“En el año 1952, días antes de que se
inaugurara el Congreso Eucarístico en la ciudad de Barcelona, las hábiles manos
recolectores de “rojillos” llenaron comisarías y la tétrica Jefatura de Policía
de semillas desafectas al régimen. Mientras se estaba adorando la Sagrada
Forma, se pudieron oír, en los lugares indicados, los dulces salmos
benedictinos monacales de aquellos infelices detenidos discrepantes de ¡Por
Dios y por España!, de los cuales aún tengo huellas en mi cuerpo. A mi memoria
vienen los grandes gritos que daban los detenidos en aquellos lúgubres
calabozos de la Jefatura. Eran tan fuertes que lo guardias se acobardaron. Un
detenido decía: “Yo, José María Balcells, hijo de condes y de duques, preso en
esta mazmorra. Fills de puta! ¡Sacadme de aquí, sacadme de aquí!”. Lo sacaron y
se lo llevaron al manicomio de Sant Boi. Supe casualmente más tarde que este
hombre era vecino de mi barrio y que en la guerra fue comisario político.
Estuvo muchos años en la Modelo y sufrió unas palizas terribles, tantas fueron,
que quedó trastornado para siempre del cerebro. En este mismo año 1952, con
gran regocijo para los estómagos ibéricos, se suspendió el racionamiento de
víveres, a escala obrera, pues a “los afectos” no les afectó nunca. La nueva
disposición gobernativa no logró borrar las dantescas escenas de crónica hambre
sufridas por la gente laboriosa de mi ciudad. Escenas vividas y compartidas,
entre las cuales, recuerdo una vez que estaban podando las palmeras del Paseo
de Colón, los empleados del Ayuntamiento y, como debajo de las escaleras había
una infinidad de personas, cogiendo y comiéndose los verdes y bordes dátiles más
amargos que la retama. Montones de basura en los callejones de mi barrio eran escarbados
por negras sombras, que sacaban de ellos las tripas y las cabezas de sardinas
saladas, comiéndolas allí mismo. Largas colas de personas en las puertas de los
cuarteles esperando las sobras de rancho. Calle Arco del Teatro, cuyas dos
aceras estaban llenas de miserables objetos. Ropa vieja recosida y sucia,
pilitas de tabaco de colillas, zapatos recosidos y parcheados y un sin fin de
cosas más, que asustarían a la misma miseria.
Calle de Escudellers, restaurante Los
Caracoles, donde se asaban perfumados pollos, que eran el martirio de tristes
músicos ambulantes que, acurrucados al calor del fuego, cantaban: “Mira, niño,
que la Virgen lo ve todo…”. Pero, por lo visto, tenía tanto por ver que la
Virgen abandonó despavorida a tantos desesperados. Redondos ojos giraban al
mismo compás que lo hacían los dorados pollos. Grandes y profundas aspiraciones
de jugosos aromas, hacían que mendigos y viandantes con los ojos llenos de
pollos rustidos llevasen los benditos olores hasta los dedos gordos de los
pies. Y, sobre todo, docenas de semblantes enjutos y tristes, deseosos de
relleno, con la vista fija en un imposible. Largos paseos delante de la plebe
con coche de caballos, que tenían que ser dos, pues uno era insuficiente para
poder llevar al Sr. Bofarull, propietario del restaurante Los Caracoles.
Amantes y mantas para el frío invernal jalonan al elegido del cielo. Cines de
barriada donde íbamos a soñar y sonreír, olvidando nuestras miserias. Abuelas
con sus nietos y sus nietas. Botellas de agua y cacahuetes y ancianas
repitiendo los diálogos de los artistas. Llanto de niños pequeños y gritos de
algún guasón del público diciendo: “¡Dale la derecha!”.
Todo un pueblo sometido y castigado por el
delito de haberse un día defendido. De haberse visto atacado por aquellos que
debían defendernos, por aquellos que el pueblo armó y alimentó, por aquellos
que juraron una bandera tricolor que luego traicionaron, condenando a los más
débiles de la vida a tener que sufrir y arrastrar una cadena de miserias de
muchísimos años. Miserias enraizadas en la piel de los más necesitados. Tiempos
llenos de órdenes y decretos de gritos y de silencios, de expiaciones místicas
y de milenarias culpas de la carne y del alma. Escultor que modeló, por la
fuerza bruta del cuartel y las armas, a un pueblo sencillo y humilde, brioso,
laborioso y alegre, convirtiéndolo en seres tristes, indolentes, obedientes y
cabizbajos. Escultor que se vio obligado a construir numerosos pantanos para
poder llenarlos de sangre y lágrimas de los hijos de su mismo pueblo;
extendiendo por todo el país un desierto de vientres vacíos y esclavitud, donde
la gallarda y libre Águila Ibérica, emperadora de las montañas y de los cielos,
fue hecha prisionera e incrustada para siempre en el escudo de una bandera
aborrecida, en forma de ridícula gallina.
Ladrones de caricias humanas y amorosas entre
las personas que lo deseaban y que fueron consideradas malditas o impúdicas.
Millones de besos perdidos por pecadores y proscritos, trípode infernal de la
represión, el clero, los militares vencedores y los esbirros del Estado. Deseos
del corazón reprimido, si no eran anteriormente bendecidos por el cura. Tortura
de la carne criada por la naturaleza desde el pecado original. Tiempos en que
la vida de un rebelde valía muy poco, tanto como valor tenían las comidas
defecadas. Enterradores de todo lo bello, de todo lo libre, de todo lo natural.
Enterradores de sueños y vidas, de ansias y anhelos, de las razones y de las
alegrías, de amores truncados por las muertes. Enterradores del conocimiento,
la ciencia y el saber. Enterradores de cientos de miles de hogares, desechos y
apagados por las lágrimas de las enlutadas madres y viudas. Enterradores de la
identidad de la clase obrera y caballeros de la “Santa Cruzada”.
El tiempo pasó llevándose todo aquello que
quiso ser llevado. El verdugo y el juez, fatigados por el largo trabajo de 36
años, reposan en un hermoso jardín de una bella casa, y el generoso sol baña los
cuerpos de tan dignos benefactores tan llenos de viejos cansancios. La fatiga
por el deber cumplido hace jadear al insigne laureado general, lleno todo él de
tubos conductores que comunican con los cientos de miles de adeptos que soplan
vientos de vida y aliento, intentando que el gran faraón prolongue su vida más
allá del momento. Mientras los hombres malvados descorchan “De la Viuda” su
sombrero enjaulado. Los vivas a la muerte descuelgan amarillos cuadros y
alegres cristos colgados de un solo clavo, danzando suspendido el vals del
adiós…
¡Ha aparecido la Señora Democracia! Y todos
desean bailar con ella y hasta los eternos cojos en libertades y andarines en
crueldades se convierten en espléndidos artistas, que danzan radiantes de
alegría y felicidad, gritando: “¡Viva la reconversión!”. Y en un triste rincón
resta perplejo el autor de estas vivencias con los fijos ojos llenos de
injusticias vistas y sufridas, diciendo: “¿Quién restituirá todo lo perdido y
destrozado? ¿Quién devolverá mi robadas alegrías?”.
“Trazos de una vida”
Pedro García Ibarra
testimoni de vida recollit
en el llibre:
Vivències: la Barcelona que
vaig viure (1931-1945)
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