvenes negros de Nueva Orleans terminan esclavizados en la Prisión Angola, una antigua plantación de esclavos donde los reclusos siguen haciendo trabajo agrícola manual, y más de un 90% de los reclusos terminan por morir en la prisión. Es una ciudad donde la industria se fue hace años y la mayor parte de los puestos de trabajo son empleos temporales y mal pagados en el sector de servicios.

La raza ha sido siempre una corriente subterránea en la política de Louisiana. Este desastre natural se cimenta en el racismo, la negligencia y la incompetencia de décadas. El huracán Katrina fue la chispa inevitable que inflamó la gasolina de la crueldad y la corrupción. De los vecindarios abandonados a su suerte, el trato dado a los refugiados, la presentación de las víctimas por los medios de comunicación. Este desastre está configurado por la raza.

La política de Louisiana es famosa por la corrupción, pero con la tragedia de esta semana nuestros dirigentes políticos han definido un nuevo grado de incompetencia. Al acercarse el huracán Katrina, nuestro gobierno nos llamó a “Orar porque el huracán descienda” a un nivel dos.  Atrapados en un edificio dos días después del huracán, sintonizamos nuestra radio a pilas en la radio local y las estaciones de televisión, esperando noticias vitales, y nos dijeron que nuestro gobernador había llamado a un día de oración. A medida que comenzaban a dominar los rumores y el pánico, no hubo una fuente de información concreta y fiable. El martes por la noche, políticos y periodistas dijeron que el nivel del agua subiría otros 4 metros –– pero en lugar de hacerlo se estabilizó. Los rumores se diseminaron como un incendio y los políticos y los medios sólo empeoraron las cosas.
Mientras los ricos escapaban de Nueva Orleans, los que no tenían adónde ir y ningún modo de llegar allí, se quedaron atrás. Para echarle sal a la herida, los medios locales y nacionales pasaron la semana pasada demonizando a los que se quedaron atrás. Por ser una persona que ama a Nueva Orleans, y a su gente, ésta es la parte de la tragedia que más me duele, y me duele profundamente. Ninguna persona racional sana debería calificar a alguien que toma alimentos de negocios cerrados indefinidamente en una ciudad desesperada y hambrienta, como “saqueador”, pero es precisamente lo que los medios hicieron una y otra vez. Sheriffs y políticos hablaron de hacer que los soldados protegieran los negocios en lugar de realizar operativos de rescate. (…)

En los próximos meses, miles de millones de dólares probablemente inundarán Nueva Orleans. Ese dinero puede ser utilizado para marcar el comienzo de un “Nuevo Trato” para la ciudad, con inversión pública, creación de puestos de trabajo estables, sindicalizados, nuevas escuelas, programas culturales y restauración de viviendas, o la ciudad puede ser “reconstruida y revitalizada” como un esqueleto de lo que solía ser, con hoteles más nuevos, más casinos, y con tiendas de cadenas nacionales y parques temáticos que reemplacen los antiguos vecindarios, centros culturales y clubes de jazz en los barrios. Mucho antes de Katrina, Nueva Orleans fue atacada por un huracán de pobreza, racismo, desinversión, desindustrialización y corrupción. Simplemente, costará miles de millones reparar el daño causado por ese huracán anterior a Katrina. Ahora, cuando el dinero comience a fluir, y los ojos del mundo estén enfocados en Katrina, su pueblo vital y de mente progresista tiene que aprovechar esta oportunidad para luchar por una reconstrucción con justicia. Nueva Orleans es un sitio especial, y tenemos que luchar por su renacimiento.”

