En 1961 publica su segundo libro de viajes, Por esos mundos: Sudamérica con escala en Canarias. En marzo aparece un nuevo suplemento en "El Norte de Castilla" títulado "El Caballo de Troya", que quiere ser un medio de discusión y debate abierto frente a la censura franquista imperante. En 1962 muestro autor gana el Premio de La Crítica con su obra Las Ratas. Ana Mariscal dirige una versión cinematográfica de El Camino
El ocho de junio de 1963 dimite como director de "El Norte de Castilla" por sus reiterados enfrentamientos con el Ministro de Información y Turismo de la época, Manuel Fraga Iribarne Publica su primer libro de caza: La caza de la perdiz roja y el tercero de viajes Europa: parada y fonda. Al año siguiente ,1964, publica el libro de relatos Viejas historias de Castilla la Vieja y el segundo libro de caza El libro de la caza menor.
El año 1966 ve la luz uno de sus libros más celebres y que ha sido llevado reiteradamente a la escena: Cinco horas con Mario. Publica su cuarto libro de viajes: USA y yo. Su décima novela se publica en 1969 Titulada Parábola del náufrago, está dedicada "a todos los oprimidos, a los del Este y a los del Oeste)
En la continuación de su discurso ante la RAE, Miguel Delibes habla de un tema recurrente en su obra y que ha marcado su forma de pensar y actuar: la naturaleza y el medio natural.
"LA NATURALEZA, CHIVO EXPIATORIO
Esta sed insaciable de poder; de elevarse en la jerarquía del picoteo, que el hombre y las instituciones por él creadas manifiestan frente a otros hombres y otras instituciones, se hace especialmente ostensible en la Naturaleza.
En la actualidad la abundancia de medios técnicos permite la transformación del mundo a nuestro gusto, posibilidad que ha despertado en el hombre una vehemente pasión dominadora. El hombre de hoy usa y abusa de la Naturaleza como si hubiera de ser el último inquilino de este desgraciado planeta, como si detrás de él no se anunciara un futuro.
La Naturaleza se convierte así en el chivo expiatorio del progreso. El biólogo australiano Macfarlane Burnet, que con tanta atención observa y analiza la marcha del mundo, hace notar en uno de sus libros fundamentales que «siempre que utilicemos nuestros conocimientos para la satisfacción a corto plazo de nuestros deseos de confort, seguridad o poder; encontraremos, a plazo algo más largo, que estamos creando una nueva trampa de la que tendremos que librarnos antes o después».
He aquí, sabiamente sintetizado, el gran error de nuestro tiempo. El hombre se complace en montar su propia carrera de obstáculos. Encandilado por la idea de progreso técnico indefinido, no ha querido advertir que éste no puede lograrse sino a costa de algo. De ese modo hemos caído en la primera trampa: la inmolación de la Naturaleza a la Tecnología. Esto es de una obviedad concluyente. Un principio biológico elemental dice que la demanda interminable y progresiva de la industria no puede ser atendida sin detrimento por la Naturaleza, cuyos recursos son finitos.
Toda idea de futuro basada en el crecimiento ilimitado conduce, pues, al desastre. Paralelamente, otro principio básico incuestionable es que todo complejo industrial de tipo capitalista sin expansión ininterrumpida termina por morir. Consecuentemente con este segundo postulado, observamos que todo país industrializado tiende a crecer; cifrando su desarrollo en un aumento anual que oscila entre el dos y el cuatro por ciento de su producto nacional bruto. Entonces, si la industria, que se nutre de la Naturaleza, no cesa de expansionarse, día llegará en que ésta no pueda atender las exigencias de aquélla ni asumir sus desechos; ese día quedará agotada.
La novelista americana Mary Mc Carthy hace decir a Kant redivivo, en una de sus últimas novelas, que «la Naturaleza ha muerto». Evidentemente la novelista anticipa la defunción, pero, a juicio de notables naturalistas, no en mucho tiempo, ya que para los redactores del Manifiesto para la Supervivencia, de no alterarse las tendencias del progreso «la destrucción de los sistemas de mantenimiento de la vida en este planeta será inevitable, posiblemente a finales de este siglo, y con toda seguridad, antes de que desaparezca la generación de nuestros hijos».
Robert Heilbroner, algo más optimista, aplaza este día terrible, que ya ha dado en llamarse «el Día del Juicio Final», para dentro de unos siglos> en tanto Barry Commoner lo reduce a unos lustros: «Aún es tiempo -dice éste-, quizás una generación, dentro del cual podamos salvar al medio ambiente de la violenta agresión que le hemos causado.»
