21 de juny 2019

lectures d'estiu, final


El baile del reloj

Anne Tyler

Lumen, 2019

Páginas: 344


La vida de una mujer como tú. Tyler,  ganadora de los premios Pulitzer,  National Book Critics Circle y Pen/Faulkner, nos ofrece una novela íntima. Pocos,  pero significativos,  son los momentos que han marcado la vida de Willa Drake: la desaparición de su madre a los once años, casarse a los veintiuno y el accidente que la dejó viuda a los cuarenta. Cuando recibe una inesperada llamada, Willa decide abandonar todo e ir en la ayuda de la exnovia de su hijo, quien ha sido gravemente herida. La espontánea decisión de cuidar de esta mujer, de su hija de nueve años y de su perro la llevarán a explorar un territorio desconocido: el de elegir su propio camino.

Fragment:

“Willa Drake y Sonya Bailey se disponían a vender chocolatinas de puerta en puerta. El dinero recaudado se destinaría a la orquesta de la escuela Herbert Malone, donde estudiaban primaria. Si conseguían vender suficientes, podrían ir a Harrisburg y participar en los concursos regionales. Willa nunca había ido, pero le gustaba el sonido áspero y rocoso de aquel nombre. Sonya sí había estado, pero no se acordaba porque por entonces era muy pequeña. Las dos aseguraban que si no conseguían ir esta vez, se morirían sin remedio.

Willa tocaba el clarinete y Sonya la flauta. Ambas tenían once años. Vivían, a dos manzanas de distancia, en Lark City (Pennsylvania), que desde luego no era una ciudad y que casi ni llegaba a pueblo, porque, de hecho, el único sitio donde había aceras era en la calle donde estaban las tiendas. Cuando Willa se imaginaba otras aceras, eran siempre enormes. Y estaba decidida a, de mayor, no vivir nunca en un lugar que no las tuviera.

Como no había aceras, a ninguna de las dos se les permitía salir de casa después de anochecer. De manera que se pusieron en camino por la tarde, Willa acarreando una gran caja de chocolatinas y Sonya con un sobre marrón para el dinero que esperaban recolectar. Salieron de casa de Sonya, donde antes habían tenido que terminar los deberes. La madre de Sonya les hizo prometer que volverían a casa tan pronto como el sol —que de todos modos a mediados de febrero era de una palidez lechosa— se ocultara detrás de los desiguales árboles que coronaban Bert Kane Ridge. La madre de Sonya era de las que se preocupaban mucho, bastante más que la de Willa.

Habían planeado empezar muy lejos, en Harper Road, y terminar en su barrio. Nadie de la orquesta vivía en aquella calle, así que esperaban recoger un dineral si llegaban antes que los demás. Era lunes, el primerísimo día de la campaña de las chocolatinas; probablemente la mayor parte de los demás participantes esperasen al fin de semana.

A los tres voluntarios que recaudaran más se los invitaría a una comida de dos platos y postre con el señor Budd, el profesor de música, en un restaurante del centro de Harrisburg, todo pagado.

Las casas de Harper Road eran bastante nuevas. Se las calificaba de estilo «rancho». De una sola planta y de ladrillo, las personas que vivían en ellas también eran recientes: casi todos empleados de la fábrica de muebles inaugurada en Garrettville un par de años antes. Willa y Sonya no conocían a nadie y eso era bueno, porque no se sentirían incómodas por ir vendiendo de puerta en puerta.

Antes de intentarlo en la primera casa, se detuvieron detrás de un arbusto de hoja perenne de buen tamaño para prepararse. Se habían lavado las manos y la cara en casa de Sonya, a quien además no le había costado peinarse porque por su pelo, liso y oscuro, el peine se deslizaba sin problemas. La nube de rizos dorados de Willa requería un cepillo, y no un peine, pero Sonya no tenía, de manera que Willa tuvo que atusarse los bucles con las manos lo mejor que pudo. Las dos vestían chaquetas de lana casi iguales y capuchas con un ribete de piel sintética, además de vaqueros con los bajos vueltos para que se viera el forro de franela de cuadros. Sonya calzaba zapatillas de deporte, pero Willa llevaba los clásicos zapatos marrones con cordones del colegio: no había querido pasar por su casa, ya que temía que la entretuviera su hermana pequeña, que insistiría en acompañarlas.

—Levanta mucho la caja de chocolatinas cuando abran la puerta —le dijo Sonya a Willa—. No enseñes solo una. Pregunta: « ¿Querría comprarnos unas chocolatinas?». En plural.

— ¿Soy yo la que tiene que preguntar? —dijo Willa—. Creía que ibas a ser tú.

—Me sentiría ridícula preguntando.

— ¿Sí? ¿Y crees que yo no voy a sentirme ridícula?

—Pero a ti se te dan mucho mejor las personas mayores.

—Y ¿qué harás tú?

—Me encargaré del dinero —contestó Sonya, agitando el sobre marrón.

—Vale —dijo Willa—, pero luego, en la segunda casa, preguntarás tú.

—De acuerdo —dijo Sonya.

Claro que estaba de acuerdo, porque en la casa siguiente todo sería ya mucho más fácil. Aun así, Willa se abrazó a la caja de las chocolatinas y Sonya se dio la vuelta para encabezar la expedición por el sendero de baldosas.

Aquella casa tenía delante una escultura de metal que no era más que una curva, sencilla y alta, muy moderna. El timbre tenía iluminación propia y brillaba incluso en pleno día. Sonya lo pulsó. Una agradable melodía de dos notas se dejó oír en algún lugar del interior, seguida de un silencio tan intenso que las dos niñas empezaron a abrigar la esperanza de que no hubiese nadie en casa. Pero enseguida oyeron unos pasos que se acercaban; la puerta se abrió y dejó ver a una mujer que les sonrió. Era más joven que sus madres y más estilosa, llevaba el pelo castaño corto, un llamativo lápiz de labios y minifalda.

—Vaya, ¿qué tal, chicas? —dijo.

Tras ella apareció dando traspiés un niño muy pequeño, que arrastraba un juguete con ruedas y que preguntó:

— ¿Quién es, mamá? ¿Quién es, mamá?

Willa miró a Sonya. Sonya miró a Willa. A esta, algo en la expresión de Sonya, tan confiada, tan expectante, con los labios húmedos y ligeramente entreabiertos como si se dispusiera a empezar a hablar al mismo tiempo que su amiga, le resultó cómico, y sintió que le subía por el pecho un pequeño estallido de risa que le cosquilleaba en la garganta. El repentino y sorprendente sonido que salió también resultó cómico —hilarante, de hecho—, y el estallido se convirtió en un vendaval, una auténtica cascada de risas; Sonya, a su lado, no pudo contenerse y se desternilló mientras la dueña de la casa seguía mirándolas, todavía sonriendo de manera inquisitiva.

— ¿Querría? —empezó a decir Willa—. ¿Querría usted? —Pero no pudo acabar; era superior a sus fuerzas; le faltaba la respiración.

— ¿Estáis proponiéndome que os compre algo? —sugirió con amabilidad su interlocutora.

Willa se dio cuenta de que probablemente también ella había tenido ataques de risa a su edad, aunque, seguro que no, Dios del cielo, seguro que nunca unas risas tan histéricas, unas risas tan irremediables, irresistibles, incontrolables. Aquellas risas eran como un líquido que inundaba todo el cuerpo de Willa, provocando que de los ojos le cayeran lágrimas a raudales y forzándola a encogerse sobre la caja de las chocolatinas y a juntar mucho las piernas para no orinarse encima. Se avergonzó y, por la expresión desesperada y los ojos desorbitados de Sonya, se percató de que a su amiga le pasaba algo parecido, aunque al mismo tiempo lo que sentía era de lo más maravilloso, liberador y relajante. Le dolían las mejillas y los músculos del estómago parecían habérsele ablandado hasta convertirse en seda. Podría haberse derretido, transformarse en un charco allí mismo, en los escalones de la entrada.

Sonya fue la primera en rendirse. Sacudió sin fuerzas un brazo en dirección a la dueña de la casa y se dio la vuelta para marcharse por la senda de baldosas. Willa se volvió también y la siguió sin decir una palabra. Al cabo de un momento oyeron que la puerta se cerraba suavemente a sus espaldas.

Habían dejado ya de reírse. Willa se sentía muerta de cansancio, vacía y un poco triste. Y quizá a Sonya le pasara lo mismo, porque, aunque el sol seguía colgado como una monedita blanca sobre Bert Kane Ridge, dijo:

—Deberíamos esperar hasta el fin de semana. Es demasiado duro con todos los deberes que tenemos que hacer en casa.

Willa no se lo discutió.

Cuando el padre de Willa le abrió la puerta, tenía una expresión pesarosa. Detrás de las gafas sin montura y pequeñas, sus ojos parecían de un azul todavía más pálido que de ordinario y carecían del brillo habitual; además, se pasaba la palma de la mano por la cabeza, calva y suave, de aquella manera lenta e insegura que significaba que había sufrido alguna decepción. Lo primero que se le ocurrió a Willa fue que de algún modo se había enterado de su ataque de risa. Sabía que no era probable —y, de todos modos, su padre no era de esas personas que ponen mala cara en tales casos—, pero ¿cómo explicar si no su expresión?

—Hola, cariño —dijo con una voz que traslucía desaliento.

—Hola, papi.

Su padre se dio la vuelta y se dirigió al cuarto de estar sin propósito fijo; Willa tuvo que cerrar la puerta de la calle.”

20 de juny 2019

lectures d'estiu, tretze



Música de ópera

Soledad Puértolas

Anagrama, 2019

páginas: 280


Esta novela cuenta la historia de tres generaciones de una familia de provincias marcada por algunos secretos. Desde los turbulentos años de la guerra civil hasta la última etapa del régimen franquista, los personajes de esta Música de ópera nos desvelan las heridas y preocupaciones que no se les ha permitido mostrar. A todos ellos, generación tras generación, les ha tocado vivir tiempos oscuros, pero siempre ha habido ráfagas de luz y brechas por las que se ha colado el amor. Tres serán las mujeres a las que llegaremos a conocer más: doña Elvira, a quien la vida ha puesto en una situación de comodidad y privilegio y a quien la guerra civil sorprende lejos de España y de sus hijos; Valentina, una joven huérfana abocada a depender de la generosidad de sus parientes; y Alba, una chica enfermiza que empieza a asomarse a la vida, dejando atrás la adolescencia. A través de la percepción que tienen del mundo, se configura un panorama lleno de enigmas y ajeno a toda clase de maniqueísmo. En la novela, la historia de los hechos conocidos, marcada por hitos que aparecen en los periódicos –el estallido y el final de la guerra civil, la visita del presidente de los Estados Unidos, la Revolución Cubana, los tanques rusos aplastando la primavera de Praga–, se entrelaza con los conflictos internos de los personajes: la vida está hecha de dolor, de incomprensión, de alegrías y secretos. Hay muchas clases de amor, y hay que querer y saber buscarlo, dicen también. Como es habitual en los textos de Soledad Puértolas, las sugerencias, las historias que se vislumbran, las zonas en penumbra, la dificultad de juzgar a los otros y lo inasequible de la intimidad marcan el tono de una novela sutil y ambiciosa, de trazo finísimo; así como, su ritmo envolvente, tan característico de la autora. Una novela de secretos familiares, rencores, traiciones, guerras, ruinas y lealtades.

fragment:

“A media mañana de un soleado día de febrero, Elvira Ibáñez, viuda de Rafael Claramunt, salió a la calle con un propósito determinado que, curiosamente, olvidó en cuanto aspiró la primera bocanada de aire fresco. Tan solo unos minutos antes, mientras se encajaba, frente al espejo del vestíbulo de su piso, el gorro de astracán que había pertenecido a su difunto marido, se afianzó en la determinación de resolver esa misma mañana el asunto de la administración de los negocios familiares y, por un momento, se representó en su mente la hipotética escena que, dentro de un rato, iba a tener lugar en el palacio de los Tello, donde se proponía entrevistar, con la mayor discreción, al candidato que le había recomendado su amiga Eugenia Tello. Pero en cuanto la viuda de Claramunt se vio en la calle, envuelta en la radiante luz del invierno y respirando un aire que, asombrosamente, parecía inmóvil, sus pensamientos se alejaron por completo del asunto.

Antes de adentrarse en la avenida de la Patria en dirección a la catedral, doña Elvira volvió la cabeza, la alzó y echó una ojeada al edificio del que acababa de salir. Siempre lo hacía, como para corroborar que, durante su ausencia, la casa permanecía en su lugar. Era un edificio elegante, en chaflán, al estilo de la época, que ocupaba buena parte de la manzana de casas en la que quedaba inserto y donde el ladrillo rojo se combinaba con revocos de color vainilla. Contaba con un sótano, un piso bajo, un principal y otros tres pisos más, rematados por una especie de palomar retranqueado. Desde la calle, más que el palomar, del que apenas se atisbaba el tejado rojizo, lo que se veía eran las balaustradas de las terrazas del piso tercero, una a la derecha y otra a la izquierda. En el medio, haciendo esquina, se adivinaba otra terraza y un pequeño habitáculo. El palomar quedaba justo detrás.

La obra había sido iniciativa de Rafael Claramunt, un joven emprendedor que, antes de cumplir los treinta años, había levantado todo un imperio empresarial. Cuando, a finales de la primera década del pasado siglo, en un año que, por descuido del arquitecto o por expreso deseo de su propietario, no figuraba en un lugar visible de la fachada, las obras del edificio Claramunt finalizaron, Rafael Claramunt se casó con Elvira Ibáñez y la llevó a vivir al piso principal del edificio. Solo dos de los embarazos de los varios que se sucedieron durante los años conyugales llegaron a buen puerto. El primero y el último. El resultado había sido el nacimiento, con un lapso de diez años por medio, de dos hijos varones, Justo y Alejo.

Probablemente, Rafael Claramunt había trabajado en exceso, o era demasiado iracundo. Murió en la plenitud de su vida, dejando en manos de su viuda –aún una mujer joven– y de sus hijos –uno de ellos todavía un niño– un amplio entramado de fábricas, empresas y comercios. Un telar, un almacén de telas de venta al por mayor, una tienda de telas abierta a todo el público y un local, el Café de las Damas –el negocio más reciente, inaugurado un par de años antes de su muerte–, en el que, tal como el nombre sugería, se reunían, a la hora de la merienda, las damas más distinguidas de la ciudad –las damas presumían de cultas y de tener opiniones sobre todas las cosas de este mundo y, en menor medida pero con igual certeza, del otro–, eran los negocios más destacados. Había otros, menos visibles y puede que más confusos, bienes inmuebles, sucursales, medios de transporte y otros asuntos, que prometían crecer si se les prestaba la debida atención.

Fue Justo Claramunt, el primogénito, un joven de apenas veinte años, quien, muerto el fundador, se hizo cargo de los negocios familiares, que se encontraban en plena fase de expansión. La viuda de Claramunt carecía de todo sentido práctico. La disposición de su marido para la actividad empresarial siempre le había causado un profundo asombro, pero como había sido educada en la idea de que el pan cae del cielo, el asombro tenía proporciones moderadas. Nunca había entendido bien por qué su marido tenía ese afán de fundar y expandir negocios cuando luego no disponía de tiempo para disfrutar de la fortuna que proporcionaban. Claro que ella se encargaba de hacerlo.

Elvira Ibáñez vestía con un lujo que rozaba la ostentación. Sus vestidos eran confeccionados por una modista de Madrid, que se desplazaba expresamente a la ciudad al principio de cada temporada para escoger los mejores tejidos del telar y tomar las medidas a la señora. Había que actualizarlas en cada ocasión para que la ropa quedara perfectamente ajustada al cuerpo de la señora, sin nada que sobrara y produjera innecesarios frunces y abultamientos, y, lo que era una amenaza de mayor calibre, sin que nada faltara, es decir, sin que el vestido o la blusa o el abrigo, o lo que fuera, resultara estrecho, síntoma inequívoco de mal gusto o propio de personas que no pueden permitirse el menor exceso en los gastos de tela. Con las medidas de la señora actualizadas, la modista regresaba a Madrid, adonde acudía doña Elvira cuando la ropa estaba prácticamente lista. Ir a Madrid le encantaba. Los días que pasaba en la capital –se alojaba en el Hotel Ritz– eran muy ajetreados. Una de las tareas diarias de la señora consistía en visitar el taller de la modista para realizar las últimas pruebas de las prendas encargadas. Entonces se hacían los últimos ajustes.”

lectures d'estiu, dotze


Sobre la terra impura

Melcior Comes

Editorial Proa, 2018

pàgines: 528


Un escriptor mallorquí que viu a Barcelona rep l’encàrrec d’escriure la biografia de la Dora Bonnín, una actriu de teatre espaterrant i polèmica que acaba de morir deixant tot un seguit de dietaris íntims. De mica en mica el protagonista anirà descobrint que aquests dietaris amaguen un secret molt fosc que podria desmuntar l’imperi dels Verdera, una família molt poderosa de Mallorca, d’antics falangistes, que es va enriquir fent sabates. La Dora va ser esposa de n’Higini, l’hereu dels Verdera, i casualment el fill de tots dos, en Leo, fou el gran amic d’infantesa del nostre escriptor. Amb aquest retrobament inesperat, la seva vida farà un gir que l’obligarà a encarar el seu passat, tan lligat al dels Verdera, en una peripècia que el durà a tastar els límits de fins on estan disposats a arribar per preservar allò que tenen.

Melcior Comes narra un retorn als orígens per descobrir un misteri familiar dolorós i terrible, una crònica frenètica dels anys de terror de la Transició. L’autor basteix un relat sovint delirant, magnètic, un thriller que ens arrossega des de les primeres pàgines, una novel·la plena de veus i d’humor negre.

Premis Serra d’Or i Crexells 2019

fragment:

"Em vaig assabentar de la mort de la Dora Bonnín en una andana de tren, mentre mirava de cua d’ull el diari d’un senyor que també esperava el comboi per anar a Barcelona. Jo aleshores vivia en una petita població de la Costa Daurada, on m’havia refugiat després de trencar amb la meva parella. De la relació en quedava un fill de tres anys, molt ressentiment i alguns deutes. El meu estat d’ànim oscil·lava entre un suau abatiment sense dramatismes i un cinisme arrauxat i colèric (soc escriptor), una volubilitat que em portava a emprendre tota mena de projectes literaris. Vivia al dia: feia quatre anys que no publicava cap llibre. Anava fent gràcies al cada cop més minso periodisme cultural (perdoneu la contradicció) i a diversos encàrrecs que rebia de la meva editora, que devia sentir-se una mica responsable del meu fiasco com a novel·lista. Havia estat seva la idea de publicar el meu últim llibre un mes de juny, amb una coberta horrible i després de suprimir-ne cinc capítols que tanmateix eren meravellosos.

L’editora m’encarregava informes de lectura, la redacció de les notes per a les contracobertes i altres feines obscures —feia de negre—, com ara transcriure les converses d’un baró holandès, «notable industrial i col·leccionista d’art», amb la finalitat d’elaborar un primer esborrany d’unes memòries en castellà que acabarien convertint-se en un obscè i sensacional best-seller. Internet ho havia arrasat tot.

El diari de les Illes per al qual treballava com a articulista i reporter «cultural» havia desaparegut; la premsa en paper que encara quedava al peu del canó em feia cada vegada menys encàrrecs, a més de pagar-me’ls —obeint el tòpic— tard i malament. La meva novel·la circulava piratejada en dues pàgines web, les quals, per postres, només li posaven tres estrelles de les cinc de la possible excel·lència. No sé què em molestava més, si la fredor o bé el milenar de descàrregues que podia veure comptabilitzades; la xifra augmentava cada dia, ho comprovava malaltissament. Pel meu compte m’havia buscat classes de repàs —soc llicenciat en filosofia, tan sols—: unes quantes tardes a la setmana anava a casa d’un parell d’adolescents embadocats per controlar que fessin correctament els deures d’anglès, o intentava fer-los entendre les subtileses dels pronoms febles, o el sentit d’un poema de Verdaguer, o per què —fins i tot m’atrevia amb la química— el vinagre i l’aigua oxigenada eren capaços de fer desaparèixer una moneda de coure de cinc cèntims. Cobrava onze euros l’hora.

Aquest era el meu pla per a aquell matí de primavera, quan vaig saber la notícia de la mort de la Bonnín: pujava a la gran ciutat per entrevistar un fotògraf i passar la tarda amb el meu fill al pis de sa mare fins que ella sortís de la feina. El règim de visites que havíem convingut incloïa la tarda dels dijous, a més dels dissabtes i els diumenges, quan jo me l’emportava al meu piset de solter i ens passàvem els dies jugant amb la pilota al passadís, o bé anant amb tricicle pel passeig, o mirant vídeos de gatets japonesos a YouTube fins que a ambdós ens guanyava la son.

Durant el viatge amb tren vaig buscar la notícia de la mort de la Dora a Internet, amb el telèfon. Tenia tan sols seixanta-quatre anys; la premsa no deia de què havia mort, però era fàcilment conjecturable. La C majúscula feia estralls, també a casa meva —el padrí patern, el còlon—; per sort el meu tiet Toni acabava de superar un C de pròstata. A Twitter, la gent penjava fotografies d’ella, missatges de comiat més o menys emotius, enllaços a algunes de les seves velles cançons reivindicatives. Quant temps feia, que no veia la Dora Bonnín fora de la televisió? Més de vint anys, sí. Mentre el tren s’acostava a Barcelona —Cunit, Cubelles, Vilanova: inhabitualment arribaríem puntuals—, arran del mar que tremolava sencer i lluminós, jo recordava la cantant, com n’era de fascinadora quan, en aquella mansió vora el mar, a Mallorca, a principis dels noranta, era tan sols la mare del meu millor amic. “


19 de juny 2019

artpegi 2019, i tres


concert al castell 2019


lectures d'estiu, onze


La perra

Pilar Quintana    

Random House, 2019

páginas: 112

La perra es una novela sobre el amor de las madres, la traición, la lealtad, la culpa y la soledad de las relaciones humanas. En un pequeño pueblo del Pacífico donde confluyen la belleza y la violencia de la región y conviven, separados, la riqueza y la pobreza, los blancos y los negros, tiene lugar la historia de Damaris. Damaris, una negra del Pacífico ya en la madurez, lleva muchos años viviendo con Rogelio. Su turbulenta relación ha estado marcada por la búsqueda infructuosa de un hijo: prueban de todo, y aun así Damaris no consigue quedarse embarazada. Perdida toda esperanza, Damaris encuentra una nueva ilusión cuando se le presenta la oportunidad de adoptar una perra.  Esta nueva e intensa relación con el animal será para Damaris la experiencia que la obligará a reflexionar sobre el instinto y la maternidad.”


fragment:

“—Esta mañana la encontré ahí, patas arriba —dijo doña Elodia señalando un lugar en la playa donde se juntaba la basura que el mar traía o desenterraba: troncos, bolsas plásticas, botellas.

—¿Envenenada?

—Yo creo.

—¿Qué hicieron con ella? ¿La enterraron?

Doña Elodia dijo que sí con la cabeza:

—Mis nietos.

—¿Arriba en el cementerio?

—No, aquí nomás en la playa.

Muchos perros del pueblo morían envenenados. Alguna gente decía que los mataban aposta, pero Damaris no podía creer que hubiera personas capaces de hacer algo así y pensaba que los perros se comían por error las carnadas con veneno que dejaban para las ratas o a las ratas que estando envenenadas eran fáciles de cazar.

—Lo siento —dijo Damaris.

Doña Elodia solo asintió. Había tenido esa perra mucho tiempo, una perra negra que se la pasaba echada junto al estadero y andaba detrás de ella para todos lados: la iglesia, la casa de la nuera, la tienda, el muelle… Debía estar muy triste, pero no lo mostraba. Dejó al cachorro que acababa de alimentar con una jeringa que llenaba con la leche de una taza y agarró otro. Había diez y eran tan pequeños que no habían abierto los ojos.”

lectures d'estiu, deu


Historia de una flor

Claudia Casanova

Ediciones B,. 2019

páginas: 240

La historia de una de las pioneras de la botánica en España. Un relato de amor a la ciencia, la vida y la naturaleza. Alba ha heredado de su madre su amor a la naturaleza y pasa las horas recorriendo el valle con su colección de flores, que cataloga con minuciosidad. Un día llega al pueblo un eminente botánico alemán. La cercanía intelectual que sienten pronto evolucionará hacia algo mucho más profundo: un amor del que solo quedará como testigo el nombre de una pequeña flor silvestre, la Saxifraga alba. Su etimología procede del latín saxum («piedra») y frangere («romper, quebrar»), por su capacidad para romper las piedras con sus fuertes raíces. Igual que la protagonista. “

fragment:

“15 de octubre de 1888

El ramo de la novia espera encima de la mesa. Todo está en silencio. Desde la ventana, las colinas dibujan un mantel de colores en el horizonte. Hace años que Alba miró ese paisaje por primera vez, y lo que entonces era nieve hoy es un valle de flores azules y amarillas, un vestido sencillo para una tierra que jamás olvidará. Por eso ha querido casarse aquí, a pesar de que su futuro marido ya tiene la plaza de juez en Mérida. Y también por las razones que están encerradas en su corazón, las que no podrá decir jamás. Contempla los valles que nunca se cansó de recorrer, y su mirada se detiene en Valcabriel, en la sierra de Albarracín. La flor blanca. El ramo en sus manos, enfundadas en delicados guantes de hilo. Saxifraga alba.

—¿No querrás rosas, hija? —había preguntado su padre.

—Las rosas son para las fiestas —respondió Alba.

—¿Y tu boda no es una fiesta? —dijo él.

Su madre no habría hecho esa pregunta, pero Mercedes de Cararach estaba muerta y el mundo había cambiado cuando ella se fue. «Ya no tengo madre», se repetía Alba el día de su entierro. Como si quisiera convencerse, porque fuera demasiado difícil creer que ya no estuviera allí. Todas las ausencias necesitan rubricarse, o se quedan en simples vacíos.

Llaman a la puerta; debe de ser su padre para acompañarla a la iglesia. Pero no, el sol aún no toca la mitad del cielo: es demasiado pronto. La novia se da la vuelta. Una muchachita espera en el umbral de la puerta. Es una criada, más bien una niña, que se inclina impresionada al verla como si estuviera frente a la mismísima reina María Cristina. Y no es para menos: la belleza tranquila de Alba Ruiz de Peñafiel parece hecha a medida para el día de hoy. Lleva un vestido de seda de color blanco crudo que ha levantado revuelo en el pueblo, porque la tradición mandaba que el traje fuera negro. La modista que su padre hizo traer de Madrid insistió en que la reina inglesa se había vestido de blanco, y que eso lo cambiaba todo. La mantilla es la única prenda que atenúa la insolencia del blanco: es de brocado plateado, como corresponde. Esta mañana, Alba se ha dejado vestir sin mirar dos veces las telas exquisitas.”

—Han traído esto para usted, señora —dice la chiquilla, y deja una bolsita de terciopelo encima de la mesa antes de volver a inclinarse y desaparecer.

Alba deja el ramo con cuidado encima de la mesita y se quita el guante de la mano derecha para acariciar el terciopelo negro de la bolsa. Hay un objeto metálico dentro, del tamaño de una almendra. En el terciopelo hay un bordado de oro, unas líneas sencillas en forma de flor. Las recorre lentamente. Le tiemblan los dedos al deshacer el nudo de la bolsa. El tacto del terciopelo tiene recuerdos que se despiertan sin que ella pueda evitarlo. «Jamás había visto un chaleco de terciopelo», dijo una vez. Traga saliva, porque sin darse cuenta ha susurrado la frase sin voz, sus labios han repetido las palabras como si al conjurar la frase también pudiera convocarlo a él. El pequeño óvalo resplandece bajo los rayos del sol. Es de plata, tan pulida como si fuera un espejo, y ahora se tiñe del color de rosa de sus yemas desnudas. Un medallón con una flor grabada, una flor sencilla


lectures d'estiu, nou


El fibló

Sílvia Soler

Columna Edicions, 2019

pàgines: 304

“Era possible que aquella casa, a la qual havíem anat a parar els meus germans i jo arrossegant l’ànima i que havíem trobat tan deteriorada, com un espectre del que un dia havia estat... era possible que guardés l’ànima de les coses bones del passat que s’esborrava, l’essència dels anys lluminosos, que ens connectés amb un batec latent que encara érem a temps de recuperar?”

Tres germans hereten la casa d’Alella on van créixer i decideixen anar-hi a viure. Serà el temps de la reconstrucció.

“Hi havia dies que desitjava que una rierada s’ho endugués tot, les recances, els llibres del pare amb les dedicatòries, les cadires del jardí que la mare s’estimava, la noguera malalta, les abelles».

fragment:

“Com que la meva mare va morir per culpa d’una punxada i a mi m’agradava tant el conte de la Bella Dorment, sempre vaig pensar que, al cap d’un temps, es despertaria.
El dolor del dia de la seva mort no va ser res; res, comparat amb la tristesa infinita que vaig sentir quan, al cap dels dies i les setmanes, vaig haver d’admetre que allò —la seva mort— era per sempre.
Amb els anys he arribat a entendre que aquest és el centre exacte de la pena, el clau al cor que ens acompanyarà sempre: saber que la mort és definitiva, entomar aquest mai més immens que es presenta davant nostre i que escapa a la nostra comprensió.
Som a primers d’octubre i encara fa força calor. Deuen ser les set del vespre. Sóc a la meva habitació, fent els deures, i la Judit juga a prop meu, damunt de l’estora, amb un joc de peces de colors. Les posa l’una damunt de l’altra i fa una torre. Quan aconsegueix que sigui ben alta s’emociona i pica de mans i xiscla: «Mira, Laura, mira!». Inevitablement, la mateixa excitació li fa fer algun moviment brusc i les peces van totes per terra amb gran estrèpit. M’hi enfado: així no puc fer els deures. L’hi aniré a dir a la mare. Ella em mira amb cara de xaiet i somriu: ara no caurà, ja ho veuràs, i torna a posar una peça damunt de l’altra. Ara sento uns cops a la paret que vénen de l’habitació del costat i segueixen un ritme sincopat. Pum, pum, pum. És l’Ignasi amb la pilota. L’hi he vist fer moltes vegades: llança la pilota contra la paret i l’agafa per tornar-la a llançar.”

lectures d'estiu, vuit


A l'amic escocès

Maria Barbal

Columna Edicions,  2019

pàgines: 320


El dibuix del jardí de l’hospital on dos soldats ferits s’estan curant porta una dedicatòria: «A l’amic escocès». La va escriure un noi nascut en un poble del Pirineu i està adreçada a un brigadista de la Guerra Civil Espanyola. Assistim a la infantesa i la joventut del Benet, al seu ampli ambient familiar, a com renuncia a la ciutat i, acabada la guerra, a una carrera artística. També, a la seva gran història d’amor i a l’amistat, que ha crescut forta en moments difícils i s’alça per damunt dels anys. El George ens assabentarà del que encara ens faltava conèixer de tots dos i llavors, com si fos un arbre, s’adona que ha posat les arrels a la terra de l’altre.

fragment:

“Érem tan joves que ens havíem dit adéu per sempre.

Llavors, quan ens vam conèixer, jo estava tan enrabiat amb aquella guerra, aquell desastre, amb aquella Espanya, que, sense saber més que unes poques paraules de castellà, les feia servir per renegar. Imagineu-me tal com era: vint-i-tres anys, musculat i no gaire alt, colrat, pèl-roig, i dient, farfallós, un discurs incomprensible. Com per sortir corrents del meu davant. El pobre Benet, al meu costat i sense poder parlar, escoltava la cadena d’errors que jo, amb el meu espanyol inepte, havia detectat en l’exèrcit republicà com si cada un fos culpa seva. Per què no li deia dretament que havia perdut tots els companys, dins del grup dels britànics del batalló Lincoln, la XV B.I., la que s’havia integrat en la 15a Divisió, on ell estava assignat?

El cas era que, després d’una nit difícil, i quan vaig fer una pausa en el meu desvari, el meu company d’ambulància, enviat més tard, com jo, a la mateixa cambra del mateix hospital base, anomenem-la olla de grills número u, estava escolrit com el guix i amb l’expressió desencaixada. Ni sabia encara com es deia ell!

Havíem arribat al vespre, l’hospital estava a les fosques, el sopar servit. Abans de dormir, ens van portar un panet i un vas d’aigua a cada un. A la sala se sentien sorolls variats, algun crit, gemecs, però també rialles, converses. Alguns devien estar a punt de rebre destinació al front i, segurament, aquell fet els accelerava les ganes de fer renou i d’oblidar-se’n. Així doncs, mentre us ho afigureu, jo em posaré la mà al clatell. Us asseguro que la ferida que hi tenia era com si una burxa clavada hi fes forat. El cap em feia molt mal, però almenys ningú no m’acabava d’insultar com li havia passat al Benet. Imagineu-vos això: el portalliteres de l’ambulància havia resultat que era un xaval del seu poble, que, en reconeixe’s tots dos, quan el Benet havia intentat parlar-li sense aconseguir-ho, havia rigut dient que ja entenia que el Benet no volgués tornar al front. Aquell soldat tenia taques rodones a la pell, us juro que la seva fesomia retirava a la d’un gos dàlmata. Vaja! Que llest! I és clar que no hi volia tornar! Qui volia anar cap a la mort o el dolor? Però, d’això a fer-se passar per mut amb un veí del poble! Em vaig quedar amb ganes de partir aquell morro a trossos i això que el Benet encara no m’era res. “

17 de juny 2019

lectures d'estiu, set


Una vida que no es mía

Olivia Sudjic

traducción de 
Ariadna Molinari Tato

Ediciones Destino, 2019

páginas: 448


Alice Hare acaba de terminar sus estudios universitarios y decide empezar una nueva vida en Nueva York, su ciudad natal, dejando atrás la Inglaterra en la que ha crecido y, con ella, su complicado pasado familiar. Alice se enamora al instante de Manhattan, pero la soledad en una ciudad inmensa puede ser abrumadora...Hasta que se cruza con Mizuko Himura, una misteriosa escritora japonesa que exhibe su vida como forma de arte en Instagram y que, a través de la pantalla de su iPhone, parece increíblemente cercana.

Tras una intensa persecución a través de las redes sociales y un encuentro que parece fruto de la casualidad, la relación entre Alice y Mizuko se convertirá en un juego de espejos en el que las líneas entre lo real y lo virtual se desdibujan peligrosamente.

fragment:

“No estaba con ella cuando empezó la fiebre. Ni siquiera estaba al corriente de que estuviera enferma. Hasta entonces lo sabía casi todo sobre ella y podía recordar hasta el más mínimo detalle de cualquier día, lo hubiera pasado conmigo o no. Durante meses, su presencia y su telepresencia dieron forma a mi nueva vida en Nueva York. Y ahora, con tan sólo mover un dedo, se había ido. «Dejar de seguir.» Se considera únicamente un gesto simbólico, un «jódete» simbólico, teniendo en cuenta que yo todavía gozaría de cierto nivel de acceso público. La observaba de ese modo desde mucho antes de conocerla, pero parecía que desde entonces su configuración de privacidad había cambiado; muy recientemente, suponía. Me alarmaba su inhibición, o lo que implicaba que tuviera que esconderse. Antes cualquiera podía encontrarla. Con tan sólo teclear su nombre se podía obtener una sinopsis instantánea de su vida: la pulcra disposición de sus fotografías, con sus pensamientos y sus sentimientos al pie, etiquetadas con la ubicación y la fecha. Cualquiera podía rastrear su recorrido por la ciudad, o regresar a su pasado, a sus vacaciones y a sus graduaciones. No podía ser yo la única que hubiera conseguido hacerlo con tanto éxito. Pero ahora ya no tenía acceso. Un muro blanco había descendido, vacío salvo por el icono de un candado. Más que su ausencia física, lo desconcertante era ese bloqueo total. Pocas evidencias indicaban el paso del tiempo: no había noticias de sus mañanas, de sus comidas ni de atardeceres o estrellas con filtro. Conforme caía la oscuridad en mi mundo, el resplandor del suyo me atormentaba con su blancura de hospital. Golpeé el muro con el dedo índice en repetidas ocasiones, pero su boquita desafiante, apenas visible en el pequeño marco que contenía su foto de perfil, volvía mi gesto simbólico en mi contra: «Jódete». Todo era simbólico. Toqué su boca: estaba dura y no admitía réplica. Su rostro también estaba duro: no negaba ni sentía nada. Que la apretara con más o menos fuerza no suponía ninguna diferencia. No había nada que pudiera presionar excepto «Seguir» o «Atrás». No podía decidirme por alguna, así que esperé con la ilusión de que la infeliz elección me fuera retirada. A veces cubría el brillo con la palma de la mano y anulaba su luz por completo, oprimiendo los nudillos unos contra otros. Contaba hasta sesenta y volvía a abrirlos, con la esperanza de que ese movimiento expansivo hubiera abierto el candado, o de descubrir que el muro sólo había sido una medida temporal y ya había restaurado su configuración anterior. Al ver que no era así, probaba rutas más creativas: en lugar de teclear su nombre, como cualquier tonto, buscaba otros que conocía —los de sus amigos— y llamaba a cada puerta trasera que se me ocurría para ver dónde estaba y con quién, pues confiaba en encontrarla refugiándose en las fotografías de los demás. Ninguno de ellos la veía, o, si lo hacían, lo ocultaban. O quizá ella se escondía en algún lugar de ese laberinto hecho de vidas ajenas, pero detrás del objetivo. “


lectures d'estiu, sis


Lluvia fina

Luis Landero

Tusquets Editores, 2019

Página: 272

Tras mucho tiempo sin apenas verse ni tratarse, Gabriel decide llamar a sus hermanas y reunir a toda la familia para celebrar el 80 cumpleaños de la madre y tratar así de reparar los viejos rencores que cada cual guarda en su corazón, y que los han distanciado durante tantos años. Aurora, dulce y ecuánime, la confidente de todos y la única que sabe hasta qué punto los demonios del pasado siguen tan vivos como siempre, trata de disuadirlo, porque teme que el intento de reconciliación agrave fatalmente los conflictos hasta ahora reprimidos. Y, en efecto, la primera llamada de teléfono desata otras llamadas y conversaciones, inocentes al principio y cada vez más enconadas, y de ese modo iremos conociendo las vidas de Sonia, de Andrea, de Horacio, de Aurora, del propio Gabriel y de la madre, y con ellas la historia familiar, desde la infancia de los hijos hasta la actualidad. Tal como temía Aurora, las antiguas querellas van reapareciendo como una lluvia fina que amenaza con formar un poderoso cauce al límite del desbordamiento.

fragment:

“Ahora ya sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no del todo inocentes. Quizá tampoco lo sean las conversaciones de diario, los descuidos y equívocos verbales o el hablar por hablar. Quizá ni siquiera lo que se habla en sueños sea del todo inocente. Hay algo en las palabras que, ya de por sí, entraña un riesgo, una amenaza, y no es verdad que el viento se las lleve tan fácilmente como dicen. No es verdad. Puede ocurrir que ciertos ecos de los dichos, y hasta de los dichos más triviales, sigan como en letargo durante muchos años, latiendo débilmente en un rincón de la memoria, esperando una segunda oportunidad de regresar al presente para aumentar y corregir lo que no quedó del todo claro en su momento, y a menudo con una elocuencia y un alcance significativo que exceden con mucho a los que tuvieron en su origen. Ahí están, no hay más que verlos, llegan revestidos con extraños ropajes, al son de músicas exóticas, con trazas nunca vistas, y es que traen noticias, grandes y asombrosas noticias, de un pasado que acaso no existió jamás. Y siempre, siempre, los relatos o las palabras que vuelven de los oscuros ámbitos de la memoria llegan en son de guerra, cargados de agravios, y ansiosos de reivindicación y de discordia. Es como si en el largo exilio del olvido hubieran ahondado en sus mundos imaginarios, hurgado en sus entrañas, como el doctor Moreau con sus criaturas monstruosas, hasta sufrir una total, una fantástica metamorfosis. Y así, con su lúgubre cortejo de figuras grotescas, pero a la vez irresistiblemente seductoras, las palabras y relatos de ayer llegan a nosotros e imponen en nuestra conciencia la tiranía, la deliciosa tiranía, de sus nuevos significados y argumentos. ¡Ah!, y eso sin contar los gestos que usamos al hablar, la dimensión teatral de las palabras, y que a veces son más persuasivos que ellas mismas, y las sobreviven en la memoria, de modo que a menudo no sabemos con seguridad si estamos recordando las frases o más bien su puesta en escena, el repertorio de ademanes que las acompañaban, las sonrisas, las miradas, las manos, los hombros, las pausas, el secreto parloteo del silencio y del cuerpo.”


lectures d'estiu, cinc


Guia sentimental del Delta de l'Ebre

Joan Todó

Editorial Pòrtic, 2018

pàgines: 240

fragment:

“Val més que ho deixem clar d’entrada: jo no sóc del Delta de l’Ebre. No vaig nàixer allà; ni tan sols hi he viscut. Deltebre és a 45 quilòmetres de ca meua, gairebé una hora amb cotxe, i el lloc d’on jo vinc és força diferent d’aquella terra. A Barcelona, malgrat tot, hi ha una certa insistència a fer-me deltaic, oblidant que no totes les Terres de l’Ebre són el Delta, igual que no tot el Pirineu és a la Vall d’Aran ni tots els barcelonins viuen a les Rambles. En realitat, «Terres de l’Ebre» és una denominació que no m’acaba de fer el pes, no tan sols perquè el riu que passa pel meu poble té un altre nom, sinó també perquè se’m fa costa amunt aplicar-la a altres racons d’allò que, estrictament parlant, és la diòcesi de Tortosa.

Però «diòcesi de Tortosa» tampoc no és una denominació gaire confortable, admetem-ho, tot i que és l’últim refugi per abastar alhora Peníscola i Falset, Cinctorres i Vandellòs, és a dir, els límits reals del lloc on visc, als quals s’ha superposat una frontera administrativa, allà on hi ha el meu poble, que és completament artificial i no té gaire efectivitat. En el tràngol, la zona s’ha quedat sense un nom que m’acabi de satisfer: «Terres de l’Ebre» no és ben bé el mateix, i així ens movem sempre entre dos malentesos. Perquè si dic que sóc de la diòcesi, suposaran que sóc de missa, però si dic que sóc de l’Ebre s’imaginaran que tinc un arrossar, o un llaüt, a la porta de casa (i no és cap hipèrbole: això m’ha passat). No és l’únic problema de noms que trobarem: del Delta sempre se n’havia dit la Ribera però, d’ençà que riu amunt hi ha una comarca anomenada Ribera d’Ebre, l’expressió resulta confusa.

En realitat, per a mi igual que per a molts de vosaltres, el Delta és un espai altre, un paisatge exòtic, una curiositat desconcertant. Sempre ha estat allà, ben visible des del camp d’oliveres dels meus iaios, però no hi anàvem mai perquè sempre hi seríem a temps, pensàvem. Tant és així que el meu primer contacte amb ell va ser desoladorament trivial: una visita escolar. D’aquesta ho he oblidat gairebé tot: suposo que ens van parlar dels arrossars, de la fauna, de la flora, qui sap si de les feines d’abans, però no en recordo res més que el goig de passar un dia fora de classe i la imatge flotant, descontextualitzada, d’un pontet que passava per sobre d’una sèquia paral·lela a una filera d’aubes i, damunt del pontet, algun hippy parlant-nos d’ocells. O hi havia les sortides per fer campionats de cros escolar: recordo una cursa a Deltebre, quan encara no havíem après a anomenar-lo així , els seus carrers sense asfaltar, aixecats per instal·lar-hi les clavegueres, les cases amb hortet i perxa que es retallaven contra el cel, sense cap muntanya al darrere. Després va haver-hi les lectures: d’Arbó , de Vergés,  de Roig. I, gairebé immediatament, les vistes per la finestra del tren que, havent acabat la Secundària, em duia a Barcelona: una plana enigmàtica que començava més avall de l’Aldea. A Camarles, a l’Ampolla, pujaven al vagó uns éssers de parlar estrany, ràpid i fort, que, després de Sitges, quan el tren passava per la vora de la Cala Morisca, provocaven un moviment sísmic al vagó.

He de confessar que, durant un temps, en aquella època en què perpetrem les provatures literàries que després ens hauran d’avergonyir, vaig pensar, endut jo mateix per l’error que acabo de retreure als periodistes barcelonins, que del Delta en podia fer matèria d’efusió lírica. En el fons, més aviat imitava, païa lectures encara mal fetes. Al capdavall, el  Delta no el vaig descobrir realment fins als vint-i-cinc anys i la descoberta va consistir sobretot a adonar-me que no el coneixia, que m’era un lloc estrany, que no tenia dret a apropiar-me’l, que el meu horitzó primer era un altre de ben diferent.

Per això val més que no obriu aquest llibre esperant trobar-hi una guia feta des de l’entranya, un busseig en els meus orígens, un somorgollament en la terra natal. El Delta m’és, en bona mesura, aliè; no vaig poder anar-hi a lloure fins que no em vaig traure el carnet de conduir, quan ja vorejava la trentena ; però igualment he d’admetre que tan aviat com vaig poder gaudir de la llibertat que dóna tenir un vehicle i ser capaç de fer-lo anar, va ser cap al Delta que em vaig adreçar primer que res. Una bona part del que llegireu aquí, doncs, és el resultat de deu anys d’allargar-me al Delta amb el Citroën del meu pare, de dur-hi la dona a passejar, d’anar-hi a veure algun amic.

Després, evidentment, hi ha la trucada d’un editor proposant-me escriure això. Hauria pogut fer valer la confusió que deia al principi: jo potser sóc més vàlid per parlar dels flaons de Morella o de la simpatia dels amos del restaurant de Castell de Cabres, i segurament hi ha gent més capacitada que jo per parlar del Delta . Però li vaig dir que sí. És com si aquest llibre fos el resultat d’un desig: fer aquesta guia ha estat l’excusa per anar a restaurants, voltar per platges, caminar entre arrossars, fer fotografies. No he arribat a tot arreu; no ho he pogut veure tot: no espereu el llibre total, definitiu, sobre el Delta. La lectura d’aquest text no us estalviarà anar-hi; és tan sols una visió parcial i esbiaixada, i forastera, amb llacunes més grans que l’Encanyissada. Amb sort, hi trobareu consells que us permetin no repetir alguna de les meues marrades. La forma, aparentment enciclopèdica, no us ha d’ofuscar: aquest és un llibre ampliable. L’ordre alfabètic de les entrades, no ho negaré, és en bona mesura un caprici, però també una manera de permetre que us entregueu sense recança al plaer macedonià d’una lectura tastaolletes, discontínua. El Delta, aparentment tan diàfan, és també un laberint on, d’un punt a un altre, hi ha múltiples camins . La forma de diccionari m’ha semblat, paradoxalment, la menys fora-viadora per al lector.

Benvinguts.”