30 de gen. 2016

taller d'enquadernació



Setè i últim dia del curs: capsa de mocadors.












Gràcies, Sergi, per la teva enorme paciència, dedicació i mestratge.

Ens ho hem passat pipa...











28 de gen. 2016

barcelona literaria, 6



“De paso, (…) examinaría el final de las obras de la plaza del Padró, la milagrosa restitución de la plaza a la geometría de su infancia. Mutilada para dejar paso a la barbarie automovilística, de pronto los ángeles justicieros de la democracia se habían apiadado de la honda melancolía de Carvalho y habían ganado espacio a los viales, habían vuelto a adosar la plaza a la base de la capilla románica y de los viejos caserones que unen las calles del Hospital y del Carmen, habían creado promesa del arbolado naciente de alcorques, redondos como las galletas de los mantecados lúdicos de los años cuarenta.
(…)
 ... cruzó Carvalho la calle del Hospital, recorrió la acera de la derecha, se detuvo como siempre ante la ortopedia y el cuchillero, mágicos establecimientos, y salió al esplendor recuperado de la plaza del Padró, ágora del barrio, con la Semana Trágica por delante en la quema del convento de las Jerónimas, sustituido por la modernista iglesia del Carmen actual y una capilla románica disfrazada de estanco y sastrería durante siglos, adosados sus lomos al antiguo hospital de San Lázaro, luego lavadero público para compensar la mucha lepra que se había podrido entre sus muros. La plaza del Padró olía a infancia y a otoño, intrépidos sus alcorques recién abiertos, vieja la fuente trasladada a la proa, con sus carotas de piedra carcomida por la humedad y las miradas impresionadas de los niños, sobrecogidos ante el misterio de las cabezas de piedra de las que manaba el agua y, arriba, una santa Eulalia franquista, reentronizada bajo el franquismo como acto de desagravio al descendimiento perpetrado por los anarquistas durante la guerra civil. Carvalho tenía el pecho lleno de gratitud y se sintió solidario con los pobladores de la plaza. Un metro que se recuperara de una acera, de una plaza, era inmediatamente ocupado por niños, viejos y perros, los tres mejores tipos de animales domésticos que existen....
(…)


Dobló por la calle del Hospital, por la acera de las putas derruidas y los payeses colorados que disimulaban su busca fingiéndose interesados por los escaparates. Pasó ante las estribaciones de la Boquería y llegó al portalón que da entrada a los jardines del antiguo hospital de la Santa Cruz, romanticismo de luces y sombras prefabricado por el gótico y el neogótico, viejos en los bancos y madres jóvenes con niños todavía vegetales de cintura para abajo, estudiantes de paso entre dos calles o entre dos escuelas o entre la biblioteca de Catalunya y la escuela de Artes y Oficios Massana. Luz de claustro, rumor de claustro, un paraíso prefabricado bajo la bóveda de un cielo excelente de otoño.
(…)

Salió a las Ramblas y se dejó llevar por la tendencia de los peatones, hacia el sur, en busca del puerto. Sus pasos se desviaron hacia la derecha y al llegar a las Reales Atarazanas se quedó contemplando la perspectiva de la calle Peracamps, una apertura en el tejido gris del Barrio Chino. (...) Siguió calle arriba, atravesó Conde del Asalto y se introdujo en las entrañas grises de la Barcelona de la busca barata. Fue a parar a la calle Robadors y las miradas de los hombres merodeantes la expulsaron calle arriba, hacia la del Hospital y el escenario del primer encuentro con Carvalho en los jardines. Tenía el coche aparcado en el parking de la Gardunya, una isla cementerio de coches a la espera de la nueva animación del mercado de la Boquería al caer de la tarde. Ambiente de pestilencia de las basuras acumuladas en los contenedores y el poso de los desperdicios enganchados al asfalto y a las aceras como una historicidad podrida. Cuatro hombres viejos, rotos, sucios habían encendido una hoguera y hacían recuento de lo que habían obtenido en su meticulosa búsqueda por los grandes cubos de basura de los vendedores del mercado. Una barra de pan, hojas sucias y ajadas de lechuga, un tomate blando, algunas manzanas, un cuello de gallina, un frasco de perfume casi vacío que uno de los hombres olisqueaba y ofrecía a sus compañeros para que participaran en la breve, gratuita maravilla guardada en el último fondo de la botella.”

Manuel Vázquez Montalbán
Los pájaros de Bangkok

27 de gen. 2016

Crónica sentimental en rojo, la peli


La película “Crónica sentimental en rojo” (1986), basada en la novela homónima de Francisco González Ledesma, fue la última realización del director barcelonés  Francisco Rovira Beleta. Los papeles protagonistas fueron interpretados por  Assumpta Serna,  José Luis López Vázquez y Lorenzo Santamaría.



26 de gen. 2016

el inspector Méndez, 2



“— ¿En qué cree usted realmente, Méndez? ¿En qué?
—No lo sé —dijo el viejo policía—, pero no es extraño que no lo sepa. Si usted pregunta ahora a la gente de la calle en qué cree, la gente se quedará aterrada y luego le contestará cuatro vaguedades de las que a lo mejor se deduce que no cree en nada, excepto en la comida extra que se va a atizar el domingo. Yo creo en cuatro cosas malolientes y angélicas: una ciudad, unas calles, una cierta cultura urbana, una cierta lógica de la noche. Por supuesto, ya sé que usted no acaba de entenderme, Clos. Hay momentos en que yo mismo no me entiendo tampoco.”

