25 de des. 2016

mag igor



El proper dimecres, 28/12/2016, acomiadem l’any amb un gran espectacle: el gran Mag Igor ens acompanyarà amb la seva màgia. 

 Tots esteu convidats, companys, familiars i amics de Vespres Literaris.

Lloc: Centre Civic Montflorit, de 20 a 21h.

Us esperem!!!!

21 de des. 2016

cuentos completos Chéjov y cuatro

La editorial Páginas de Espuma, en edición de Paul Viejo, ha publicado la narrativa breve completa de Antón Chéjov en cuatro volumenes.  

En la cuarta y última entrega, que cubre el periodo 1894-1903, hasta la muerte de Chéjov, llegamos al final de una de las obras más importantes de la literatura en la que se concentran cuentos como “Del amor”, “Las grosellas” “El obispo” , junto a un apéndice con textos de diversa índole y a relatos extensos como “Mi vida”, “Tres años” o “En el barranco”, hasta “La novia”, el último de los que publicó 

LA DAMA DEL PERRITO

“Y Ana Sergeyevna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada dos o tres meses abandonaba S. diciendo a su esposo que iba a consultar a un doctor acerca de un mal interno que sentía. Y el marido le creía y no le creía. En Moscú paraba en el hotel del Bazar Eslavo, y desde allí enviaba a Gurov un mensajero con una gorra encarnada. Gurov la visitaba y nadie en Moscú lo sabía.

Una mañana de invierno se dirigía hacia el hotel a verla (el mensajero llegó la noche anterior). Iba con él su hija, a quien acompañaba al colegio. La nieve caía en grandes copos blancos.

-Hay tres grados sobre cero y, sin embargo, nieva -dijo Gurov a su hija-. Sólo hay deshielo en la superficie de la tierra; a mucha más altura de la atmósfera la temperatura es distinta completamente.

-¿Y por qué no hay tormentas en invierno, papá?

Y le explicó esto también.

Hablaba pensando que iba a verla a «ella», que nadie lo sabía y probablemente no se enterarían nunca. Tenía dos vidas: una franca, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de franqueza relativa y relativa falsedad, una vida igual a la que llevaban sus amigos y conocidos; y otra que se deslizaba en secreto. Y a través de circunstancias extrañas, quizá accidentales, resultaba que cuanto había en él de verdadero valor, de sinceridad, todo lo que formaba el fondo de su corazón estaba oculto a los ojos de los demás; en cambio, cuanto había en él de falso, el estuche en que solía esconderse para ocultar la verdad -como, por ejemplo, su trabajo en el banco, sus discusiones en el club, aquello de la «raza inferior», su asistencia acompañado de su mujer a aniversarios y fiestas-, todo eso lo hacía delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a los otros por sí mismo, no creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada hombre vive su verdadera vida en secreto, bajo el manto de la noche. La personalidad queda siempre ignorada, oculta, y tal vez por esta razón el hombre civilizado tiene siempre interés en que sea respetada.

Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo el abrigo de pieles, subió las escaleras y llamó a la puerta. Ana Sergeyevna, vestida con su traje gris favorito, exhausta por el viaje y la espera, lo aguardaba desde la noche anterior. Estaba pálida; lo miró sin sonreír, y apenas había entrado se arrojó en sus brazos. Fue su beso lento, prolongado, como si hiciera años que no se veían.

-Y bien, ¿qué tal lo vas pasando allí? -preguntó Gurov-. ¿Qué noticias traes?

-Espera; ahora te contaré..., no puedo hablar.

Y no podía; estaba llorando. Se volvió de espaldas a él llevándose el pañuelo a los ojos.

«La dejaremos llorar. Me sentaré y esperaré», pensó Dmitri; y se sentó en una butaca.

Mientras tanto, llamó al timbre y pidió que le trajeran té. Ana Sergeyevna seguía de espaldas a él mirando por la ventana. Lloraba de emoción, al darse cuenta de lo triste y dura que era la vida para ambos; sólo podían verse en secreto, ocultándose de todo el mundo, como ladrones. Sus vidas estaban destrozadas.

-¡Ven, cállate! -dijo Gurov.

Para él era evidente que aquel amor tardaría mucho en acabarse; que no podía encontrarle fin. Ana Sergeyevna cada vez lo quería más. Lo adoraba y no había que pensar en decirle que aquello se acabaría alguna vez; por otra parte, no lo hubiera creído.

Se levantó a consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros y en aquel momento se vio en el espejo.

Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le pareció raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los últimos años. Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida y calor, temblaban.

Sintió compasión por aquella vida todavía tan joven, tan encantadora, pero probablemente no lejos de marchitarse como la suya. ¿Por qué lo amaba ella tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de cómo era en realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin embargo, ninguna fue feliz con él. El tiempo pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor.

Y he aquí que ahora, cuando su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por primera vez en su vida.

Ana Sergeyevna y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer, como tiernos amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué ella tenía un esposo y él una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a vivir en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué avergonzarse en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.

Otras veces, en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo con razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía profunda compasión, necesidad de ser sincero y tierno...

-No llores, querida -le dijo-. Ya has llorado bastante, vamos... Ven y hablaremos un poco, arreglaremos algún plan.

Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel intolerable cautiverio?...

-¿Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba Gurov con la cabeza entre las manos-. ¿Cómo?...

Y parecía como si dentro de pocos momentos todo fuera a solucionarse y una nueva y espléndida vida empezara para ellos; y ambos veían claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la parte más complicada y difícil no había hecho más que empezar.

