10 de nov. 2007

El camino (2) Conocer al autor


Miguel Delibes nace el diecisiete de octubre de 1920 en Valladolid, concretamente en la calle Acera de Recoletos número 12. Estudia el bachillerato en los Hermanos La Salle y terminó el mismo al inicio de la Guerra Civil. En 1938, ante la inminencia de su movilización, se enrola voluntario como marinero en el crucero "Canarias". Al finalizar la contienda regresa a Valladolid. En 1940 termina la carrera de Comercio y comienza la de Derecho. El diez de octubre de 1941 ingresa como caricaturista en el periódico "El Norte de Castilla", periódico del cual llegara a ser director.
Nuestro autor continua, en su discurso de aceptación en la RAE, reflexionando sobre el hombre y su futuro:

" EL PROGRESO CONTRA EL HOMBRE

Todos estamos acordes en que la Ciencia aplicada a la tecnología ha cambiado, o seguramente sería mejor decir revolucionado, la vida moderna. En pocos años se ha demostrado que el ingenio del hombre, como sus necesidades, no tienen límites.

El espíritu de invención y el refinamiento de lo inventado arrumban objetos que hace apenas unos años nos parecían insuperables. En la actualidad disponemos de cosas que no ya nuestros abuelos, sino nuestros padres hace apenas cinco lustros hubieran podido imaginar. El cerebro humano camina muy de prisa en el conocimiento de su entorno. El control de las leyes físicas ha hecho posible un viejo sueño de la Humanidad: someter a la Naturaleza.

No obstante, todo progreso, todo impulso hacia delante comporta un retroceso, un paso atrás, lo que en términos cinegéticos, jerga que a mí me es muy cara, llamaríamos el culatazo. Y la Física nos dice que este culatazo es tanto mayor cuanto más ambicioso sea el lanzamiento. Esto presupone que tanto la técnica como la Química, como muchos remedios de botica, sabemos lo que quitan pero ignoramos lo que ponen, siquiera no se nos oculta que, en muchas ocasiones, el envés de aquéllas, sus aspectos negativos, se emparejan, cuando no superan, a los aspectos positivos.

Pongamos por caso el DDT. Este descubrimiento alivió, como es sabido, a los soldados de la Segunda Guerra Mundial de la plaga de los parásitos y, una vez firmada la paz, su aplicación en la lucha contra la malaria y otras enfermedades tropicales confirmó su eficacia. La Humanidad no ocultó su entusiasmo; al fin estaba en camino de encontrar la panacea, el remedio para sus males. Bastaron, sin embargo, unos pocos años para descubrir la contrapartida, esto es, los efectos del culatazo.

Hoy, incluso los escolares de buena parte del mundo saben que este insecticida, en virtud de un proceso que ya nos resulta familiar se ha incorporado a los organismos animales sin excluir al hombre hasta el punto de que análisis de la leche de jóvenes madres efectuados por biólogos compañeros de mis propios hijos han demostrado que nuestros lactantes son amamantados, en proporción no desdeñable, con DDT. Los suecos, gente amante de las estadísticas, nos dicen que la leche de algunas madres de aquel país contiene un 70 % más de insecticida que el nivel tolerado por la Salubridad Pública para la leche de vaca.

Algo semejante cabría decir de algunas conquistas técnicas encaminadas a satisfacer los viejos anhelos de ubicuidad del hombre: automóviles, aviones, cohetes interplanetarios . Tales invenciones aportan, sin duda, ventajas al dotar al hombre de un tiempo y una capacidad de maniobra impensables en su condición de bípedo, pero, ¿desconocemos, acaso, que un aparato supersónico que se desplaza de París a Nueva York consume durante las seis horas de vuelo una cantidad de oxígeno aproximada a la que, durante el mismo tiempo, necesitarían 25.000 personas para respirar?

A la Humanidad ya no le sobra el oxígeno, pero es que, además, estos reactores desprenden por sus escapes infinidad de partículas que interfieren las radiaciones solares, hasta el punto de que un equipo de naturalistas desplazado durante medio año a una pequeña isla del Pacífico para estudiar el fenómeno, informó en 1970 al Congreso de Londres, que en el tiempo que llevaban en funcionamiento estos aviones, la acción del Sol luminosa y calorífica había decrecido aproximadamente en un 30 %, con lo que, de no adoptarse el oportuno correctivo, no se descartaba la posibilidad de una nueva glaciación.

Pero, ¿y la Medicina?, argüirán los optimistas. ¿También tiene usted alguna objeción que hacer al desarrollo de la Medicina? ¿No se ha doblado, en un breve lapso, el promedio de la vida humana? ¿No nos anuncian cada día los periódicos, con grandes titulares, nuevos triunfos sobre el dolor y la muerte? Esto es incontestable. He aquí un punto en el que negar el progreso sería negar la evidencia.

Las conquistas de la Medicina y la Higiene en el último período histórico no sólo son plausibles sino pasmosas. Las enfermedades infecciosas han sido prácticamente erradicadas y se han conseguido notables progresos en aquellas otras de origen genético. Todo esto, repito, es incuestionable.

Empero la contrapartida de estos éxitos también se da, y aunque parezca paradójico, deriva de su misma eficacia. La Medicina en el último siglo ha funcionado muy bien, de tal forma que hoy nace mucha más gente de la que se muere. La demografía, entonces, ha estallado, se ha producido una explosión literalmente sensacional. A una población estancada hasta el siglo XVII en 600 o 700 millones, ha sucedido un crecimiento lento pero inexorable, hasta conseguir, tras el descubrimiento de los antibióticos, doblarla en los últimos treinta años. Esto supone que, prescindiendo de posibles nuevos avances en este campo, y ateniéndonos al ritmo alcanzado, la población mundial se duplicará cada seis lustros, lo que equivale a decir que los 3.500 millones de personas de 1970, se convertirán en 56.000 antes de finalizar el siglo XXI, esto es, si no yerro en la cuenta, la población actual, más o menos, multiplicada por catorce.

La pregunta irrumpe sin pedir paso: ¿va a dar para tantos la despensa? Si este progreso del que hoy nos jactamos no ha conseguido atenuar el hambre de dos tercios de nuestros semejantes, ¿qué se puede esperar el día, que muy bien pueden conocer nuestros nietos, en que por cada hombre actual haya catorce sobre la Tierra?

La Medicina ha cumplido con su deber; pero al posponer la hora de nuestra muerte, viene a agravar, sin quererlo, los problemas de nuestra vida. La Medicina, pese a sus esfuerzos, no ha conseguido cambiarnos por dentro; nos ha hecho más pero no mejores. Estamos más juntos -y aún lo estaremos más- pero no más próximos."


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