Crónica sentimental en rojo
Francisco González Ledesma
Planeta, 2007
pág. 253


24 de gen. 2016

el inspector Méndez



“(…) los auténticos movimientos tenía que iniciarlos aún, y Méndez los inició por los lugares que a él le gustaban, —o sea por los más aristocráticos de la ciudad. Se dirigió a la Plaza Real.
No lo hizo de cualquier manera, por supuesto. Se dirigió a las Ramblas a través de uno de sus más gloriosos recorridos urbanos, iniciando la andadura en el Arnau, bajando por Tapias, doblando por San Olegario y enfilando la distinguida recta de Marqués de Barbará y Unión, que curiosamente es una calle culta porque en ella están casi todas las distribuidoras de libros y revistas de la ciudad. El recorrido triunfal de Méndez estuvo salpicado, como ocurría siempre, de encuentros amistosos y manifestaciones de adhesión para toda la vida. La cosa empezó a ponerse bien en la calle de las Tapias, cuando la Caricavirgen, que llevaba más de cuarenta años en el oficio, le gritó desde un portal:
             — ¡Vengo de hacer un cuadro con tu madre! ¡Si te espabilas, aún la encontrarás lavándose!
En uno de los bares que abren las esquinas de San Olegario entró Méndez a tomarse un anís de garrafa, y el local quedó vacío en menos de dos minutos.
A la salida encontró al Rafaelito, licenciado en drogas, y Méndez le soltó la frase de ritual:
—En cuanto te agarre te voy a afeitar el capullo.
 No lo agarró, porque el Rafaelito se salvó por piernas. Además quién sabe si ya le habían afeitado el capullo poco antes.
De todos modos la expedición, en plan descubierta, de Méndez estaba resultando un éxito, o al menos un fenómeno de movilización de masas. En Marqués de Barbará le acompañó la suerte, porque el macarra que le estaba atizando a la meuca por razones de recaudación no se enteró de que Méndez estaba aquella mañana por allí hasta que tuvo al bofias encima.
El bofias lo sujetó por el cuello de la camisa y pronunció la frase que resume todos los derechos constitucionales del detenido español:
—Tú, echa palante.
—Pero, señor Méndez, cojones, que no no estaba haciendo nada. A ver si se cree que yo estaba pegando a esta mujer, que además no tiene nada que ver conmigo ni es del oficio. Di, Chupi- Chupi, ¿yo te pegaba?
La Chupi-Chupi se limpió resignadamente el hilo de sangre que manaba de su boca y susurró:
—Qué va, hombre, qué va.
— ¿Lo ve, señor Méndez?
Méndez contraatacó.
— ¿Cuánto ganaste anoche, Chupi? —
Sólo dos mil, y eso que anoche era sábado.
— ¿Dónde trabajas ahora?
—En aquel portal.
— ¿A base de qué?
—A base de rapidillo, hostia. No querrá que me lleve la cama.
— ¿Y dónde te lavas?
— ¿Lavarme? —preguntó la Chupi, como si la hubiera acusado de estar metida en lo del 23-F.
El macarra vio que la cosa empezaba a complicarse y planteó de otra manera su defensa.
—Ya ve, señor Méndez, dos mil cochinas pesetas. Dígame si, después de lo de Rumasa,  hay motivo para chingar a un hombre Por eso. Un hombre que defiende su pedazo de pan.
—Lo de Rumasa es un asunto de alta banca, con ministros y todo eso. Dime: ¿tú ves algún ministro en la calle de Barbará?
—No, claro. Ellos hacen el negocio en otra parte.
—Mira, a mí no me jeringues. Yo cumplo con mi deber. A mí me pones al Ruiz Mateos en esta esquina, sacándole los cuartos a una puta, y me lo follo igualmente.
—Bueno, pues miremos las cosas de otra manera, señor Méndez, coño, a ver si somos personas. Yo estaba sacándole a mi protegida el impuesto por la productividad. Al fin y al cabo también lo hace el ministro de Hacienda.
Méndez hizo una mueca de asco.
—Se puede caer bajo, pero no tanto —masculló—. Hay chorizos y chorizos. ¡Mira que ponerte al nivel del ministro de Hacienda! ¡Hasta ahí podíamos llegar!
—Señor Méndez, ojo que aquí el que insulta al régimen es usted, no yo.
—Bueno, vamos a dejarlo por esta vez. Pero como te vuelva a ver levantar la mano te paso el capullo por la batidora.
— ¡Señor Méndez!...
—Claro que no mucho rato— dijo en plan fino el viejo policía—. Sólo hasta que te corras.
Había dado media vuelta para seguir su instructivo viaje hasta la Plaza Real cuando oyó que la mujer contraatacaba al macarra, porque ya se sabe que las mujeres, cuando están protegidas, se acuerdan en diez segundos de lo mal parido que es uno.
— ¡Cabrón, más que cabrón, dao pol saco, que desde el último cliente y desde que saliste anoche del talego he tenío la negra!
Méndez se volvió del todo, acometido por un súbito presentimiento.
— ¿Quién fue tu último cliente, Chupi? —preguntó con toda solicitud.
—Uno que perdió el carné de identidad. También tiene huevos y mala pata el tío. Se lo guardo por si viene otra ve por aquí, pero pienso cobrárselo, qué coño. Aquí viene el nombrecito. Se llamaba Amores.
Méndez arqueó una ceja.
—Y dime, cariño... ¿no se ha muerto nadie de repente en esa escalera?
— ¿Morirse?
—Sí, mujer. Alguien que se haya quedado de pronto en plan decúbito supino.
— ¿Y por qué había de pasar eso?
—Nada, mujer, nada... Uno, que se preocupa de la salud pública.
Y siguió a saltitos hasta otro bar, donde tenía pensado hacer un segundo alto para reunir fuerzas, puesto que ya había recorrido trescientos metros desde el alto número uno.  Allí Méndez se puso realmente fuera de sí, y ahora de verdad. En el bar, una pareja de hippies estaba vertiendo ron en el biberón del niño para que así se durmiera. Al bofias ya le habían hablado de eso, y la verdad es que llevaba algún tiempo tras la dificilísima pista.
—Cagon coño, Méndez —se defendió el hombre— Al fin y al cabo el chaval es mío.
—Cacho longaniza le ha metido todo el barrio a tu mujer, cabrón. Para que digas que el hijo es tuyo.
Y empezó la tanda de guantazos. Méndez, cuando estropeaban a un niño, se ponía en plan educativo de no veas. Apretó al hombre contra la barra, le dio un rodillazo en los testículos, le apretó el pulgar contra un párpado, en plan mala baba amarilla, y cuando el otro intentaba defenderse le estrelló una botella en la cabeza. El dueño del antro protestó.
— ¡La madre que lo parió!
¡Basta, Méndez!
—No se queje. Una botella contra una cabeza. ¿Y qué? Las dos estaban vacías.
Advirtió a los dos mansos que quedaban detenidos, telefoneó desde allí a la comisaría para que un par de marrones viniese a por ellos, y ya en plan de leerles los derechos del ciudadano les advirtió:
—Os van a dejar libres esta noche, y mientras tanto vemos qué se puede hacer con el crío. Pero cuando salgáis vais a tener el culo más ancho que la parada del autobús.
Méndez siguió su recorrido urbano repartiendo saludos aquí y allá y sin contestar a ninguna de las preguntas que le hacían sobre el nombre de su padre, hasta que en la esquina de Unión con Ramblas, en la puerta del bar, una voz meliflua le preguntó:
—¿Te hago un trabajito lengua, chato?
Méndez miró los zapatos de la mujer que le hablaba. Buena calidad. Él era muy conservador en esas cosas. Siguió con las piernas. No estaba nada mal. Se remontó hasta el peligro de las caderas: anchas y bien puestas, listas para el ataque, eso no se podía negar. Ascendió hasta los pechos. Gran mujer aquélla, con globitos de pimpollo, quién dice que no. Alcanzó al fin las alturas de la cara, y entonces la sonrisa se le iluminó:
— ¡Hombre, Albertico!—dijo— ¡Tú por aquí!
—Jolín, señor Méndez, no le había conocido.
—Será porque de tanto mover la lengua se te ha nublado la vista. Tú dirás.
—Perdone, pero si quiere le hago el trabajito igual, señor Méndez. Amistad aparte, ¿eh? Como si no le conociera de nada.
—Déjalo, hijo. Primero vete al callista y que te la suavice.
—Oiga, que la lengua la tengo bien, me cago en la leche. Una lengua de niña, oiga, de niña. Pregunte a quien quiera dentro del bar.
Méndez prefirió no comprobarlo. Siguió adelante, en busca de los rincones de su virtud perdida. La entrada en la Plaza Real fue gloriosa. En tres minutos el enorme recinto quedó casi vacío. De los del mercado filatélico sólo permaneció allí la mitad. De las típicas cervecerías escapó casi la cuarta parte de los clientes; hasta algunos camareros se dieron a la fuga. Méndez quizá no detendría a nadie, pero no cabía duda de que movilizaba a las masas. El viejo policía se dio cuenta, con un sentimiento confortable, de que la gente le seguía amando. Pero no hizo caso ni se sintió iluminado por la llama de la posteridad, como hubiera dicho el vendedor de terrenos Armando. Fue directamente al edificio donde había tenido su estudio Wenceslao Cortadas, aquel edificio que un día fue hermoso y donde ahora yacían todas las historias olvidadas de la plaza.”

