14 de jul. 2022

relats d'estiu i 14

 


El fracaso


de Anton Chejov

“Ilia Sergeich Peplov y su mujer, Cleopatra Petrovna, escuchaban junto a la puerta con gran ansiedad. Al otro lado, en la pequeña sala, se desarrollaba, al parecer, una escena de declaración amorosa. Su hija Nataschenka se prometía en aquel momento con el profesor de la Escuela Provincial, Schupkin.

-Parece que pica -murmuraba Peplov, temblando de impaciencia y frotándose las manos-. Mira, Petrovna… Tan pronto como empiecen a hablar de sentimientos, descuelgas la imagen de la pared y entramos a bendecirlos… Quedarán cogidos. La bendición con la imagen es sagrada e irrevocable… Ni aunque acuda al juzgado podrá ya volverse atrás.

Al otro lado de la puerta estaba entablado el siguiente diálogo:

-¡Nada de su carácter!… -decía Schupkin, frotando una cerilla en sus pantalones a cuadros para encenderla-. Le aseguro que yo no fui quien escribió las cartas.

-¡Vamos no diga!… ¡Como si no conociera yo su letra! -reía la damisela lanzando grititos amanerados y mirándose al espejo a cada momento-. La reconocí en seguida. ¡Y qué cosa tan rara!… ¡Usted, profesor de caligrafía y haciendo esos garrapatos!… ¿Cómo va usted a enseñar a escribir a otros si escribe usted tan mal?…

-¡Hum!… Eso no significa nada, señorita. En el estudio de la caligrafía lo principal no es la clase de letra…, lo principal es mantener sujetos a los alumnos. A uno se le pega con la regla en la cabeza…, a otro se le pone de rodillas… ¡Pero la escritura! ¡Pchs!… ¡Eso es lo de menos!… Nekrasov era un escritor y daba vergüenza ver cómo escribía. En sus obras completas viene una muestra, ¡qué muestra!, de su caligrafía.

-Sí…, pero aquel era Nekrasov, y usted es usted… -un suspiro-. ¡A mí me hubiera encantado casarme con un escritor! ¡Se hubiera pasado el tiempo haciéndome versos!

-También yo puedo hacerle versos si lo desea.

-¿Y sobre qué sabe usted escribir?

-Sobre el amor…, sobre los sentimientos…. ¡Sobre sus ojos!… Cuando los lea usted se quedará asombrada. ¡Le harán verter lágrimas! Dígame: ¿si yo le escribiera unos versos llenos de poesía me daría a besar su manecita?

-¡Vaya una tontería!… ¡Ahora mismo si quiere! Bésela.

Schupkin se levantó de un brinco y con ojos que parecían prontos a saltársele apretó sus labios sobre la mano gordezuela que olía a jabón de huevo.

-¡Descuelga la imagen! -dijo apresuradamente Peplov, dando un codazo a su mujer, palideciendo de emoción y abrochándose los botones de la chaqueta-. ¡Anda, vamos! -y sin perder un segundo abrió la puerta de par en par-. ¡Hijos! -balbució, alzando las manos y con lágrimas en los ojos-. ¡Que el Señor los bendiga! ¡Hijos míos!… ¡Vivan! ¡Sean fructíferos y multiplíquense!…

-¡Yo!… ¡También yo los bendigo! -dijo la madre, llorando de felicidad-. ¡Sean dichosos, queridos míos! ¡Oh!… -prosiguió, dirigiéndose a Schupkin-. ¡Me arrebata usted mi único tesoro!… ¡Quiera a mi hija! ¡Mímela!…



La boca de Schupkin se abrió de asombro y de susto. El asalto de los padres había sido tan inesperado y tan atrevido que no podía pronunciar una sola palabra.

Me han cogido… Me han cogido… -pensó, preso de espanto-. Te ha llegado el fin, hermano… Ya no te escaparás… Y sumisamente presentó su cabeza, como diciendo: «¡Tómenla…, estoy vencido!

-¡Los… ben.., bendigo… -prosiguió el padre; y empezó a llorar también-. ¡Natascheñka!… ¡Hija mía!… ¡Ponte a su lado!… ¡Petrovna, trae la imagen!

Pero en aquel momento el llanto del padre cesó y su rostro se alteró con furia.

-¡Zoquete!… ¡Cabeza huera! -dijo, dirigiéndose con enfado a su mujer-. ¿Es ésta acaso la imagen?…

-¡Ay, Dios mío!… ¡Virgen Santísima!…

¿Qué había ocurrido?… El profesor de caligrafía levantó temerosamente los ojos y se vio salvado. En su precipitación, la madre había descolgado equivocadamente de la pared el retrato del literato Lajechnikov. El viejo Peplov y su esposa Cleopatra, con él entre las manos, no sabían en su azoramiento qué hacer ni qué decir. El profesor de caligrafía aprovechó el momento de confusión y huyó.”



13 de jul. 2022

relats d'estiu, 13

 

La muerte de un funcionario público

de Anton Chejov

“El gallardo alguacil Iván Dmitrievitch Tcherviakof se hallaba en la segunda fila de butacas y veía a través de los gemelos Las Campanas de Corneville. Miraba y se sentía del todo feliz…, cuando, de repente… -en los cuentos ocurre muy a menudo el «de repente»; los autores tienen razón: la vida está llena de improvisos-, de repente su cara se contrajo, guiñó los ojos, su respiración se detuvo…, apartó los gemelos de los ojos, bajó la cabeza y… ¡pchi!, estornudó. Como usted sabe, todo esto no está vedado a nadie en ningún lugar.

Los aldeanos, los jefes de Policía y hasta los consejeros de Estado estornudan a veces. Todos estornudan…, a consecuencia de lo cual Tcherviakof no hubo de turbarse; secó su cara con el pañuelo y, como persona amable que es, miró en derredor suyo, para enterarse de si había molestado a alguien con su estornudo. Pero entonces no tuvo más remedio que turbarse. Vio que un viejecito, sentado en la primera fila, delante de él, se limpiaba cuidadosamente el cuello y la calva con su guante y murmuraba algo. En aquel viejecito, Tcherviakof reconoció al consejero del Estado Brischalof, que servía en el Ministerio de Comunicaciones.

-Le he salpicado probablemente -pensó Tcherviakof-; no es mi jefe; pero de todos modos resulta un fastidio…; hay que excusarse.

Tcherviakof tosió, se echó hacia delante y cuchicheó en la oreja del consejero:

-Dispénseme, excelencia, le he salpicado…; fue involuntariamente…

-No es nada…, no es nada…

- ¡Por amor de Dios! Dispénseme. Es que yo…; yo no me lo esperaba…

-Esté usted quieto. ¡Déjeme escuchar!

Tcherviakof, avergonzado, sonrió ingenuamente y fijó sus miradas en la escena. Miraba; pero no sentía ya la misma felicidad: estaba molesto e intranquilo. En el entreacto se acercó a Brischalof, se paseó un ratito al lado suyo y, por fin, dominando su timidez, murmuró:

-Excelencia, le he salpicado… Hágame el favor de perdonarme… Fue involuntariamente.

- ¡No siga usted! Lo he olvidado, y usted siempre vuelve a lo mismo -contestó su excelencia moviendo con impaciencia los hombros.

Lo ha olvidado; mas en sus ojos se lee la molestia -pensó Tcherviakof mirando al general con desconfianza-; no quiere ni hablarme… Hay que explicarle que fue involuntariamente…, que es la ley de la Naturaleza; si no, pensará que lo hice a propósito, que escupí. ¡Si no lo piensa ahora, lo puede pensar algún día!…

Al volver a casa, Tcherviakof refirió a su mujer su descortesía. Mas le pareció que su esposa tomó el acontecimiento con demasiada ligereza; desde luego, ella se asustó; pero cuando supo que Brischalof no era su «jefe», se calmó y dijo:

-Lo mejor es que vayas a presentarle tus excusas; si no, puede pensar que no conoces el trato social.

- ¡Precisamente! Yo le pedí perdón; pero lo acogió de un modo tan extraño…; no dijo ni una palabra razonable…; es que, en realidad, no había ni tiempo para ello.



Al día siguiente, Tcherviakof vistió su nuevo uniforme, se cortó el pelo y se fue a casa de Brischalof a disculparse de lo ocurrido. Entrando en la sala de espera, vio muchos solicitantes y al propio consejero que personalmente recibía las peticiones. Después de haber interrogado a varios de los visitantes, se acercó a Tcherviakof.

-Usted recordará, excelencia, que ayer en el teatro de la Arcadia… -así empezó su relación el alguacil -yo estornudé y le salpiqué involuntariamente. Dispen…

- ¡Qué sandez!… ¡Esto es increíble!… ¿Qué desea usted?

Y dicho esto, el consejero se volvió hacia la persona siguiente.

¡No quiere hablarme! -pensó Tcherviakof palideciendo-. Es señal de que está enfadado… Esto no puede quedar así…; tengo que explicarle…

Cuando el general acabó su recepción y pasó a su gabinete, Tcherviakof se adelantó otra vez y balbuceó:

- ¡Excelencia! Me atrevo a molestarle otra vez; crea usted que me arrepiento infinito… No lo hice adrede; usted mismo lo comprenderá…

El consejero torció el gesto y con impaciencia añadió:

- ¡Me parece que usted se burla de mí, señor mío!

Y con estas palabras desapareció detrás de la puerta.

¿Burlarme yo? -pensó Tcherviakof, completamente aturdido-. ¿Dónde está la burla? ¡Con su consejero del Estado; no lo comprende aún! Si lo toma así, no pediré más excusas a este fanfarrón. ¡Que el demonio se lo lleve! ¡Le escribiré una carta, pero yo mismo no iré más! ¡Le juro que no iré a su casa!

A tales reflexiones se entregaba tornando a su casa. Pero, a pesar de su decisión, no le escribió carta alguna al consejero. Por más que lo pensaba, no lograba redactarla a su satisfacción, y al otro día juzgó que tenía que ir personalmente de nuevo a darle explicaciones.

-Ayer vine a molestarle a vuecencia -balbuceó mientras el consejero dirigía hacia él una mirada interrogativa-; ayer vine, no en son de burla, como lo quiso vuecencia suponer. Me excusé porque estornudando hube de salpicarle… No fue por burla, créame… Y, además, ¿qué derecho tengo yo a burlarme de vuecencia? Si nos vamos a burlar todos, los unos de los otros, no habrá ningún respeto a las personas de consideración… No habrá…

- ¡Fuera! ¡Vete ya! -gritó el consejero temblando de ira.

- ¿Qué significa eso? -murmuró Tcherviakof inmóvil de terror.

- ¡Fuera! ¡Te digo que te vayas! -repitió el consejero, pataleando de ira.

Tcherviakof sintió como si en el vientre algo se le estremeciera. Sin ver ni entender, retrocedió hasta la puerta, salió a la calle y volvió lentamente a su casa… Entrando, pasó maquinalmente a su cuarto, se acostó en el sofá, sin quitarse el uniforme, y… murió.”

12 de jul. 2022

relats d'estiu, 12

 

Una apuesta

de Anton Chejov

(final)



II

"El viejo banquero recordaba todo eso, pensando: «Mañana a las doce horas él obtendrá su libertad. Según las condiciones, tendré que pagarle los dos millones. Y si le pago, está todo perdido: estoy arruinado definitivamente…».

Quince años antes no sabía cuántos millones tenía, mientras que ahora le daba miedo preguntarse ¿qué era lo que más tenía: dinero o deudas? El imprudente juego en la Bolsa, las especulaciones arriesgadas y el acaloramiento, del cual no pudo desprenderse ni siquiera en la vejez, poco a poco fueron debilitando sus negocios y el osado, seguro y orgulloso ricachón se transformó en un banquero de segunda clase, que temblaba con cada alza o baja de valores.

- ¡Maldita apuesta! -farfullaba el viejo, agarrándose la cabeza-. ¿Por qué no habrá muerto este hombre? Sólo tiene cuarenta años. Me quitará lo último que tengo, se casará, disfrutará de la vida, jugará en la Bolsa y yo, como un mendigo, lo miraré con envidia y todos los días le oiré decir siempre lo mismo: «Le debo a usted la felicidad de mi vida, permítame que le ayude». ¡No, esto es demasiado! ¡La única salvación de la bancarrota y del oprobio está en la muerte de este hombre!

Dieron las tres. El banquero aguzó el oído: todos dormían en la casa y sólo se oía el rumor de los helados árboles detrás de las ventanas. Tratando de no hacer ningún ruido, sacó de la caja fuerte la llave de la puerta que no se abría durante quince años, se puso el abrigo y salió de la casa.

El jardín estaba oscuro y frío. Llovía. Un viento húmedo y penetrante paseaba aullando por todo el jardín y no dejaba en paz a los árboles. El banquero esforzó la vista, pero no veía ni la tierra, ni las blancas estatuas, ni la casita, ni los árboles. Se acercó entonces al lugar donde se hallaba la casita y llamó dos veces al sereno. No hubo respuesta. Por lo visto, el sereno, huyendo del mal tiempo, se refugió en la cocina o en el invernadero y se quedó dormido.

«Si soy capaz de llevar adelante mi propósito -pensó el viejo- la sospecha recaerá antes que en nadie sobre el sereno.»

En la oscuridad tanteó los escalones y la puerta y entró en el vestíbulo de la casita; luego penetró a tientas en el pequeño pasillo y encendió un fósforo. Allí no había nadie. Vio una cama sin hacer y una oscura estufa de hierro en un rincón. Los sellos en la puerta que conducía al cuarto del recluido estaban intactos.

Cuando la cerilla se había apagado, el viejo, temblando de emoción, miró por la ventanilla.

La opaca luz de una vela apenas iluminaba la habitación del recluido. Éste estaba sentado junto a la mesa. Sólo se veían su espalda, sus cabellos y sus manos. Sobre la mesa, en dos sillones y sobre la alfombra, junto a la mesa, había libros abiertos.

Transcurrieron cinco minutos y el prisionero no se movió ni una sola vez. La reclusión de quince años le había enseñado a permanecer inmóvil. El banquero golpeó con el dedo en la ventanilla, pero el recluido no hizo ningún movimiento. Entonces el banquero arrancó cuidadosamente los sellos de la puerta e introdujo la llave en la cerradura. Se oyó un ruido áspero y el rechinar de la puerta. El banquero esperaba el grito de sorpresa y los pasos, pero al cabo de tres minutos el silencio detrás de la puerta seguía inalterable. Decidió entonces entrar en la habitación.

Junto a la mesa estaba sentado, inmóvil, un hombre que no parecía una persona común. Era un esqueleto, cubierto con piel, con largos bucles femeninos y enmarañada barba. El color de su cara era amarillo, con un matiz terroso; tenía las mejillas hundidas, espalda larga y estrecha, y la mano que sostenía su melenuda cabeza era tan delgada que daba miedo mirarla. Sus cabellos ya estaban salpicados por las canas, y a juzgar por su cara, avejentada y demacrada, nadie creería que sólo tenía cuarenta años. Dormía… Delante de su inclinada cabeza, se veía sobre el escritorio una hoja de papel, en la cual había unas líneas escritas con letra menuda.

«¡Miserable! -pensó el banquero-. Duerme y, probablemente, sueña con los millones. Pero si yo levanto este semicadáver, lo arrojo sobre la cama y lo aprieto un poco con la almohada, el más minucioso peritaje no encontrará signos de una muerte violenta. Pero leamos primero estas líneas….

El banquero tomó la hoja y leyó lo siguiente: «Mañana, a las doce horas del día, recupero la libertad y el derecho de comunicarme con la gente. Pero antes de abandonar esta habitación y ver el sol, considero necesario decirle algunas palabras. Con la conciencia tranquila y ante Dios que me está viendo, declaro que yo desprecio la libertad, la vida, la salud y todo lo que en sus libros se denomina bienes del mundo.

Durante quince años estudié atentamente la vida terrenal. Es verdad, yo no veía la tierra ni la gente, pero en los libros bebía vinos aromáticos, cantaba canciones, en los bosques cazaba ciervos y jabalíes, amaba mujeres… Beldades, leves como una nube, creadas por la magia de sus poetas geniales, me visitaban de noche y me susurraban cuentos maravillosos que embriagaban mi cabeza. En sus libros escalaba las cimas del Elbruz y del Monte Blanco y desde allí veía salir el sol por la mañana mientras al anochecer lo veía derramar el oro purpurino sobre el cielo, el océano, las montañas; veía verdes bosques, prados, ríos, lagos, ciudades; oía el canto de las sirenas y el son de las flautas de los pastores; tocaba las alas de los bellos demonios que descendían para hablar conmigo acerca de Dios… En sus libros me arrojaba en insondables abismos, hacía milagros, incendiaba ciudades, profesaba nuevas religiones, conquistaba imperios enteros…

Sus libros me dieron la sabiduría. Todo lo que a través de los siglos iba creando el infatigable pensamiento humano está comprimido cual una bola dentro de mi cráneo. Sé que soy más inteligente que todos vosotros.

Y yo desprecio sus libros, desprecio todos los bienes del mundo y la sabiduría. Todo es miserable, perecedero, fantasmal y engañoso como la fatal morgana. Qué importa que sean orgullosos, sabios y bellos, si la muerte los borrará de la faz de la tierra junto con las ratas, mientras que sus descendientes, la historia, la inmortalidad de sus genios se congelarán o se quemarán junto con el globo terráqueo.

Ustedes han enloquecido y marchan por un camino falso. Toman la mentira por la verdad, y la fealdad por la belleza. Se quedarían sorprendidos si, en virtud de algunas circunstancias, sobre los manzanos y los naranjos, en lugar de los frutos, crecieran de golpe las ranas y los lagartos o si las rosas comenzaran a exhalar un olor a caballo transpirado; así me asombro por ustedes que han cambiado el cielo por la tierra. No quiero comprenderlos.

Para mostrarles de hecho mi desprecio hacia todo lo que representa la vida de ustedes, rechazo los dos millones, con los cuales había soñado en otro tiempo, como si fueran un paraíso, y a los que desprecio ahora. Para privarme del derecho de cobrarlos, saldré de aquí cinco horas antes del plazo establecido y de esta manera violaré el convenio…».

Después de leer la hoja, el banquero la puso sobre la mesa, besó al extraño hombre en la cabeza y salió de la casita, llorando. En ningún momento de su vida, ni aún después de las fuertes pérdidas en la Bolsa, había sentido tanto desprecio por sí mismo como ahora. Al volver a su casa, se acostó enseguida, pero la emoción y las lágrimas no lo dejaron dormir durante un buen rato…

A la mañana siguiente llegaron corriendo los alarmados serenos y le comunicaron haber visto que el hombre de la casita bajó por la ventana al jardín, se encaminó hacia el portón y luego desapareció. Junto con los criados, el banquero se dirigió a la casita y comprobó la fuga del prisionero. Para no suscitar rumores superfluos, tomó de la mesa la hoja con la renuncia y, al regresar a casa, la guardó en la caja fuerte.”

11 de jul. 2022

relats d'estiu, 11

 

Una apuesta

de Anton Chejov

(1ª entrega)

I

"Era una oscura noche de otoño. El viejo banquero caminaba en su despacho, de un rincón a otro, recordando una recepción que había dado quince años antes, en otoño. Asistieron a esta velada muchas personas inteligentes y se oyeron conversaciones interesantes. Entre otros temas se habló de la pena de muerte. La mayoría de los visitantes, entre los cuales hubo no pocos hombres de ciencia y periodistas, tenían al respecto una opinión negativa. Encontraban ese modo de castigo como anticuado, inservible para los estados cristianos e inmoral. Algunos opinaban que la pena de muerte debería reemplazarse en todas partes por la reclusión perpetua.

-No estoy de acuerdo -dijo el dueño de la casa-. No he probado la ejecución ni la reclusión perpetua, pero si se puede juzgar a priori, la pena de muerte, a mi juicio, es más moral y humana que la reclusión. La ejecución mata de golpe, mientras que la reclusión vitalicia lo hace lentamente. ¿Cuál de los verdugos es más humano? ¿El que lo mata a usted en pocos minutos o el que le quita la vida durante muchos años?

-Uno y otro son igualmente inmorales -observó alguien- porque persiguen el mismo propósito: quitar la vida. El Estado no es Dios. No tiene derecho a quitar algo que no podría devolver si quisiera hacerlo.

Entre los invitados se encontraba un joven jurista, de unos veinticinco años. Al preguntársele su opinión, contestó:

-Tanto la pena de muerte como la reclusión perpetua son igualmente inmorales, pero si me ofrecieran elegir entre la ejecución y la prisión, yo, naturalmente, optaría por la segunda. Vivir de alguna manera es mejor que de ninguna.

Se suscitó una animada discusión. El banquero, por aquel entonces más joven y nervioso, de repente dio un puñetazo en la mesa y le gritó al joven jurista:

- ¡No es cierto! Apuesto dos millones a que usted no aguantaría en la prisión ni cinco años.

-Si usted habla en serio -respondió el jurista- apuesto a que aguantaría no cinco sino quince años.

- ¿Quince? ¡Está bien! -exclamó el banquero-. Señores, pongo dos millones.

-De acuerdo. Usted pone los millones y yo pongo mi libertad -dijo el jurista.

¡Y esta feroz y absurda apuesta fue concertada! El banquero, que entonces ni conocía la cuenta exacta de sus millones, mimado por la suerte y despreocupado, estaba entusiasmado por la apuesta. Durante la cena bromeaba a costa del jurista y le decía:

-Piénselo bien, joven, mientras no sea tarde. Para mí dos millones no son nada, pero usted se arriesga a perder los tres o cuatro mejores años de su vida. Y digo tres o cuatro porque más de eso usted no va a soportar. No olvide tampoco, desdichado, que una reclusión voluntaria resulta más penosa que la obligatoria. La idea de que en cualquier momento usted tiene derecho a salir en libertad le envenenará la existencia en su prisión. ¡Tengo lástima de usted!

Y ahora el banquero, caminando de un rincón a otro, recordaba todo aquello y se preguntaba a sí mismo:

- ¿Para qué esta apuesta? ¿Qué provecho hay en haber perdido el jurista quince años de su vida y en tirar yo dos millones de rublos? ¿Puede ello demostrar a la gente que la pena de muerte es peor o mejor que la reclusión perpetua? No y no. Es un dislate, un absurdo. Por mi parte ha sido el capricho de un hombre satisfecho y por parte del jurista, una simple avidez por el dinero…

Y él se puso a recordar lo que había ocurrido después de la velada descripta. Se decidió que el jurista cumpliera su reclusión bajo severa vigilancia, en una de las casitas construidas en el jardín del banquero. Se convino que durante quince años sería privado del derecho de traspasar el umbral de la casa, ver a la gente, escuchar voces humanas, recibir cartas y diarios. Se le permitía tener un instrumento musical, leer libros, escribir cartas, tomar vino y fumar. Con el mundo exterior, según el convenio, no podría relacionarse de otra manera que en silencio, a través de una ventanilla arreglada para este propósito. Mediante una esquela podría solicitar todo lo necesario, los libros, la música, el vino, etc., todo lo cual recibiría, en cualquier cantidad, únicamente por la ventanilla. El convenio preveía todos los detalles que conferían al recluido la condición de estrictamente incomunicado y le obligaba a permanecer en la casa quince años justos, a partir de las doce horas del catorce de noviembre de 1870 hasta las doce horas del catorce de noviembre de 1885. La menor tentativa de infringir estas condiciones por parte del jurista, aunque fuera dos minutos antes del plazo, liberaba al banquero de la obligación de pagarle los dos millones.

En su primer año de reclusión el jurista, por cuanto se podía juzgar a través de sus breves notas, sufrió mucho a causa de la soledad y el tedio. En su casita se oían constantemente los sonidos del piano. El vino y el tabaco fueron rechazados por él. El vino, escribía, provoca los deseos, y los deseos son los primeros enemigos del recluido; además, no hay cosa más aburrida que beber un buen vino y no ver nada. En cuanto al tabaco, vicia el aire de la habitación. En el primer año se le enviaba al jurista libros de contenido preferentemente fácil: novelas con complicada intriga amorosa, cuentos policiales y fantásticos, comedias, etc.

En el segundo año ya dejó de oírse la música en la casita y el jurista sólo pedía en sus notas libros de autores clásicos. En el quinto año se volvió a oír la música y el prisionero solicitó vino. Los que lo observaban por la ventanilla relataban que durante todo ese año no hacía sino comer, beber, quedarse en cama bostezando y conversar malhumorado consigo mismo. No leyó más libros. A veces, de noche, se ponía a escribir durante largo rato y a la madrugada hacía pedazos todo lo escrito. Más de una vez se le oyó llorar.

En la segunda mitad del sexto año el recluido se abocó con ahínco al estudio de los idiomas, la filosofía y la historia. Acometió estas ciencias con tanta avidez que el banquero apenas alcanzaba a pedir libros para él. En el lapso de cuatro años fueron solicitados por correo, a su pedido, cerca de seiscientos volúmenes. En este período el banquero recibió de su prisionero una carta que decía así: «Mi querido carcelero: Le escribo estas líneas en seis idiomas. Muéstrelas a personas entendidas. Que las lean. Si no encuentran ni un solo error, le ruego hagan disparar una escopeta en el jardín. Este disparo me dirá que mis esfuerzos no se perdieron en vano. Los genios de todos los tiempos y países hablan en distintas lenguas, pero arde en ellos la misma llama. ¡Oh, si usted supiera qué dicha sublime experimento ahora en mi alma porque puedo comprenderlos!». El deseo del recluido fue cumplido. El banquero mandó disparar la escopeta en el jardín dos veces.

A partir del décimo año el jurista permanecía sentado a la mesa, inmóvil, y sólo leía el Evangelio. Al banquero le pareció extraño que el hombre que en cuatro años había vencido seiscientos tomos difíciles, hubiera gastado cerca de un año en la lectura de un libro no muy grueso y de fácil comprensión. Al Evangelio lo sustituyeron luego la historia de las religiones y la teología.

En los dos últimos años de reclusión, el prisionero leyó una extraordinaria cantidad de libros, sin ninguna selección. Ora se dedicaba a las ciencias naturales, ora pedía obras de Byron o Shakespeare. En sus notas solicitaba a veces, al mismo tiempo, un libro de química, un manual de medicina, una novela y un tratado de filosofía o teología. Sus lecturas daban la impresión de que el hombre nadase en un mar entre los fragmentos de un buque y, tratando de salvar la vida, se aferraba desesperadamente ya a uno ya a otro de ellos."

(continuara)

10 de jul. 2022

relats d'estiu, 10

 




La tristeza

de Anton Chejov


"La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, extiende su capa fina y blanda sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.

El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.

Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palo de sus patas, aun mirado de cerca parece un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.

Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.

-¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!

Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.

-¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?

Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.

-¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!

-¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!

Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo.

-¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice en tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!

Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados y no puede pronunciar una palabra.

El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:

-¿Qué hay?

Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:

-Ya ve usted, señor… He perdido a mi hijo… Murió la semana pasada…

-¿De veras?… ¿Y de qué murió?

Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:

-No lo sé… De una de tantas enfermedades… Ha estado tres meses en el hospital y a la postre… Dios que lo ha querido.

-¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!

-¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!

Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.

Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.

Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.

Una hora, dos… ¡Nadie! ¡Ni un cliente!

Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y jorobado.

-¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!

Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.

Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como solo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.

-¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo…

-¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro…

-¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.

-Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-.Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.

-¡Eso no es verdad! -responde el otro-. Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.

-¡Palabra de honor!

-¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.

Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atipladamente.

-¡Ji, ji, ji!… ¡Qué buen humor!

-¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme a tu caballo perezoso. ¡Qué diablo!

Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:

-Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada…

-¡Todos nos hemos de morir! -contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.

-Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.

-¿Oye, viejo, estás enfermo? -grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.

Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.

-¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!

-Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.

-¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie… Solo me espera la sepultura… Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.

Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el jorobado, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:

-¡Por fin, hemos llegado!

Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Los sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.

Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.

Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero.

Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.

-¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.

-Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.

Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.

Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.

-No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.

El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.

Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.

Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso-piensa- se siente tan desgraciado.

En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.

-¿Quieres beber? -le pregunta Yona.

-Sí.

-Aquí tienes agua… He perdido a mi hijo… ¿Lo sabías?… La semana pasada, en el hospital… ¡Qué desgracia!

Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.

Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro… Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.

Yona decide ir a ver a su caballo.

Se viste y sale a la cuadra.

El caballo, inmóvil, come heno.

-¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno… Soy ya demasiado viejo para ganar mucho… A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto…

Tras una corta pausa, Yona continúa:

-Sí, amigo… ha muerto… ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera… Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?…

El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.

Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo."


9 de jul. 2022

relats d'estiu, 9

 

IÓNICH

(final)


de Anton Chejov




V

"Han pasado varios años más. Stártsev ha engordado más aún, está hecho una bola de grasa, respira con fuerza y al andar echa ya la cabeza atrás. Cuando con su aspecto rechoncho y rojo marcha en su troika con cascabeles y Panteleimón, también rechoncho y rojo, con un cuello carnoso, sentado en el pescante, lanza las manos hacia adelante, como si fueran de madera, y grita a los que vienen a su encuentro: “¡A la dereeecha!”, el cuadro resulta imponente; parece que el que va allí no es un hombre sino algún dios mitológico. En la ciudad tiene una gran clientela, no le queda tiempo ni para respirar, y ya posee una hacienda y dos casas en la ciudad. Le tiene puesto el ojo a una tercera más rentable. Y cuando en la Sociedad de Crédito y Préstamo le hablan de alguna casa en venta, va a visitarla y sin ninguna clase de ceremonias, pasando por todas las habitaciones sin prestar atención a las mujeres desvestidas y los niños que lo miran con asombro y miedo, señala con un bastón en todas las puertas y suele decir:

-¿Esto es el despacho? ¿El dormitorio? ¿Y aquí qué hay?

Tiene una respiración forzada y se seca el sudor de la frente.

A pesar de su mucho trabajo no deja el cargo de médico rural: la avaricia es más fuerte que él, quiere poder con todo. En Diálizh y en la ciudad lo llaman simplemente Iónich. “¿Adónde irá Iónich?” o “¿Por qué no consultamos a Iónich?”

Seguramente por tener la garganta aprisionada por la grasa, se le ha cambiado la voz, la tiene ahora fina y aguda. También le ha cambiado el carácter… es más pesado e irritable. Al recibir a los enfermos por lo común se enfada, golpea impaciente con el bastón contra el suelo y grita con su voz desagradable:

-¡Limítese sólo a contestar a las preguntas! ¡Silencio!

Está solo. Su vida es aburrida, nada ni nadie le llega a interesar.

En todos esos años vividos en Diálizh, el amor por Katia ha sido su única alegría y seguramente la última. Por las tardes juega a las cartas en el club, después se sienta sólo a una gran mesa y cena. Le sirve Iván, el sirviente más viejo y respetado, y ya todos -los encargados del club, el cocinero y el sirviente- saben lo que le gusta y lo que no y se esfuerzan por satisfacer todos sus menores deseos. Porque no vaya a ser que se enfade y empiece a dar bastonazos contra el suelo.

Mientras cena, en ocasiones se da la vuelta e interviene en alguna conversación.

-¿De qué hablan? ¿Eh? ¿De quién?

Y cuando por casualidad en alguna mesa vecina se toca el tema de los Turkin, siempre pregunta:

-¿De qué Turkin hablan ustedes? ¿Esa gente que tiene una hija que toca el piano?

Esto es todo lo que se puede decir de él.

¿Y de los Turkin? Iván Petróvich no ha envejecido, no ha cambiado nada y como siempre dice frases ingeniosas y cuenta chistes; Vera Iósifovna lee sus novelas a los invitados con la misma solicitud y cordial sencillez. Katia toca el piano sus cuatro horas. Ha envejecido sensiblemente, tiene algún achaque y cada otoño se marcha con su madre a Crimea. Al despedirlas en la estación, cuando el tren se pone en marcha, Iván Petróvich se seca las lágrimas y grita:

-¡Hasta la vista, por favor! Y agita un pañuelo."

8 de jul. 2022

relats d'estiu, 8

              Iónich

                    (2ª entrega)


de Anton Chejov






III

"Al día siguiente, por la tarde, se dirigió a casa de los Turkin con el fin de declararse. Pero le resultó incómodo hacerlo, porque Ekaterina Ivánovna estaba con el peluquero. Se estaba arreglando para ir al club, a una fiesta.

De nuevo se quedó largo rato esperando en el comedor, tomando té. Iván Petróvich, al ver que el invitado estaba pensativo y se aburría, sacó de un bolsillo de su chaleco unos papelitos y le leyó una carta divertida de su administrador alemán que le informaba de la marcha de sus propiedades, en un lenguaje pretendidamente culto y estrafalario.

“Seguro que la dote no será pequeña”, pensaba Stártsev escuchando distraído.

Después de una noche en blanco se encontraba embotado, como si lo hubieran llenado de un somnífero; tenía el ánimo nebuloso pero alegre, cálido, aunque al mismo tiempo un fragmento frío y pesado, en su mente, repetía y volvía a repetir:

“¡Frénate antes de que sea tarde! ¿Qué pareja es para ti? Es una niña mimada, caprichosa, duerme hasta las dos; en cambio tú eres un hijo de diácono, un médico rural…”

“Bueno ¿y qué? -se contestaba-. ¿Qué más da?”

“Además, si te casas con ella -proseguía la parte fría de su ser-, su familia te obligará a dejar el trabajo en el campo y a vivir en la ciudad”.

“Bueno ¿y qué? -pensaba-. Si hay que vivir en la ciudad que así sea. Con la dote nos instalamos como debe ser…”

Por fin entró Ekaterina Ivánovna. Llevaba un traje de gala, escotado; estaba graciosa, pulcra. Stártsev quedó prendado; tal fue su entusiasmo que no pudo pronunciar ni una sola palabra: tenía sus ojos clavados en ella y sonreía.

La muchacha se despidió y él -ya nada lo retenía allí- se levantó diciendo que era hora de irse pues lo esperaban los enfermos.

-Qué le vamos a hacer -dijo Iván Petróvich-, vaya usted, de paso lleve a Katia hasta el club.

Afuera caían algunas gotas, estaba muy oscuro, y sólo por la tos ronca de Panteleimón podía adivinarse dónde estaban los caballos. Levantaron la capota del coche. Se pusieron en marcha.

-Ayer estuve en el cementerio -empezó diciendo Stártsev-. Qué cruel y despiadado de su parte…

-¿Estuvo usted en el cementerio?

-Sí, estuve allí y la esperé casi hasta las dos. No sabe usted lo que sufrí…

-Pues sufra usted, si no entiende las bromas.

Ekaterina Ivánovna, satisfecha de la astuta broma que le había gastado a su enamorado y de lo mucho que se la quería, se puso a reír. Pero, de pronto, gritó del susto, pues en ese mismo instante los caballos hicieron un movimiento brusco hacia las puertas del club y el coche se ladeó. Stártsev abrazó a Ekaterina Ivánovna por el talle; ella, asustada, se apretó contra él, y Stártsev, que no pudo contenerse, la besó con pasión en los labios, en la barbilla y la abrazó con más fuerza.

-Basta -dijo la muchacha en tono cortante.

Y casi de inmediato ya no estaba en el coche. El guardia que se encontraba junto a la entrada iluminada del club gritó con voz repugnante al cochero Panteleimón:

-¿Qué haces ahí pasmado? ¡Sigue para adelante!

Stártsev se dirigió a casa, pero pronto volvió. Vestido con un frac que le habían prestado y una corbata blanca que quería escaparse del cuello, a medianoche se encontraba sentado en el salón del club y decía con pasión a Ekaterina Ivánovna:

-¡Oh, qué poco saben aquellos que nunca han amado! Creo que nadie todavía ha podido descubrir con fidelidad el amor, y difícilmente será posible describir este sentimiento sutil, feliz y atormentado. El que lo ha experimentado, aunque sea sólo una vez, no podrá expresarlo con palabras. ¿Para qué los prólogos, las explicaciones? ¿Para qué la inútil elocuencia? Mi amor no tiene límites… Le ruego, se lo imploro -logró por fin decir Stártsev-, ¡sea mi esposa!

-Dmitri Iónich -dijo después de pensar un momento Ekaterina Ivánovna en tono serio-, Dmitri Iónich, me siento profundamente agradecida por el honor que usted me concede, yo lo respeto, pero… -se levantó y prosiguió de pie-, pero, ruego que me disculpe, no puedo ser su mujer. Hablemos en serio. Dmitri Iónich, usted sabe que lo que más quiero en la vida es el arte; amo con locura, adoro la música, y a ella he consagrado mi vida. Quiero ser una artista, quiero alcanzar la gloria, grandes éxitos, la libertad. Y lo que usted pretende es que siga viviendo en esta ciudad, que continúe llevando esta vida vacía e inútil que ya no soporto más. Convertirme en esposa, ¡oh, no, discúlpeme! La persona debe aspirar a algo superior, esplendoroso; en cambio, la vida familiar me encadenaría para el resto de mi vida. Dmitri Iónich, es usted un hombre bueno, respetable, inteligente, es usted el mejor… -se le llenaron de lágrimas los ojos-, comprendo con toda mi alma sus sentimientos, pero entiéndame usted también a mí…

Y para no echarse a llorar, se dio vuelta y salió apresuradamente del salón.

El corazón de Stártsev latía violentamente. Al salir del club a la calle se arrancó el duro corbatín y respiró a pleno pulmón. Estaba avergonzado y se sentía ofendido en su orgullo; no esperaba la negativa y no podía hacerse a la idea de que todos sus sueños, sufrimientos y aspiraciones lo hubieran llevado a un final tan estúpido, igual que en una breve obra de aficionados. Y sentía pena de sus sentimientos, de su amor; tanta era la lástima, que tuvo ganas de ponerse a llorar o de dar un paraguazo con todas sus fuerzas en las espaldas de Panteleimón.

Durante tres días las cosas se le caían de las manos, no comía, no dormía. Pero cuando le llegó la noticia de que Ekaterina Ivánovna se había marchado a Moscú para ingresar en el conservatorio, se tranquilizó y su vida volvió a la normalidad.

Tiempo después, cuando a veces se acordaba de cómo se pasó media noche en el cementerio o de cómo se recorrió toda la ciudad en busca de un frac, se estiraba perezoso y se decía:

-¡Cuánta guerra me dio la muchacha!

IV

Pasaron cuatro años. Stártsev tenía ya una gran clientela. Cada mañana hacía rápido sus visitas en Diálizh y luego marchaba a ver a sus pacientes de la ciudad. Viajaba ya no en un par de caballos, sino en una troika con cascabeles; volvía a casa tarde por la noche. Estaba más grueso, había echado carnes, andaba lo menos que podía, pues padecía de asma. También Panteleimón estaba más gordo, y cuanto más crecía a lo ancho, con más tristeza suspiraba quejándose de su mala suerte: ¡estaba harto de pasar tanto tiempo en el pescante!

Stártsev visitaba muchas casas y personas, pero no intimaba con nadie. Los habitantes de la ciudad, con sus conversaciones, opiniones sobre la vida y hasta por sus caras lo irritaban. Poco a poco, la experiencia le enseñó que las personas, mientras uno juegue a las cartas o tome un trago con ellas, parecen gente pacífica, bondadosa y hasta inteligente, pero basta con tocar algún tema que no sea de comida, por ejemplo, de política o de ciencia, para que se metan en disquisiciones inútiles y desplieguen una filosofía tan torpe y malvada que a uno lo único que le queda es o echarse a llorar o irse por donde ha venido. Cuando Stártsev intentaba hablar incluso con personas de talante liberal, por ejemplo, de que, gracias a Dios, la humanidad avanza y que con el tiempo ésta prescindirá de los pasaportes y de la pena de muerte, el hombre se le quedaba mirando y preguntaba con desconfianza: “¿O sea que, entonces, todo el mundo podrá romperle la cabeza a quien le parezca?” Y cuando Stártsev decía en un grupo -durante alguna cena o un té- que hacía falta trabajar, que no se podía vivir sin trabajar, entonces todos se lo tomaban como una alusión personal, se enfadaban y se ponían a discutir agresivos. Por lo demás, la gente no hacía nada, decididamente nada, no se interesaba por nada y por mucho que se esforzara uno, no podía ingeniarse un tema de conversación con ella. Así que Stártsev evitaba conversar, sólo tomaba sus tragos y jugaba a las cartas. Y cuando lo invitaban a alguna fiesta de cumpleaños, el hombre se sentaba a la mesa y comía en silencio, mirando el plato; todo lo que se decía en ese rato no tenía interés alguno, era injusto, estúpido. Él se sentía irritado, perdía la calma, pero callaba. Por su hosco silencio y su mirada clavada en el plato, en la ciudad se le empezó a llamar “el polaco enfurruñado”, aunque nunca había sido polaco.

Se abstenía de diversiones tales como el teatro o los conciertos, pero, en cambio, jugaba a las cartas cada día, unas tres horas, y lo hacía con placer. Tenía otra distracción a la que se acostumbró poco a poco, que era cada tarde sacar de sus bolsillos los papelitos de cuánto había ganado con sus clientes y sucedía que en un día estos papeles metidos en sus bolsillos -de colores amarillo y verde, que olían a perfume, vinagre, incienso o aceite de pescado- alcanzaban los setenta rublos, y cuando reunía varios cientos los llevaba a la Sociedad de Crédito y Préstamo y los ingresaba allí en una cuenta corriente.

En los cuatro años que pasaron desde la partida de Ekaterina Ivánovna sólo había estado dos veces en casa de los Turkin y fue por invitación de Vera Iósifovna, quien seguía curándose de los dolores de cabeza. Ekaterina Ivánovna venía cada verano a descansar con sus padres, pero no la vio ni una sola vez.

Pasaron cuatro años. En una mañana tranquila y tibia, le trajeron una carta. Vera Iósifovna le escribía a Dmitri Iónich que lo añoraba mucho; le rogaba que viviera sin falta a su casa y aligerara sus penas y que, por cierto, hoy era su cumpleaños. Abajo seguía la frase siguiente: “Yo también me sumo al ruego de mamá. E.”

Stártsev se lo pensó y por la tarde se dirigió a casa de los Turkin.

-¡Oh, se le saluda! ¿Cómo está usted? -lo recibió Iván Petróvich sonriendo sólo con los ojos-. Que tenga un bonjour.

Vera Iósifovna, ya muy envejecida, con cabellos blancos, le estrechó la mano a Stártsev, suspiró con afectación y dijo:

-Querido doctor, no quiere usted hacerme la corte, nunca viene a vernos, ya soy vieja para usted. Pero, mire, ha vuelto la joven, a lo mejor ella tiene más suerte.

¿Y Katia? Estaba más delgada, más pálida, más hermosa y esbelta; pero ya era Ekaterina Ivánovna y no Katia; ya no se veía la frescura y la expresión de inocencia infantil de antes. En su mirada, en sus gestos, había algo nuevo, cierto aire culpable, como si en casa de los Turkin ya no se sintiera en la suya propia.

-¡Cuántos siglos sin verlo! -exclamó al tender la mano hacia Stártsev; se notaba que su corazón latía emocionado. Mirando fijamente y con curiosidad su rostro, prosiguió-: ¡Cómo ha engordado! Está más moreno, parece más hombre, pero en general ha cambiado poco.

También entonces le gustaba la muchacha, le gustaba mucho, aunque le faltaba algo, o le sobraba, no sabría decirlo, pero había algo que le impedía sentirse como antes. No le agradaba su palidez, la nueva expresión de su rostro, la débil sonrisa, la voz y, algo más tarde, no le gustó el vestido, el sillón en el que ella se sentaba; le disgustaba algo del pasado, de cuando estuvo a punto de casarse con ella. Recordó su amor, las ilusiones y esperanzas que lo dominaron hacía cuatro años, y se sintió molesto.

Tomaron té con un pastel dulce. Luego Vera Iósifovna leyó en voz alta una novela, narró algo que nunca ocurría en la vida. Stártsev escuchaba y miraba su cabeza canosa y bella, esperando que acabara.

“El inepto no es quien no sabe escribir novelas, sino el que las escribe y no sabe disimularlo” -pensaba Stártsev.

-No está mal, pero nada mal… -comentó Iván Petróvich.

Después, Ekaterina Ivánovna tocó el piano durante un buen rato y en forma ruidosa. Cuando acabó, los invitados la felicitaron por su ejecución.

“Hice bien en no casarme con ella” -pensó con alivio Stártsev.

Ella lo miraba y, al parecer, esperaba que él la invitara a salir al jardín, pero Stártsev permanecía en silencio.

-Charlemos un rato -dijo ella acercándose a él-. Cuénteme algo de su vida. ¿Cómo va todo? ¿Bien? Todos estos días he pensado en usted -prosiguió nerviosa-. Quería enviarle una carta, quería ir yo misma a Diálizh. Había decidido ir, aunque luego cambié de idea. Dios sabe qué pensará usted de mí ahora. ¡Lo esperaba hoy con tanta emoción! Se lo ruego, por favor, salgamos al jardín.

Salieron al jardín y se sentaron en el banco bajo el viejo arce, como cuatro años atrás. Estaba oscuro.

-¿Qué tal le va? -preguntó de pronto Ekaterina Ivánovna.

-Pues así, aquí estamos, vamos tirando -contestó Stártsev.

No se le ocurrió nada más. Callaron.

-Estoy muy emocionada -dijo Ekaterina Ivánovna, y se tapó el rostro con las manos-, pero usted no haga caso. Estoy tan bien en casa y tan contenta de verlos a todos que no puedo hacerme a la idea. ¡Cuántos recuerdos! Me parecía que íbamos a hablar sin parar hasta la madrugada.

Ahora veía de cerca su cara, sus ojos brillantes, aquí en la oscuridad parecía más joven que en la habitación y hasta daba la impresión de haber recobrado su expresión infantil de antes. En efecto, miraba con ingenua curiosidad el rostro del hombre, como si quisiera ver más de cerca y comprender al hombre que en otro tiempo la había amado con tanto ardor, tanta ternura y tan poca suerte. Sus ojos le agradecían aquel amor. Y él recordó todo lo sucedido, los más pequeños detalles, cómo anduvo por el cementerio, cómo después, al amanecer, regresó a casa, agotado; y de pronto sintió tristeza y lástima del pasado. En el alma se le encendió una pequeña llama.

-¿Se acuerda usted cuando la acompañé a la velada en el club? -dijo él-. Entonces llovía, estaba oscuro…

El fuego crecía en su alma, y ya tenía ganas de hablar, de quejarse de la vida…

-¡Hum! -exclamó en un suspiro-. Me pregunta usted por mi vida. ¿Cómo vivimos aquí? Pues de ninguna manera. Envejecemos, engordamos, vamos cayendo… Día tras día, noche tras noche, la vida pasa monótona, sin impresiones, sin ideas… Durante el día a ganarse el pan, por la tarde al club, una sociedad de jugadores de cartas, alcohólicos y groseros, a los que no puedo aguantar. ¿Qué hay de bueno en eso?

-Pero tiene usted el trabajo, un fin honrado en la vida. Antes le gustaba tanto hablar de su hospital. Yo entonces era una chica rara, me imaginaba una gran pianista. Ahora todas las señoritas tocan el piano, y yo también tocaba, como todas. No había en mí nada de particular: soy tan pianista como mi madre escritora. Y claro está, entonces yo no lo comprendía, pero en Moscú a menudo pensé en usted. Sólo pensaba en usted. ¡Qué felicidad ser médico rural, ayudar a los que sufren, servir al pueblo! ¡Qué felicidad! -volvió a decir Ekaterina Ivánovna con entusiasmo-. Cuando pensaba en usted en Moscú me lo imaginaba tan ideal, tan elevado…

Stártsev se acordó de los papelitos que por las tardes sacaba de los bolsillos con gran placer, y el fuego que ardía en su pecho se apagó.

Se levantó para marcharse a su casa. Ella lo sujetó del brazo y prosiguió:

-Usted es el mejor de los hombres que he conocido en mi vida. Nos veremos, charlaremos, ¿no es cierto? Prométamelo. Yo no soy pianista, en lo que a mí respecta no me engaño y en su presencia no tocaré ni hablaré de música.

Cuando entraron en la casa, Stártsev vio a la luz su rostro y sus ojos tristes, agradecidos e inquisitivos, dirigidos hacia él; se sintió intranquilo y pensó de nuevo: “Qué bien que no me casé con ella”.

Comenzó a despedirse.

-No tiene usted ningún derecho de marcharse sin cenar -le decía Iván Petróvich al acompañarlo-. ¡A ver, tu representación! -dijo dirigiéndose en el recibidor a Pava.

Pava, que ya no era un chiquillo sino un joven con bigote, se estiró, alzó un brazo y exclamó con voz trágica:

-“¡Muere, desdichada!”

Estas cosas irritaban a Stártsev. Al sentarse en el coche y mirar hacia la oscura casa y el jardín que en un tiempo le resultaron tan agradables y queridos, se acordó de todo junto: las novelas de Vera Iósifovna, las ruidosas interpretaciones de Katia, las frases supuestamente ingeniosas de Iván Petróvich, la pose trágica de Pava, y pensó que si la gente más inteligente de toda la ciudad era tan mediocre, cómo tendría que ser el resto.

Al cabo de tres días, Pava le llevó una carta de Ekaterina Ivánovna.

“No viene usted a vernos. ¿Por qué? -escribía-. Me temo que haya cambiado de actitud hacia nosotros y me asusta tan sólo la idea de pensarlo. Deshaga mis temores, venga a vernos y diga que todo sigue bien.

Necesito hablar con usted. Su E.I.”

Leyó la nota, pensó un momento y le dijo a Pava:

-Dile, querido Pava, que hoy no puedo ir, estoy muy ocupado. Di que iré dentro de unos tres días.

Pero transcurrieron tres días, luego una semana y seguía sin ir. En cierta ocasión, al pasar en coche junto a la casa de los Turkin, se acordó de que tenía que visitarlos aunque fuera sólo por un minuto, mas lo pensó… y no entró.

Y nunca más visitó a los Turkin."
(continuara-...)

7 de jul. 2022

relats d'estiu, 7

 

                          Iónich

                                      (1ª entrega)


de Anton Chejov




I

"Cuando los recién llegados a la ciudad de provincias S. se quejaban de lo aburrida y monótona que era la vida en ella, los habitantes de esa ciudad, como justificándose, decían que, al contrario, en S. se estaba muy bien, que en S. había una biblioteca, un teatro, un club, se celebraban bailes y -añadían finalmente- había algunas familias interesantes, agradables e inteligentes con las que podían relacionarse. Y mencionaban a los Turkin como los más instruidos y de mayores talentos.

Esta familia vivía en casa propia en la calle principal, junto a la del gobernador. El propio Turkin, Iván Petróvich, un hombre moreno, grueso y guapo, con patillas, organizaba espectáculos de aficionados con fines benéficos en los que interpretaba a viejos generales. Al hacer su papel, tosía de una manera muy cómica. Sabía muchos chistes, charadas, dichos, le gustaba bromear, lanzar frases picantes y siempre tenía una expresión que hacía dudar si hablaba en broma o en serio. Su mujer, Vera Iósifovna, una señora más bien delgada, de aspecto agradable y con lentes, escribía relatos y novelas que leía solícita a sus invitados. La hija, Ekaterina Ivánovna, una muchacha joven, tocaba el piano. En una palabra, cada miembro de la familia tenía algún talento. Los Turkin se alegraban de recibir invitados y se sentían felices de mostrarles sus talentos, cosa que hacían con cordial sencillez. Su casa de piedra era espaciosa y fresca en verano, la mitad de sus ventanas daban a un viejo jardín sombreado, donde en primavera cantaban los ruiseñores. Cuando en la casa había invitados, de la cocina venía el trajinar de los cuchillos y al patio llegaba un olor de cebolla frita; todo ello era siempre la premonición de una cena abundante y suculenta.

El doctor Stártsev, Dmitri Iónich, a poco de habérsele destinado como médico rural e instalarse en Diálizh -a unos diez kilómetros de S.- también oyó hablar de esa familia. Le decían que un hombre culto, como él, sin falta debía conocer a los Turkin. Un día de invierno, en la calle, le presentaron a Iván Petróvich; hablaron del tiempo, de teatro, de la epidemia de cólera, y a ello siguió una invitación. En primavera, un día de fiesta -era Ascensión-, después de pasar consulta, Stártsev se dirigió a la ciudad para distraerse un poco y aprovechar para hacer algunas compras. Marchaba a pie, sin prisa -todavía no tenía caballos propios, y canturreaba:

-Aún no había apurado yo el cáliz de la amargura…

Cuando llegó a la ciudad almorzó, paseó por el parque y luego recordó la invitación de Iván Petróvich. Decidió visitar a los Turkin, ver qué clase de personas eran.

-Muy buenas, por favor -le saludó Iván Petróvich al recibirlo en la entrada-. Me alegra mucho ver a un invitado tan agradable. Venga, le presentaré a mi querida media naranja. Le estaba diciendo, Vérochka -prosiguió al presentar al doctor a su mujer-, le estaba diciendo que no tiene ningún derecho a estarse metido en su clínica, porque su ocio se lo debe a la sociedad. ¿No es cierto, cariño?

-Siéntese aquí -le decía Vera Iósifovna, señalando un asiento a su lado-. Puede usted hacerme la corte. Mi marido es celoso, es un Otelo, pero haremos lo posible por comportarnos de tal modo que no se dé cuenta de nada.

-Oh, cariñito, eres muy juguetona… -le miró dulcemente Iván Petróvich y le besó la frente-. Ha venido usted muy a propósito -se dirigió de nuevo al invitado-, mi querida esposa ha escrito una enorme novela que hoy leerá en público.

-Jean, dites que l’on nous donne du thé -dijo Vera Iósifovna a su marido.

Le presentaron a Ekaterina Ivánovna, una muchacha de dieciocho años, muy parecida a su madre, tan delgada y agraciada como ella. Todavía tenía una expresión infantil y un talle fino, delicado. Y el pecho, virginal, ya desarrollado, era de una belleza que hablaba de salud y primavera, de una auténtica primavera. Después tomaron té con mermelada, miel, dulces y unas galletas muy sabrosas que se deshacían en la boca. Con la llegada de la tarde, poco a poco fueron llegando nuevos invitados; Iván Petróvich, cuando con sus ojos risueños se dirigía a cada uno de ellos, le decía:

-Muy buenas, ¿cómo está usted?

Luego, todos se sentaron con rostros muy serios y Vera Iósifovna leyó su novela. Empezaba así: “El frío era cada vez más intenso…: Las ventanas estaban abiertas de par en par y de la cocina llegaba el sonar de los cuchillos y el olor a cebolla frita… Atardecía. Se estaba muy cómodo en los blandos y profundos sillones, las luces titilaban acariciadoras en el salón. En esos momentos, en ese atardecer veraniego, cuando de la calle llegaban voces y risas y del patio fluía el aroma de las lilas, era difícil imaginarse un frío intenso y cómo el sol poniente iluminaba con sus rayos fríos la llanura y a un caminante que marchaba solitario por el camino”. Vera Iósifovna leía una historia en la que una condesa joven y bella construía en su aldea escuelas, hospitales, bibliotecas y se enamoraba de un pintor errante. Leía una historia de las que nunca ocurren, sin embargo era agradable y ameno oírla, la mente se llenaba de pensamientos buenos, apacibles. No daban ganas de reírse.

-No está nada mal… -dijo en voz baja Iván Petróvich.

Y uno de los invitados, llevado lejos, muy lejos, por la historia, pronunció con voz casi inaudible:

-Sí… cierto… no está nada mal…

Pasó una hora y otra. En el vecino parque de la ciudad tocaba una orquesta, cantaba un coro. Cuando Vera Iósifovna cerró su libreta, durante cinco minutos quedaron en silencio. Escuchaban “El candil” -que cantaba el coro- y la canción les decía lo que no se daba en la novela, pero sí sucedía en la vida.

-¿Publica usted sus obras? -preguntó Stártsev a Vera Iósifovna.

-No -contestó la señora-, no publico en ninguna parte, lo escribo y lo guardo en un cajón. ¿Para qué publicarlo? -aclaró-. Medios no nos faltan.

Por alguna razón, todos suspiraron.

-Y ahora, querida, tócanos algo -dijo Iván Petróvich a su hija.

Levantaron la tapa del piano de cola, abrieron el libro de notas que ya estaba preparado para el caso. Ekaterina Ivánovna se sentó y con ambas manos golpeó las teclas y seguidamente dio otro golpe con todas sus fuerzas. Los golpes se sucedieron uno tras otro, los hombros y los pechos de la muchacha se estremecían, golpeaba con obstinación siempre en las mismas teclas y parecía que no iba a parar hasta que estas no se hundieran en el piano. El salón se llenó de estruendo; todo rugía: el suelo, el techo, los muebles… Ekaterina Ivánovna tocaba un pasaje difícil, interesante justamente por su dificultad; era extenso y reiterado. Stártsev, al escucharlo, se imaginaba cómo de una alta montaña iban cayendo rocas y más rocas y deseó que terminaran de caer cuanto antes. Pero al mismo tiempo Ekaterina Ivánovna, sonrosada y en tensión, fuerte, enérgica, con un mechón de pelo cayéndole sobre la frente, le agradaba mucho. Después de un invierno pasado en Diálizh entre enfermos y mujiks, era tan agradable, tan nuevo encontrarse en ese salón, mirar a este ser joven exquisito y lleno de gracia, y escuchar estos sonidos ruidosos, cansinos, pero de todos modos cultos…

-¡Bueno, querida, hoy has interpretado como nunca! -exclamó Iván Petróvich con lágrimas en los ojos cuando su hija acabó de tocar y se levantó-. ¡Apuesto a que mejor imposible!

Todos la rodearon, felicitándola, y aseguraban asombrados que hacía tiempo no habían oído cosa igual. Ella escuchaba en silencio, con leve sonrisa y aire triunfal.

-¡Maravilloso! ¡Espléndido!

-¡Maravilloso! -dijo Stártsev, entregándose al regocijo general-. ¿Dónde ha estudiado música? -preguntó a Ekaterina Ivánovna-. ¿En el conservatorio?

-No, ahora tengo intención de ir. He estudiado aquí, con madame Zavlóvskaia.

-¿Ha terminado sus estudios en el liceo de la ciudad?

-¡Oh, no! -respondió por su hija Vera Iósifovna-. Los profesores han venido a casa. Porque estará usted de acuerdo conmigo en que en el liceo o en el instituto podía tener malas compañías; mientras la chica crece, sólo debe hallarse bajo la tutela de su madre.

-Pero iré al conservatorio de todos modos -dijo Ekaterina Ivánovna.

-No, Katia es buena y no hará enfadar ni a papá ni a mamá.

-¡No, iré! ¡Iré sin falta! -exclamó Ekaterina Ivánovna medio en broma haciendo pucheros, y sacudió su pie contra el suelo.

Durante la cena fue Iván Petróvich quien lució su talento. Riéndose sólo con los ojos, contaba chistes, lanzaba frases ingeniosas, proponía divertidos acertijos que él mismo resolvía. Todo el tiempo usaba un lenguaje especial, fruto de largos ejercicios de ingenio. Empleaba expresiones que, al parecer, ya eran habituales en él: “enormísimo”, “no está pero que nada mal”, “se lo agradezco deformemente”.

Pero esto no era todo. Cuando los invitados, satisfechos después de la cena, se agolpaban en la entrada buscando sus abrigos y bastones, entre ellos se afanaba el lacayo Pavlusha o, como se le llamaba en casa, Pava, un muchacho de catorce años, con el pelo corto y mejillas rellenas.

-¡A ver, Pava, cómo lo haces! -le dijo Iván Petróvich.

Pava se colocó en postura teatral, alzó un brazo y exclamó en tono trágico:

-¡Muere, desdichada!

Y todos se echaron a reír.

“Divertido” -pensó Stártsev al salir a la calle.

Entró en un restaurante, se tomó una cerveza y después se fue caminando hacia su casa en Diálizh. Mientras entonaba:

-Oigo tu voz, cual caricia dolorosa…

A pesar de los nueve kilómetros recorridos, al acostarse no se sintió nada fatigado. Al contrario, le parecía que muy bien hubiera podido recorrer veinte kilómetros más.