“Acabo de salir de Nueva Orleans hace un par de horas”
fragmento de un reportaje de Jordan Flaherty,
02/09/2005

19 d’ag. 2013

literatura del sur, 3



“—Abre la puerta, Ignatius.
— ¡Ay, la válvula, que se me cierra! —croó sonoramente Ignatius? — ¿Ya estás satisfecha, ahora que me has destrozado el resto del día?
La señora Reilly se lanzó contra la madera sin pintar.
—Bueno,  no rompas la puerta —dijo él por fin y, unos instantes después, se abrió el pestillo.
—í Qué es toda esta basura que hay por el suelo, Ignatius?
—Eso que ves es mi visión del mundo.  Aún tengo que estructurarlo en un conjunto, así que mira bien dónde pisas.
—Todas las persianas cerradas.  ¡Ignatius! Aún hay luz fuera.
—Mi yo no carece de elementos proustianos —dijo Ignatius desde la cama, a la que había vuelto rápidamente—. Oh, mi estómago.
—Aquí huele a demonios.
—Bueno,  ¿qué esperas? El cuerpo humano, cuando está confinado, emite ciertos aromas que tendemos a olvidar en esta época de desodorantes y otras perversiones. A mí, en realidad, el ambiente de esta habitación me resulta bastante confortante. Schiller, para escribir, necesitaba en su mesa el aroma de manzanas podridas. Yo también tengo mis necesidades. Has de recordar que Mark Twain prefería la posición supina en la cama cuando componía esos abortos aburridos y trasnochados que los eruditos contemporáneos intentan demostrar que son importantes. La veneración que se rinde a Mark Twain es una de las raíces de nuestro estancamiento intelectual.
—Si hubiera sabido que esto estaba así, hace mucho tiempo que habría entrado.
—No sé por qué estás aquí ahora, en realidad, ni por qué sientes esta súbita necesidad de invadir mi santuario. Dudo que vuelva a ser el mismo después del trauma de esta intrusión de un espíritu extraño.”
La conjura de los necios
John Kennedy Toole
pág 55-56

“Cada humano de la Tierra posee algo de inteligencia en mayor o menor grado, pero, tenga el cerebro que tenga, está orgulloso de tenerlo. Y todo humano saca pecho cuando se le nombra a los majestuosos jefes intelectuales de su raza, cuyas espléndidas hazañas adora oír contar. Como tienen la misma sangre, al honrarse a sí mismos le han honrado a él. "¡Mirad de lo que es capaz la mente del humano!", exclama. Entonces recita la lista de los humanos ilustres de todos los tiempos, repasando las literaturas imperecederas que han dado al mundo, los ingenios mecánicos que han inventado, las glorias con las que han ornado la ciencia y el arte. Ante ellos se descubre como ante los mismísimos monarcas, rindiéndoles el más profundo homenaje, el más sincero que puede dar su jubiloso corazón, exaltando así el intelecto sobre todas las cosas del mundo, entronizándolo bajo la bóveda de los cielos en una supremacía inalcanzable. ¡Y entonces se inventa un cielo que no tiene ni un ápice de intelectualidad por ninguna parte!

¿No os parece extraño, curioso, desconcertante? Pues es tal y como os digo, por increíble que parezca. Este humano, un sincero adorador del intelecto pródigo en premiar sus poderosos servicios aquí en la Tierra, ha inventado una Religión y un Cielo que no rinden el menor homenaje al intelecto, desprovisto de toda distinción o grandeza. De hecho, ni siquiera lo mencionan.

A estas alturas habréis notado que el Cielo está pensado y construido con un plan muy concreto, de tal modo que contiene en escrupuloso detalle todas y cada una de las cosas imaginables que le resultan repugnantes al ser humano ¡y ni una sola de las que le gustan!

Pues bien, cuanto más avancemos más aparente será este hecho tan curioso.

Tomad buena nota: en el Cielo humano no se ejercita la inteligencia, ni hay nada en lo que poder emplearla. Allí un intelecto corriente se pudriría en un año. Acabaría podrido y apestoso. Podrido y apestoso, es decir, bendito. Al fin sería un cerebro sagrado, pues sólo lo sagrado puede resistir las alegrías de semejante enajenación."