A mi juicio, no importa tanto la inminencia del drama como la certidumbre, que casi nadie cuestiona, de que caminamos hacia él. Michel Bosquet dice, en Le Nouvel Obserbateur, que «a la Humanidad que ha necesitado treinta siglos para tomar impulso, apenas le quedan treinta años para frenar ante el precipicio».
Como se ve, el problema no es baladí. Lo expuesto no es un relato de ciencia-ficción, sino el punto de vista de unos científicos que han dedicado todo su esfuerzo al estudio de esta cuestión, la más compleja e importante, sin duda, que hoy aqueja a la Humanidad.
La Naturaleza ya está hecha, es así. Esto, en una era de constantes mutaciones, puede parecer una afirmación retrógrada. Mas, si bien se mira, únicamente es retrógrada en la apariencia. En mi obra El libro de la caza menor, hago notar que toda pretensión de mudar la Naturaleza es asentar en ella el artificio, y por tanto, desnaturalizarla, hacerla regresar. En la Naturaleza, apenas cabe el progreso. Todo cuanto sea conservar el medio es progresar; todo lo que signifique alterarlo esencialmente, es retroceder.
Empero, el hombre se obstina en mejorarla y se inmiscuye en el equilibrio ecológico, eliminando mosquitos, desecando lagunas o talando el revestimiento vegetal. En puridad, las relaciones del hombre con la Naturaleza, como las relaciones con otros hombres, siempre se han establecido a palos. La Historia de la Humanidad no ha sido otra cosa hasta el día de hoy que una sucesión incesante de guerras y talas de bosques.
Y ya que, inexcusablemente, los hombres tenemos que servirnos de la Naturaleza, a lo que debemos aspirar es a no dejar huella, a que se «nos note» lo menos posible. Tal aspiración, por el momento, se aproxima a la pura quimera. El hombre contemporáneo está ensoberbecido; obstinado en demostrarse a sí mismo su superioridad, ni aun en el aspecto demoledor renuncia a su papel de protagonista.
En esta cuestión, el hombre-supertécnico, armado de todas las armas, espoleado por un afán creciente de dominación, irrumpe en la Naturaleza, y actúa sobre ella en los dos sentidos citados, a cuál más deplorable y desolador; desvalijándola y envileciéndola."
Esta sed insaciable de poder; de elevarse en la jerarquía del picoteo, que el hombre y las instituciones por él creadas manifiestan frente a otros hombres y otras instituciones, se hace especialmente ostensible en la Naturaleza.
En la actualidad la abundancia de medios técnicos permite la transformación del mundo a nuestro gusto, posibilidad que ha despertado en el hombre una vehemente pasión dominadora. El hombre de hoy usa y abusa de la Naturaleza como si hubiera de ser el último inquilino de este desgraciado planeta, como si detrás de él no se anunciara un futuro.
La Naturaleza se convierte así en el chivo expiatorio del progreso. El biólogo australiano Macfarlane Burnet, que con tanta atención observa y analiza la marcha del mundo, hace notar en uno de sus libros fundamentales que «siempre que utilicemos nuestros conocimientos para la satisfacción a corto plazo de nuestros deseos de confort, seguridad o poder; encontraremos, a plazo algo más largo, que estamos creando una nueva trampa de la que tendremos que librarnos antes o después».
He aquí, sabiamente sintetizado, el gran error de nuestro tiempo. El hombre se complace en montar su propia carrera de obstáculos. Encandilado por la idea de progreso técnico indefinido, no ha querido advertir que éste no puede lograrse sino a costa de algo. De ese modo hemos caído en la primera trampa: la inmolación de la Naturaleza a la Tecnología. Esto es de una obviedad concluyente. Un principio biológico elemental dice que la demanda interminable y progresiva de la industria no puede ser atendida sin detrimento por la Naturaleza, cuyos recursos son finitos.
Toda idea de futuro basada en el crecimiento ilimitado conduce, pues, al desastre. Paralelamente, otro principio básico incuestionable es que todo complejo industrial de tipo capitalista sin expansión ininterrumpida termina por morir. Consecuentemente con este segundo postulado, observamos que todo país industrializado tiende a crecer; cifrando su desarrollo en un aumento anual que oscila entre el dos y el cuatro por ciento de su producto nacional bruto. Entonces, si la industria, que se nutre de la Naturaleza, no cesa de expansionarse, día llegará en que ésta no pueda atender las exigencias de aquélla ni asumir sus desechos; ese día quedará agotada.
