28 d’oct. 2007

Madame Bovary (5),Literatura comparada, un ensayo sobre cuatro novelas del sglo XIX



Cuatro novelas adulterinas

por Miguel Arnas

La Madame Bovary fue publicada en 1857 y no sólo causó revuelo y escándalo, sino también ascendiente. Clarín admiraba la obra de su colega francés, y en 1885 acaba de escribir La Regenta. También Eça de Queiroz sentía devoción por la historia adulterina de Flaubert y en 1878 publica El primo Basilio, novela para la que el mismo Eça reconocía influjo flaubertiano. Tolstoi debió conocer la obra de Flaubert aunque no habla (que yo sepa) de su importancia para la redacción de Ana Karenina, escrita en 1877, tal vez porque su intención clara no era la de mostrar un adulterio, sino la de escribir una novela sobre su aldea para que fuese universal, por eso finalmente le entrega el peso de su narración a Levin, marido ejemplar (no de Ana sino de su concuñada Kitty), moralista y nada adulterino.

A lo peor estoy simplemente descubriendo la pólvora, pero no sólo las cuatro novelas se parecen en el tema sino que, en cierta forma, revelan el espíritu de cada una de las nacionalidades o lenguas desde las que fueron escritas. Si es que nadie me va a acusar de determinismo, claro, determinismo en el que tampoco yo creo por cuanto no tengo ni siquiera confianza en el dogma de la inevitabilidad del progreso humano.

Con todo, tal vez lo más interesante sea compararlas, de modo que vamos a ello.

No entro en la calidad de cada una de ellas, aunque sí parece seguro y acuerdo internacional que la Bovary es el prototipo de novela consagradísima. De La Regenta se ha dicho tanto que es la segunda novela en calidad en lengua española después del Quijote que ya da grima repetir el concepto. La portuguesa quizá sea la más desconocida (hecho odioso que en España conozcamos apenas la literatura lusitana) y, no obstante, es de una calidad del todo equiparable a las otras. Ana Karenina no es, a mi entender una gran novela si no es en alguno de sus aspectos, por ejemplo en el carácter atormentado y casi dostoievskiano de algunos aspectos de sus personajes, sobre todo, Levin, la misma Ana y el señor Karenin (Wronsky y Oblonsky son casi predecibles). Quizá ocurra que la grandeza de Guerra y paz oscurezca a la novela adulterina de Tolstoi.

De entrada, en las cuatro hay tres muertes y una supervivencia. Sólo de Anita Ozores nos evitamos el torpe espectáculo de presenciar su muerte. Los españoles siempre tan optimistas. Sin embargo, de las muertes de Luisa Mendoza, Bovary y Karenina, así como de la gran desgracia caída sobre la Regenta, sólo en tres casos tiene la culpa directamente el adulterio, porque la normanda Bovary no se suicida por amor no correspondido sino agobiada por las deudas impagables de las que inevitablemente se enterará su marido. Sin duda, el reinado de Luis Felipe en Francia debió favorecer tanto ese aburrimiento burgués consistente en atesorar bibelotes y exhibir lujos quiméricos, que la bella normanda no pudo sino caer en la estupidez.

La Regenta, es sabido, oscila entre el amor divino y el amor profano. Ese es otro defecto muy celtibérico, el falso misticismo, y digo falso porque no puede haber misticismo con curas, sólo puede haberlo sin curas. Hastiada de un marido que le hace poco caso (se llega a decir que prefiere un macho de perdiz a los placeres del matrimonio, no sé si en clarísima indirecta de perversión o Dios sabe qué), y aburrida de una ciudad provinciana española, Ana Ozores se siente inclinada, primero hacia la poesía, luego hacia la religión, y a partir de ahí, llevada por la variación de sus estados nerviosos, impulsada a los brazos del señorito donjuanesco de la villa, o a la influencia moral y religiosa del canónigo Fermín de Pas. Cuando finalmente ella necesita de veras el consuelo de la religión y, personalizando, el de su confesor, éste, buen mozo secretamente enamorado de ella pero para quien es mucho más importante su posición de vicario del Obispo y Provisor de la catedral que el amor mundano, muy cristianamente le niega ese consuelo.