FIN

La dama del perrito (1899)
fragmento cuatro y último
Antón Chejov



20 de des. 2016

cuentos completos Chéjov, tres

La editorial Páginas de Espuma, en edición de Paul Viejo, ha publicado la narrativa breve completa de Antón Chéjov en cuatro volumenes.  

El tercer volumen abarca el período 1887 a 1893, momento de mayor esplendor en la trayectoria del autor. Los años de relatos tan importantes como “El duelo”, “La estepa” o “La sala número seis”, de clásicos como “Luces” o “El beso” y cuentos algo menos conocidos pero inolvidables  de la talla de “El encuentro”, “En Moscú” o “Ganas de dormir”. Un periodo que significa su explosión como autor, el reconocimiento unánime por críticos, académicos y lectores y, sobre todo, la celebración de un autor que estaba a un paso de convertirse en una leyenda.


LA DAMA DEL PERRITO

“En su casa de Moscú lo encontró todo en plan de invierno; las estufas estaban encendidas, y por las mañanas aún era oscuro cuando sus hijos tomaban el desayuno para irse al colegio, tanto que la niñera tenía que encender la luz un rato. Habían empezado las heladas. Cuando cae la primera nieve y aparecen los primeros trineos es agradable ver la tierra blanca, los blancos tejados, exhalar el tibio aliento, y la estación trae a la memoria los años juveniles. Las viejas limas y abedules, cubiertos de escarcha, tienen una expresión simpática y están más cerca de nuestro corazón que los cipreses y las palmas. Junto a ellos se olvidan el mar y las montañas.

Gurov había nacido en Moscú;  llegó a él en un bello día de nieve, y al ponerse su abrigo de pieles y sus guantes, al pasearse por Petrovka, al oír el domingo por la tarde el sonido de las campanas, olvidó el encanto de su reciente aventura y del sitio que dejara. Poco a poco se absorbió en la vida de Moscú; leía con avidez los periódicos ¡y declaraba que los leía sin fundamento! En seguida sintió un deseo irresistible de ir a los restaurantes, a los clubes, a las comidas, aniversarios y fiestas; se sintió orgulloso de hablar y discutir con célebres abogados, con artistas, de jugar a las cartas con algún profesor en el club de doctores.  Ya podía hasta comer un plato de pescado salado o una col...

Al cabo de un mes, le pareció que la imagen de Ana Sergeyevna había de cubrirse de una bruma en su memoria y visitarlo en sueños de cuando en cuando, con una sonrisa, como hacían otras. Pero pasó más de un mes, llegó el verdadero invierno, y recordaba todo aquello tan claramente como si se hubiera separado de Ana Sergeyevna el día antes. Estos recuerdos, lejos de morir, se avivaron con el tiempo. En la tranquilidad de la tarde, al oír las palabras de los niños estudiando en alta voz, el sonido del piano en un restaurante, o el ruido de tormenta que llegaba por la chimenea, volvía de repente todo a su memoria: lo ocurrido en el muelle la mañana de niebla junto a las montañas, el vapor que volvía de Teodosia y los besos. Gurov se levantaba entonces y paseaba por su habitación recordando y sonriendo; luego, sus recuerdos se convertían en ilusiones, y en su fantasía el pasado se mezclaba con el porvenir. Ana Sergeyevna no lo visitaba ya en sueños, lo seguía por todas partes como una sombra, como un fantasma. Al cerrar los ojos la veía como si estuviese viva delante de él, y Gurov la encontraba más encantadora, más joven, más tierna de lo que en realidad era, imaginándosela aún más hermosa de lo que estaba en Yalta. Por la tarde, Ana Sergeyevna lo miraba desde el estante de los libros, desde el hogar de la chimenea; desde cualquier rincón oía su respiración y el roce acariciador de sus faldas. En la calle miraba a todas las mujeres buscando alguna que se pareciese a ella.

Un deseo intenso de comunicar a alguien sus ideas lo atormentaba. Pero en su casa era imposible hablar de su amor, y fuera de ella tampoco tenía a nadie; ni a sus compañeros de oficina ni a ninguno en el banco podía contárselo. ¿De qué iba a hablar entonces? Pero ¿es que había estado enamorado? ¿Hubo algo de poético, de edificante, simplemente de interés en sus relaciones con Ana Sergeyevna? Y todo se le volvía hablar vagamente de amor, de mujer, y nadie sospechaba nada; sólo su esposa fruncía el entrecejo y decía:

-No te va el papel de conquistador, Dimitri.

Una tarde, al volver del club de doctores con un oficial, con el que había estado jugando a las cartas, no se pudo contener y le dijo:

-¡Si supieras la mujer tan fascinadora que conocí en Yalta!

El oficial entró en su trineo, y se iba ya, pero se volvió de pronto exclamando:

-¡Dmitri Dmitrich!

-¿Qué?

-¡Tenías razón esta tarde: el esturión era demasiado fuerte!

Aquellas palabras tan corrientes llenaron a Gurov de indignación, encontrándolas degradantes y groseras. ¡Qué modo tan salvaje de hablar! ¡Qué noches más estúpidas, qué días más faltos de interés! El afán de las cartas, la glotonería, la bebida, el continuo charlar siempre sobre lo mismo. Todas estas cosas absorben la mayor parte del tiempo de muchas personas, la mejor parte de sus fuerzas, y al final de todo eso, ¿qué queda?: una vida servil, acortada, trivial e indigna, de la que no hay medio de salir, como si se estuviera encerrado en un manicomio o una prisión.

Gurov no durmió en toda la noche, tan lleno de indignación estaba. Al día siguiente se levantó con dolor de cabeza. Y a la otra noche volvió a dormir mal; se sentó en la cama, pensando; luego se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Estaba harto de sus hijos, del banco, y sin ganas de ir a ningún sitio ni de ver a nadie.

En las vacaciones de diciembre se preparó para un viaje; le dijo a su mujer que iba a San Petersburgo a un asunto de un amigo y se marchó a S. ¿Para qué? Ni él mismo lo sabía. Sentía necesidad de ver a Ana Sergeyevna y de hablarle; a ser posible, arreglar una entrevista con ella.

Llegó a S. por la mañana y tomó el mejor cuarto del hotel; un cuarto con una alfombra gris en el suelo, y un tintero gris de polvo sobre la mesa, adornado con una figura a caballo que tenía el sombrero en la mano. El portero del hotel le informó necesariamente: Von Diderits vivía en una casa de su propiedad en la calle antigua de Gontcharny; no estaba lejos del hotel. Era rico y vivía a lo grande, tenía caballos propios; todo el mundo lo conocía en la ciudad. El portero pronunciaba «Dridirits».

Gurov se encaminó sin prisa a la calle de Gontcharny y encontró la casa. Enfrente de ella se extendía una larga valla gris adornada con clavos.

-Dan ganas de echar a correr al ver este demonio de valla -pensó Gurov, mirando desde allí a las ventanas de la casa y viceversa.

Luego recapacitó: era día de fiesta y probablemente el marido estaría en casa. De todos modos era una falta de tacto entrar en la casa y sorprenderla. Si le mandaba una carta, podía caer en manos del esposo y todo se echaría a perder. Lo mejor de todo era esperar una ocasión, y empezó a pasearse arriba y abajo por la calle esperando esa ocasión. Vio a un mendigo que se acercaba a la verja y a unos perros que salieron a ladrarle; una hora más tarde oyó débil e indistinto el sonido de un piano. Ana Sergeyevna debía tocar probablemente. De repente, se abrió la puerta, y una mujer vieja, acompañada del blanco y familiar pomeranio, salió de la casa. Gurov estuvo a punto de llamar al perro, pero empezó a latirle violentamente el corazón, y en su excitación no pudo recordar el nombre.

Siguió paseándose y midiendo la empalizada gris una y otra vez, y entonces le dio por pensar que Ana Sergeyevna lo había olvidado y se estaba a aquellas horas divirtiendo con otro, lo cual, al fin y al cabo, era natural en una mujer joven, que no tenía otra cosa que mirar desde por la mañana hasta la noche más que aquella condenada valla. Se volvió a su cuarto del hotel y estuvo largo rato sentado en el sofá sin saber qué hacer; luego comió y durmió bastante tiempo.

-¡Qué estúpido! -exclamó al despertarse y mirar por la ventana-. Sin venir a qué, me he quedado dormido y ahora ya es de noche; ¿qué hago?

Se sentó en la cama, que estaba cubierta por una colcha gris como las de los hospitales, y empezó a burlarse de sí mismo; sentía un fastidio terrible.

-¡Al diablo la señora del perro y la dichosa aventura! En buen lío te has metido, Gurov...

Aquella mañana le había llamado la atención un cartel con letras muy grandes. La Geisha iba a ser representada por primera vez. Al recordar esto, se vistió y se marchó al teatro.

-Es posible que ella vaya a la primera representación -pensó.

El teatro estaba lleno. Como en todos los de provincia, había una atmósfera muy pesada, una especie de niebla que flotaba sobre las luces; por las galerías se oía el rumor de la gente; en la primera fila, los pollos elegantes de la localidad estaban de pie mirando a la gente, antes de levantarse el telón. En el palco del gobernador, su hija, adornada con una boa, ocupaba el primer sitio, mientras que él, oculto modestamente detrás de la cortina, sólo dejaba visible las manos. La orquesta empezó a afinar los instrumentos; el telón se levantó.

Seguía entrando gente que iba a ocupar sus sitios, y Gurov los miraba uno a uno con ansia.

Ana Sergeyevna llegó también. Se sentó en la tercera fila y Gurov sintió que su corazón se contraía al mirarla; comprendió entonces claramente que para él no había en todo el mundo ninguna criatura tan querida como aquélla; aquella mujercita sin atractivos de ninguna clase, perdida en la sociedad de provincia, con sus vulgares impertinentes, llenaba toda su vida; era su pena y su alegría, la única felicidad que ambicionaba, y al oír la música de la orquesta y el sonido de los pobres violines provincianos, pensó cuán encantadora era. Pensó, y soñó...

Un hombre joven, con patillas, alto y encorvado, llegó con Ana Sergeyevna y se sentó a su lado; inclinaba la cabeza a cada paso y parecía estar continuamente haciendo reverencias. Debía ser sin duda el esposo, que una vez en Yalta, en una exclamación de amargura llamó ella lacayo; sonreía almibaradamente y en el ojal de la chaqueta llevaba una insignia o distinción que recordaba el número de un criado.

En el primer descanso el marido se salió fuera a fumar y Ana Sergeyevna se quedó sola en su butaca. Gurov se acercó a ella y con voz temblorosa y una sonrisa forzada le dijo:

-Buenas noches.

Al volver la cabeza y encontrarse con él, Ana Sergeyevna se puso intensamente pálida, lo miró otra vez, horrorizada casi, y estrujó el abanico y los impertinentes entre las manos como luchando para no desmayarse. Los dos guardaban silencio. Ella seguía sentada, él de pie, asustado por la confusión que su presencia le produjo, y no atreviéndose a sentarse a su lado.

Los violines y la flauta empezaron a sonar, y de repente Gurov sintió como si de todos los palcos los estuvieran mirando. Ana Sergeyevna se levantó, marchando rápida hacia la puerta; siguió él, y ambos empezaron a andar sin saber adónde iban, a través de pasillos, bajando y subiendo escaleras, viendo desfilar ante sus ojos uniformes escolares, civiles, militares, todos con insignias. Al pasar, veían señoras, abrigos de piel colgados en las perchas, y el aire les traía olor a tabaco viejo. Y Gurov, cuyo corazón latía con violencia, pensó:

« ¡Cielos! ¿Para qué habrá aquí esta gente y esa orquesta?»

Y recordó en aquel instante cuando, después de marcharse Ana Sergeyevna de Yalta, creyó él que todo había terminado y que no volverían a encontrarse más. Pero ¡cuán lejos estaban del final!

Al pie de una escalera estrecha y sombría, sobre la que se leía: «Paso al anfiteatro», se pararon.

-¡Cómo me has asustado! -exclamó ella sin respiración casi, todavía pálida y como agobiada-. ¡Oh, cómo me has asustado! Estoy medio muerta. ¿Por qué has venido? ¿Por qué?...

-Pero escúchame, Ana, escúchame... -repetía Gurov rápidamente y en voz baja-. Te suplico que me escuches...

Ella lo miraba con temor mezclado de amor y de súplica; lo miraba intensamente como si quisiera grabar sus facciones más profundamente en su memoria.

-¡Soy tan desgraciada! -siguió diciendo sin escucharle-. No he hecho más que pensar en ti todo el tiempo; no vivo más que para eso. Y, sin embargo, necesitaba olvidar, olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!, ¿por qué has venido?...

En el piso de arriba dos colegiales fumaban mirando hacia abajo, pero a Gurov no le importaba nada; atrayendo hacia sí a Ana Sergeyevna empezó a besarle la cara, las mejillas y las manos.

-¡Qué estás haciendo, qué estás haciendo! -gritaba ella con horror apartándolo de sí-. Estamos locos. Vete; vete ahora mismo... Te lo pido por lo que más quieras... Te lo suplico... ¡Que viene gente!

Alguien subía por las escaleras.

-Es preciso que te vayas -siguió diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un susurro-. ¿Oyes, Dmitri Dmitrich? Iré a verte a Moscú. Nunca he sido feliz; ahora lo soy menos todavía, ¡y nunca, nunca seré dichosa!... No me hagas sufrir más. Te juro que iré a Moscú. Pero ahora separémonos, mi amado Gurov, no hay más remedio.

Estrechó su mano y empezó a bajar las escaleras muy de prisa volviendo atrás la cabeza; y en sus ojos pudo ver él que realmente era desgraciada. Gurov esperó un poco más, escuchó hasta que dejó de oírse el rumor de sus pasos, y entonces fue a buscar su abrigo v se marchó del teatro.”

La dama del perrito (1899)
fragmento tres
Antón Chejov

19 de des. 2016

cuentos completos Chéjov, dos

La editorial Páginas de Espuma, en edición de Paul Viejo, ha publicado la narrativa breve completa de Antón Chéjov en cuatro volumenes.  

El segundo volumen abarca el período 1885 a 1886, los dos años más fecundos y ricos, fundamentales en su obra. De miniaturas impecables como “Fracaso” a relatos extensísimos como “Un drama de caza”, pasando, por supuesto, por cuentos que ya son clásicos de la literatura universal: “La broma”, “En el camino”, “Agafia” o “Vanka", donde su estilo, su capacidad para la sugerencia y la elipsis, sus estructuras y su  arriesgada modernidad, se modificaron para dejar un legado universal.


LA DAMA DEL PERRITO

“Una semana había pasado desde que hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las casas hacía bochorno, mientras que en la calle el viento formaba remolinos de polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes. Era un día de sed, y Gurov entró varias veces en el pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un helado. Nadie sabía qué hacer.

Por la tarde, cuando el viento se calmó un poco, salieron a ver venir el vapor. Había muchas personas paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a alguien y llevaban ramos de flores. Se notaban allí dos peculiaridades de la gente elegante de Yalta: las señoras mayores iban como muchachas y había muchos generales vestidos de uniforme.

A causa de lo alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta del sol, y tardó mucho tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a través de sus impertinentes al vapor y a los pasajeros como esperando encontrar algún conocido, y al volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y preguntaba cosas desacordes, olvidando al poco rato lo que había preguntado; al hacer un movimiento con la mano dejó caer los impertinentes al suelo.

La gente empezaba a dispersarse; estaba demasiado oscuro para ver las caras de los que pasaban. El viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna permanecían allí quietos como si esperasen ver salir a alguien más del vapor.

Ella olía en silencio las flores sin mirar a Gurov.

-El tiempo está mejor esta tarde -dijo él-. ¿Dónde vamos ahora?

Ella no contestó.

Entonces Gurov la miró intensamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los labios, mientras respiraba la frescura y fragancia de las flores; luego miró a su alrededor ansiosamente, temiendo que alguien lo hubiese visto.

-Vamos al hotel -dijo él dulcemente. Y ambos caminaron de prisa.

La habitación estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había comprado en el almacén japonés. Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas personas encuentra uno en este mundo! Del pasado, conservaba recuerdos de mujeres ligeras, de buen fondo algunas, que lo amaban alegremente agradeciéndole la felicidad que él podía darles, por muy breve que fuese; de mujeres, como la suya, que amaban con frases superfluas, afectadas, histéricas, con una expresión que hacía sospechar que no era amor ni pasión, sino algo más significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros sorprendió más de una vez destellos de rapacidad, el deseo obstinado de sacar de la vida aún más de lo que ésta podía darles.  Eran mujeres irreflexivas, dominantes, faltas de inteligencia y de edad ya madura; cuando Gurov empezaba a mostrarse frío con ellas, esta misma hermosura excitaba su odio, figurándosele que los encajes con que adornaban su ropa eran para él escalas.

Pero en el caso actual sólo había la timidez de la juventud inexperta, un sentimiento parecido al miedo; y todo esto daba a la escena un aspecto de consternación, como si alguien hubiera llamado de repente a la puerta. La actitud de Ana Sergeyevna -«la señora del perrito»- en todo lo sucedido tenía algo de peculiar, de muy grave, como si hubiera sido su caída; así parecía, y resultaba extraño, inapropiado. Su rostro languideció, y lentamente se le soltó el pelo; en esta actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado antiguo: La mujer pecadora.

-Hice mal -dijo-. Ahora usted será el primero en despreciarme.

Sobre la mesa había una sandía. Gurov cortó una tajada y empezó a comérsela sin prisa. Durante cerca de media hora ambos guardaron silencio.

Ana Sergeyevna estaba conmovedora; había en ella la pureza de la mujer sencilla y buena que ha visto poco de la vida.

La luz de la bujía iluminando su rostro mostraba, sin embargo, que se sentía desgraciada.

-¿Cómo es posible que yo llegara a despreciarla? -preguntó Gurov-. No sabe usted lo que dice.

-Dios me perdone -dijo ella; y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es horrible -añadió.

-Parece que necesita usted ser perdonada.

-¿Perdonada? No. Soy una mala mujer; me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No es a mi marido, es a mí a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho tiempo que me estoy engañando. Mi marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un lacayo. Yo tenía veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por un sentimiento de curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase de vida, me decía a mí misma. Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!... La curiosidad me abrasaba... Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó un momento en que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió ocurrirme; le dije a mi marido que estaba mala y me vine aquí... Y aquí he estado vagando de un lado para otro como una loca..., y ahora me veo convertida en una mujer vulgar, despreciable, a quien todos mirarán mal.

Gurov se sintió aburrido casi al escucharla.

Le irritaba el tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordimientos tan inoportunos; a no ser por las lágrimas hubiera creído que estaba representado una comedia.

-No la entiendo a usted -dijo dulcemente-. ¿Qué es lo que quiere?

Ella ocultó su rostro en el pecho de él estrechándolo tiernamente.

-Créame, créame usted, se lo suplico. Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado. Yo no sé lo que estoy haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha tentado». Yo también pudiera decir que el espíritu del mal me ha engañado.

-¡Chis! ¡Chis!... -murmuró Gurov.

Después la miró fijamente, la besó, hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se fue tranquilizando, volviendo a estar alegre, y acabaron por reírse los dos. Cuando salieron afuera no había un alma a orillas del mar. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al llegar a la orilla; cerca de ella se balanceaba una barca, dentro de la que parpadeaba soñolienta una linterna.

Encontraron un coche y lo tomaron; fueron en dirección de Oreanda.

-Al pasar por el vestíbulo he visto su apellido escrito en la lista: Von Diderits -dijo Gurov-. ¿Su marido de usted es alemán?

-No; creo que su abuelo sí lo era, pero él es ruso ortodoxo.

En Oreanda se sentaron silenciosos en un sitio no lejos de la iglesia y mirando hacia el mar. Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; blancas nubes permanecían quietas en lo alto de las montañas. No se movía una hoja; en los árboles cantaban las cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el cavernoso y monótono ruido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que a todos nos espera. Del mismo modo debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así se oye ahora, y se oirá con la misma monotonía cuando ya no vivamos. Y en esta constancia, en esta completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de nosotros, ahí se oculta tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del movimiento incesante de la vida sobre el mundo, del progreso hacia la perfección. Sentado al lado de una mujer joven que en la luz del amanecer parecía tan encantadora, acariciada e idealizada por los mágicos alrededores -el mar, las montañas, las nubes, el cielo azul-, Gurov pensó lo hermoso que es todo en el mundo cuando se refleja en nuestro espíritu: todo, menos lo que pensamos o hacemos cuando olvidamos nuestra dignidad y los altos designios de nuestra existencia.

Un hombre pasó cerca de ellos -un guarda, probablemente-, los miró, y siguió adelante.

Y este detalle les parecía misterioso y lleno de encanto también. Luego vieron un vapor que venía de Teodosia, cuyas luces brillaban confundidas con las del amanecer.

-Hay gotas de rocío sobre la hierba -dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.

-Sí. Es hora de volver a casa. Y se volvieron a la ciudad.

Desde entonces volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, se paseaban, contemplaban el mar. Ella se quejaba de dormir mal, sentía palpitaciones en el corazón; le hacía las mismas preguntas, interrumpidas a veces por celos, otras por el miedo de que Gurov no la respetara bastante. Y a menudo, en los jardines, a orillas del agua, cuando se encontraban solos, él la besaba apasionadamente. Aquella vida reposada, aquellos besos en pleno día mientras miraba alrededor por temor de ser visto, el calor, el olor del mar y el continuo ir y venir de gente desocupada, perfumada, bien vestida, hicieron de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así se lo repetía a ella. Se volvió impaciente y apasionado hasta el punto de no querer separarse de su lado, y ella, mientras tanto, seguía pensativa y continuamente le decía que no la respetaba bastante, que no la amaba lo más mínimo, y que seguramente pensaría de ella como de una mujer cualquiera. Todos los días a la caída de la tarde se iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a la cascada, y estos paseos eran siempre un triunfo para ellos; la escena les impresionaba invariablemente como algo magnífico y hermosísimo.

Esperaban al marido, que debía venir pronto; pero un día llegó una carta en la que anunciaba que se encontraba mal y suplicaba a su esposa que volviera cuanto antes. Ana Sergeyevna se preparó, pues, a marcharse.