La novelista americana Mary Mc Carthy hace decir a Kant redivivo, en una de sus últimas novelas, que «la Naturaleza ha muerto». Evidentemente la novelista anticipa la defunción, pero, a juicio de notables naturalistas, no en mucho tiempo, ya que para los redactores del Manifiesto para la Supervivencia, de no alterarse las tendencias del progreso «la destrucción de los sistemas de mantenimiento de la vida en este planeta será inevitable, posiblemente a finales de este siglo, y con toda seguridad, antes de que desaparezca la generación de nuestros hijos».
Robert Heilbroner, algo más optimista, aplaza este día terrible, que ya ha dado en llamarse «el Día del Juicio Final», para dentro de unos siglos> en tanto Barry Commoner lo reduce a unos lustros: «Aún es tiempo -dice éste-, quizás una generación, dentro del cual podamos salvar al medio ambiente de la violenta agresión que le hemos causado.»
A mi juicio, no importa tanto la inminencia del drama como la certidumbre, que casi nadie cuestiona, de que caminamos hacia él. Michel Bosquet dice, en Le Nouvel Obserbateur, que «a la Humanidad que ha necesitado treinta siglos para tomar impulso, apenas le quedan treinta años para frenar ante el precipicio».
Como se ve, el problema no es baladí. Lo expuesto no es un relato de ciencia-ficción, sino el punto de vista de unos científicos que han dedicado todo su esfuerzo al estudio de esta cuestión, la más compleja e importante, sin duda, que hoy aqueja a la Humanidad.
La Naturaleza ya está hecha, es así. Esto, en una era de constantes mutaciones, puede parecer una afirmación retrógrada. Mas, si bien se mira, únicamente es retrógrada en la apariencia. En mi obra El libro de la caza menor, hago notar que toda pretensión de mudar la Naturaleza es asentar en ella el artificio, y por tanto, desnaturalizarla, hacerla regresar. En la Naturaleza, apenas cabe el progreso. Todo cuanto sea conservar el medio es progresar; todo lo que signifique alterarlo esencialmente, es retroceder.
Empero, el hombre se obstina en mejorarla y se inmiscuye en el equilibrio ecológico, eliminando mosquitos, desecando lagunas o talando el revestimiento vegetal. En puridad, las relaciones del hombre con la Naturaleza, como las relaciones con otros hombres, siempre se han establecido a palos. La Historia de la Humanidad no ha sido otra cosa hasta el día de hoy que una sucesión incesante de guerras y talas de bosques.
Y ya que, inexcusablemente, los hombres tenemos que servirnos de la Naturaleza, a lo que debemos aspirar es a no dejar huella, a que se «nos note» lo menos posible. Tal aspiración, por el momento, se aproxima a la pura quimera. El hombre contemporáneo está ensoberbecido; obstinado en demostrarse a sí mismo su superioridad, ni aun en el aspecto demoledor renuncia a su papel de protagonista.
En esta cuestión, el hombre-supertécnico, armado de todas las armas, espoleado por un afán creciente de dominación, irrumpe en la Naturaleza, y actúa sobre ella en los dos sentidos citados, a cuál más deplorable y desolador; desvalijándola y envileciéndola."
"UN MUNDO QUE SE AGOTA
La pueril idea de un mundo inmenso, inabarcable e inagotable, que acompaña al hombre desde su origen, se esfuma a mediados de este siglo con la aparición de aviones supersónicos que ciñen su cintura -la del mundo- en unas horas y con el primer hombre que pone su pie en la Luna.
Las fotografías tomadas desde los cohetes lunares muestran al planeta Tierra como un pequeño punto azul en el firmamento, lo que equivale a reconocer que 100.000 millones de otras galaxias pueden albergar, cada una, cientos de miles de sistemas solares semejantes al nuestro. La técnica, que puede mucho, evidencia que somos poco. Esto supone para el orgullo del hombre, en cierto modo, una humillación, pero también una toma de conciencia: la de estar embarcado en una nave cuya despensa, por abastecida que quiera estar, siempre será limitada.
Esta convicción destruye la idea peregrina de la infinidad de recursos y presenta, a cambio, de cara al futuro, el posible fantasma de la escasez. Merced al perfeccionamiento de las técnicas de prospección, el hombre empieza a tocar ya las tristes consecuencias del despilfarro iniciado con la era industrial.
La advertencia de la Oficina de Minas de los Estados Unidos al respecto es sumamente precisa: las reservas mundiales de plomo, mercurio y platino durarán unos lustros; pocos más, las de estaño y cinc; el doble, más o menos, las de cobre, y las de hierro y petróleo apenas un par de siglos. ¿Qué suponen estos plazos en la vida de la Humanidad? En rigor algo tan insignificante que sobrecoge pensarlo.