Crónica sentimental en rojo
Francisco González Ledesma
Planeta, 2007

pág. 76-80

23 de gen. 2016

taller d'enquadernació


                                      Sisè dia del curs: enquadernació japonesa.









21 de gen. 2016

barcelona literaria, 5



“Méndez había cerrado un momento los ojos.

- Quizá es necesario que alguien ame las cosas que a pesar de todo permanecen –dijo-. Que alguien ame las calles de la ciudad y descubra su sentido, para que la ciudad no sea destruida.”

19 de gen. 2016

barcelona literaria, 4

“El Monte Carmelo es una colina desnuda y árida situada al noroeste de la ciudad. Manejados los invisibles hilos por expertas manos de niño, a menudo se ven cometas de brillantes colores en el azul del cielo, estremecidas por el viento, asomando por encima de la cumbre igual que escudos que anunciaran un sueño guerrero. La colina se levanta junto al Parque Güell, cuyas verdes frondosidades y fantasías arquitectónicas de cuento de hadas mira con escepticismo por encima del hombro, y forma cadena con el Turó de la Rubira, habitado en sus laderas, y con la Montaña Pelada. Hace ya más de medio siglo que dejó de ser un islote solitario en las afueras. Antes de la guerra, este barrio y el Guinardó se componían de torres y casitas de planta baja: eran todavía lugar de retiro para algunos aventajados comerciantes de la clase media barcelonesa, falsos pavos reales de cuyo paso aún hoy se ven huellas en algún viejo chalet o ruinoso jardín. Pero se fueron. Quién sabe si al ver llegar a los refugiados de los años cuarenta, jadeando como náufragos, quemada la piel no sólo por el sol despiadado de una guerra perdida, sino también por toda una vida de fracasos, tuvieron al fin conciencia del naufragio nacional, de la isla inundada para siempre, del paraíso perdido que este Monte Carmelo iba a ser en los años inmediatos. Porque muy pronto la marea de la ciudad alcanzó también su falda Sur, rodeó lentamente sus laderas y prosiguió su marcha extendiéndose por el Norte y el Oeste, hacia el Valle de Hebrón y los Penitentes.
En su falda escalonada como un anfiteatro crece la hierba de un verde amargo, salpicada aquí y allá por las alegres manchas amarillas de la ginesta. Una serpiente asfaltada, lívida a la cruda luz del amanecer, negra y caliente y olorosa al atardecer, roza la entrada lateral del Parque Güell viniendo desde la plaza Sanllehy y sube por la ladera oriental sobre una hondonada llena de viejos algarrobos y miserables huertas con barracas hasta alcanzar las primeras casas del barrio: allí su ancha cabeza abochornada silba y revienta y surgen calles sin asfaltar, torcidas, polvorientas, algunas todavía pretenden subir más en tanto que otras bajan, se disparan en todas direcciones, se precipitan hacia el llano por la falda Norte, en dirección a Horta y a Montbau. Además de los viejos chalets y de algún otro más reciente, construido en los años cuarenta, cuando los terrenos eran baratos, se ven casitas de ladrillo rojo levantadas por emigrantes, balcones de hierro despintado, herrumbrosas y minúsculas galerías interiores presididas por un ficticio ambiente floral, donde hay mujeres regando plantas que crecen en desfondados cajones de madera y muchachas que tienden la colada con una pinza y una canción entre los dientes. "

Últimas tardes con Teresa

Juan Marsé


17 de gen. 2016

barcelona literaria, 3

“Se levantaron y fueron Rambla abajo, el último tramo, la última soledad del poeta y del marica que aún no se ha estrenado, la última soledad del puerto; por favor, Méndez, vamos al viejo barrio, lléveme al Paralelo, a las sombras del Victoria y de las mujeres que ya no existen, al silencio de las tres chimeneas de la fábrica de electricidad que marcaron mis ojos de niño, las aceras del Talía y el Arnau, del Condal y del América, de todos los cines que un día existieron y en los que hubo sueños de barrio, chicas sencillas que te enviaban la primera mirada, tías de bandera que salían de la pantalla y se quedaban flotando en el aire. Acompáñeme a las calles de antes, Méndez, porque yo solo no me atrevería, porque no sabría encontrarme cara a cara con el que un día quise ser y ya no seré nunca. Y los dos haciendo bajo la noche el largo camino del recuerdo, Méndez arrastrando ya los pies, ondia, la de tías con cachas y con medias negras que había antes en el Cómico; la calle de Margarit envuelta ya a estas horas en el silencio fósil de los coches. Mire, Méndez, el almacén de Gabelli, que aún existe; aquí se alquilaban los carruajes de caballos para ir a la iglesia de blanco o para ir al cementerio de negro, me contaba mi padre. Qué bodas y qué entierros los de entonces, oiga,
Méndez, cuando había pompa de verdad y no ceremonias clandestinas como ahora; cuando todo el mundo se enteraba de que estrenabas virgo, cuando todo el mundo se enteraba de que estrenabas tumba. Mire, y aquí al lado aún se mantiene en pie la vieja fuente, la de los botijos anteriores a la invención del agua clorada, la de los chiquillos y los gatos, la fuente incluso de algún pájaro perdido. A ver, Méndez, deje que beba un momento, que me encuentre a mí mismo en el gesto ya olvidado, déjeme. Pero qué risa, Méndez, casi no sé ni apretar bien para que salga el agua, qué risa. Y Méndez que mira hacia otro sitio, Méndez que trata de no enterarse de nada, porque lo que hace el Richard no es beber, porque lo que hace es mojarse la cara para que no se note que está llorando, para que nadie sepa que el viejo tiempo se ha despedido de él para siempre, dejando sólo un rumor de agua.”

