28 de maig 2018

la luz que no puedes ver, 2




“En Agosto de 1944 la histórica ciudad amurallada de Saint Malo, la joya más brillante de la Costa Esmeralda,  en la Bretaña francesa,  fue casi totalmente destruida por el fuego.  Esto no debía haber sucedido.
Si las fuerzas de los Estados Unidos no se hubieran creído un informe falso sobre la presencia de miles de alemanes en el interior de la ciudad,  esta podía haberse salvado. Ignoraron el aviso de dos habitantes de la ciudad que se acercaron hasta las líneas americanas e insistieron en que en la ciudad había menos de cien alemanes,  los miembros de dos unidades antiaéreas,  junto con cientos de civiles que no podían salir,  ya que las puertas de la ciudad habían sido cerradas por los alemanes.
os morteros americanos sembraron de proyectiles incendiarios las magníficas casas de granito,  cuyos interiores estaban recubiertos de madera,  contaban con grandes escaleras de roble y guardaban muebles y porcelanas antiguas,  guardadas desde hacía generaciones.  Treinta mil libros y manuscritos de gran valor se quemaron al arder las bibliotecas de la ciudad,  las cenizas llegaron a verse varios kilómetros mar adentro.  De los 865 edificios con los que contaba la ciudad dentro de sus murallas,  solo 182 se mantuvieron en pie y todos ellos más o menos dañados.
(…)
La defensa principal de la ciudad estaba concentrada en cinco puntos que habían sido construidos por la Organización Todt: al Oeste de la ciudad, La Cite,  un vasto complejo subterráneo excavado en la península entre el estuario del Rance y la bahía de Saint Servan;  en la bahía de Saint Malo,  dos islas fortificadas,  Cezembre y Le Grand Bey,  y al Este,  la Montaigne Saint Joseph y  La Varde,  accidentes naturales fortificados con hormigón y que fueron los primero focos de resistencia importantes que encontraron los americanos que avanzaban en su dirección.
El comandante de la guarnición, el coronel Andreas von Aulock, representante de General Motors para Europa antes de la guerra, dirigía las operaciones desde el complejo subterráneo.  Las dos baterías antiaéreas que se encontraban en el interior de la ciudad estaban a cargo de la Luftwaffe.  Una,  en las murallas del castillo,  al mando del teniente Franz Kuster, abogado antes de la guerra y que llegaría a ser juez en la Alemania Occidental,  la otra,  estaba en un pequeño parque público que daba al mar y estaba al mando de un sargento austriaco.
Hasta el día de hoy, una gran proporción de franceses aún cree que los alemanes quemaron la ciudad de forma deliberada como un acto de venganza al verse derrotados. Pero no fue así como sucedió.
Hubo muchos testigos oculares del lanzamiento de proyectiles incendiarios por parte de los americanos desde el Este,  el Sur y el Oeste de la ciudad, y los restos de los proyectiles se encontraron por toda la ciudad y fueron identificados por expertos. No se encontró ninguna prueba del uso por parte de los alemanes de ninguna clase de artefacto incendiario.  En cualquier caso,  hubiera sido ilógico que von Aulock,  que no era ningún fanático,  intentara quemar la ciudad sabiendo que las dotaciones antiaéreas todavía estaban en sus puestos.  Además, en general siempre se había preocupado por la seguridad de la población.  En varias ocasiones había urgido a la población a abandonar la ciudad y les advirtió sobre el horror de la lucha callejera, de la que el mismo había sido testigo en Stalingrado. Pero la mayoría decidió quedarse,  ya que se sentían más seguros en sus grandes y profundas bodegas,  construidas por los afamados corsarios de la ciudad para almacenar sus botines,  que a campo abierto,  donde la guerra podía aparecer en cualquier momento y en cualquier dirección.  También tenían miedo de que sus casas fueran saqueadas y perder sus posesiones de valor. Von Aulock decreto que si alguno de sus hombres era encontrado saqueando, seria fusilado,  al igual que se haría con cualquier oficial o suboficial que fuera negligente al respecto. Hubo algunos saqueos, pero los saqueadores fueron civiles.
(…)
La creencia de los americanos en la presencia de una gran cantidad de tropas alemanas en la ciudad se vio fortalecida por dos incidentes. El 10 de Agosto, dos "Jeeps" en los que viajaban cuatro americanos y cinco franceses intentaron entrar en la ciudad por su entrada principal.  Pronto se encontraron bajo una lluvia de balas de ametralladora.  Un oficial americano y dos de los franceses murieron y los otros fueron hechos prisioneros.  Al día siguiente un camión que transportaba suministros y municiones para la "Resistance" también intento entrar.  Los dos ocupantes fueron capturados y el camión quemado.
Estos ataques fueron realizados por los hombres de la Luftwaffe que se encontraban en las posiciones antiaéreas,  pero los americanos,  situados a unos 500,  creyeron,  a causa de la confusión del combate,  que el número de las fuerzas enemigas era mucho mayor de lo que realmente era.  Por otro lado, no deja de ser difícil de entender la desdeñosa manera en la que recibieron la información proporcionada por dos emisarios franceses procedentes de la ciudad. Yves Burgot y Jean Vergniaud fueron enviados desde el castillo,  donde estaban refugiados, a pedir morfina para los heridos,  tanto americanos como alemanes.  Fueron recibidos con frialdad por un oficial que les pregunto cuántos alemanes había en la ciudad.  Le dijeron que había menos de cien alemanes,  pero el oficial no acepto aquello y el bombardeo e incendio de la ciudad continuo.
Se acordó una tregua para el 13 de Agosto, para permitir a la población civil abandonar la ciudad. En ese momento la parte de la ciudad que no había sido destruida, aun ardía.  Los bomberos nada pudieron hacer para evitar la propagación de los fuegos ya que los americanos habían cortado el abastecimiento de agua.
Los americanos atacaron con tanques el 14 de Agosto y,  para su indudable sorpresa,  la humeante ciudad estaba casi vacía.  La lucha en el complejo subterráneo continuo hasta el 17 de Agosto,  fecha en la que el coronel von Aulock se rindió.  Fue acusado de "el bárbaro incendio de la ciudad de los corsarios",  pero después del examen de las ruinas,  incluidos los restos de los proyectiles incendiarios, y las declaraciones de los testigos, fue absuelto.”

Artículo completo en el blog: “la historia no es blanca o negra”

estado en el que quedo una cúpula de ametradalloras de acero del fuerte


-¿Y ahora qué? – pregunta Etienne-. ¿Quieres comer?  

- La escuela –contesta -, quiero ir a la escuela.  


La luz que no puedes ver
Anthony Doerr
traducción Carmen Cáceres y Andrés Barba
Penguin Random House, 2016 14
Págs.: 611

26 de maig 2018

La luz que no puedes ver


“A Anthony Doerr (Cleveland,  EE UU,  1973) el Pulitzer en la categoría de ficción le llegó sin esperarlo. Un viaje en tren encendió la chispa de su imaginación. Un chico y una chica pasaron el trayecto entre Princeton y Nueva York hablando de la película Matrix.  Pensó que en otro tiempo la radio,  en lugar de un móvil,  habría sido el nexo. “Hoy supongo que Skype y WhatsApp ocupan ese lugar”, reflexiona el escritor.  Doerr dedicó más de diez años a dar forma y publicar La luz que no puedes ver. El jurado la definió como “una novela imaginativa e intrincada sobre los horrores de la Segunda Guerra Mundial, escrita en capítulos breves y elegantes que exploran la naturaleza humana y el poder contradictorio de la tecnología”. Y el presidente Barack Obama la llevó consigo para leerla este verano.

Desde la concesión del premio todo han sido giras,  firmas, presentaciones... Los avatares de convertirse en un superventas sin saber lo que acarreaba. Quedar por delante de autores como Richard Ford y Joyce Carol Oates ha convertido su vida en un carrusel de hoteles.

Durante los fines de semana,  Doerr procura que le acompañen su esposa y dos hijos. Así fue a su paso por San Francisco, donde llegó a recoger un premio,  de menor calado,  pero que le hace tanta o más ilusión.  Tampoco lo esperaba.  La Asociación de Bibliotecarios de Estados Unidos le ha reconocido como autor del año para adolescentes.

La luz que no puedes ver relata los caminos de dos personajes destinados a encontrarse, de manera efímera, pero profunda. Un chico,  Werner,  huérfano, c riado en las minas,  que encuentra su lugar entre la élite del ejército nazi.  Y una muchacha,  Marie-Laure,  ciega en su niñez,  que se ve desplazada a Saint-Malo  a causa de la guerra.

La incapacidad para ver de la protagonista y su posterior adicción a la radio se convierten en el hilo conductor de una historia llena de tensión,  emociones y dilemas con respecto al mal. “Si miras dentro de las personas te das cuenta de que rara vez el mal es algo intrínseco,  sino que tiene que ver más con las circunstancias.  Intento reflejar que la empatía es la clave del cambio”, afirma tímidamente.

Ambos niños crecen y maduran,  asumen responsabilidades  y toman decisiones vitales antes de lo aconsejable.  Descubren un mundo de destrucción en el que aprenden a apreciar.  A pesar de las similitudes y la multitud de novelas que tratan la contienda bélica,  cerca y lejos del frente,  al exterminio de judíos no se le presta especial atención.  “Asumo que nunca haré algo tan potente como lo que plasmó Ana Frank en su diario”, reconoce Doerr.  En su opinión,  el daño y el uso de la tecnología,  sobre todo la radio, que se hizo durante la II Guerra Mundial, solo tendría comparación con las técnicas del Estado Islámico: “La culpa no es de YouTube, ni de Twitter, sino de cómo lo usan para promover la violencia”.

Todo el detalle que pone en caminos,  veredas y recovecos de calles,  fundamental para llegar a meterse en la piel de un invidente,  desaparece en algunos pasajes de gran dureza.  Se obvian torturas,  atentados,  e incluso,  una elegante elipsis deja en el aire una violación en grupo.  “Se alerta y denuncia el uso de estas técnicas de terror durante la guerra, pero no creo que sea necesario ser explícito. Tiene más sentido serlo con la sensibilidad de Marie-Laure descubriendo el mundo a través del tacto y la memoria”,  explica el autor.  Doerr cree que decisiones como esta,  sus guiños a  Julio Verne y su preocupación por el acoso escolar en algunos pasajes han sido claves para obtener el galardón de la crítica juvenil.
Casi al final del relato,  un joven juega a la guerra en su consola con disparos ficticios cuyos sonidos simulan la realidad del campo de batalla hoy.  La protagonista relativiza.  Mejor que su nieto nunca viva esos horrores,  piensa.  Anthony Doerr pretende así mostrar cómo un hecho horrible,  la destrucción que causa cualquier guerra,  también se puede parodiar: “No creo que exista una conexión entre violencia y videojuegos, pero sí entre la falta de comunicación y la violencia”.

Respecto a los tan anhelados finales felices para los estadounidenses,  Doerr dice: “Esto es una novela, una novela que tiene mucho de inspiración en la realidad.  Es ficción,  por supuesto,  pero que nadie espere un guion de Hollywood”.

Antes de despedirse,  deja caer una confesión: el original tenía 60.000 palabras más, pero “por suerte,  cayó en manos de un buen editor”.

Rosa Jiménez Cano
El País, 03/09/2015

21 de maig 2018

lectura del mes, intertextualidad, 3




El sargento mayor Reinhold von Rumpel tiene cuarenta y un años y aún no es lo bastante viejo como para que no puedan ascenderle. Tiene los labios húmedos y rojos,  es pálido y sus mejillas son traslúcidas como filetes de lenguado crudo. El instinto para identificar lo correcto rara vez le abandona.  Su esposa sufre sus ausencias sin quejarse mientras ordena los gatitos de porcelana por colores,  del más claro al más oscuro,  en dos estanterías de su cuarto de estar en Stuttgart.  Tiene también dos hijas a las que lleva nueve meses sin ver.  La mayor,  Veronika,  es terriblemente seria. Las cartas que le envía incluyen frases como «sagrada resolución», «orgulloso cumplimiento» y «sin precedentes en la historia».

El talento más extraordinario de Von Rumpel tiene que ver con los diamantes.  Es capaz de reconocer y de pulir las piedras con la misma habilidad que cualquier joyero ario de Europa, también es capaz de reconocer las piezas falsas con solo mirarlas.  Ha estudiado cristalografía en Múnich,  ha sido aprendiz de un pulidor en Amberes y ha estado (durante una gloriosa tarde) en la Charterhouse Street en Londres,  en una joyería común en la que le pidieron que se vaciara los bolsillos, subiera tres puertas cerradas con candados. Allí le dijeron que se sentara frente a una mesa en la que un hombre con un bigote encerado hasta las puntas le permitió examinar un diamante en bruto de noventa y dos quilates procedente de Sudáfrica.

Antes de la guerra la vida de Reinhold von Rumpel era bastante agradable: era un gemólogo que dirigía un próspero negocio en un segundo piso que había tras la vieja cancillería en Stuttgart. Los clientes le llevaban piedras y él calculaba su valor. En alguna ocasión talló diamantes y le pidieron su opinión sobre tallados de alto nivel. Si alguna vez engañaba a algún cliente,  se decía a sí mismo que también eso formaba parte del juego.

Con la guerra,  su trabajo se ha expandido.  Ahora el dargento mayor Von Rumpel tiene la oportunidad de hacer lo que nadie ha hecho desde hace siglos,  ni siquiera durante la dinastía Mogul,  ni siquiera con los Kan.  Algo que tal vez no se ha hecho jamás en la historia.  La rendición de Francia ha sucedido hace apenas unas semanas y ya ha visto cosas que jamás había soñado que vería ni en seis vidas.  Un globo terráqueo del siglo XVII del tamaño de un coche pequeño con rubíes que marcaban los volcanes,  zafiros que señalaban los polos y diamantes en las capitales del mundo. Había sostenido en la mano (¡en la mano!) un puñal de al menos cuatrocientos años de antigüedad hecho de jade blanco con incrustaciones  de esmeraldas.  Ayer,  de camino a Viena,  se apoderó de una vajilla de porcelana china del año 570 que tenía un diamante engarzado en cada plato.  ¿Dónde confiscó la policía aquellos tesoros y a quién se los han quitado?  No pregunta.  Ha empaquetado la vajilla personalmente,  la ha embalado y numerado con pintura blanca,  y ha visto cómo se alejaba en un vagón de tren con vigilancia constante.

Espera ser enviado al alto mando. Espera más. Esa misma tarde de verano, en una polvorienta biblioteca geológica de Viena,  el sargento mayor Von Rumpel sigue los pasos de una delgada secretaria que lleva unas medias marrones,  una falda marrón y una blusa marrón entre pilas de revistas.  La secretaria acerca una escalerilla,  trepa y le alcanza unos volúmenes.

Tavernier, 1676: Viajes por la India.

P.S. Pallas, 1793: Viajes a través de las provincias del sur del Imperio Ruso.

Streeter, 1898: Gemas y piedras preciosas.

Los rumores dicen que el Führer está redactando una lista de objetos preciosos que desea confiscar por toda Rusia y Europa. Se dice que tiene intención de reconvertir la austríaca ciudad de Linz en una ciudad gloriosa, la capital mundial de la cultura. Un vasto paseo de mausoleos, acrópolis,  planetarios, bibliotecas,  palacios de ópera, todo en mármol y granito, todo impecable.  En el centro planea construir un kilométrico museo: una colección que exponga los mayores logros de la cultura humana.”

La luz que no puedes ver
Anthony Doerr
traducción Carmen Cáceres y Andrés Barba
Penguin Random House, 2016 14
Págs.: 185-187



“Es posible que estas notas mías sean también liosas y malas,  pero haré cuanto pueda por ser siempre claro: puedo aseguraros que,  por lo menos,  no habrá en ellas ni pizca de contrición. No estoy arrepentido de nada; hice el trabajo que tenía que hacer,  y ya está;  en cuanto a mis asuntos familiares,  que a lo mejor cuento también,  sólo me importan a mí y,  en lo referido a lo demás, hacia el final,  es muy posible que me haya excedido,  pero es que estaba ya un tanto fuera de mis casillas,  flaqueaba y,  encima,  a mi alrededor el mundo entero se venía abajo;  admitid que no fui el único que perdió la cabeza.  Además yo no escribo para mantener a mi viuda y a mis hijos; soy totalmente capaz de atender a sus necesidades. No; si me he decidido por fin a escribir no cabe duda de que es para pasar el rato y también,  es posible,  para aclarar uno o dos puntos confusos,  para vosotros,  quizá, y para mí mismo. Creo además que me vendrá bien.  Cierto es que soy de humor tirando a cetrino.  Debe de ser por el estreñimiento. Problema lamentable y doloroso, y reciente, por lo demás; antes me ocurría más bien lo contrario.  Durante mucho tiempo,  tuve que pasarme la vida en el retrete,  tres y cuatro veces al día;  ahora,  ir una vez por semana me parecería maravilloso.  No me queda más remedio que andarme con irrigaciones,  sistema de lo más desagradable,  pero eficaz.  Disculpadme si os hablo de detalles tan escabrosos: uno tiene derecho a quejarse de vez en cuando. Y,  además, si os resulta molesto casi mejor que no paséis de aquí.  No soy Hans Frank y no me ando con remilgos. Quiero ser muy concreto,  dentro de lo que esté en mi mano.  Pese a mis fallos,  que han sido muchos, no he dejado de ser de esos que opinan que las únicas cosas indispensables para la existencia humana son respirar,  comer,  beber, defecar y buscar la verdad. El resto os facultativo.

Hace algún tiempo, mi mujer trajo a casa un gato negro,  pensando sin duda que me iba a complacer.  Por supuesto que no me había pedido opinión.  Debía de sospechar que me habría negado en redondo; era más seguro el hecho consumado.  Y,  con el gato ya instalado en casa, no había vuelta atrás,  los nietos llorarían,  etcétera. Y eso que el gato era de lo más desagradable.  Cuando intentaba acariciarlo,  para darle muestras «de buena voluntad, se largaba y se sentaba en el alféizar de la ventana, mirándome de hito en hito con los ojos amarillos;  si pretendía cogerlo ni brazos,  me arañaba; en cambio, de noche se me hacía un ovillo encima del pecho, un bulto asfixiante, y,  en mis sueños,  me parecía que me estaban ahogando bajo un montón de piedras.  Con los recuerdos me sucedió algo por el estilo.  La primera vez que decidí ponerlos por escrito, pedí un permiso. Seguramente fue una equivocación. Y,  sin embargo,  el asunto estaba bien encarrilado: había comprado y leído una cantidad considerable de libros sobre el tema para refrescarme la memoria; me había hecho cuadros organizativos y elaborado cronologías detalladas; y así con todo. Pero, al estar de permiso,  de repente tuve tiempo y me puse a pensar.  Además era otoño,  una asquerosa lluvia gris estaba dejando pelados los árboles;  me hundí poco a poco en la angustia. Me di cuenta de que pensar no es bueno.

Debería haberlo sospechado.  Mis colegas me tienen por hombre tranquilo,  ponderado, que piensa las cosas. Tranquilo, desde luego;  pero,  durante el día,  muchas veces,  la cabeza me retumba con un ruido sordo, como un horno crematorio.  Hablo,  debato,  tomo decisiones, como todo el mundo; pero en la barra del bar, ante mi copa de coñac, me imagino que un hombre entra con una escopeta de caza y abre fuego; en el cine o en el teatro,  pienso en una granada con el pasador quitado que va rodando bajo las filas de butacas;  en la plaza, un día de fiesta, veo cómo estalla un vehículo atiborrado de explosivos, la algazara de la tarde convertida en carnicería, la sangre que corre entre los adoquines, los grumos de carne pegados a las paredes o entrando de golpe por la ventana para caer en los platos de la cena del domingo;  oigo los gritos, los gemidos de las personas con los miembros arrancados, como las patas que le arranca a un insecto un niño curioso;  el alejamiento de los supervivientes,  un silencio raro, como pegado a los tímpanos,  el comienzo de un miedo largo.  ¿Tranquilo? Sí, sigo tranquilo pase lo que pase, no dejo que se me note nada, me quedo tranquilo, impasible, como las fachadas de muchas de las ciudades devastadas; como los viejecitos en los bancos de los parques, con sus bastones y sus medallas; como los rostros a flor de agua de los ahogados a quienes nunca se encuentra. Sería totalmente incapaz de salir de esa tranquilidad terrible, aunque lo quisiera. No soy de los que montan un número a la primera de cambio; sé comportarme.  Pero también me pesa.  Lo peor no tiene por qué ser las imágenes que acabo de describir; hace mucho que me obsesionan fantasías de ésas,  desde la infancia seguramente;  en cualquier caso, desde mucho antes de que yo también me encontrase en pleno matadero.  En ese sentido,  la guerra no fue sino una confirmación y me acostumbré a esos nimios guiones, me los tomo como un comentario pertinente a la vanidad de las cosas. No;  lo que resultó penoso, agobiante, fue dedicarme sólo a pensar.  Consideradlo: ¿en qué pensáis en el transcurso de un día? En muy pocas cosas, de hecho. Sería facilísimo clasificar de forma razonada vuestros pensamientos habituales: pensamientos prácticos, o automáticos,  planificación de gestos y de tiempo (por ejemplo: poner a hervir el agua del café antes de lavarse los dientes,  pero meter las tostadas en el tostador después, porque tardan menos en hacerse); preocupaciones del trabajo; incertidumbres financieras; problemas domésticos;  ensueños sexuales.  Os ahorraré los detalles. Durante la cena, le miras la cara a tu mujer, que va envejeciendo, mucho menos sugestiva que la de tu amante, pero con mucho más estilo en todos los aspectos;  qué le vamos a hacer,  es la vida;  así que habláis de la última crisis ministerial. En realidad,  os importa un carajo la última crisis ministerial, pero de algo hay que hablar. Si dejáis de lado ese tipo de pensamientos, estaréis de acuerdo conmigo en que ya no queda mucho que digamos.  Por supuesto que hay momentos diferentes. De forma inesperada, entre dos anuncios de detergente,  un tango de antes de la guerra,  La Violeta pongo por caso;  y hete aquí que resucitan el chapoteo nocturno del río,  los farolillos del merendero,  el leve olor a sudor en la piel de una mujer jubilosa; a la entrada de un parque, el rostro sonriente de un niño nos devuelve el de nuestro hijo un segundo antes de que eche a andar;  por la calle,  un rayo de sol atraviesa las nubes e ilumina las hojas anchas, el tronco blanquecino de un plátano y,  de pronto,  nos acordamos de nuestra infancia,  del patio de recreo del colegio donde jugábamos a la guerra, vociferando de pavor y de dicha.  Acabamos de tener un pensamiento humano.  Pero ocurre muy de tarde en tarde.”

Las benévolas
Jonathan Littell
traducción María Teresa Gallego Urrutia
RBA, 2007
págs:  12-15



19 de maig 2018

lectura del mes, intertextualidad, 2




“Durante cinco días no logra oír otra cosa en el transceptor que no sean himnos, propaganda y atormentadas transmisiones de coroneles pidiendo suministros, gasolina, hombres. Todo se está desmoronando, Werner lo nota: el tejido de la guerra se cae a pedazos.

—Ese es el Staatsoper —dice Neumann Dos una noche.  Se trata de la fachada de un enorme y elegante edificio con almenas y columnas.  Tiene majestuosas alas a ambos lados,  de alguna manera leves y pesadas a la vez.  A Werner le sorprende la gran futilidad de construir espléndidos edificios, hacer música, cantar canciones o imprimir enormes libros con ilustraciones de pájaros en medio de la sísmica, devoradora indiferencia del mundo... ¡Qué pretenciosos son los humanos! ¿Qué sentido tiene preocuparse por hacer música cuando el silencio y el viento son tanto más grandes? ¿Qué sentido tiene encender lámparas cuando la oscuridad las apagará inevitablemente? ¿Cuándo los prisioneros rusos son encadenados en grupos de tres o cuatro a las verjas mientras los soldados alemanes les ponen granadas en los bolsillos y saIen corriendo?

¡Palacios de ópera! ¡Ciudades en la luna! Ridículo. Casi sería mejor para la gente apoyar las caras sobre los bordillos de las calles y esperar a los chicos que pasan por la ciudad arrastrando trineos cargados de cadáveres.”
La luz que no puedes ver
Anthony Doerr
traducción Carmen Cáceres y Andrés Barba
Penguin Random House, 2016 14
Págs.: 457


“Liudmila Nikoláyevna se acercó al pequeño túmulo y leyó en la tablilla de madera contrachapada el nombre de su hijo y su rango militar.

Sintió con claridad que los cabellos se le movían bajo el pañuelo, como si una mano fría jugara con ellos.

Cerca, a derecha e izquierda,  hasta la verja,  por todo el espacio se diseminaban túmulos idénticos, grises, sin hierba,  sin flores,  con una única ramita de madera que brotaba de la tierra sepulcral. En el extremo de esta ramita había una tablilla con el nombre de la persona sepultada. Las tablillas abundaban y su densa uniformidad recordaba una hilera de espigas de grano germinadas en un campo.

Por fin había encontrado a Tolia. Muchas veces había intentado imaginar dónde estaba, qué hacía, en qué pensaba,  si su pequeño dormía apoyado contra la pared de la trinchera,  o estaba en marcha,  o tomaba té,  sosteniendo en una mano la taza y en la otra un terrón de azúcar,  si estaba corriendo campo a través bajo el fuego enemigo...  Deseaba estar a su lado, sabía que la necesitaba: le habría servido té en la taza,  le habría dicho «come un poco más de pan»,  le habría quitado el calzado y lavado los pies desollados,  envuelto una bufanda alrededor del cuello... Pero siempre desaparecía,  no conseguía encontrarlo.  Y ahora que había encontrado a Tolia,  ya no la necesitaba.”

Vasili Grossman
Vida y destino
traducción de Marta Rebón
Galaxía Gutenberg, Círculo de lectores, 2007
Págs.: 182-183

17 de maig 2018

la pepa maca



El companys Grup Artístic Teatral, GAT, representaran  a l'Ateneu de Cerdanyola del Vallès,  el proper divendres dia 25 de maig,  l'obra "La Pepa maca" de Cecilia A. Mantua.

Cecília A. Màntua (Barcelona 1905 -1974) va ser dramaturga , escriptora i  guionista radiofònica. L’any 1954 va escriure l’obra La Pepa maca, tragèdia en tres actes. 

Representada per primera vegada al Teatre Romea per part de la Companyia de Comèdies de Teresa Cunillé,  sota la direcció de Domènec Vilarrasa; i la seva edició en llibre data del 1959.

Màntua va escriure aquest drama com un homenatge a la dona marinera catalana. El personatge principal és una pubilla que sacrifica la seva existència pel bé de tots els que l'envolten. L’obra està ambientada a la Costa Brava i la seva gent.



Afegeix la llegenda

15 de maig 2018

lectura del mes, intertextualidad



“Por todo París la gente guarda las vajillas en los sótanos,  cose las perlas a los dobladillos de la ropa o esconde los anillos de oro en las costuras de los libros.  Las oficinas del museo quedan vacías de taquígrafas. Los recibidores se convierten en salas de embalaje con el suelo cubierto de paja, serrín y cuerdas. A mediodía el cerrajero va a toda prisa a la oficina del di-rector. Marie-Laure está sentada en el suelo de la conserjería leyendo su novela con las piernas cruzadas.  El capitán Nemo está a punto de llevar al profesor Aronnax y a sus compañeros a un paseo bajo el agua sobre lechos de ostras para buscar perlas,  pero Aronnax teme la llegada de los tiburones.  A pesar de que Marie-Laure anhela saber lo que va a ocurrir,  las frases se van desintegrando a medida que recorre las páginas.  Las palabras se disuelven en letras y las letras en bultos incomprensibles.  Siente como si le hubiesen puesto unos guantes gruesos en las manos.  Al otro lado del recibidor, en la garita de los guardias,  uno de los vigilantes manipula la parte de atrás de una radio, la zarandea sin conseguir más que un siseo, un chasquido.  Cuando la apaga,  el silencio envuelve todo el museo.  