-Es una buena cosa el que yo me vaya -le dijo a Gurov-. « ¡Es el dedo del destino!»

El día de la marcha, Gurov la acompañó en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó la segunda campanada, Ana Sergeyevna le dijo:

-¡Déjame mirarte una vez más... otra vez! Así, ya está.

No lloraba, pero en su rostro se reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los labios le temblaban.

-Me acordaré de ti siempre..., pensaré siempre en ti -dijo-. Que Dios te proteja; sé feliz. No pienses nunca mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver más; así debe ser, porque nunca debimos habernos encontrado. Que Dios sea contigo, adiós.

El tren partió rápido, sus luces desaparecieron pronto de la vista, y un minuto más tarde no se oía ni el ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer terminar lo antes posible aquel dulce delirio, aquella locura. Solo, en el andén, mirando hacia donde el tren desapareció, Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el zumbido de los hilos del telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y meditó sobre este episodio de su vida que también tocaba a su fin, y del que sólo el recuerdo quedaba... Se sintió conmovido, triste y con remordimientos. Aquella mujer, que nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque aunque la trató con afecto y cariño, hubo siempre en sus maneras, en sus caricias, una ligera sombra de ironía, la grosera condescendencia de un hombre feliz que, además, le doblaba la edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno, distinto de los demás, sublime a veces...; constantemente se había mostrado a ella como no era en realidad, sin intención la había engañado.

Un vago perfume de otoño se dejaba ya sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría y triste.

-Es hora de que me marche al Norte -pensó Gurov al dejar el andén-. ¡Sí, ya es hora!”


La dama del perrito (1899)
fragmento dos
Antón Chejov

18 de des. 2016

cuentos completos Chéjov

La editorial Páginas de Espuma, en edición de Paul Viejo, ha publicado entre el año 2013 y el presente, que ha culminado el proyecto, la narrativa breve completa de Antón Chéjov en cuatro volumenes.  El primer volumen abarca el período 1880 a 1885 y reúne la producción inicial de Chéjov en sus casi 1.200 paginas; un total de 240 cuentos presentados en orden cronológico, con numerosas notas, tablas, indices y apéndices bibliográficos.

LA DAMA DEL PERRITO

“Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.

Después la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del perrito».

«Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov. Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras,  grave y digna, y como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a menudo-, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas «la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas.

La experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú -siempre lentos e irresolutos para todo-, la intimidad, que al principio diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura, llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo encontraba sencillo y divertido.

Una noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el peinado, le indicaron que era una señora, que estaba casada, que se encontraba en Yalta por primera vez y que estaba triste... Las historias inmorales, que se murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las despreciaba, sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor parte, de personas que hubieran pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero cuando la señora del perro se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una novela con una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó súbitamente de su ánimo.

Llamó cariñosamente al pomeranio, y cuando el perro se acercó a él lo acarició con la mano. El pomeranio gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano.

La señora miró hacia él bajando en seguida los ojos.

-No muerde -dijo, y se sonrojó.

-¿Le puedo dar un hueso? -preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir cortésmente-. ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?

-Cinco días.

-Yo llevo ya quince aquí.

Un corto silencio siguió a estas palabras.

-El tiempo pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin mirarlo.

-Es que se ha puesto de moda decir que esto es triste. Cualquier provinciano viviría en Belyov o en Lhidra sin estar triste, y cuando llega aquí exclama en seguida: « ¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera diría que viene de Granada!

Ella se echó a reír. Luego, ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y burlona de dos personas que se sienten libres y satisfechas, a quienes no importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el agua era de un suave tono malva oscuro y la luna extendía sobre ella una estela dorada. Hablaron del bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le contó que había venido de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que era empleado de un banco; que había estado como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego; que poseía dos casas en Moscú...

De ella supo que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le reuniría tal vez su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No estaba muy segura de sí su marido tenía un puesto en el Departamento de la Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirla.

También supo Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.

Más tarde, una vez en su cuarto, pensó en ella; pensó que volvería a encontrársela al día siguiente; sí, necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella le contara de sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía poco, estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de hablar a un extraño. Debía ser ésta la primera vez en su vida que se encontraba sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que al dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas intenciones... Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos grises.

«Algo hay de triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.

La dama del perrito (1899)
fragmento uno
Antón Chejov

14 de des. 2016

el viejo



“Ya que no tenía tiempo para leer su contenido, el viejo quería por lo menos leer el título de todos los libros que existían en la mayor biblioteca del mundo. Es que, gradualmente, semana a semana, se estaba quedando ciego. Como no tenía tiempo para más su opción le pareció acertada. Si el título concentra lo esencial del libro y él leyese todos los títulos, se quedaría con lo esencial de una biblioteca entera.

Comenzó el día 1 de enero alrededor de las 8 de la mañana. Comenzó por el ala Norte.

Con la cabeza inclinada, ora hacia un lado ora hacia el otro, como si estuviese loco o tuviese una enfermedad, leía el título del libro en el lomo.

Para las estanterías más altas se colocaba encima de los escalones de una escalera de metal que existía para el efecto.

Con rigor exhaustivo iba arrastrando la escalera ligeramente hacia el lado para que ningún libro de las estanterías altas escapase a su mirada.

Era exhaustivo –no falló ni un libro– pero era lento. Sólo en junio entró en el ala Sur de la Biblioteca y su vejez mientras tanto había avanzado: estaba casi ciego. A aquel ritmo probablemente no conseguiría llegar al final de la segunda ala de la biblioteca. La muerte y la ceguera se acercaban al mismo ritmo.

Los bibliotecarios y los usuarios, en los últimos días lo incentivaban, algunos le ayudaban a transportar la escalera.