Ana Mendoza de Brito Carvalho, esposa de Jorge, ingeniero a quien envían con una misión al Alentejo portugués durante un verano, acaba, en El primo Basilio, encamada con el susodicho primo, indiano, como diríamos en España, que ha corrido mundo y enriquecido. Basilio, egoísta, como todos los amantes de las novelas comentadas, menos Wronsky, la abandona a su suerte cuando se las ve maldadas.

La señora Karenina se enamora de un militar, encandilada por ese aura que los uniformes tienen, aún más que lo tenían en los países latinos, en los germanos y eslavos. No contenta con enamorarse de él, deja marido e hijo y huye, aunque finalmente vuelve con la obsesión, muy lógica por otra parte, de recuperar al niño y, de ser posible, presionar para que viva con ella. La alta sociedad moscovita y petersburguesa la repudian, el marido se niega en redondo, aunque en principio aparece tentado de concederle divorcio e hijo, aunque más por un prurito racionalista de no pelear que por bondad misma. Ana Karenina es la única, de las cuatro adúlteras, que tiene un hijo (sic). Eso la marca ineluctablemente por encima de las otras. Pero su suicidio es por inseguridad, por pesimismo eslavo: se persuade a sí misma de que Wronsky ya no la ama, y perdido definitivamente el hijo, con complejo de culpa ante la falsa bondad de Karenin, el marido, y con la marginación social que la atosiga, se tira a la vía del tren.

Desde luego, en un adulterio femenino hay dos personas más que cuentan: el marido y el amante. El marido de la Karenina no es bondadoso ni impotente sino extremadamente frío. Karenin es un tecnócrata, un ministro del zar eficaz, un buen marido y padre pero a quien no se le puede pedir un detalle de cariño, una caricia y menos un beso, un hombre que siempre pone entre piel y piel la ironía. En cambio, Wronsky es apasionado, divertido, algo artista, aunque tarde o temprano se habría convertido, si no en frío, sí en normal.

Jorge es el excelente marido de Luisa pero en el momento del adulterio está lejos del hogar. Luisa necesita su cuota diaria de ternura y sexo, y es por eso que se mete en la cama sucia (Basilio alquila un picadero en un barrio mísero de Lisboa, pero por mísero también discreto) de su primo, que es un imbécil lujurioso. En cambio, Eça nos pinta a un Jorge extraordinario, un hombre cariñoso que ama de veras a su mujer y es amado por ella. De hecho, cuando Basilio se va dejándole el grave problema (del que más tarde hablaré) a Luisa, ella vuelve a Jorge más enamorada que nunca. Incluso llega a comparar, comparación de la que sale ganando el marido. Es al enterarse Jorge de la infidelidad de su mujer que ella cae en una fiebre nerviosa y muere como consecuencia de ella.

Charles Bovary es un buen hombre cuyo mayor defecto es ser pobre y demasiado ignorante, incapaz e infortunado como para enriquecerse. Bovary es un provinciano, un pequeñoburgués, pero ¿a qué aspiraba Emma?: a todo, claro está. Rodolfo, el primer amante es todo lo contrario, un ocioso rentista, culto y refinado, pero egoísta y cobarde capaz de escribir jesuíticamente a su amante diciéndole que es su deber pedirle abandone la idea de huir con él, ¡y pedírselo por el bien de ella, pues caería en la deshonra! León, el joven segundón es eso, joven y apasionado, pero también cobarde y demasiado pobre para ayudar a Emma. Cuando Charles se entera de su traición, Emma ya ha muerto por ingerir arsénico, desesperada al no poder pagar las deudas con monsieur Lheureux, el tendero. Claro, la herencia de su esposa deja a Charles en una miseria aún más profunda de la que ya vivía meses antes del suicidio de ésta.