"Las cartas de Satán desde la Tierra", 
Los escritos irreverentes, 
fragmento.
Mark Twain.

Florida, Misuri, 1835; Redding, Connecticut, 1910

18 d’ag. 2013

buscando editor

Carta de John Kennedy Toole a Robert Gottlieb, editor de la casa neoyorquina Simon & Schuster.


"5 de marzo de 1965

Querido Sr. Gottlieb:

(…)

Cada vez que hablo sobre “La conjura de los necios” me pongo ansioso y vacilante. Y es así porque albergo un sentimiento bastante paternal hacia el libro; en realidad es un sentimiento andrógino porque siento, además, como si lo hubiera dado a luz. Sé que tiene sus defectos y sé que cualquier extraño podría hacérmelos saber. (…)

Este libro comenzó a escribirse en 1961. En aquella época, durante el día, trabajaba tiempo completo en Hunter y hacía un doctorado en Columbia; durante la noche, además, trabajaba como profesor sustituto en el colegio nocturno de Hunter para pagar la matrícula y sobrevivir. Vivía en el ciclo frustrante de quien quiere escribir pero ha elegido la docencia como forma de sustento y debe conseguir un PhD (doctorado) para hacer algo decente en el ámbito académico. La mente, así, se dispersa en tres direcciones distintas, y la escritura es por supuesto la que más sufre. Cuando obtuve mi máster en Columbia, en 1959, yo vivía en el seno de una beca Woodrow Wilson y obtuve financiamiento extra de la Fundación Ford por una serie de pseudopoemas y relatos breves que nunca fueron enviados a nadie, como la mayoría de mis primeros trabajos. El año de 1959 a 1960 lo pasé enseñando en la Universidad Estatal de Luisiana y sufrí de una apatía neurótica inducida por el crudo horror de la Luisiana rural.

En el verano de 1961, tuve tiempo suficiente para trabajar en una versión temprana del libro, en la que Ignatius se llamaba Humphrey Wildblood. La Armada me alejó tanto de la escritura como del juego Hunter-Columbia; tuve que formar filas en agosto e irme a Puerto Rico, donde me convertí en supervisor  de un programa surrealista de enseñanza de inglés para los reclutas puertorriqueños. Mis deberes consistían principalmente en usar un silbato para indicar el cambio de clases y emanar una gran comprensión hispanoamericana para adivinar tanto los temperamentos hostiles y provocadores de los estudiantes, como los ánimos de los impopulares y defraudados instructores norteamericanos. Era un trabajo ideal: tenía derecho a un cuarto privado muy confortable que incluía un escritorio, la oportunidad para escribir. Y usé el silbato tan bien y emané tal comprensión –todo para tener ese cuarto– que terminé ganando varios honores militares (incluso unas vacaciones en las Antillas Holandesas). Nunca antes un cuarto provocó tanta ambición. Allí el libro comenzó de nuevo y, por primera vez en mi vida, tuve la oportunidad de escribir sin tener que preocuparme por la supervivencia o por problemas que tuvieran algún tipo de contacto con la realidad. Desde mi punto de vista, la Armada me dio cuatro cosas impagables: tiempo, alejamiento, seguridad y privacidad. Valoré sutilmente lo irónico y absurdo de la vida en Puerto Rico; todo el tiempo que pasé allí fue muy valioso.

