17 de juny 2018
exposició memòria perduda
Hoy, un grupo
de Vespres Literaris, hemos ido a
visitar la exposición “Memoria Perdida”,
de Miquel Gonzalez, un fotógrafo con raíces españolas que vive en
Holanda. Durante los últimos años ha viajado por España
en busca de su memoria perdida. ¿Su
motivación?, la inquietante certeza de que los familiares de la mitad del país
todavía estuvieran enterrados en canaletas, campos y barrancos o en fosas comunes, a las
afueras de sus ciudades y pueblos, sin identificar.
Memoria Perdida es una selección de fotografías
de los lugares donde se sabe que yacen miles de personas, de esas fosas comunes,
albaceas silenciosas de atrocidades sin cuento que no han sido abiertas, datadas, identificadas y dignificados hasta el día de
hoy. Muchos de estos lugares se han perdido, ocultados por nuevas construcciones
o, simplemente, han desaparecido sin
ningún indicio o señal que recuerde su pasado cruel.
14 de juny 2018
lectures, 15
Calle Este-Oeste
Sobre los orígenes de
"genocidio" y "crímenes contra la humanidad"
Philippe Sands
Anagrama, 2017
Páginas: 600
“En las
páginas de este libro se entretejen dos hilos: por un lado, el rescate de la historia del abuelo materno
del autor a partir de un viaje de este para dar una conferencia en la ciudad de
Lviv, que fue polaca y actualmente forma
parte de Ucrania. Por el otro, la peripecia de dos abogados judíos y un
acusado alemán en el juicio de Núremberg, cuyas vidas también confluyen en esa ciudad
invadida por los nazis. Los dos judíos
estudiaron allí y salvaron sus vidas porque emigraron a tiempo –uno a
Inglaterra, el otro a Estados Unidos–, y el acusado –también brillante abogado y
asesor jurídico de Hitler– fue gobernador durante la ocupación.
Y así, a
partir de las sutiles conexiones entre estos cuatro personajes – el abuelo, los dos abogados judíos que participan en
Núremberg, uno con el equipo de juristas
británico y el otro con el americano, y el nazi, un hombre culto que acabó abrazando la
barbarie–, emerge el pasado, la Shoá, la Historia con mayúsculas y las pequeñas
historias íntimas. Y frente al horror
surge la sed de justicia – la lucha de los dos abogados por introducir en el
juicio el concepto de «crímenes contra la humanidad»– y la voluntad de entender
lo sucedido, que lleva al autor a entrevistarse con el hijo del criminal nazi.
El resultado:
un libro que demuestra que no todo estaba dicho sobre la Segunda Guerra Mundial
y el genocidio; un libro que es al mismo tiempo un bellísimo texto literario
con tintes detectivescos y de thriller judicial, un relato histórico sobresaliente sobre el
Holocausto y los ideales de unos hombres que luchan por un mundo mejor y una
meditación sobre la barbarie, la culpa y el deseo de justicia.”
Fragmento:
“Yo llegué a Lviv en el otoño de
2010 para dar mi propia conferencia. Por entonces había descubierto un hecho
curioso y aparentemente inadvertido: los dos hombres que introdujeron los conceptos
de crímenes contra la humanidad y genocidio en el juicio de Núremberg, Hersch Lauterpacht y Rafael Lemkin
respectivamente, habían vivido en la ciudad en el período sobre el que escribió
Wittlin. Ambos habían estudiado en la
universidad, experimentando la amargura de aquellos años.
Aquella no sería la última de
las muchas coincidencias que pasaron por mi escritorio, pero nunca dejaría de
ser la de mayor calado. ¡Cuán extraordinario resultaba que, al preparar un viaje a Lviv para hablar sobre
los orígenes del derecho internacional, descubriera
que la propia ciudad se hallaba íntimamente vinculada a dichos orígenes!
Parecía algo más que una mera coincidencia que los dos hombres que hicieron más
que nadie para crear el moderno sistema de justicia internacional tuvieran sus
orígenes en la misma ciudad. Igualmente
llamativo fue descubrir, en el curso de
aquella primera visita, que ni una sola
de las personas que conocí en la universidad, o de hecho en toda la ciudad, era consciente del papel de esta en la
fundación del moderno sistema de justicia internacional.
A la conferencia le siguió un
turno de preguntas, que en general
giraron en torno a las vidas de aquellos dos hombres. ¿En qué calles vivieron?
¿Qué estudiaron en la universidad, y
quiénes fueron sus profesores? ¿Se conocían entre ellos? ¿Qué ocurrió en los
siguientes años después de que abandonaran la ciudad? ¿Por qué hoy nadie
hablaba de ellos en la facultad de derecho? ¿Por qué uno de ellos creía en la
protección de los individuos y el otro en la de los grupos? ¿Cómo se habían
involucrado en el juicio de Núremberg? ¿Qué fue de sus familias?
Pero yo no tenía las respuestas
a aquellas preguntas sobre Lauterpacht y Lemkin.
Entonces alguien formuló una
pregunta que sí podía responder:
« ¿Cuál es la diferencia entre
crímenes contra la humanidad y genocidio?»
