“… Este es un momento muy
importante. Tengo la sensación de estar salvando a alguien.
—Lo estás haciendo, lo estás
haciendo, sí. Pero ahora debemos irnos. Por favor. Ya hablaremos luego.
Ignatius pasó
por delante de ella y bajó hasta el coche, abrió la puerta trasera del mismo,
era un Renault pequeño, y se aposentó entro los carteles y montones de
panfletos que cubrían el asiento. El coche olía como un quiosco de periódicos—.
¡De prisa! No tenemostiempo para montar un tableau
vivant aquí delante de la casa.
—Oye, ¿pero
vas a ir detrás? —preguntó Myrna, dejando caer su cargamento de cuadernos por
la puerta de atrás.
—Claro que sí
—gritó Ignatius—. No estoy dispuesto a sentarme delante, en esa trampa mortal,
para viajar por la autopista. Vamos, entra en este cochecito y salgamos de
aquí.
—Espera,
espera. Me he dejado un montón de cuadernos —dijo Myrna, y corrió de nuevo a la
casa, la guitarra golpeteándole en el costado.
Bajó las
escaleras con otra carga y paro en la acera de ladrillo, volviéndose para mirar
la casa. Ignatius comprendió que estaba intentando grabar la escena: Eliza
cruzando el hielo con un genio particularmente voluminoso en sus brazos. Como
Harriet Beecher Stowe, Myrna aún estaba dispuesta a irritar. Por fin, en respuesta a los gritos de
Ignatius, bajó basta el coche y le echó
en el regazo el segundo cargamento de cuadernos «Gran Jefe».
—Creo que aún
quedan algunos debajo de la cama.
— ¡No te
preocupes! — gritó Ignatius—. Sube y pon esto en marcha. Oh, Dios mío. No me
metas la guitarra en la cara. ¿Por qué no puedes llevar un bolso como una señorita
decente?
—Vete a la
porra —dijo Myrna furiosa; se deslizó tras el volante y puso el coche en
marcha—. ¿Dónde quieres pasar la noche?
— ¿Pasar la
noche? — atronó Ignatius— No vamos a pasar la noche en ningún sitio. No podemos
parar.
—Ignatius,
estoy que me caigo. Llevo en este coche desde ayer por la mañana.
—Bueno,
crucemos el lago Pontchartrain por lo menos.
—De acuerdo.
Podemos coger el paso elevado y parar en Mandeville.
— ¡No! —Myrna
le llevaría derecho a los brazos de algún alertado psiquiatra—. Allí no podemos
parar. E! agua está contaminada. Hay epidemia.
— ¿Sí?
Entonces iré por el puente viejo hasta Slidell.
—Sí. Es
bastante más seguro, desde luego. En ese paso elevado siempre hay problemas con
las barcazas. Podríamos caernos al lago y ahogarnos —el Renault estaba muy
hundido atrás y aceleraba muy despacio—. Este coche es demasiado pequeño para
mi talla. ¿Estás segura de que podrás llegar a Nueva York? Dudo seriamente que
yo pueda sobrevivir más de uno o dos días en esta posición fetal.
—Eh, ¿dónde
se van ustedes dos, pareja? de beatniks?
—dijo la voz desmayada de la señorita Annie desde detrás de las persianas. El
Renault se desplazó hacia el centro de la calle.
— ¿Aún vive
ahí esa vieja zorra? —pregunto Myrna.
— ¡Cállate y
salgamos de aquí!
— ¿Vas a
andar siempre fastidiándome así? —Myrna miro furiosa hacia la gorra verde por
el espejo retrovisor—. Porque me gustaría saberlo.
— ¡Oh, mi válvula!
— jadeó Ignatius—. No me hagas una escena, por favor. Mi psique se desmoronaría
por completo después de los ataques que ha sufrido últimamente.
—Lo siento.
Por un momento, me pareció que volvíamos al pasado, yo de chófer y tu fastidiándome
desde el asiento de atrás.
—Espero que
no esté nevando allá por el Norte. Mi organismo sencillamente se negaría a
funcionar en esas condiciones. Y, por favor, durante el viaje, cuidado con los
autobuses Greyhound. Serían capaces de hacer papilla un juguetito como este.
—Ignatius, me
pareces otra vez el ser horrible que eras. Creo que estoy cometiendo un error
muy grave.
— ¿Un error?
No, por supuesto que no —dijo Ignatius dulcemente—. Pero ten cuidado con esa ambulancia.
No podemos empezar nuestro peregrinaje con un accidente.
Al pasar la ambulancia,
Ignatius se estiro y vio “Hospital de Caridad” escrito en la puerta. La luz roja giratoria de la ambulancia salpicó
al Renault un breve instante, al cruzarse los dos vehículos. Ignatius se sintió
ultrajado. Esperaba un camión grande, un
camión enrejado. Le habían subestimado al enviar aquella ambulancia vieja,
aquel Cadillac desvencijado. Habría podido destrozar fácilmente todas aquellas
ventanillas. Luego las relampagueantes aletas del Cadillac quedaban ya a dos
manzanas tras ellos y Myrna giro para entrar en la Avenida St. Charles.
Ahora que
Fortuna le había salvado al fin de un cicló espantoso, ¿qué le reservaba para
e! próximo? El nuevo cicló iba a ser distinto a cuanto había conocido hasta
entonces.
Myrna condujo
el Renault por el tráfico urbano con destreza, entrando y saliendo por vías
absurdamente estrechas hasta que dejaron atrás la última farola parpadeante del ultimo suburbio cenagoso. Luego, entraron en la oscuridad de las
marismas. Ignatius contemplo el indicador de la autopista que reflejaba sus
faros. U.S. 11. El indicador paso. Bajó
el cristal de la ventanilla unos centímetros y aspiro el aire salino que
llegaba del Golfo.
Como si aquel
aire fuera un purgante, se le abrió la válvula. Respiro de nuevo, esta vez con más
intensidad. La jaqueca sorda desaparecía.
Miró
agradecido la nuca de Myrna, la cola de caballo que golpeaba inocente sus
rodillas. Gratamente. Qué irónico, pensó Ignatius. Y, tomando la cola de caballo con una de sus
manazas, la apretó cálidamente contra su húmedo bigote.”
La conjura de los necios
John Kennedy Toole
pág 363-365