Crónica sentimental en rojo
Francisco González Ledesma
Planeta, 2007

pág. 11


15 de gen. 2016

barcelona negra



Presentació BCNegra 2016
“Enguany, retrem homenatge als periodistes d’investigació i agrairem el treball d’uns fotoperiodistes cada cop més necessaris, però gairebé anònims. Parlarem de la banca i dels serveis secrets als quals, segons els nostres novel·listes, uneix el cordó umbilical del joc brut. Donarem la benvinguda als qui publiquen la primera novel·la. I comprovarem que psicologia, antropologia i fins i tot enologia poden ser disciplines molt properes al crim.
Aquest any, BCNegra té convidats de França, on van inventar un noir que es manté molt viu gràcies a festivals com el Quais du Polar de Lió, convertit des d’aquest any en el nostre còmplice. I també alguns altres procedents d’Escòcia, entre altres països. Però també rebrem novel·listes valencians que, seguint el rastre deixat pel desaparegut Rafael Chirbes, denuncien una corrupció que, sovint, han vist de prop.
Sí, algunes novel·les negro-criminals ens fan somriure malgrat la seva temàtica, però hi ha una realitat que ens segueix indignant: la d’unes dones convertides en víctimes de la irracional i covarda violència de gènere.
Enguany tornarem a constatar que Barcelona és la capital europea del crim literari i comprovarem que la narrativa en català és cada dia més abundant i diversa. Per això comencem la setmana amb la proclamació del guanyador o guanyadora del VII Premi Crims de Tinta, un guardó recuperat gràcies a la col·laboració entre l’Editorial RBA i l’Ajuntament de Barcelona.
El saló més noble i antic de la ciutat serà l’escenari del lliurament a Donna Leon de l’XI Premi Pepe Carvalho. En un moment en el qual la convivència entre turistes i barcelonins és objecte de controvèrsia, la nostra autora convidada, arribada des de Venècia, podrà aportar valuosos arguments a la discussió. Potser ho farà mentre ens parla del seu comissari Brunetti, que sens dubte és, igual que Pepe Carvalho, un dels nostres.
Encetem una edició nova amb llibres, amb autors, amb clubs de lectura juvenils... Ho fem des d’aquest racó del Mediterrani declarat Ciutat Literària per la Unesco, però també pels autors, els editors i els lectors. Seguim, doncs, amb BCNegra, un festival creat per servir d’escenari a la trobada feliç entre els autors i els seus lectors”

Paco Camarasa, comissari de BCNegra


14 de gen. 2016

barcelona literaria, 2


III

A ONT ES VEU LO QUE COSTA DEPASSAR UN INFANT PER ENTRE EL TRANZIT COMERCIAL.—A ONT ESV EU EL BATEIG.—I  A ONT ES VEU QUE NO PASSA RES QUE VALGUILA PENA DE CONTAR-SE.

“L’endemà,  el  jorn  solemnial  del bateig, un sol brillant de primavera va eixir a il·luminar el barri.
Aixis que’l senyor Ramou va llevar-se,  i  va  obrir  ois  finestrons  d’aquell balcó,  va  despertar  la  seva  dòna,  perdir-li:
—Quin  dia,  Roseta!  Quin  dia  per anar  a  batejar!  Llàstima  qu’et  tinguis d’estar  al  llit  i  no  puguis  venir  am nosaltres.
—Serà un’altra vegada, va dir ella, i va tombar-se de l’altra banda.
Realment,  era  tan  hermós  el  dia, després de tantes hores de ploure, que’spodia pagar per veure-l.  Alli  devant,  an’el  quartel,  van  treure  les  mules  a airejar, i les van lligar a lo llarg de la paret,  formant  una  renglera  de  cuesqu’arrivava  de  cap  a  cap  del  edifici. Allò era una espeçor de cames que no paraven,  i  allò  era  una  volior  de mosques  que  no  deixaven  parar  les mules. Un artiller i una, de mula, havien fet  una  posta:  ell  d’anar  donant garrotades  fins  qu’ella  no  enjegués coces, i ella d’anar enjegant coces fins que no li donessin garrotades, i la posta va  durar  mitj’hora,  fins  qu’es  varen cansar, un i altra. Per les finestres del segon  pis,  es  veia  netejar  cananes, machetes, i eines de fer mal. Cantaven els  artillers  a  dintre  d’aquella  gavià espaiosa,  am  valencià,  am  gallego,  i sobre  tot  amb  andalús,  am  cada  ai!  i cada jemec d’alegria, que feien tremolar els  canons.  Per  la  porta  principal  els assistents de retén, van treure balancins i cadires; van eixir aquells oficials a fer guardia,  i  allí,  tot  fent  la  copeta, comentaven  el  diari:  Que  si  el  mes passat havien mort,  de mort natural, vint capitans més que l’altre; que si els en faltaven  morir  fins  a  tants,  per  pujar l’escalafon; i que si amb una mica de guerra  la  cosa  aniria  més  depreça. Alguns  d’ells  donaven  ordres,  quatre quintos sols i arrenglerats, anaven fent el pas y contant, pero no més arrivant fins a dos, com si s’haguessin tomat bojos tots quatre; fins que en un moment donat, no se sab quina mena de flaire devien sentir les mules, que ja no les varen poder aguantar:  a  salts,  a  empentes,  i  a remades, van corre a la menjadora.
Realment   la   Naturalesa,   aml’intervenció  de  l’home,  qu’és  la criatura  més  perfecta,  fins  a  n’aquell recó de plaça, treia lo mellor que tenia, per preparar un dia de bateig, i el senyor Ramon  ho  sentia,  i  despatxava  la trencilla com si vengués canes de joia.
A   totes   les   parroquianes qu’entraven, baldament no fessin gasto, tot destrenant satisfacció, els hi deia lo mateix: Qu’era pare d’una criatura que pesava més de set lliures.
La major part no hi deien res, per què no sabien si era poc o molt, pero totes n’estaven contentes.