Cuando llegó la hora de dejar la Armada, en agosto de 1963, debía tomar una decisión. Había completado más de la mitad del libro y, contrario a lo ocurrido con mis trabajos anteriores, podía releer lo que había escrito sin sentirme dolorosamente avergonzado. Y aún más: estaba totalmente involucrado y absorto en él; me había cautivado. Ante mí yacía entonces la obligación de escribir el trabajo para graduarme, así como la circunstancia de tener que viajar frecuentemente entre Morningside Heights y Bedford Park Boulevard para dar clase en el campus de Hunter en el Bronx, lo que significaba al menos dos horas diarias de transporte. Además Hunter me exigía hacer el PhD en tres años, lo que significaba que tenía dos años para arreglármelas con las clases, la escritura de la disertación y la presentación de los exámenes respectivos. No tendría tiempo suficiente para dedicarme a la escritura. Así que conseguí un trabajo en un pequeño y tranquilo colegio cuidadosamente seleccionado donde, como yo esperaba, había poca demanda de tiempo y casi ninguna de cerebro.

De este modo el libro siguió su curso hasta el asesinato del presidente Kennedy. Entonces no pude escribir más. Nada me parecía gracioso y caí en una profunda depresión. En febrero de 1964, por fin, sin cambios ni revisiones transcribí lo que tenía, lo concluí brevemente y comencé a enviarlo a diferentes casas editoriales con la esperanza de que le interesara a alguien. La primera versión del libro nunca se transformó en nada más.

Esto me lleva a su primera lectura del manuscrito. Aunque quizás a esta altura usted haya dejado de leer esta carta, quisiera hablar del libro en sí mismo. Estos comentarios nada tienen que ver con la “calidad” de mi trabajo, que no es una autobiografía pero tampoco completamente una invención. Si bien la trama es una manipulación y yuxtaposición de personajes, la gente y los lugares fueron trazados a partir de la observación y la experiencia, salvo una o dos excepciones. Yo no estoy en las páginas de la historia; nunca he pretendido estar. Pero escribo sobre cosas que sé y, al contarlas, es difícil no sentirlas.
En la revisión, los hilos de la trama fueron unidos de mejor manera, aunque a veces esto resultó ser solo ruido. Myrna se convirtió en una caricatura en medio de personajes muy reales, y eso a pesar de estar concebida para ser muy, muy agradable (por eso, si para un lector objetivo ella resulta ser “una patada en el culo”, entonces he fallado en mi propósito). Cuando le envié la revisión estaba seguro de que la pareja Levy era la peor falla del libro. Tratando de involucrarlos como parte de la trama se salieron de mis manos, yendo de mal en peor; se convirtieron en cartón y me era difícil releer sus diálogos (creo que comenzaron a transformarse en una vaga remembranza del viejo show Easy Aces, en el cual Goodman Ace –si no me equivoco– discutía con su esposa mientras la suegra aparecía esporádicamente en escena). No sé si pueda describir cómo esa pareja insistió en escaparse de mi control mientras intentaba manipularla a lo largo del libro.
Irene, Reilly, Mancuso: todos ellos dicen algo auténtico de Nueva Orleans. Son reales como individuos y como representantes de un grupo. Una noche, recientemente, vi de nuevo a Santa tropezando mientras Irene se sumergía a carcajadas en su copa. ¡Y cuántas veces he visto a Santa besando el retrato de su madre! Burma Jones no es una fantasía, ni lo es la señorita Trixie y su empleo, o el club Noche de Alegría, y así. No hay necesidad de abrumarlo con una lista detallada.

En resumen: pocas cosas de la historia son inventadas, aunque el argumento sí lo es. Es cierto que, bajo la irrealidad de mi experiencia en Puerto Rico, este libro se convirtió en algo más real que cuanto acontecía allí: comencé a hablar y a comportarme como Ignatius. No hay duda de que ésta es la razón por la cual hay tanto de él y su verbosidad puede extenuar. En realidad no es su verbosidad sino la mía. Y el libro, que comenzó en una tarde de domingo, se convirtió de esta forma en un modo de vida. Con Ignatius como representante, mis experiencias de Nueva Orleans comenzaron a encajar unas con otras y entonces me encontré de repente observando y no inventando. La vieja versión de Humphrey Wildblood era dolorosa, extensa, afectada y poco sentida; la nueva cobró vida, al menos para mí.”

fuente: