28 de set. 2014

can tunis, una història i V



“En el año 1952, días antes de que se inaugurara el Congreso Eucarístico en la ciudad de Barcelona, las hábiles manos recolectores de “rojillos” llenaron comisarías y la tétrica Jefatura de Policía de semillas desafectas al régimen. Mientras se estaba adorando la Sagrada Forma, se pudieron oír, en los lugares indicados, los dulces salmos benedictinos monacales de aquellos infelices detenidos discrepantes de ¡Por Dios y por España!, de los cuales aún tengo huellas en mi cuerpo. A mi memoria vienen los grandes gritos que daban los detenidos en aquellos lúgubres calabozos de la Jefatura. Eran tan fuertes que lo guardias se acobardaron. Un detenido decía: “Yo, José María Balcells, hijo de condes y de duques, preso en esta mazmorra. Fills de puta! ¡Sacadme de aquí, sacadme de aquí!”. Lo sacaron y se lo llevaron al manicomio de Sant Boi. Supe casualmente más tarde que este hombre era vecino de mi barrio y que en la guerra fue comisario político. Estuvo muchos años en la Modelo y sufrió unas palizas terribles, tantas fueron, que quedó trastornado para siempre del cerebro. En este mismo año 1952, con gran regocijo para los estómagos ibéricos, se suspendió el racionamiento de víveres, a escala obrera, pues a “los afectos” no les afectó nunca. La nueva disposición gobernativa no logró borrar las dantescas escenas de crónica hambre sufridas por la gente laboriosa de mi ciudad. Escenas vividas y compartidas, entre las cuales, recuerdo una vez que estaban podando las palmeras del Paseo de Colón, los empleados del Ayuntamiento y, como debajo de las escaleras había una infinidad de personas, cogiendo y comiéndose los verdes y bordes dátiles más amargos que la retama. Montones de basura en los callejones de mi barrio eran escarbados por negras sombras, que sacaban de ellos las tripas y las cabezas de sardinas saladas, comiéndolas allí mismo. Largas colas de personas en las puertas de los cuarteles esperando las sobras de rancho. Calle Arco del Teatro, cuyas dos aceras estaban llenas de miserables objetos. Ropa vieja recosida y sucia, pilitas de tabaco de colillas, zapatos recosidos y parcheados y un sin fin de cosas más, que asustarían a la misma miseria.
Calle de Escudellers, restaurante Los Caracoles, donde se asaban perfumados pollos, que eran el martirio de tristes músicos ambulantes que, acurrucados al calor del fuego, cantaban: “Mira, niño, que la Virgen lo ve todo…”. Pero, por lo visto, tenía tanto por ver que la Virgen abandonó despavorida a tantos desesperados. Redondos ojos giraban al mismo compás que lo hacían los dorados pollos. Grandes y profundas aspiraciones de jugosos aromas, hacían que mendigos y viandantes con los ojos llenos de pollos rustidos llevasen los benditos olores hasta los dedos gordos de los pies. Y, sobre todo, docenas de semblantes enjutos y tristes, deseosos de relleno, con la vista fija en un imposible. Largos paseos delante de la plebe con coche de caballos, que tenían que ser dos, pues uno era insuficiente para poder llevar al Sr. Bofarull, propietario del restaurante Los Caracoles. Amantes y mantas para el frío invernal jalonan al elegido del cielo. Cines de barriada donde íbamos a soñar y sonreír, olvidando nuestras miserias. Abuelas con sus nietos y sus nietas. Botellas de agua y cacahuetes y ancianas repitiendo los diálogos de los artistas. Llanto de niños pequeños y gritos de algún guasón del público diciendo: “¡Dale la derecha!”.
Todo un pueblo sometido y castigado por el delito de haberse un día defendido. De haberse visto atacado por aquellos que debían defendernos, por aquellos que el pueblo armó y alimentó, por aquellos que juraron una bandera tricolor que luego traicionaron, condenando a los más débiles de la vida a tener que sufrir y arrastrar una cadena de miserias de muchísimos años. Miserias enraizadas en la piel de los más necesitados. Tiempos llenos de órdenes y decretos de gritos y de silencios, de expiaciones místicas y de milenarias culpas de la carne y del alma. Escultor que modeló, por la fuerza bruta del cuartel y las armas, a un pueblo sencillo y humilde, brioso, laborioso y alegre, convirtiéndolo en seres tristes, indolentes, obedientes y cabizbajos. Escultor que se vio obligado a construir numerosos pantanos para poder llenarlos de sangre y lágrimas de los hijos de su mismo pueblo; extendiendo por todo el país un desierto de vientres vacíos y esclavitud, donde la gallarda y libre Águila Ibérica, emperadora de las montañas y de los cielos, fue hecha prisionera e incrustada para siempre en el escudo de una bandera aborrecida, en forma de ridícula gallina.
Ladrones de caricias humanas y amorosas entre las personas que lo deseaban y que fueron consideradas malditas o impúdicas. Millones de besos perdidos por pecadores y proscritos, trípode infernal de la represión, el clero, los militares vencedores y los esbirros del Estado. Deseos del corazón reprimido, si no eran anteriormente bendecidos por el cura. Tortura de la carne criada por la naturaleza desde el pecado original. Tiempos en que la vida de un rebelde valía muy poco, tanto como valor tenían las comidas defecadas. Enterradores de todo lo bello, de todo lo libre, de todo lo natural. Enterradores de sueños y vidas, de ansias y anhelos, de las razones y de las alegrías, de amores truncados por las muertes. Enterradores del conocimiento, la ciencia y el saber. Enterradores de cientos de miles de hogares, desechos y apagados por las lágrimas de las enlutadas madres y viudas. Enterradores de la identidad de la clase obrera y caballeros de la “Santa Cruzada”.
El tiempo pasó llevándose todo aquello que quiso ser llevado. El verdugo y el juez, fatigados por el largo trabajo de 36 años, reposan en un hermoso jardín de una bella casa, y el generoso sol baña los cuerpos de tan dignos benefactores tan llenos de viejos cansancios. La fatiga por el deber cumplido hace jadear al insigne laureado general, lleno todo él de tubos conductores que comunican con los cientos de miles de adeptos que soplan vientos de vida y aliento, intentando que el gran faraón prolongue su vida más allá del momento. Mientras los hombres malvados descorchan “De la Viuda” su sombrero enjaulado. Los vivas a la muerte descuelgan amarillos cuadros y alegres cristos colgados de un solo clavo, danzando suspendido el vals del adiós…
¡Ha aparecido la Señora Democracia! Y todos desean bailar con ella y hasta los eternos cojos en libertades y andarines en crueldades se convierten en espléndidos artistas, que danzan radiantes de alegría y felicidad, gritando: “¡Viva la reconversión!”. Y en un triste rincón resta perplejo el autor de estas vivencias con los fijos ojos llenos de injusticias vistas y sufridas, diciendo: “¿Quién restituirá todo lo perdido y destrozado? ¿Quién devolverá mi robadas alegrías?”.



“Trazos de una vida”
Pedro García Ibarra
testimoni de vida recollit en el llibre: 
Vivències: la Barcelona que vaig viure (1931-1945)


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