Respecto a Quintanar, el marido de Ana Ozores, es uno de esos cretinos convencido de que a partir de cierta edad (está en la sesentena) ya no existe impulso erótico, y tanto es así que sólo da castos besitos en la frente a la joven Ana y la trata de hija. Esa dejadez es la culpable, en el fondo, de que ella se sienta tentada por todo y enferme de los nervios. Esa dejadez y algo que insinúa Alas sin decirlo claro: la impotencia o eyaculación precoz de don Víctor Quintanar, porque en un momento alude muy veladamente a la excitación insatisfecha de ella en los primeros años de matrimonio. Ana acaba acostándose con Álvaro, el donjuan pueblerino (incluso en su mismo dormitorio de la casa conyugal), porque en él sí siente esa ternura y potencia que jamás sintió, pero le pide constancia matrimonial, cosa que ella misma sabe será imposible. Respecto al Magistral, Fermín de Pas, prefiere su estado y su poder a cualquier amor profano, y desde luego el tema le sirve a Clarín para denunciar el cretinismo irredimible de la Iglesia española. Porque Fermín, a pesar de todas sus buenas palabritas, es un ultramontano, alguien que, sin dudarlo, quemaría en la pira a cualquier místico por mucho que provoque ese misticismo falso en Ana. Ella no lo ve en ningún momento como posible amante, le repele la idea de ser amada por un clérigo, aunque se percata del enamoramiento, nada místico y sí muy carnal, de su confesor. Pero él prefiere el poder que le otorga ser director espiritual de la dama más importante de Vetusta (o al menos la más famosa por su virtud aparentemente inquebrantable), que sincerarse en ese amor. La Iglesia, ya se sabe, siempre ha pregonado el amor al prójimo y siempre ha acabado por reprimirlo, incluso a sangre y fuego.

Hay una cuarta persona en lid en todo esto, al menos en tres de las novelas: la o las criadas. El papel más importante se lo lleva la señora Juliana, criada de Luisa Mendoza, que chantajea a su ama con cartitas destinadas a su amante y primo Basilio, y que ella redime de la papelera. La cocinera, señora Juana, más bruta y lujuriosa que Juliana, pero menos interesada en el dinero, es el contrapunto a la maldad de su compañera de faena. En realidad es Juliana la que desencadena toda la desgracia de Luisa, cuyo adulterio habría pasado desapercibido para todos de no haber sido por la extorsión de la criada y su mal carácter, que obliga incluso a Luisa, señora de la casa, a realizar tareas caseras como planchar o fregar. Es la venganza del pobre que aspira a ser rico.

En las otras tres novelas, las criadas tienen poco papel, aunque en La Regenta, Petra también colabora a desencadenar el desastre, si bien la idea genial, malvada, endemoniada, es del clérigo Fermín de Pas. La Bovary tiene más ayuda que otra cosa de su criada, y en la Karenina, los criados apenas cuentan si no es el pequeño detalle del portero de la casa de los Karenin dejando entrar a Ana para ver a su hijo. Para los rusos, los bárbaros mujiks siempre han contado poco si no es en las elucubraciones sociales de Levin y para exterminarlos en los Gulags.

La opinión pública es decisiva en las cuatro, claro está, aunque en la francesa se nota ese espíritu norteño en el cual la privacidad de la vida de cada uno es vital y a nadie importa nada de los demás. En las dos novelas peninsulares, el omnipresente chismorreo vecinal y de la buena sociedad es definitivo. En la rusa, en cambio, el de la alta sociedad es el único que cuenta.

Se han vertido ríos de tinta insistiendo en la idea de que estas novelas decimonónicas reconocen, por primera vez en la historia, o casi, el deseo femenino. En la que fue origen de la moda, madame Bovary más quisiera la independencia económica que un erotismo desaforado porque para ella sus amantes no son sino excusa para vivir una vida novelera, exótica. Con todo, Flaubert nos viene a decir que la independencia económica la emplearía Emma en hacer locuras, porque la Bovary es boba, y así lo quiso el novelista, la Bovary es producto de una sociedad ¿bibelotiana?. En realidad, la única para quien su sexo está en su sitio y tiene la importancia que hoy sabemos tiene, es para Luisa Mendoza, la lisboeta. Las dos Anas, Karenina y Ozores, están más necesitadas de atenciones, ternura y afecto que otra cosa. Así, pues, en cuanto a modernidad, la de veras moderna es Luisa, mujer que, de haber nacido hoy, no saldría a la calle sin llevar preservativos en el bolso.