(…)

Los parisinos se apiñan contra las puertas.  Sobre la una de la madrugada los gendarmes han perdido el control y ni un solo tren ha llegado ni ha salido en las últimas cuatro horas.  Marie-Laure duerme apoyada en el hombro de su padre. El cerrajero no escucha ningún silbido ni traqueteo en las vías: no hay trenes.  Al amanecer decide que lo mejor será ir a pie.  Caminan durante toda la mañana. París va quedando reducido a casas bajas y tiendas desperdigadas entre largas hileras de árboles.  El mediodía les encuentra abriéndose camino a través de un denso tráfico en una carretera cercana a Vaucresson,  dieciséis kilómetros al oeste de su apartamento, el lugar más alejado de casa en el que Marie-Laure ha estado en toda su vida.  Cuando llegan a lo alto de una pequeña colina su padre echa un vistazo alrededor: hay coches atascados hasta donde alcanza la vista, carruajes y camiones, un deslumbrante y reluciente V-12 cubierto y encerrado entre dos carros con muías,  algunos coches con ruedas de madera,  otros sin gasolina. Algunos llevan gente o muebles atados al techo; otros, corrales apiñados en los tráileres, gallinas y cerdos en jaulas, y hasta hay vacas que caminan por la cuneta y perros que se asoman por las ventanillas.

La procesión se mueve poco más rápido que el paso de un hombre.  Los dos carriles están atascados;  todo el mundo huye tambaleándose hacia el oeste. Una mujer pasa en bicicleta con docenas de collares colgando, un hombre arrastra un sillón de cuero en un carro de mano mientras un gato negro se lame sobre uno de los cojines,  algunas mujeres empujan cochecitos de bebé repletos de vajillas,  jaulas de pájaros,  vasos de cristal.  Un hombre vestido de esmoquin camina diciendo: «Por el amor de Dios, ¡déjenme pasar!», pero nadie se aparta y avanza a la misma velocidad que los demás.”

La luz que no puedes ver
Anthony Doerr
traducción Carmen Cáceres y Andrés Barba
Penguin Random House, 2016 14
Págs.: 101-117



“Las calles estaban desiertas. Los comerciantes echaban los cierres de las tiendas. En el silencio, sólo se oía su ruido metálico, ese sonido que con tanta fuerza resuena en los oídos las mañanas de sublevación o guerra en las ciudades amenazadas.  Más lejos,  en su recorrido habitual,  los Michaud vieron camiones cargados esperando a las puertas de los ministerios. Menearon la cabeza. Como de costumbre,  se cogieron del brazo para cruzar la avenida de la Opera frente al banco,  aunque esa mañana la calzada estaba vacía.  (…)

La ayudó a subir a la acera y recogió el guante que se le había caído. Ella se lo agradeció con un ligero apretón en la mano que él le tendía. Otros empleados convergían hacia la puerta del banco.  Al pasar junto a los Michaud, uno de ellos les preguntó:

— ¿Nos vamos, por fin?

Ellos no sabían nada. Era 10 de junio, un lunes. Dos días antes, al salir del trabajo todo parecía tranquilo. Evacuaban los valores a provincias, pero todavía no se había decidido nada sobre los empleados.  Su destino se decidiría en el primer piso,  donde se encontraban los despachos de dirección, dos grandes puertas pintadas de verde y acolchadas, ante las que los Michaud pasaron rápida y silenciosamente. Se separaron al final del pasillo; él subía a contabilidad y ella se quedaba en la zona privilegiada: era la secretaria de uno de los directores, el señor Corbin, el auténtico mandamás.

 (…)

Ese día, el estridente sonido que tan bien conocía la señora Michaud atravesaba la puerta cerrada. Uno de los empleados entró en la antesala y, bajando la voz, le anunció:

—Nos vamos.

— ¿Ah, sí? ¿Cuándo?

—Mañana.

Por el pasillo se deslizaban sombras cuchicheantes. Los empleados se paraban a hablar en los huecos de las ventanas y en los umbrales de los despachos. Corbin abrió al fin su puerta y la bailarina salió. Llevaba un vestido rosa caramelo y un gran sombrero de paja sobre el cabello teñido. Tenía un cuerpo esbelto y bien proporcionado y una expresión dura y cansada bajo el maquillaje. Unas manchas rojas le salpicaban las mejillas y la frente. Estaba visiblemente furiosa.

— ¿Qué quieres, que me vaya andando? —le oyó decir la señora Michaud.

—Vuelve al taller. Nunca me haces caso. No seas tacaña, págales lo que quieran y repararán el coche.