«Imagine una matanza de cien mil
personas que resultan pertenecer a un mismo grupo», expliqué, «judíos o polacos
en la ciudad de Lviv. Para Lauterpacht, el
asesinato de individuos, si se enmarca
en un plan sistemático, sería un crimen
contra la humanidad. Para Lemkin, lo importante
era el genocidio, el asesinato de muchos
con la intención de destruir al grupo del que forman parte. Para un fiscal
actual, la diferencia entre ambos
conceptos es en gran medida una cuestión de establecer la intención: para
probar el genocidio, habría que mostrar
que el acto del asesinato venía motivado por una intención de destruir al
grupo, mientras que en el caso de los crímenes contra la humanidad no haría
falta mostrar tal intención.» Luego
expliqué que probar la intención de destruir a un grupo total o parcialmente
era notoriamente arduo, dado que las personas implicadas en tales matanzas
tendían a no dejar ningún rastro de papeleo que pudiera resultar de utilidad.
¿Importa la diferencia?, preguntó alguien más. ¿Importa que la ley
trate de protegerte porque eres un individuo o debido al grupo del que resultas
ser miembro? Aquella pregunta corrió por toda la sala, y me ha acompañado desde
entonces.
Más avanzada la tarde, se me
acercó una estudiante. « ¿Podemos hablar en privado, lejos de la gente?»,
susurró. «Es algo personal.» Nos
desplazamos a un rincón. Nadie en la ciudad conocía ni le importaban
Lauterpacht y Lemkin –me dijo–, porque
eran judíos. Estaban manchados por sus
identidades.
Es posible, respondí, ignorando adónde quería ir a parar.
Entonces me dijo: «Quiero que
sepa que su conferencia era importante para mí, personalmente importante para
mí.»
Entendí lo que me decía; me estaba transmitiendo un mensaje sobre sus
propias raíces. Fuera polaca o judía, no era aquel un tema del que hablar en
público. Las cuestiones relativas a la identidad individual y la pertenencia a
grupos resultaban delicadas en Lviv.
«Entiendo su interés en
Lauterpacht y Lemkin», prosiguió, «pero
¿no es el rastro de su abuelo el que debería seguir? ¿No es él el más cercano a
su corazón?»”
13 de juny 2018
lectures, 14
Zama
Antonio di Benedetto
Alfaguara, 1992
Pàgines 248
“¿Puede una
ficción rizar nuestro presente? Acaso los bucles del tiempo, aquella
especulación científica que fábula sobre la existencia de curvaturas
espacio-temporales, sean como los rizos
de esa mujer abismal y fantasmática que aparece en el corazón de Zama solo para mostrar en espejo todos los terrores
que habitan al protagonista. Una mujer de edad indefinida y sensualidad
dominadora, capaz de cavar hasta dejarlo
vacío o de llevarlo allí donde todo “es
un acogedor y dilatado silencio”. El
tiempo sin tiempo de la muerte… En efecto, la lectura de esta novela de Antonio Di Benedetto, publicada en
Buenos Aires en 1956 pero ambientada en la América colonial, es como un viaje en el tiempo del que se
regresa sólo para comprobar el ingenio o la clarividencia de la máquina.
Me enteré de
la buena recepción que está teniendo la versión inglesa de Zama por medio de su traductora, Esther
Allen. A las elogiosas reseñas
publicadas por J. M. Coetzee (The New York Review of Books) y Benjamin Kunkel (The New Yorker), hay que
agregar además que Publisher’s Weekly la
coloca entre las 20 obras de ficción más destacadas de 2016. En la misma carta Allen me comenta que si bien
la traducción estaba lista hacía más de cinco años, la casa editora decidió esperar al estreno de
la película de Lucrecia Martel, previsto para fines de 2016 y reprogramado
para junio de este año.
Marcelo Cohen, en un reciente análisis de esta traducción, afirma que para mantener el espesor del sonido
y la peripecia mental de esa lengua inventada ad hoc en Zama se debería crear un cóctel de inglés isabelino depurado por Conrad, alta retórica de estadista
estadounidense (Jefferson, Lincoln,
Obama) y divagación socarrona del Middle West, sumándole, por si fuera
poco, algunas líneas de la elocuencia delirante y psicopática de los villanos
de Tarantino. Algo imposible, claro, que
Allen resuelve de un modo austero, llevando
la textura polisémica de cada frase al conjunto de escenas de cada secuencia y
de allí a toda la novela, quizá para
resguardar la significación total. Dicho
de otro modo: Allen prefiere reflejar la movilidad de la prosa antes que la
densidad diacrónica del sonido, porque
la lengua de Zama es perfectamente
intraducible. Las reverberaciones
idiomáticas de los tiempos pasados crepitan aquí en una escritura que avanza,
con pulso oscilante, bajo el chirrido
existencialista de una máquina obcecadamente soberbia.
Di Benedetto —como el mexicano Juan Rulfo, como la chilena María Luisa Bombal o la uruguaya Armonía Somers— forma parte de una
línea que sería no del todo errada calificar como el antiboom latinoamericano.