Alguna  trovava  qu’era  massa,  i d’altres  les  més  xafarderes,  retreien criatures vivents, i filles de la mateixa escala,  qu’havien  nascut  pesant  vuit lliures, i vuit i mitja, i fins nou lliures i pico, pero el senyor Ramon no en feia esment. Sabia lo que són les balances.
—Avui ós el bateig —els deia. —Avui és la primera vegada que tindré de tancar la botiga.—Pero  no  serà  la  darrera,  —li deien. —Vostè ós jove, senyor Ramon,— i sortien mirant de reull aquell floret d’artillers que hi havia per les finestres.
—Quin  dia!  —va  dir  el  primer qu’arrivà pel bateig, col-locant-se a n’ellloc del dia avans.
—Quin bon dia! —varen anar dient els altres, asseient-se a n’els seus llocs corresponents.
—Bon dia, —va dir el senyor Josep Forment enclotant-se a n’el seu silló.
I la mare, desde el llit, també digué qu’era bon dia, sense sapiguer perquè, si per lo del bateig dél fill, o d’esma, al sentir-ho dir a n’els altres.
Siga  com  siga,  ja  hi  eren  tots.  El senyor  Esteve,  tot  de  negre,  ab  una corvata de satí que li donava tres voltes al  coll,  i  encara  quedava  corvata  pel nús; la seva dòna, de llanilla, també a tota negró; la senyora Pepa, amb aquella mentellina que li penjava fins a genolls;l es tres cosines, de dol crònic, es dir, d’hàbit, pero am les corretjes noves i els dolors de plata lluenta. El senyor Josep Forment, am la levita mellor a la part de fòra;  la  llevadora,  amb  uniforme  de bateig; el pare, serio; i la criatura, dintre d’una capa, que no més li deixava veure una cara com una maduixa, voltada de roba blanca.
El  faetó  ja  s’esperava.  A  les  tres havia arrivat, i per tots els balcons hi havia  gent,  admirada  de  veure  aquell cotxe  que  duia  un  cotxer  am  librea,  guants, botons d’or, un barret de mitja copa, i un clavell vermell a l’orella .
Es varen despedir de la mare, que plorava d’alegria, van eixir i van pujar al faetó, els vuit convidats a dintre, i el senyor Ramon al pescante.
Conforme  havien  convingut,  en comptes  d’anar  de  dret  a  San  Cugat, qu’era  a on  s’havia  de  batejar,  volien aprofitar  el  gasto,  i  anirien  a  dar  la volta. Primer passarien, segons tractes, de llarg a llarg del quartel: després pel passeig de San Joan; després pel carrer de  la  Princesa,  Plaça  de  San  Jaume, carrer del Bisbe, i en sent a la Plaça Nova, es ficarien pels carrerons, i cap a San Cugat, per alli a on poguessin.


Per devant del quartel van passar al trot;  els  dos  cavalls  eren  valents:  a dintre’l  cotxe  ningú  parlava,  pero  hi havia molta armonía, a fòra, el cotxer explicava al senyor Ramon les qualitats del bestià:  pero al ser al devant del Rec, van fer la primera parada. Tot el carrer de la Princesa, el dels Assaonadors, fins al Born, era una espeçor de carros, de crits, de trasbalç, i de bullici. D’un magatzem  ple  de  trenyines,  en  treien bales  de  cotó,  les  hi  donaven  una empenta,  les  apoiaven  a  n’el  carro,  i amb un salt les tiraven a sobre: al costat,a  un altra botiga, anaven tirant pells de bou a terra, qu’aixecaven una polsina, que  feia  flaire  de  benzina  i  de  bestia dissecada; més enllà, entraven drogues al fons d’una cova, i s’havia vessat una gran ampolla que feia un regueró de fum; més lluny es tiraven bacallans secs am les  ganyes  esteses  i  prempsades;  aquí rodolaven  botes,  alli  descarregaven jàssenes,  amb  un  trerratremol  de metralla,  i  per  tot-arreu  apuntaven, cridaven,  escrivien,  renegaven,  i  el soroll era tan fort, que dintre del faetó se sentia una remor com qui es posa un coma l’orella. Després  d’un  paro  de  mitja  hora, quan tothom va haver descarregat, van poguer  tirar  endevant,  fins  a  esser  al carrer  de  Moncada,  i  alli,  segona estació,  pero  aquet  cop  am  parada  i fonda.  Entre  un  tren  de  carros  que venien, i un’altra renglera que tornaven, varen deixar encastat el faetó a dintre un nús  de  comerç,  de  bateig  i  de mercaderies, que no hi havia modo de desfer-lo.
Els de un costat, deien als altres que tiressin  endevant;  els  de  devant, reculaven; els de la dreta, empenyien; el cavall  del  carro  de  darrera,  ficava  el cap a n’el faetó, i posava el nas a la falda d’una de les tres Maries; els del faetó tenien el morro encastat a una bala de cotó; el municipal s’en havia anat per no  tenir controversia:  els  de  peu donaven ordres, els de dalt dels carros insultaven,  tots  cridaven,  tot-hom manava; va començar el chor de renegs ,i el cotxer del bateig en persona, sortint-li el carreter que duia a sota d’aquells guants verts i a dintre d’aquella librea, va  renegar  més  que  ningú,  i  fins  va baixar del cotxe, desafiant a tot el carrer i a tot el comerç de Ribera.
Els  de  dins  estaven  serens.  Els contrariava   una   mica   aquell embrancament comercial, pero eren gent qu’es feien càrrec i sabien lo qu’és el trànzit.  Si  haguessin  gosat,  i  no haguessin  anat  vestits  de  negre,  fins haurien baixat a posar ordre i a ajudar a descarregar carros.
El senyor Ramon, donava, concells, anant a la una amb el cotxer; la padrina li  encarregava  que  sobretot  no’s comprometés; el senyor Josep Forment, callava, i el padrí, el senyor Esteve, fins hi va deixar anar una sentencia:
—Primer es el comerç que’l bateig—va dir. —La criatura te espera, i el género  no  entregat  a  temps,  sofreix merma i averia.
Per  fí,  hi  va  haver  un  poc  de moviment:  Els  carros  van  començar  a caminar, i el cotxe entre’l carro de cotó i un de petroli, va anar seguint amb els carros, i com qu’alli van trencar, varen haver de trencar amb l’ambulancia i fins arrivar a San Cugat, fets un sandwich de bateig, entre el cotó i el petroli.
—Aveiàm si descarregareu de preça—els va dir el carreter de darrera.
—Descarregarem si ens ve bé —va saltar el cotxer batismal, —i per evitar garrotades en un dia tan senyalat, van saltar tots depreça del cotxe, menos la senyora Pepa, la pobre! que la van tenir de baixar.
Ja  a  terra,  van  entrar  l’infant  al temple,  això  si,  van  entrar  casi  a  les palpentes, perquè el temple estava a les fosques.  A n’els altars no hi havia ciris, les parets semblaven de merino gris, i no més allà dalt de tot, per dos vidres verts i vermells, entrava una claror de torratge  o  de  cámara  fotogràfica,  que marcava dugues cintes, a uns àngels que hi  havia  asseguts  a  la  barana  d’una cornisa i que no queien per això: perquè eren de fusta, i eren àngels.
El senyor Esteve topà amb un banc, i digué, malhumorat:
—A on  tenen  el  despatx  a  n’aquet dimoni de parroquia?
—Tenim d’anar a la sagristia —va respondre la llevadora.
Pero a la sagristia no hi eren, i el senyor Esteve va afegir: «La casa que a les hores de despatx no hi són, no pot anar bé de cap manera».
—Ja  vindràn,  home;  —li  va contestar la padrina.