—Ya te he dicho que es imposible, ¡imposible! ¿Entiendes el idioma?

—Entonces, querida, ¿qué quieres que te diga? Los alemanes están a las puertas de París. ¿Y tú pretendes ir en dirección a Versalles? Además, ¿para qué vas allí? Coge el tren.

— ¿Sabes cómo están las estaciones?

—Las carreteras no estarán mucho mejor.

—Eres... eres un inconsciente. Te vas, te llevas tus dos coches...

—Transporto los expedientes y parte del personal. ¿Qué demonios quieres que haga con el personal?

— ¡Ah, no seas grosero, por favor! ¡Tienes el coche de tu mujer!

— ¿Quieres viajar en el coche de mi mujer? ¡Una idea estupenda!

La bailarina le dio la espalda y silbó a su perro,  que acudió dando brincos. Ella le puso el collar con manos temblorosas de indignación.

—Toda mi juventud sacrificada a un...

— ¡Vamos, déjate de historias! Te telefonearé esta noche. Entretanto, veré qué puedo hacer...

—No, no. Ya veo que tendré que ir a morirme en una cuneta... ¡Oh! ¡Cállate, por Dios, me exasperas!

Por fin se dieron cuenta de que la secretaria los estaba oyendo. Bajaron la voz y Corbin cogió del brazo a su amante y la acompañó hasta la puerta.  A la vuelta, fulminó con la mirada a la señora Michaud, que se cruzó con él y recibió la primera descarga de su mal humor.

—Reúna a los jefes de departamento en la sala del consejo. ¡Inmediatamente!”

Suite francesa
Irène Némirovsky
traducción José Antonio Soriano Marco
Salamandra, 2010 18
Págs: 54-57

13 de maig 2018

calendari 2018-2019




14à. temporada

datatítolautor
01/09/2018El olvido que seremosHéctor Abad Faciolince
06/10/2018L’illaGiani Stuparich
03/11/2018La madreMáximo Gorki
01/12/2018El hombre que fue jueves G.K. Cherteston
12/01/2019Rabos de lagartijaJuan Marsé
02/02/2019El mundo deslumbranteSiri Hustvedt
02/03/2019Totes les bèsties de càrrega Manuel de Pedrolo
06/04/2019Los hijos de los días Eduardo Galeano
11/05/2019La campana de vidre Sylvia Plath
01/06/2019La ridícula idea de no volver a verte Rosa Montero
1r reserva84 Charing Cross Road Helene Hanff
2n reservaTaksim Andrzej Stasiuk

11 de maig 2018

sicilia




“Si hubiese que elegir un solo libro que ayude a recorrer los pasadizos de la isla, que una a normandos y mafiosos con Patton y el juez Falcone, éste sería Medianoche en Sicilia , de Peter Robb. Puede resultar extraño que la mejor obra de viajes sobre este rincón del Mediterráneo,  con permiso de Goethe, Norman Lewis y Lawrence Durrell, haya sido escrita por un australiano,  pero, diez años después de su edición original,  este relato de casi quinientas páginas que mezcla la comida, la historia,  la narrativa de viajes , la Mafia y la literatura se ha convertido en un clásico.”

Alexander Stille

"Una cena en el Charleston, el hotel más lujoso de Palermo,  recuerda tanto la ascensión y caída de Michele Sindona,  financiero del Vaticano,  administrador de la Cosa Nostra y responsable de la “peor bancarrota de Italia”, como la vida del príncipe Lampedusa y la génesis de su obra maestra “El gatopardo”.  Magistrados heroicos que acaban sus carreras como “cadaveri eccelenti”, asesinos acosados que se convierten en “pentiti”, pintores comunistas que viven en el centro del “beau monde”, fotógrafas comprometidas en la lucha contra la corrupción, condesas de vida airada, travestis llamados a declarar sobre los hábitos sexuales de los mafiosos,  Maradona y los Giuliano,  Leornardo Sciascia,  y,   por encima de todos ellos,  la ubicua y poderosa figura de Giulio AndreottiPeter Robb condensa medio siglo en un libro barroco e inclasificable,  lleno de horror y fascinación,  como la misma tierra que describe. "

contraporta del libro

Peter Robb  nació en Toorak,  Australia, en 1946.

10 de maig 2018

exposició col·lectiva “Dona, Dones”




Aquest any l’Artista al Carrer , exposició col·lectiva anual organitzada per l’ Associació d'Artistes Plàstics de Cerdanyola del Vallès,  dedica la mostra a les dones.

La obra que surt al cartell promocional és obra del company de Vespres Literaris,  Carlos Utrera.

La podeu visitar de  10 a 14 i de 16 a 20 hores  el proper dissabte 12 de maig,  al pati del Museu d'Art de Cerdanyola del Vallès.