El primero en observar esa “antinovela” que se estaba poniendo silenciosa pero
tesoneramente en marcha en la región fue Augusto
Roa Bastos; en un artículo
emblemático publicado en la revista Los
Libros (Buenos Aires, 1969) señala la proximidad entre Pedro Páramo y Zama en
la concentración, el despojamiento y la
sequedad estilística para afirmar que es a partir de este campo de influencias
donde habría de surgir la verdadera renovación literaria del continente.
Por tanto, la
respuesta a la pregunta que un tanto burdamente lanza J. M. Coetzee en el
artículo mencionado — ¿es posible que la “gran novela americana” la haya
gestado un argentino?— está escrita hace rato.
Desarraigado
de su entorno, a la espera de un ascenso que nunca llega, el drama del funcionario Diego de Zama se
proyecta desde el siglo XVIII a nuestro presente con inusitada fuerza. La existencia alienada y alienante del sujeto
colonial americano que vive escindido de su realidad a la espera de un orden
externo que lo salve y justifique (la corona española y sus promesas, los capitales de la metrópoli, las transas y alianzas de linaje, etcétera), la búsqueda del amor ideal y de la
transgresión erótica, la infancia y la
animalidad como enigmas fantásticos se entrelazan en esta obra con el tema
literario de la experiencia de la escritura, pensada como camino de
conocimiento del sujeto.
La edición
inglesa de Zama mueve la manivela de la máquina del tiempo y nos ubica en
Argentina en 2016: la coyuntura invita a festejar el bicentenario patrio en un
anacronismo encriptado que reactiva aquellas épocas donde los países de la
región eran meras tierras coloniales a saquear, enclaves de comercio o de piratería donde los
imperios se solazaban a sus anchas con los innumerables tesoros de lo viviente.
El calendario se obstina y marca una
simultaneidad de fechas para nada azarosas; los 200 años de la declaración de la
independencia argentina se solapan con el 40º aniversario de la detención de Di
Benedetto por parte de la Junta Militar en el poder, con el 30º aniversario de
su fallecimiento y el 60º aniversario de la primera publicación de Zama. 2016 es un año donde el nombre “Antonio Di Benedetto” se paladea como
si fuera un talismán de piedra frente a la absurda realidad.
Pero 2016 también
nos ofrece el gozo de la lectura y el asombro: el volumen Escritos periodísticos (Adriana Hidalgo, 2016), al cuidado de Liliana Reales, recoge textos de lo más dispares publicados por el
autor entre los años 1943 y 1986 —desde un largo artículo sobre el zoológico de
Mendoza escrito por un joven de apenas 21 años, pasando por las coberturas del terremoto de
San Juan de 1944, prestigiosos
festivales internacionales de cine o el golpe militar de Bolivia de la década
de 1960, hasta llegar a las notas de
cultura publicadas poco tiempo antes de morir—. Cuarenta y tres años de
ejercicio periodístico donde vemos, ante todo, la presencia de un estilo
singular de escritura puesto al servicio de la información.
Entre la
cantidad de hallazgos variopintos que ofrece el libro, cabe destacar el
descubrimiento de un “Di Benedetto político” que incluso llegó a ser candidato
a diputado por parte del Partido Socialista en 1950. El segundo gran aporte del volumen es —a mi
juicio— la constatación de la tesis planteada por Natalia Gelós (Antonio Di
Benedetto periodista, 2011) de que
los verdaderos motivos de su detención por parte de la Junta Militar se
debieron al tenor y compromiso con la tarea periodística, más específicamente, a la postura asumida en los meses previos al
golpe de Estado, cuando la represión, la desaparición de personas y los
asesinatos habían desatado ya una ola de terror en el país y el editor del
diario se mantenía firme en la decisión de publicar toda la información
obtenida.
Hay quien dice
que cada libro es una nueva muerte. Estos
Escritos periodísticos señalan que
aquel 24 de marzo de 1976 en que los militares irrumpieron en la redacción de Los Andes en busca de su máximo
responsable empezó a agonizar un modo de concebir y ejercer el oficio.
Diecisiete meses de presidio: recuperó la libertad, no por la intermediación de Borges o de Sábato, sino por la del
premio Nobel alemán Heinrich Böll. Luego de años de exilio, de recomenzar en otras tierras hasta
convertirse incluso en personaje literario de Roberto Bolaño, ese compromiso con la verdad que la trayectoria de
Di Benedetto señala —fiel al humanismo pacifista a pesar del presidio, de las torturas y de los simulacros de
fusilamiento— se asoma en el horizonte con una luminosidad sombría. Porque la máquina del tiempo nos (retro) trae
a 2017: los juicios continúan, la
memoria de los pozos sigue abierta y sangrante…, pero los dinosaurios siguen
ahí.”
Jimena Néspolo, autora de
“Ejercicios de pudor. Sujeto y escritura en la narrativa de Antonio Di
Benedetto”
Babelia
El País, 03/04/2017
lectures, 13
Ginesta per als morts
Agustí Vehí
Alrevés Editorial, 2015
Pàgines: 255
“La vida a pagès és dura, ja se sap. I més per al benvingut Jaume
Planagumà, un culte i solitari sergent
dels Mossos d’Esquadra que, tot just
arribat a la seva nova destinació i en ple desplegament policial, ha de resoldre una sèrie de crims aparentment
no massa relacionats. A tot aquest
enrenou s’afegeix la integració amb els seus nous companys i uns personatges
ben sospitosos.