—És que tindrien d’estar perennes,— va respondre de nou el padrí. —No’s tenen les portes obertes per descontentar la  parroquia.  I  nosaltres  ho  som  de parroquia. A tots ens hi han batejat a la casa, i sinó, que mirin les llibretes. Si, senyor, que mirin les llibretes, i si no les volen mirar, jo las hi ensenyaré, aixis qu’arrivi, a n’aquet senyor vicari. Vull que sàpiga am qui se las heu, i que si’s protesta una lletra, també’s protesta una criatura. —Pero mentres volia protestar-la, sortí un capellà d’un altar seguit d’un escolanet, i s’en van anar cap a la pila.
Va  ser  un  bateig  ràpit  i  concís. Posar-li Estevet, Lluis i Pau; treure-li la gorra, tirar-li l’aigua, tornar-li a posar la gorra, i llegir quatre obligacions, va ser cosa d’un moment. Ni la criatura va adonar-se’n.
—Per lo curt que ha estat el trobo car,  —va  dir  el  senyor  Esteve,  tot sortint.  —Ens  han  fet  un  bateig  de segona.  —Tots  són  iguals—  va respondre  la  llevadora.  —Amb  els bateigs no hi ha diferencies.
—Que no hi ha diferencies, em gosa a dir? —va rependre el senyor Esteve:—pregunti-m’ho a mí, si n’hi han. Quan la criatura es de més pago, s’hi miren més,  i  s’hi  entretenen.  Hi  posen  més llatí, més aigua, i més beneida.
—Vaja, Esteve, no’t descantellis, —li va dir la seva dòna, —anem a trobar el cotxe i deixa-ho corre.
El cotxe prou hi era a la porta, i els cavalls  també,  pero  el  cotxer...  a on dimoni era el cotxer? Van  cridar-lo.  Va  tirar  el  senyor Ramon carrer amunt, i el senyor Esteve carrer  avall;  van  donar  veus  a  n’el veinat: van despertar un municipal que dormia, i saben ont era el cotxer...? era alli, en una cantonada, ajudant a aixecar un  carro  que  se  li  havia  encallat  una roda. Si no hagués sigut pel renegar i el clavell que duia a l’orella, no l’haurien pas conegut; s’havia tret l’uniforme i en mànegues de camisa estava forcejant la roda, i fins que’l carro va arrencar no el varen poder arrencar a n’ell de la roda.
—Apa, cotxer, a casa i de preça, va dir la senyora Pepa.
—Si  que  han  enllestit  aviat,  li  va contestar el cotxer. —Encara no hi hanposat mitg jornal.
—Deixa-t de jornals, i cap al cotxe,—li digué el padrí amb energia.
I tornant a pujar al cotxe en el mateix ordre de l’anada, van seguir el carrer de San Cugat, fins que sent al Portal Nou, van tornar a trovar un riu de comerç, i varen seguir la corrent.
Alli,  era  negoci  de  pells,  de blanqueig   i   de   tintoreria,   lo qu’embussava  els  carrers.  De  dintre d’un  soterrani  en  treien  besties escorxades,  que  n’anaven  rascant  la pell;  dels  terrats  penjaven  troques  de cotó,  blanques,  grogues,  de  color  de blau  de  soldat,  de  color  de  negre  de viuda,  de  colors  virolats  de  valencià, gotejant per les fatxades i tenyint totes les aceres; per dintre de botigues negres se sentien dringar les encluses, a n’els patis  serraven  fustes;  pels  carrerons estrets, els cavalls, estirant els carros, relliscaven  a  l’humitat,  i  feien  saltar espurnes  de  foc,  i  els  magatzems  es buidaven per omplir altres magatzems, ab un desfici que no parava.
Els  homes  del  nostre  bateig,  se’l miraven  satisfets  aquell  moviment  de vida.  Anaven  com  peixos  de  globo  a dintre del faetón,  pero eren peixos que nadaven  a  dintre  del  seu  element.  Se sentien  llenya  d’aquell  foc;  roda d’aquell   engranatge;   corretja   de transmissió, d’aquell tràngol de comerç, i a sota el vestit de les festes hi duien la vanitat de dur un plansó a n’aquell barri, que si era no més que un esqueix, temps a venir seria un arbre d’aquell bosc de carros i género.
Tant és aixis lo qu’els passava, que quan  varen  haver  donat  dugues  voltes pel passeig de San Joan, i van veure que a  n’el  passeig  no  més  hi  havia  gent solitaria:  el guarda-paseos  arropit, algún llegidor de noveles i dos o tres vells prenent el sol, al segón tom van dir al  cotxer:  —«A  casa,  que  ja  hi  hem passat per aqui»— i tots es varen posar tristos.
Tan  tristos,  que  ni  van  pendre’lxacolata  amb  aquella  franca  alegria que’s  té  de  pendre’l  xocolata,  perquè siga  xacolata.  Ni  varen  parlar  de comerç: es com dir que no van dir res. Ni van riure, com de costum; i no més al despedir-se, el senyor Esteve, el padrí, a l’entregar l’Estevet als braços de la seva mare, li va dir am tò solemnial:
«Roseta: Aquí tens l’Estevet batejat. Fes-ne un bon comerciant. Un que honri el nom de «La Puntual». Puja-l com es té de pujar. Serio, moderat, prudent, bon pagador i bon cobrador, i pràctic: sobretot ben pràctic; que l’home es el que fa la casa, i la casa es el que fa l’home.”
L’auca del senyor Esteve