Casi me estoy quedando ciego, repetía el viejo. Y todos en aquella frase oían: casi me estoy muriendo.

Pero el viejo aún conseguía leer, aunque cada vez con mayor dificultad. Leía ahora como un niño que estuviese aprendiendo: letra a letra.

Llegó al último libro de la biblioteca. Con una extraordinaria dificultad leyó su título. Después se sentó, con la respiración jadeante. Instintivamente sonaron aplausos: los funcionarios y los usuarios de la biblioteca manifestaban su admiración por el hecho, por la perseverancia.

El viejo se sentó en una silla y allí se dejó estar.

Aún permanece allí, sin moverse, sentado en la misma posición. Habrá quien diga que está tan feliz que ya no se muere.”


un cuento de Gonçalo M. Tavares

13 de des. 2016

els pastorets


Els companys del Grup Artístic Teatral, GAT, tornen aquest nadal amb la seva adaptació del clàssic de Folch i Torres:  'Somni d'una nit, Els Pastorets'

Ho podreu veure al Teatre de l’Ateneu el diumenge 18 de desembre, a les 11.30 hores.


12 de des. 2016

teatre participatiu



El proper dijous, 15 de desembre a  les 19 hores i al Museu d’Art de Cerdanyola, can Domènech;  la companyia La Xixa Teatre oferirà la representació de l’obra: "Jo no sóc racista, però...". Una obra de creació col·lectiva que té per objectiu l'estudi de les actituds xenòfobes per tal de fer-nos adonar que els rumors escampen percepcions negatives que malmeten la convivència.  L’actuació, concebuda com un teatre-fòrum, permetrà al públic comentar les seves experiències viscudes respecte a la diversitat cultural present a la ciutat i la seva vivència en relació al fet migratori.


L’acte s’inscriu dins el marc de la V Tardor Solidària.


11 de des. 2016

nobel Dylan



Fragmento del discurso enviado por Bob Dylan para la ceremonia de entrega  celebrada ayer en Estocolmo:

“Creo que se consideraba (en referencia a Shakespeare) un dramaturgo.  Sus palabras fueron escritas para el escenario. Con el significado de ser hablado, no leído. Cuando escribía Hamlet, estoy seguro de que estaba pensando en muchas cosas diferentes: ‘¿Quiénes son los actores adecuados para estos papeles? ¿Cómo debería hacerse esto? ¿Realmente quiero establecer esto en Dinamarca?’. Su visión y sus ambiciones creativas estaban sin duda en la vanguardia, pero también había asuntos más mundanos que consideraba y trataba. '¿Cómo será la financiación? ¿Hay suficientes asientos para el público? ¿Dónde voy a conseguir un cráneo humano?’. Apuesto a que lo más lejano de la mente de Shakespeare era la pregunta: ‘¿Es esto literatura?  (…)


Pero, como Shakespeare, yo también estoy a menudo ocupado con la búsqueda de mis esfuerzos creativos y tratando todos aspectos de los asuntos mundanos de la vida. ¿Quiénes son los mejores músicos para estas canciones? ¿Estoy grabando en el estudio correcto? ¿Esta canción está en la clave correcta? Algunas cosas nunca cambian, incluso en 400 años. Ni una sola vez he tenido tiempo de preguntarme: ¿Son mis canciones la literatura? Por lo tanto, doy las gracias a la Academia sueca, tanto por tomarse el tiempo para considerar esa misma pregunta, y, en última instancia, por proporcionar una respuesta tan maravillosa.”

10 de des. 2016

stefan zweig, 7

El rey Jorge V y el presidente Woodrow Wilson
“El 13 de diciembre de 1918 llegó a Brest el gran transatlántico George Washington, llevando a su bordo a Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos de América. Jamás desde el principio del mundo había sido esperado un barco, un hombre, por tantos millones de seres y con tales ardientes esperanzas. Por espacio de cuatro años habían estado las naciones luchando una contra otra, sacrificando cientos de miles de sus mejores hijos con rifles y bayonetas, ametralladoras y artillería pesada, lanzallamas y gases venenosos, y durante estos cuatro años se fomentó la aversión mutua. No obstante, esta excitación frenética no llegó jamás a silenciar completamente las voces mudas de adentro, que les revelaban que cuanto hacían y decían era absurdo, insensato, una deshonra para nuestro siglo. Los millones de combatientes habían estado constantemente excitados, consciente e inconscientemente, por el conocimiento íntimo de que la humanidad había retrocedido al caos de la barbarie que se suponía dejaba atrás para siempre.

Entonces, del otro lado del Atlántico, desde Nueva York, había llegado una voz que se expresaba claramente a través de los campos de batalla empapados aún en sangre para decir: "No más guerra." Jamás deben producirse de nuevo semejantes discordias; jamás debe existir de nuevo la vieja y perversa diplomacia secreta mediante la cual han sido arrastradas las naciones a la mortandad sin su conocimiento o consentimiento. En vez de ello habrá que establecer un nuevo y mejor orden en cl mundo, "el reino de la ley, basado en el consentimiento de los gobernados y sostenido por la opinión organizada de la humanidad". Es maravilloso decirlo: en cada país y en cada idioma la voz había sido comprendida instantáneamente. La guerra, que hasta ayer había sido mera lucha por territorios, por fronteras, por materias primas y mercados, por minerales y petróleo, había adquirido de repente una significación casi religiosa; había asumido el aspecto de un preliminar para la paz perpetua, para el reinado mesiánico del derecho y de la humanidad. Pareció de golpe que, después de todo, no había sido derramada en vano la sangre de millones de hombres; que esta generación era la que únicamente había sufrido y que jamás volvería a sufrir la tierra un infortunio semejante. Por cientos de miles, por millones, las voces de los que habían recibido la inspiración con un frenesí de fe acudieron a este hombre, Woodrow Wilson, con la esperanza de que podría establecer la paz entre vencedores y vencidos, y que la paz sería una paz justa. Wilson, como otro Moisés, daría a los pueblos enloquecidos por la guerra las tablas de una nueva ley. En unas cuantas Semanas su nombre había adquirido un significado religioso, redentor. Calles y edificios y niños eran denominados con su nombre. Cada nación que se sentía perturbada o perjudicada envió delegados. Cartas y telegramas, llenos de propuestas, pedidos y conjuros, llegaban desde los cinco continentes. Se contaban por miles y baúles repletos de ellos fueron llevados al barco en que el presidente embarcó para Europa. Es más, el mundo entero comenzó a considerarlo como el árbitro que arreglaría sus querellas finales antes que se llegara a la largamente deseada reconciliación.