Tota aquesta trama queda adobada amb la presència
d’un marc rural i geogràfic ben identificable: l’Empordà. Un recorregut
antropològic, històric, urbanístic i gastronòmic, amb exquisideses culinàries,
i els camins interiors de la plana, la
flora i fauna, la llum i les olors de la
terra gironina es combinen novament amb el dolor de la guerra i del record de
les memòries negres empordaneses.”
12 de juny 2018
lectures, 12
Quim/Quima
Maria Aurèlia Capmany
Males Herbes, 2018
pàgines: 308
"Quim/Quima
és un personatge fantàstic que arriba a la Barcelona de l’any 1000 per encetar els seus estudis. A partir d’aleshores viurà diferents períodes de la història catalana, tot canviant de condició sexual. Acompanya Jaume I en la
conquesta de les Balears com a cavaller, és l’amant d’un bandoler del segle
xv, participa en la defensa de la ciutat
el 1714, s’exilia a Amèrica com a colona i
exerceix de fotògraf a la Barcelona dels
anys trenta. Quim/Quima viurà, fins al segle xx, un cúmul d’aventures que la duen a adoptar una perspectiva
trista de la condició humana.
Maria Aurèlia Capmany sempre va trobar en Virginia Woolf
una guia. Aquesta novel·la, irònica i
trepidant, és un joc de miralls
fascinant amb el seu Orlando, i una
reflexió sobre els rols sexuals i el cànon literari."
lectures, 11
Los buenos amigos
Use Lahoz
Destino, 2016
páginas: 736
Sinopsis:
"Corren los años cincuenta y con
tan solo ocho años Sixto Baladia verá como los felices días en su pueblo natal
de Aragón llegan a su fin. Después de
que la inesperada y repentina muerte de sus padres en un incendio le deje
huérfano, sus tíos, acuciados por la falta de posibilidades económicas, lo
enviarán al orfanato de San José de la Montaña, en la gran ciudad, siempre más próspera que la
mayoría de las provincias del interior de España. Ahí es donde dará comienzo de nuevo su vida, y
conocerá a Vicente Cástaras, un niño poco mayor que él, carismático y
embaucador, que pronto se convertirá en su líder, su inseparable amigo y su
protector. Pero el tiempo pasa veloz, y al crecer los que en su día fueron amigos del
alma, casi como hermanos, verán como los primeros amores crearán
recelos, fisuras y sentimientos de traición que los separarán para siempre. O así, por
lo menos, lo creen ellos.
El azar hará que sus vidas
vuelvan a cruzarse treinta años después, y la nostalgia de aquellos primeros
años en los que fueron inseparables pronto se convertirá para Sixto en una pesadilla
de la que querría poder despertar, una
persecución silenciosa en la que los roles de cada uno volverán a la
superficie, y los conceptos de amistad, fidelidad, éxito y triunfo serán puestos en cuestión. “
Fragmento:
“Decía el tío Benigno que el
único requisito para ser admitido en el orfanato de Barcelona era llevar tres o
cuatro mudas, cubiertos de alpaca y un
colchón. Hacía un mes que lo repetía
cada noche mientras devoraba la cena, entre
tragos de vino y quejas, pringando el porrón con las manos grasientas; y
también antes de acostarse, cuando susurraba a solas buscando la cama, ya con el pijama puesto y su mujer acostada.
Siempre que salía el tema, una sospecha desconcertaba a su sobrino Sixto,
que arrugaba la frente como si intentara
adivinar el futuro. Tenía nueve años, y por nada del mundo quería abandonar el
pueblo. Allí estaban sus amigos, las eras, los corrales, el monte, las cabras; y también los inviernos ante las brasas del
hogar y los veranos de sequía y de aire seco con carreras, escondites y pillerías. Allí había crecido,
había comulgado y había trapicheado con el Quílez y el Aurelio. Allí se quedarían ellos a sufrir el campo, el ganado, la cebada y el trigo si el año era generoso en
lluvias, como habían hecho antes sus
padres. Pero él no. Huérfano como era, las horas en aquella casa —por ley de vida—
estaban contadas. Eran muchas las veces
que había oído debatir a los tíos: no tenemos para alimentar otra boca, qué hacemos con esto ahora, menuda cruz nos ha
tocado...
—Es hijo de mi hermana, ¡joder!,
que en paz descanse —clamaba el tío Benigno cuando le venía el arrepentimiento—.
Y, mientras yo viva a un hijo de mi hermana no se lo comerán los buitres; y, hasta
que no haya otra cosa, aquí se quedará, y calla, ¡hostia!, n o me vuelvas peor de lo
que estoy —abroncaba a su mujer antes de llevarse las manos a la cabeza como si
sujetara la incomprensión o la condena de vivir como animales.