Y sin embargo, no acaban aquí los condicionantes para el adulterio de estas cuatro mujeres. Hay otro importantísimo y también clarificador de la manera de ser de las sociedades nacionales de los cuatro países. Ese condicionante es el quijotismo, es decir, la capacidad de tomarse en serio, de creerse a pies juntillas, románticamente, las patrañas de los libros. La rusa es muy leída, y por ello mismo sueña un mundo de vacaciones, artístico (de hecho, cuando huye con Wronsky acaban en Italia, que debió ser entonces para la alta sociedad como hoy irse a Cancún para la baja). La francesa se ha hartado (y Flaubert también se hartó para ambientarse) de leer novelitas rosa, en las que l'amour tiene un toque de palmeras y dunas en la Riviera, aunque en la Riviera no haya ni palmeras ni dunas. La portuguesa también lee para entretenerse y, de hecho, sueña con ser raptada por Basilio, ser llevada a París, fuera de esa provincia apartada que en Europa significaba Lisboa, cuyos habitantes pensaban incluso en Madrid como lugar mucho más divertido y depravado que su ciudad. La que menos lee es la española (leer en España siempre ha sido un riesgo de acabar en la hoguera o fusilado) y lo poco que lee es el Kempis y a los místicos. Por eso, cuando le da por ser poetisa, antes de casarse, intenta imitar a Fray Luis de León o a San Juan de la Cruz (y por cierto que sus educadores le siegan la hierba a los pies, consiguiendo arrancarle la funesta manía de escribir versos, tan impropia de una mujer; como consiguen arrancarle casi todo; por eso puede declararse sin ambages que La Regenta es la más feminista de todas porque sin hablar demasiado claro de sexo, como sí hace Eça, sí reclama independencia y formación para las mujeres de su época). Y son esas lecturas místicas las que la llevan a los sórdidos brazos espirituales del Magistral, brazos nefastos que ni siquiera le darán gusto alguno y que finalmente, como ya he dicho, la dejan cristianamente desasistida, sola, desamparada del único consuelo que ya podía quedarle a una mujer en su circunstancia: la religión. Pero el quijotismo, en el sentido que yo uso la palabra, de Ana Ozores es el de tomarse en serio, no sus lecturas, sino la religión, esa religión de zanahoria y zurriagazo tan abundante en nuestro país. Tal es el error de Ana. Y digo error, y lo mantengo, porque a cualquier religión le ha ido bien mientras no se ha tomado demasiado en serio a sí misma, cuando ha sido no más que medio para lograr otra cosa. El poder, por ejemplo. En ese fundamentalismo, diríamos, han caído sólo los bobos mientras los listillos hacían su agosto. Piénsese, si no, en el esplendor de Al-Andalus y las frecuentes trasgresiones del islamismo que practicaban sus dirigentes. Piénsese en la grandeza del imperio español donde la religión no era sino una forma de conseguir la unidad política, y cómo decayó hasta extremos inauditos cuando no supo adaptarse, no porque no fuera capaz sino porque se vio prendida en su propia trampa: tomarse en serio aquello que pregonó. Ana Ozores cae en la trampa. También Fermín de Pas pero él conserva el poder por no tomársela tan al pie de la letra, por no ser un Quijote. De hecho, don Fermín se acuesta con la lujuriosa criada Petra sólo por que le dé, a cambio, información. El 6º y el 9º pueden irse a tomar viento si a cambio se puede transgredir el 1º: no tendrás más dioses que a mí, y la información, el poder, es un dios mucho más importante y tentador que Dios.


2 comentaris:

  1. Me encanta que hayáis publicado un artículo mío en vuestra blog, sólo que me gustaría ser el primero en enterarme. Mi e-mail es arnascoronado@gmail.com. No tengo ni ningún inconveniente en colaborar con vosotros, lo mismo que lo hago con Adamar, pero avisádmelo, por favor.

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  2. muy interesante el artículo. He leído tres de las cuatro novelas (me queda la portuguesa). solo decir que para mi gusto, la Regenta, me parece la más interesante, no solo por la calidad literaria, que me parece muy buena (quizá también porque no lo leí traducido) sino porque, a diferencia de las otras, introduce el concepto de Trío amoroso y la disyuntiva entre amor físico y espiritual que me parece que está brillantísimamente tratado por clarín. También decir que la decadencia final del personaje de Ana me parece un destino aún más trágico que el del resto de adúlteras. La muerte es la redención, sin embargo Ana está condenada a vivir con su destino.

    Saludos!

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