-“No está nada mal” -recordó al dormirse, y sonrió.

II

Stártsev tenía intención de volver a visitar a los Turkin, pero en el hospital había mucho trabajo y no conseguía encontrar tiempo libre. De este modo, ocupado y solitario pasó más de un año; pero un día le llegó una carta en un sobre azul.

Vera Iósifovna hacía tiempo que sufría de dolores de cabeza, y como últimamente su querida hija la amenazaba con marcharse a estudiar al conservatorio, los dolores arreciaron. Visitaron a los Turkin todos los médicos de la ciudad, hasta que por fin le tocó hacerlo al médico rural. Vera Iósifovna le envió una carta muy emotiva en la que le rogaba que viniera a visitarla, para aligerar así sus sufrimientos. Stártsev fue a verla y a partir de entonces visitó a los Turkin muy a menudo… En efecto, en algo había ayudado a Vera Iósifovna, y esta empezó a contarles a todos sus conocidos que se trataba de un doctor asombroso, nunca visto. Pero los dolores de cabeza ya no eran el motivo de la presencia del doctor en casa de los Turkin…

Sucedió en un día de fiesta. Ekaterina Ivánovna había acabado sus largos y agotadores ejercicios de piano, después de lo cual pasaron largo tiempo en el comedor, tomando té; Iván Petróvich contaba algo divertido. De pronto sonó el timbre; había que ir a la entrada y recibir a algún invitado. Stártsev, aprovechando la confusión del momento, susurró a Ekaterina Ivánovna lleno de zozobra:

-¡Por el amor de Dios, se lo imploro, no me torture, salgamos al jardín!

Ella se encogió de hombros con aire de asombro y de no comprender qué era lo que quería Stártsev, pero se levantó, dirigiéndose hacia el jardín.

-Se pasa usted tres y cuatro horas tocando el piano -decía el médico caminando detrás de ella-, después se queda con su mamá y así no hay manera de hablarle. Dedíqueme al menos un cuarto de hora, se lo ruego.

Se acercaba el otoño y el viejo jardín estaba silencioso, triste; los senderos se cubrían de hojas mustias. Ya empezaba a anochecer temprano.

-No la he visto en toda una semana -prosiguió Stártsev-, ¡Y si usted supiera cuánto sufro por ello! Sentémonos. Quiero que me escuche.

En el jardín, ambos tenían un lugar preferido: el banco bajo el viejo arce. Allí se sentaron.

-¿Qué es lo que quiere de mí? -preguntó Ekaterina Ivánovna en tono seco, casi oficial.

-No la he visto en toda una semana, no la he oído tanto tiempo. Quiero oír su voz, lo deseo con pasión. Dígame algo.

El médico estaba encantado con su frescura, absorto en la expresión inocente de sus ojos. Hasta en el modo como le caía el vestido veía algo inusitadamente hermoso, conmovedor por su sencillez y gracia ingenuas. Y al mismo tiempo, a pesar de esta ingenuidad, la muchacha se veía muy inteligente y desarrollada para sus años. Podía hablar con ella de literatura, de arte, de cualquier cosa; podía quejarse de la vida, de los hombres, aunque a veces sucedía que al tocar un tema serio, la muchacha se echaba a reír sin motivo alguno o se marchaba corriendo a casa. Como la mayoría de las chicas de la ciudad, leía mucho (pero en S. se leía poco, y en la biblioteca así lo comentaban: si no fuera por las chicas y los jóvenes hebreos, muy bien se podría cerrar la biblioteca); esto era algo que le gustaba infinitamente a Stártsev, por lo que en cada ocasión le preguntaba emocionado sobre lo que había leído en los últimos días y escuchaba encantado sus comentarios.

-Pero ¿adónde va? -exclamó horrorizado Stártsev, al ver que ella se levantaba y se dirigía hacia la casa-. Tengo que hablar con usted… ¡Quédese al menos cinco minutos! ¡Se lo suplico!

La muchacha se detuvo como si quisiera decir algo; luego, con gesto torpe, puso en la mano de él una nota y echó a correr hacia la casa; al rato, sonó de nuevo el piano.

“Hoy, a las once de la noche -leyó Stártsev- venga al cementerio junto al monumento a Demetti”.

“Esto ya es una locura -pensó Stártsev, recobrando la calma-. ¿Al cementerio? ¿Para qué?”

La cosa estaba clara: la chica le había hecho una broma. Porque ¿a quién le cabe en la cabeza concertar una cita por la noche, lejos de la ciudad y en el cementerio, cuando puede uno quedar sencillamente en la calle, en el parque de la ciudad? ¿Y está bien que un médico, una persona inteligente y respetable como él, se dedique a lanzar suspiros de amor, recibir notitas, pasearse por los cementerios, en fin, hacer estupideces de las que ahora se ríen hasta los escolares? ¿Hasta dónde puede llevar este romance? ¿Qué dirán sus colegas cuando se enteren? Así pensaba Stártsev, deambulando en el club por entre las mesas. Pero al llegar las diez y media se marchó al cementerio.

Ya tenía su carruaje y su cochero, Panteleimón, con chaquetilla de terciopelo. Brillaba la luna. La noche estaba silenciosa, templada, pero de un tibio otoñal. En las afueras, junto al matadero, aullaban los perros. Stártsev dejó el coche en los límites de la ciudad, en un callejón, y siguió el camino hacia el cementerio a pie. “Cada uno tiene sus rarezas -pensaba-, Katia también tiene las suyas y, ¿quién sabe?, a lo mejor no es una broma y viene de verdad.”

Anduvo casi un kilómetro a campo traviesa. El cementerio se dibujaba a lo lejos en una franja oscura, como un bosque o un jardín. Apareció el muro de piedra blanca, la entrada… Con la claridad de la luna en las puertas se podía leer: “Y llegará la hora”. Stártsev atravesó la entrada y lo primero que vio fueron las cruces blancas y los monumentos funerarios a ambos lados de un ancho paseo, las sombras negras de aquellos y de los álamos. A su alrededor se extendían, hasta perderse a lo lejos, manchas claras y oscuras. Los árboles somnolientos inclinaban sus ramas sobre las superficies blancas. Parecía que aquí había más luz que en el campo; las hojas de los arces, como huellas de las manos, destacaban sobre la amarilla arena de los paseos y las lápidas. Las inscripciones se leían con claridad. En un primer momento, Stártsev quedó asombrado ante el espectáculo que se le presentaba por primera vez y que, probablemente, nunca más volvería a ver: un mundo que no se parecía a nada, un mundo en el que la luz lunar era suave y agradable, donde en cada oscuro álamo, en cada tumba, se percibe la presencia de un misterio que promete una vida calma, maravillosa, eterna. De las lápidas y las flores secas, junto al aroma otoñal de las hojas, llegaba un hálito de perdón, tristeza y paz.

Reinaba un mundo de silencio; desde el cielo miraban resignadas las estrellas, y los pasos de Stártsev sonaban rudos y desatinados. Sólo cuando en la iglesia sonaron las horas y él se imaginó muerto, enterrado aquí por los siglos de los siglos, sólo entonces le pareció que alguien lo observaba; pensó por un instante que esto no era paz, ni silencio, sino la muda angustia del no existir…

El monumento a Demetti era una capilla con un ángel en la cúspide. Cierta vez, en S. actuó de paso una compañía italiana de ópera; una de sus cantantes murió, aquí la enterraron y levantaron este monumento funerario. En la ciudad ya nadie se acordaba de ella, aunque la lamparilla sobre la entrada reflejaba la luz lunar y parecía arder.

…Esperó sentado junto al monumento una media hora, luego se paseó por los caminos colaterales, con el sombrero en la mano. Esperaba y pensaba en las mujeres y muchachas que yacían en estas tumbas. ¡Cuántos seres hermosos, encantadores, que amaron, ardieron con loca pasión en sus noches entregándose a las caricias! ¡Y realmente, qué malas pasadas gasta la madre naturaleza a los hombres, cuánto dolía reconocerlo! Así pensaba Stártsev. Al mismo tiempo, quería ponerse a gritar que él quiere, que él anhela desesperado el amor; ante él aparecían no ya pedazos de mármol, sino cuerpos maravillosos, veía formas que desaparecían vergonzosas entre las sombras de los árboles, percibía su calor y el tormento se hacía insoportable…

Como si bajara el telón, la luna se ocultó tras una nube y de pronto todo oscureció a su alrededor. Casi no podía encontrar la entrada -todo estaba a oscuras como en las noches de otoño-, luego anduvo cosa de una hora y media buscando el callejón donde había dejado el coche.

-Estoy cansado, casi no me tengo en pie -le dijo a Panteleimón.

Y sentándose con placer en el carruaje pensó: “¡Oh, no hay que engordar!”"

(continuara)