Santiago Rusiñol

13 de gen. 2016

barcelona literaria, 1

Plaça del Pedró (Raval), 1900
“El año en que Onofre Bouvila llegó a Barcelona la ciudad estaba en plena fiebre de renovación. Esta ciudad está situada en el valle que dejan las montañas de la cadena costera al retirarse un poco hacia el interior, entre Malgrat y Garraf, que de este modo forman una especie de anfiteatro. Allí el clima es templado y sin altibajos: los cielos suelen ser claros y luminosos; las nubes, pocas, y aun éstas blancas; la presión atmosférica es estable; la lluvia, escasa, pero traicionera y torrencial a veces. Aunque es discutida por unos y otros, la opinión dominante atribuye la fundación primera y segunda de Barcelona a los fenicios. Al menos sabemos que entra en la Historia como colonia de Cartago, a su vez aliada de Sidón y Tiro. Está probado que los elefantes de Aníbal se detuvieron a beber y triscar en las riberas del Besós o del Llobregat camino de los Alpes, donde el frío y el terreno accidentado los diezmarían. Los primeros barceloneses quedaron maravillados a la vista de aquellos animales. Hay que ver qué colmillos, qué orejas, qué trompa o proboscis, se decían. Este asombro compartido y los comentarios ulteriores, que duraron muchos años, hicieron germinar la identidad de Barcelona como núcleo urbano; extraviada luego, los barceloneses del siglo XIX se afanarían por recobrar esa identidad. A los fenicios siguieron los griegos y los layetanos. Los primeros dejaron de su paso residuos artesanales; a los segundos debemos dos rasgos distintivos de la raza, según los etnólogos: la tendencia de los catalanes a ladear la cabeza hacia la izquierda cuando hacen como que escuchan y la propensión de los hombres a criar pelos largos en los orificios nasales. Los layetanos, de los que sabemos poco, se alimentaban principalmente de un derivado lácteo que unas veces aparece mencionado como "suero" y otras como "limonada" y que no difería mucho del "yogur" actual. Con todo, son los romanos quienes imprimen a Barcelona su carácter de ciudad, los que la estructuran de modo definitivo; este modo, que sería ocioso pormenorizar, marcará su evolución posterior. Todo indica, sin embargo, que los romanos sentían un desdén altivo por Barcelona. No parecía interesarles ni por razones estratégicas ni por afinidades de otro tipo. En el año 63 a. de J.C. un tal Mucio Alejandrino, pretor, escribe a su suegro y valedor en Roma lamentándose de haber sido destinado a Barcelona: él había solicitado plaza en la fastuosa Bilbilis Augusta, la actual Calatayud. Ataúlfo es el reyezuelo godo que la conquista y permanece goda hasta que los sarracenos la toman sin lucha el año 717 de nuestra era. De acuerdo con sus hábitos, los moros se limitan a convertir la catedral (no la que admiramos hoy, sino otra más antigua, levantada en otro sitio, escenario de muchas conversiones y martirios) en mezquita y no hacen más. Los franceses la recuperan para la fe el 785 y dos siglos justos más tarde, el 985, de nuevo para el Islam Almanzor o Al–Mansur, el Piadoso, el Despiadado, el Que Sólo Tiene Tres Dientes. Conquistas y reconquistas influyen en el grosor y complejidad de sus murallas. Encorsetada entre baluartes y fortificaciones concéntricas, sus calles se vuelven cada vez más sinuosas; esto atrae a los hebreos cabalistas de Gerona, que fundan sucursales de su secta allí y cavan pasadizos que conducen a sanedrines secretos y a piscinas probáticas descubiertas en el siglo XX al hacer el metro. En los dinteles de piedra del barrio viejo se pueden leer aún garabatos que son contraseñas para los iniciados, fórmulas para lograr lo impensable, etcétera. Luego la ciudad conoce años de esplendor y siglos opacos.”

La ciudad de los prodigios

Eduardo Mendoza