Wilson no pudo resistir la llamada. Sus amigos norteamericanos le aconsejaron que no asistiera en persona a la Conferencia de la Paz. Como presidente de los Estados Unidos, decían, el deber le exigía no abandonar su país, y debía contentarse con guiar las negociaciones desde lejos. Aun el más alto puesto que su tierra natal podía conferirle, la Presidencia, pareció una fruslería al compararlo con la tarea que le esperaba del otro lado del Atlántico. No estaba satisfecho con servir a un pueblo, a un continente; quería servir a la humanidad en general, consagrarse, no a este momento de su época, sino al futuro bienestar del mundo. No reduciría sus propósitos a promover los intereses de Norteamérica porque "el interés no reúne a los hombres, el interés separa a los hombres." No, él trabajaría para ventaja de todos. En su fuero interno sintió el deber de procurar que no pudieran tener de nuevo los soldados y diplomáticos una oportunidad para inflamar las pasiones nacionales.

El, con su propia persona, aseguraría, que había ele prevalecer "Ia voluntad del pueblo más bien que la de sus líderes." Cada palabra pronunciada en la Conferencia de la Paz (que sería la última de su clase en el mundo) debería ser hablada con las puertas y ventanas completamente abiertas, y su eco daría la vuelta al globo.

Así se mantenía a bordo del buque y miraba hacia la costa europea que asomaba a través de la niebla, vaga e informe como su propio sueño de la venidera hermandad de naciones. Su porte era erguido, alto de talla, firme continente, ojos penetrantes v claros detrás de sus anteojos, la barba prominente como la de otros enérgicos norteamericanos, labios llenos y carnosos pero reservados. Hijo y nieto de  presbiterianos, había heredado la fuerza y la afectación de humildad de aquellos para quienes existe solamente una verdad y están confiados en que ellos la conocen. Tenía el ardor de sus antepasados escoceses e irlandeses, asociado con el fanatismo dado por el credo calvinista que impone a los líderes y maestros la tarea de salvar a la humanidad del pecado; e incesantemente trabajó en él la obstinación de los herejes y los mártires que van a la pira antes que ceder un tilde en lo que ellos conciben que han aprendido ele la Biblia. Para él, el demócrata, el hombre docto, los conceptos de "filantropía", "humanidad", "libertad"' "independencia" y "derechos humanos", no eran palabras vacías, sino artículos de fe que él defendería sílaba por sílaba como sus predecesores habían defendido los Evangelios. Había librado muchas batallas. Ahora, a medida que el vapor se acercaba más a las costas de Europa y los contornos se hacían más visibles, se estaba aproximando a la tierra en donde tenía que encarar las soluciones decisivas. Involuntariamente puso sus músculos en tensión resuelto "a luchar por el nuevo orden, en forma afable si podía hacerlo, en forma ofensiva si era necesario».

Pronto, sin embargo, se debilito la rigidez de continente de aquel cuya mirada estaba dirigida a la distancia. Los cañones y las banderas que lo saludaban cuando navegaba en el puerto de Brest no eran la bienvenida formal, agitada y tronadora al presidente de los Estados Unirlos, a una república aliada, porque de las masas que ocupaban la orilla llegaron gritos de aclamación que proclamaban alguna cosa más que una recepción organizada de antemano, algo más que el júbilo prescrito. Lo que le saludaba era el entusiasmo flamante de un pueblo entero. Cuando marchaba velozmente en el tren que lo conducía a la metrópoli, de cada aldea, de cada cabaña, de cada casa, se agitaban banderas y radiaban esperanzas. Las manos se tendían hacia él, le aclamaban con vítores y aplausos. Luego, cuando pasaba por los Campos Elíseos, caían cascadas del mismo entusiasmo de los muros vivientes. El pueblo de París, el pueblo de Francia, simbolizando a todos los pueblos distantes de Europa, gritaba, expresaba su regocijo, rebosante de esperanzas. Sus rasgos se relajaron más y más. Una sonrisa franca, alegre, casi hechizada, descubrió sus dientes. Agitó su sombrero a derecha e izquierda, como si deseara saludarlos a todos, saludar al mundo entero. Seguramente había hecho bien en venir en persona, porque solo la voluntad viviente triunfaría sobre la rigidez de la ley. Con una ciudad tan feliz y un pueblo tan lleno de esperanzas, ¿cómo podría él fracasar en llenar sus deseos ahora y para todos los tiempos? Un descanso de una noche y, a la mañana siguiente, estaría pronto para trabajar, para dar al mundo aquella paz con que había soñado, por miles de años, realizando así la mayor proeza que jamás hubiera hecho mortal alguno. “


Momentos estelares de la humanidad
“El fracaso de Wilson”

Stefan Zweig