7 de nov. 2007

Madame Bovary (y 8),La obra



Madame Bovary
de
Gustave Flaubert

Si hemos de destacar alguna cosa sobre las demás de esta obra, ésta tiene que ver con la riqueza del lenguaje y la precisión de las descripciones. Flaubert, con precisión de cirujano y una encomiable frialdad en la descripción y desarrollo de sus criaturas de ficción, se esfuerza en cincelar transcripciones por entero objetivas, desapasionadas. En la novela abundan los pasajes que son descritos como si se tratara de una cámara de cine que planea lentamente sobre los distintos escenarios destacando ciertos detalles mientras que oculta otros. La prosa de Flaubert nos va envolviendo a la vez que muestra la realidad que nos quiere destacar. Los detalles marcan el tono, el ambiente y el desenlace de la obra. La profusa descripción de los mismos pauta el desarrollo de las acciones, las conversaciones, los diálogos, la arquitectura, los bailes, el vestuario. El conjunto es una novela rica y compleja, donde cada detalle marca el todo y no sobra absolutamente nada.

La riqueza del lenguaje tiene un papel central en esta novela. Flaubert trabaja con las palabras, busca el término exacto, justo hasta asegurarse de haber logrado el efecto esperado. Sus frases no sólo pretenden comunicar una idea, sino que buscan un efecto de agradable sonoridad- la novela se debería leer en voz alta-. El ritmo de la escritura trata de mantener una consonancia íntima con la dimensión afectiva de los personajes.

Veamos un ejemplo de todo ello:

Capítulo 9 de la Primera parte

"Con frecuencia, cuando Carlos salía, Emma iba a buscar en el armario, entre los dobleces de la ropa blanca donde la había dejado, la cigarrera de seda verde.
La miraba, la abría y hasta aspiraba el olor del forro, una mezcla de verbena y de tabaco. ¿De quién sería?... Del vizconde. Quizás era un regalo de su amante. Habría bordado aquello en un bastidor de palisandro, un mueble monísimo que se escondía de todos los ojos, que había ocupado muchas horas y sobre el que habían caído los flojos bucles de la bordadora pensativa. Entre las mallas del cañamazo había pasado un soplo de amor; cada puntada de la aguja había fijado allí una esperanza o un recuerdo, y todos aquellos hilos entrelazados no eran más que la continuidad de la misma pasión silenciosa. Y después, una mañana, el vizconde la llevó a su casa. ¿De qué habrían hablado cuando la cigarrera estaba sobre las chimeneas de ancha campana, entre los jarrones de flores y los relojes Pompadour? Ella estaba en Tostes. Él estaba ahora en París; ¡tan lejos! ¿Cómo era aquel París? ¡Qué nombre tan desmesurado! Emma se lo repetía a media voz, saboreándolo; sonaba en sus oídos como la campana de una catedral; resplandecía a sus ojos hasta la etiqueta de sus tarros de pomada.
Por la noche, cuando los pescaderos pasaban en sus carros bajo las ventanas cantando la «Marjolaine», se despertaba; y, escuchando el ruido de las ruedas ferradas que, a la salida del país, se amortiguaba enseguida sobre la tierra:
« ¡Mañana estarán allí!», se decía.
Los seguía con el pensamiento, subiendo y bajando cuestas, atravesando pueblos, avanzando de prisa por la carretera general a la claridad de las estrellas. A una distancia indeterminada, siempre había un lugar confuso donde expiraba su sueño.
Se compró un plano de París y, con la punta del dedo, iba de un lado a otro de la capital. Subía por los bulevares, parándose en cada esquina, entre las líneas de las calles, ante los cuadrados blancos que figuran casas. Hasta que se le cansaban los ojos, cerraba los párpados y veía en las tinieblas cómo se torcían al viento los faroles de gas, con estribos de calesas, que se bajaban con gran ruido ante el peristilo de los teatros.
Se suscribió a «La Corbeille», periódico para mujeres, y a «Le Sylphe des Salons». Devoraba, sin saltar nada, todas las reseñas de los estrenos teatrales, de las carreras y de las fiestas de sociedad, se interesaba por el debut de una cantante, por la apertura de una tienda. Sabía las modas nuevas, la dirección de los buenos sastres, los días de Bois o de Ópera. Estudió en Eugéne Sue descripciones de muebles y decoraciones; leyó a Balzac y a George Sand tratando de satisfacer imaginariamente sus ansias personales. Hasta a la misma mesa llevaba el libro, y volvía las hojas mientras Carlos comía y le hablaba. En sus lecturas le venía siempre el recuerdo del vizconde. Hacía comparaciones entre él y los personajes inventados. Pero el círculo que le tenía a él por centro se iba ensanchando poco a poco, y aquella aureola que tenía se iba apartando de su rostro y extendiéndose más allá para iluminar otros sueños.
París, más grande que el océano, espejeaba así a los ojos de Emma en una atmósfera bermeja. Pero la vida numerosa que se agitaba en aquel tumulto estaba dividida por partes, clasificada en cuadros distintos. Emma no veía más que dos o tres, que le ocultaban todos los demás y que representaban por sí solos la humanidad completa. El mundo de los embajadores se movía sobre suelos lustrosos, en salones con las paredes cubiertas de espejos, en torno a unas mesas ovaladas con tapetes de terciopelo ribeteados de oro. Se veían allí vestidos de cola, grandes misterios, angustias disimuladas bajo sonrisas. Luego venía la sociedad de las duquesas: aquí las personas eran pálidas; se levantaban a las cuatro; las mujeres, ¡pobres ángeles!, llevaban encaje inglés en las enaguas, y los hombres, capacidades desconocidas bajo unas apariencias fútiles, reventaban sus caballos en excursiones, iban a pasar a Badén la temporada estival, y por fin, hacia los cuarenta, se casaban con herederas ricas. En los reservados de los restaurantes donde se cena después de media noche, a luz de las bujías, reía la multitud abigarrada de literatos y de actrices. Aquéllos eran pródigos como reyes, llenos de ambiciones ideales y delirios fantásticos. Era una vida por encima de las demás vidas, entre cielo y tierra, en las tempestades, una cosa sublime. En cuanto al resto de la gente, estaba perdida, sin lugar preciso y como inexistente. Por otra parte, cuanto más cercanas las cosas, más se apartaba de ellas su pensamiento. Todo lo que la rodeaba en su inmediato contorno, campo aburrido, pequeños burgueses imbéciles, mediocridad de la existencia, le parecía una excepción en el mundo, un azar particular en el que ella se encontraba presa, mientras que más allá se extendía hasta perderse de vista el inmenso país de las felicidades y de las pasiones. En su deseo, confundía las sensualidades de lujo con los goces del corazón, la elegancia de las costumbres con las delicadezas del sentimiento. ¿Acaso no requería el amor, como las plantas indias, terrenos preparados, una temperatura especial? Los suspiros a la luz de la luna, los largos abrazos, las lágrimas que corren sobre las manos que se abandonan, todas las fiebres de la carne y las languideces de la ternura no se separaban, pues, del balcón de los grandes palacios que están llenos de placenteros ocios, de un camarín con cortinas de seda, con una alfombra muy espesa, de los maceteros con hermosas plantas, una cama sobre un estrado, ni del centelleo de las piedras preciosas y de los galones de la librea."

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