Ajenos a ese entuerto
permanecían los otros dos hombres de la casa, el tío Samuel y el tío Lucas, hermanos de Benigno, que al volver del campo apenas tenían qué
decirse. Entre alaridos, peleaban por
llevarse a la boca cuanto quedara caliente en la mesa, lo que buenamente
hubiera guisado la cuñada. De nada
servía que ella, alguna vez, se atreviera a rogar calma, orden, precaución
con la navaja. Ante la indiferencia de
ellos, los miraba como un castigo. Vivían una juventud de inercias: de la casa al
campo, del campo a casa y de la casa al
bar. Resignación por la mañana y descomedido
brío después. Eran fornidos jornaleros
de toscas palabras, siempre enzarzados
en riñas, hablándose a gritos y
perdiendo las formas ante la olla con cocido, como si les urgiera expulsar de dentro todo el
ardor que los aturdía y no hubiera por dónde.
Las circunstancias evidenciaban
una rutina en la que Sixto había sido impuesto. Y él era consciente. Tal vez por eso, cuando salía a dar de comer a las gallinas —o
a llevar paja a la cuadra para que tragaran algo las mulas—, y encontraba paz
en el silencio de la noche o en la altura del bancal, con el caldero ya vacío bailando en la mano, buscaba refugio recordando a su madre. Aún creía tener en sus manos el olor de las de
ella, y conservaba en la memoria el
ovillo de lana y las agujas de hilar que siempre la acompañaban. Violante Fontán, la costurera de Espalión. A la idea que de ella tenía se agarraba como
quien añora una suposición.
Y, como consecuencia, rememoraba también a su padre, el vivaracho Telmo Baladia, caradura y de
trago fácil, muy conocido en los pueblos
de alrededor por su labia malandrina y sus bailes en las fiestas de la Virgen, pero también trabajador y buen pastor. Hombre de piel curtida por el cierzo y la
brega, de los que no se asustan por levantarse
a soltar el rebaño a las cinco de la mañana en pleno invierno ni por echarse al
hombro grandes sacos de cebada y subirlos al granero sin descanso. «Mira, el de la costurera, pobre criatura, qué martirio, con lo buena que era su madre, una santa», «pobre niño, ha perdido lo más grande» y «lo que tuvo que
aguantar, ah, la pobre, con aquel cantamañanas» cuchicheaban las mujeres que
tomaban la fresca cada vez que Sixto pasaba con sus amigos por la plaza.
Ambos habían muerto. Sixto había
tenido poco tiempo para tratarlos, y no sabía si esa ofrenda del destino era
tormento o consuelo. Lo sucedido se
conocía en toda la comarca y, más que
habladuría, era un hecho que se resistiría al olvido de generación en
generación: así, se contaba que durante las fiestas de san Pedro Mártir, en
agosto, miembros de una familia enemiga habían prendido fuego al corral de la
suya. La orquesta tocaba en la plaza y
uno de los músicos, desde el escenario
improvisado sobre un remolque, divisó a
lo lejos el resplandor de una luz intensa, dejó de tocar la trompeta y paró la canción en
seco para alertar a la concurrencia del baile. Al instante, unos mozos corrieron hasta la casa de los
Baladia gritando:
—¡Telmo!, ¡que se te quema el
corral!
—¡Telmo!, ¡que arde, que arde el
corral, despierta! Sixto, desvelado, se
vio junto a sus abuelos y a su hermana, de
apenas un año, pero no con sus padres, que estaban en la cena de hermandad. En mitad del pánico, la abuela no permitió que
Sixto se separara de la niña y lo obligó a quedarse. Rezando en su cama,
agobiado por los lloros de la pequeña, el
muchacho trazó una imagen mental de lo que acaecía fuera: su abuelo y sus
vecinos —que habían agarrado a toda prisa unos candiles— salían de las casas,
aún con los pijamas y los camisones mal puestos, y cruzaban la vibrante palanca
de madera que sorteaba el río y subían el camino de piedras que llevaba al
corral en llamas.
Ya estaban allí sus padres, con
ropa de domingo y ligeramente achispados por el vino. A su alrededor todo eran berridos, histeria. Los jóvenes acudían con cubos de
agua y, pese al ardor de los tragos, remontaban las cuestas del pueblo con osadía.