Pues bien, estos recursos, vitales para nuestra economía, se acaban y no son recuperables. ¿Qué hará nuestro flamante hombre industrial el día que los yacimientos de mercurio, plomo, cobre, cinc, estaño, hierro y petróleo se hayan agotado? Es difícil imaginarlo, pero por lo que atañe a este último -el oro negro- ya hemos podido vislumbrarlo en Europa durante las crisis de abastecimiento que con frecuencia padecemos.
Una pregunta clave se impone, sin embargo: este consumo exagerado de recursos esenciales ¿es excesivo por exigencias normales de la industria o por una tendencia a la dilapidación que despierta el elevado nivel de vida de las sociedades evolucionadas? Por de pronto, hoy sabemos que Norteamérica, con sólo un 6 % de la población mundial, consume un 40 % del total del papel, un 36 % de combustibles fósiles y un 25 % del acero, mientras produce el 70 % de los desperdicios sólidos del mundo. Entre Europa y Estados Unidos, con un 16 % de la población mundial, devoran el 80 % de los recursos del globo limitados e irrecuperables.
En lo atañedero a la agricultura ha llegado a afirmarse que los 200 millones de americanos causan al planeta una destrucción pareja a la que podrían provocar, si existiesen, cinco mil millones de indios. Como puede observarse, gasto y daño van en razón directa con el grado de evolución.
Por mi parte puedo decir que mi estancia en los Estados Unidos, hace unos años, me abrumó, entre otras cosas, por el dispendio que observaba a mi alrededor. Con los excesos americanos, pensaba yo entonces, podrían salir de pobres varios países subdesarrollados. Diariamente, en las primeras horas de la mañana, llamaban mi atención los millares de poderosos automóviles de veinte o treinta caballos, desplazando cada uno a una sola persona a su lugar de trabajo. Daba la impresión de que los transportes colectivos, bien organizados y confortables, estaban allí de más.
En otras palabras, cada americano malgastaba diariamente en acudir a su trabajo y en regresar de él treinta o cuarenta litros de gasolina.
Pues bien, este alegre y despreocupado derroche, si que con una importante corrección respecto al número de caballos, se ha trasladado a Europa y, más concretamente, a España. Los pies ya no sirven, en ninguna parte, dentro de ese mundo que hemos dado en llamar civilizado, para desplazarnos, sino para acelerar y desembragar. Como diría González Ruano, el hombre del siglo xx ha perdido la alegría de andar. Malgasta así, no sólo las riquezas naturales comunes, sino su dinero y su salud.
Mas, ¿qué importancia tiene esto -se argumentará- frente al tiempo que se gana? Y yo me pregunto: ¿de veras gana algo con tales apremios el hombre contemporáneo? ¿No será más exacto afirmar que la mecanización le ha desquiciado? ¿No resulta obvio que el hombre protegido por unos cristales y una chapa de hierro, con un pedal en el pie derecho capaz de impulsarle a cien kilómetros a la hora, se torna duro, insolidario, hermético y agresivo? El gasto de combustibles fósiles, tiene, pues, sobre el gasto en si, un elevado precio.
La civilización, en sus últimas etapas, viene presidida por el signo de la prodigalidad. En treinta años hemos multiplicado por diez el consumo de petróleo.
Damos la impresión de no querer enterarnos de que nuestra próspera industria y nuestra comodidad dependen de unas bolsas fósiles que en unos pocos años se habrán agotado. El problema, en un próximo futuro, no radicará en hacer nuevas prospecciones y abrir nuevas calicatas. Eso sí, llegado el caso, el hombre podrá jactarse de una nueva proeza, en esta época de culto hacia las marcas: haberse bebido en un siglo una riqueza que tardó 600 millones de años en formarse.
Cabe una esperanza: la inseguridad de las previsiones en lo que se refiere a nuestras reservas. Pese a los modernos sistemas de prospección, son, en efecto, aleatorios los cálculos de nuestras disponibilidades de metales y combustibles. Amplias extensiones de Africa, Asia y Sudamérica están prácticamente inexploradas.
Sin embargo, dado el ritmo de consumo, parece razonable pensar que nunca, por muchas sorpresas que la geología puede depararnos, los plazos señalados más arriba puedan aumentar más allá de cuatro veces. En cualquier caso, augurar para el plomo y el mercurio una duración de ochenta años y de ciento para el estaño y el cinc, no es precisamente abrir para la Humanidad unas perspectivas halagüeñas."
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