Los animales enloquecían con tanto calor: unos perros ladraban al vacío, otros se escondían desconcertados bajo
cualquier cobijo, ya fuera carro, aventadora o arbusto. Sin pensar en las posibles consecuencias, como
la puerta de madera del corral estaba en plena ignición, Telmo Baladia decidió
salvar al ganado que les daba de comer y se encaramó a la tapia y la brincó. Al caer se le redobló el tobillo, pero aún tuvo coraje para ponerse en pie y, entre los llantos de las reses, dar una patada
a la puerta para que salieran. Sin embargo, idas como estaban, lo más que
hicieron fue hacinarse obstruyendo el paso. Entretanto, en las inmediaciones del corral se acumulaba
gente con ganas de ayudar, y hasta los
músicos venían con sacos viejos humedecidos. Mientras, Violante, medio ahogada de tanto humo como
estaba tragando, quiso subir por la puerta zaguera y liberar a la perra, Linda, una galga blanca, debilidad de su hijo
Sixto, y a la que por las noches preferían encerrar en el granero. Una vez arriba, de un empujón tiró abajo el batiente. Aquel suelo estaba forrado de paja y todo
ardía más deprisa que en la parte de abajo. Cuando quiso abrirse paso entre las llamas, ya estaba atrapada por las garras del fuego. Hasta que no vio a la perra carbonizada en las
rejas, no fue consciente de su error. No
debería haber entrado porque ya no podría salir. Le ardían las piernas y los brazos. La falda y la blusa eran una misma hoguera. Gritaba descompuesta. Se giró buscando amparo como un ciego busca a
tientas un apoyo en su noche y, por
culpa de los granos de cebada y de tanta paja, resbaló. Guiada por el instinto, en la ventana atisbó un vértice de aire y sacó
los brazos entre las rejas, creyendo que
si hacía fuerza con el pecho cederían y voltearía el enverjado. Pero nada de eso: en poco menos de un minuto
estaba quemada, negra —como la perra—, con las manos tiesas hacia el humo y el
corazón helado. Ni siquiera se la oyó
gritar. Murió sin ver a su marido, que, arrastrándose en el estiércol, se las veía y se las deseaba para no ser
aplastado por las reses que pretendía rescatar. Era tan grande el alboroto que
él tampoco escuchó los gritos de su mujer desde arriba. Los cubos de agua no
eran suficientes para atajar la fiereza de aquel fuego. ¿Quién sería el mal
nacido que lo había provocado? ¿Dónde se encontraba ese hijo del demonio? Las
llamas se multiplicaban pintando todo de amarillo y naranja. Olía a lana
chamuscada y jirones de ropa, y brotes de piel requemada parecían flotar en el
aire. Se oían gritos de auxilio y
atormentados cascabeles que huían en un sálvese quien pueda. Tras la puerta se
acumulaban llantos y sofocos. El pueblo se entregaba a la escaramuza como si se
librase una cruzada colectiva. Con gritos secos, ya al borde de la asfixia, el abuelo de Sixto suplicaba a la gente que se
apartara para que los animales se abrieran paso. Al poner un pie en el corral y ver a su hijo abrasado,
tirado en el suelo, boca abajo y con los
brazos abiertos y sin apenas restos de la camisa blanca, sufrió un paro cardiaco del que horas más
tarde fue imposible reanimarlo. Los cuñados se empeñaron en arrastrar al herido
creyendo que podrían rescatarlo, pero
todo aquel esfuerzo fue en vano y sólo ganaron arañazos de fuego y quemaduras
que les dejarían en la piel vitalicias marcas moradas.
De todo eso supo Sixto horas más
tarde y en los meses venideros, cuando los mozos contaban su versión de lo
acontecido como si relataran una peripecia legendaria. Nunca olvidaría el olor a quemado que lo
recibió al día siguiente al salir de la casa. El luto impregnaba el ambiente, y las fachadas
cercanas al corral resistían ennegrecidas. El desconcierto que sentía al haberse quedado
huérfano y sin el abuelo en un visto y no visto lo mantenía impávido. Numerosas
vecinas querían consolarlo manifestando que sus padres habían ido al cielo, que ya descansaban con Dios, pero él insistía
en zafarse de tantos vanos consuelos.
—Déjame en paz —se quejaba el
niño, de ocho años recién cumplidos, terriblemente vapuleado por un ardiente deseo
de desquite que iba a instruir para siempre su genio, y que le enseñaba el precio de vivir marcado
por la fatalidad y con una hermana de diecinueve meses que, de pronto, se
convirtió en un estorbo; porque... ¿quién iba a criar ahora a esa criatura? En
aquellos días de desconcierto, el runrún
sobre el futuro de la chiquilla circuló como un mal presagio y, al cabo de una semana, como nadie la quería, se la llevaron unos tíos segundos por parte de
padre que vivían en Novales. Allí fue
Abril Baladia, la muñeca rubia a la que
Sixto sólo visitó obligado en alguna fiesta patronal o para el Corpus.
La abuela, que de mal en peor
arrastraba una fastidiosa tuberculosis, no pudo involucrarse en semejante
cometido. Tras la desgracia quedó muda y, cuando al poco tiempo falleció, todos decían
que la pena la había consumido.
Si esos recuerdos tenían alguna
capacidad, no era la de entristecerlo, sino
más bien la de dejarlo mudo. Le
instalaban una cortedad que le sellaba la boca. La de Sixto era una memoria sin nostalgia, pues apenas había tenido tiempo de
acostumbrarse al resguardo de sus padres. No había espacio para la compasión.
De la vida familiar apenas quedaba una fotografía de los cuatro, otra del matrimonio, un pergamino que certificaba aptitudes para
bordar con el nombre y los apellidos de su madre, un libro de familia y una hermana apartada a
seis kilómetros, los que separan Novales
de Espalión, trozo de tierra baldía y yerma.”
11 de juny 2018
lectures, 10
Quédate este día y esta noche conmigo
Belén Gopegui
Random House, 2017
Páginas: 192 págs.
Fragmento
“Informe sobre la solicitud de trabajo a Google de:
Mateo y Olga (no constan apellidos)
Dirección y teléfono: no constan
Fecha: octubre de 202…
Número: 4.233
Puesto al que se opta: por determinar
Diferencia o necesidad especial: sí
Palabras clave: mérito, libre albedrío, amistad,
historia, pizza, robot
Autoría del informe: Inari
Aviso previo:
Mi tarea en Google consiste en actuar como persona
experta en interpretar currículos y, también, como persona familiarizada con
los diversos puestos de trabajo de la empresa, no sólo con aquel para el que se
cursó la solicitud. Esto debe permitirme guiar a las candidatas y candidatos
por toda la compañía: si no hay un puesto disponible pero considero que la
solicitud es interesante, tomaré nota y estaré pendiente de otras oportunidades
adecuadas.
Hasta ayer había analizado cuatro mil doscientas
treinta y dos solicitudes y mi trabajo había sido considerado altamente
productivo. Pero sucedió algo: cuando hablé de esta solicitud a mis superiores
en el departamento de selección de personal, me conminaron a entregársela.
Entre sus muchas particularidades, la solicitud había llegado en hojas de
papel. Esto no pasa nunca. Es obvio que los solicitantes preferían que no
hubiera archivos digitales con su texto. Respetando su voluntad, yo no lo había
escaneado aún. Para destruirla, mis superiores sólo tuvieron que guillotinarla
y eliminar los restos después.
Mis superiores no saben que yo sí había transcrito
el texto y, siguiendo el ejemplo de Olga y de Mateo, lo había almacenado en un
viejo ordenador, limpio, sin conexión ni posibilidad de conexión alguna, por lo
que mis superiores no pudieron detectarlo.
Lo que ahora sigue es el principio de mi informe y
la transcripción completa, con dos comentarios míos en la mitad y al final. A
partir de ahora, cuando diga «ustedes» no estaré aludiendo a mis superiores
sino a ustedes, personas de ahí afuera a quienes he convertido en destinatarias
de mis breves palabras y de la misiva de Mateo y Olga.
Informe:
La solicitud presenta cinco problemas.
1. La solicitud viene firmada por Mateo y Olga y
además está escrita con una voz común a ambos. Esto en principio no es
admisible. Al mismo tiempo, sí debería serlo pues se me ha enseñado que es
conveniente no pensar en el yo como en una entidad centrada y todopoderosa,
sino como en una sociedad de ideas, imágenes y emociones.
2. En la solicitud no hay ningún currículum con
cualificaciones. Tampoco hay carta de presentación donde los solicitantes
demuestren: que se han preocupado de explicar por qué les encanta la compañía y
por qué lo que más desean en su vida es trabajar aquí, y expongan: sus
capacidades, rasgos de personalidad y detalles de su experiencia pasada y
reciente, los cuales sugieran que encajarían a la perfección en la cultura de
Google y que harían grandes aportaciones a sus proyectos. En cierto modo Mateo y Olga sí han enviado una
carta: ¡pero es lo único que han enviado! No se han mostrado entusiastas.
Google se muere por el entusiasmo. Antes de que me asignaran este trabajo se me
invitó a ver más de mil charlas y presentaciones de ideas y productos. En todas
ellas la persona que habla declara que le entusiasma o apasiona lo que hace.
Ahora bien, aunque aquí no suele tenerse en cuenta, la pasión en los humanos es
una emoción contradictoria: suele componerse de amor y odio. Podría, por tanto,
decir que la carta de Mateo y Olga es apasionada. Sólo que al mismo tiempo no
es una carta, es una historia. Y si ustedes entienden por historia una gimkana
de eventos, misterios y persecuciones, entonces tampoco es una historia.”
lectures, 9
Francesc Trabal
Novel·les (II)
Quaderns Crema, 2018
Pàgines: 472
“L’obra de Francesc
Trabal, narrador agosarat i
brillant, és d’una modernitat
intemporal. Hi va saber copsar, amb una
ironia sagaç i un humor sovint absurd i corrosiu, la buidor i la insatisfacció en les relacions
humanes dins la societat benestant de principis del segle xx, amb un estil elegant que combina el millor del
classicisme i de l’avantguarda. Novel·les (II) aplega les seves darreres
aventures literàries: Vals (1935), guanyadora del premi Crexells en plena Guerra
Civil i considerada per molts l’obra mestra de l’escriptor, i Temperatura (1947), una ambiciosa novel·la de maduresa escrita a
l’exili; ambdues marcades pel conflicte i, tanmateix, representatives de
l’esperit més irreverent i renovador de la literatura contemporània.”
10 de juny 2018
lectures, 8
La séptima función del lenguaje
Laurent Binet
Seix barral, 2016
448 páginas.
El 25 de marzo de 1980, Roland Barthes muere
atropellado. Los servicios secretos franceses sospechan que ha sido asesinado y
el inspector de policía Bayard, un hombre conservador y de derechas, es el encargado de la investigación. Junto con
el joven Simon Herzog, profesor ayudante
en la universidad y progresista de izquierdas , inicia una pesquisa que les
llevará a interrogar a figuras como Foucalt, Lacan o Lévy… y a descubrir que el caso tiene
una extraña dimensión mundial.
La séptima función
del lenguaje es una inteligente y astuta novela que narra el
asesinato de Roland Barthes en clave de parodia, con carga de sátira política y una trama
detectivesca. Como ya hiciera con HHhH,
Binet rompe aquí de nuevo los límites
entre ficción y realidad: mezcla hechos, documentos y personajes reales con una
historia imaginaria para construir un audaz y divertidísimo relato sobre el
lenguaje y su poder para transformarnos.
Fragmento:
“París
La vida no es una novela. Al menos eso es lo que a ustedes les gustaría
creer. Roland Barthes sube una vez más por la rue de Bièvre. El mayor crítico literario del siglo xx tiene
sobrados motivos para estar angustiado en grado sumo. Su madre, con quien
mantenía unas relaciones muy proustianas, ha muerto. Y su curso en el Collège de France, titulado «La preparación de la novela», ha
resultado un fracaso del que difícilmente puede sustraerse: durante todo el año
ha estado hablándoles a sus alumnos de haikus japoneses, de fotografía, de
significantes y significados, de divertimentos pascalianos, de camareros de
café, de batas guateadas o del número de asientos en el anfiteatro, de todo
menos de novela. Y va para tres años así. Sabe irremediablemente que el propio
curso no es más que una maniobra dilatoria para aplazar el momento de empezar
una obra verdaderamente literaria, es decir, una que haga justicia al escritor
hipersensible que está aletargado en él y que, en opinión de todo el mundo, ha
empezado a dar brotes con su Fragmentos de un discurso amoroso, considerada ya la biblia de los menores de
veinticinco años. De Sainte-Beuve a Proust, ya toca cambiar y ocupar el sitio
que le corresponde en el panteón de los escritores. Mamá ha muerto: se ha cerrado el círculo que
se abrió con El grado cero de la
escritura. La hora ha llegado.
La política, sí, sí, ya se verá. No se puede decir
que sea muy maoísta, después de su viaje a China. Por otra parte, no es eso lo
que se espera de él.
Chateaubriand,
La Rochefoucauld, Brecht, Racine, Robbe-Grillet,
Michelet, Mamá. El amor de un chico. Me pregunto si ya habría
entonces algún «Vieux Campeur» en el barrio.
Dentro de un cuarto de hora estará muerto. Estoy
seguro de que el papeo era bueno en la rue des Blancs-Manteaux. Imagino que se come bien en casa de esa gente.
En Mitologías, Roland Barthes descifra los mitos contemporáneos erigidos por la
burguesía a la mayor gloria de sí misma y, gracias a ese libro, él se convirtió
en alguien verdaderamente famoso; así que, de alguna manera y en resumidas
cuentas, es a la burguesía a la que deberá
u fortuna. Pero se trataba de la pequeña burguesía. La gran burguesía
que se pone al servicio del pueblo es un caso muy particular que merece ser
analizado. Habrá que escribir un artículo al respecto. ¿Esta noche? ¿Por qué no
ahora mismo? No, antes tiene que seleccionar sus diapos.
Roland Barthes aprieta el paso sin percatarse de
nada de cuanto lo rodea, y eso que es un observador nato, cuyo oficio consiste
en observar y analizar y cuya vida se la ha pasado por entero rastreando
signos. No hay duda de que no ve ni los árboles, ni las aceras, ni los escaparates, ni los coches del boulevard Saint-Germain, que se conoce de memoria. Ya no está en Japón. No siente la mordedura del frío. Apenas si oye los ruidos de la calle. Aquello parece la alegoría de la caverna pero
al revés: el mundo de las ideas en que él está encerrado
oscurece su percepción del mundo sensorial. A su alrededor, no ve más que sombras. Las razones que acabo de evocar para explicar
la actitud desasosegada de Roland Barthes están todas refrendadas por la
Historia, pero tengo ganas de contarles lo que realmente sucedió. Aquel día, si
él tiene la cabeza en la Luna, no solo es debido a su madre muerta, ni a su
incapacidad de escribir una novela, ni incluso a la desafección creciente y, a
su juicio, irremediable por parte de los chicos. No digo que no piense en todo
esto, no tengo ninguna duda sobre la calidad de sus neurosis obsesivas. Pero
hoy hay otra cosa añadida. En la mirada ausente del hombre inmerso en sus
pensamientos, un transeúnte atento sabría reconocer ese estado que Barthes
creía no volver a experimentar nunca más: la excitación. No es por su madre, ni
por los chicos, ni por su novela fantasma. Es la libido sciendi, la sed de
saber, y con ella, reactivada, la orgullosa perspectiva de revolucionar el
conocimiento humano y, quizá, cambiar el mundo. ¿Acaso cuando cruza la rue des
Écoles, Barthes se siente como Einstein cuando pensaba en su teoría? Lo único
cierto es que él no camina muy atento. Le quedan unas decenas de metros hasta
llegar a su despacho cuando de pronto rebota contra una camioneta. Su cuerpo
produce el sonido sordo, característico, horrible, de la carne que choca contra
la chapa y rueda por la calzada como una muñeca de trapo. Los transeúntes se
sobresaltan. Esa tarde del 25 de febrero de 1980 no pueden saber lo que acaba
de ocurrir delante de sus ojos, y no es de extrañar, pues hasta el día de hoy
la gente todavía lo desconoce.”
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