Inicios de los años treinta del siglo pasado.
Los Unidos Estados de Norteamérica viven lo que, años después, se denomino la “Gran Depresión”.
El medio oeste sufrió una gran sequía que obligó, victimas de los préstamos hipotecarios, a cientos, a miles de granjeros, a vagar por las carreteras en busca de trabajo y comida. California era su objetivo, la meca del sueño de un trabajo en sus campos, pan y refugio para los hijos hambrientos.
Eran, son, los “Vagabundos de la cosecha”, hombres, mujeres, niños en pos de un sueño baldío. John Steinbeck plasmo esta cruda realidad en una serie de reportajes firmados en 1936 para el The San Francisco News . Esta serie de artículos, recigidos bajo el título anteriormente mencionado, son la argamasa, el cimiento del libro del mes: Las uvas de la ira.
“En esta época del año, cuando llega el tiempo de la cosecha a los inmensos campos de California —las uvas hinchadas, las ciruelas, las manzanas, las lechugas y ese algodón que tan rápido madura — , nuestras carreteras se convierten en un hervidero de temporeros itinerantes, esa masa informe de braceros nómadas golpeados por la pobreza a los que el hambre y el miedo al hambre empujan de campo en campo, de cosecha en cosecha, de un extremo a otro de California, hasta Oregón y algunas regiones del estado de Washington. Pero es California el estado que recibe y necesita a más de estos nuevos vagabundos. El propósito de esta serie de artículos es el de presentar un breve estudio de estos vagabundos. Por el estado vagan al menos ciento cincuenta mil emigrantes sin hogar, un ejército lo suficientemente numeroso como para que todos los habitantes de California se interesen por él. Al viajero ocasional que circule por nuestras carreteras, los movimientos de estos nómadas le parecerán un misterio —si es que llega a reparar en ellos—; de golpe, se dará cuenta de que los caminos están infestados de carracas desvencijadas cargadas de niños, sábanas sucias y peroles ennegrecidos por el fuego. En las vías del tren, las bateas y los vagones de carga van colmados de hombres que, en un abrir y cerrar de ojos, se han esfumado de las carreteras principales. En los caminos secundarios y en las márgenes de los ríos, lugares menos transitados, se levantan los poblados sucios y destartalados de los braceros, y los campos están llenos de hombres recogiendo, segando y poniendo a secar la cosecha.
La singular naturaleza de la agricultura de California depende de estos temporeros y de sus continuos desplazamientos. Los trabajadores del lugar no dan abasto para recoger el melocotón y la uva, el lúpulo y el algodón. En una huerta de melocotoneros grande que durante el año sólo emplee a veinte hombres, por ejemplo, harán falta otros dos mil para recoger y empaquetar la fruta. Y si estos dos mil temporeros no llegan, si la campaña se retrasa tan siquiera una semana, la cosecha se pudrirá y se echará a perder.
Así, en California nos encontrarnos con una curiosa actitud hacia un colectivo que garantiza el éxito de nuestra agricultura. A los emigrantes los necesitamos y los odiamos. En cuanto llegan a un distrito, se topan con esa antipatía atávica del lugareño hacia el extraño, el forastero, con un odio que se repite desde los comienzos de la historia, desde la aldea más primitiva a nuestras granjas industriales. A los emigrantes se los odia por los siguientes motivos: porque son sucios e ignorantes, porque traen enfermedades, porque su presencia en una población obliga a un incremento de los efectivos policiales y del gasto escolar, y porque, si se constituyen en sindicatos, pueden llegar a negarse a trabajar y arruinar cosechas enteras. Nunca logran ser admitidos en la comunidad ni en la vida de la comunidad. Son auténticos vagabundos a los que se les niega el derecho a integrarse en las poblaciones que necesitan de sus servicios.
Veamos quiénes son, de dónde vienen y por dónde vagan. Años atrás eran braceros de diversas razas a quienes se animó a venir, a menudo importados como mano de obra barata; los primeros fueron los chinos, luego llegaron los filipinos, los japoneses y los mexicanos. Eran extranjeros y, como tales, se les condenó al ostracismo y la segregación. Se les trataba como a ganado. (…)
La sequía del Medio Oeste ha empujado a la población rural de Oklahoma, Nebraska y partes de Kansas y Texas hacia el oeste. Sus tierras están agotadas y ya no pueden regresar a ellas. Miles de agricultores cruzan estados enteros en viejos automóviles renqueantes. Viven en la miseria, tienen hambre y se han quedado sin hogar, dispuestos a aceptar cualquier jornal para poder comer y dar de comer a sus hijos. Y esto es algo nuevo, pues los peones extranjeros llegaban aquí sin sus hijos, después de haber dejado atrás todo rastro de su antigua vida.
Estos nuevos vagabundos suelen llegar a California después de haber agotado todos sus recursos para viajar hasta aquí; incluso tienen que vender por el camino viejas mantas, herramientas y utensilios de cocina para pagar la gasolina. Llegan confundidos y derrotados, a menudo casi muertos de hambre, con una única necesidad que cubrir: encontrar trabajo, por el salario que sea, para poder dar de comer a su familia.
Y en California sólo existe un campo que los pueda acoger. Sin derecho a recibir ayudas públicas, se convierten en jornaleros itinerantes.
Como los antiguos braceros mexicanos y filipinos están siendo deportados y repatriados muy rápidamente y, por otra parte, el flujo de refugiados de la “cuenca de polvo” no para de crecer, será de estos nuevos emigrantes de los que nos ocupemos.
Los inmigrantes ya eran braceros en sus países de origen, pero éste no es el caso de los nuevos desplazados Éstos son pequeños agricultores que han perdido sus granjas o trabajadores del campo que vivían con su familia al viejo estilo americano. Son hombres que trabajaban duro en sus granjas y estaban orgullosos de ser dueños de la tierra y de vivir de ella. Son americanos hábiles e ingeniosos que han vivido el infierno de la sequía y que han visto cómo sus tierras se marchitaban y morían, cómo el viento se las llevaba, y éste, para un hombre que ha sido el dueño de sus tierras, es un dolor extraño y terrible.
Ahora se han puesto en marcha para atravesar el país. A menudo han visto cómo sus hijos se les morían por el camino. Cuando el coche se les ha averiado, lo han reparado con el ingenio propio del campesino. Muchas veces han tenido que ir poniendo parches a los neumáticos gastados cada pocas millas. Lo han soportado todo y todavía pueden soportar mucho más, porque son gente de sangre fuerte.
Son los descendientes de los hombres que atravesaron el Medio Oeste y que pelearon para ganarse sus tierras, que cultivaron las praderas y allí se quedaron hasta que esas praderas volvieron a convertirse en un desierto. Su herencia y su experiencia no son las del nómada. Las circunstancias los han convertido en vagabundos a la fuerza.
Mientras se desplazan de cosecha en cosecha, una única necesidad, un solo imperativo ocupa su mente: volver a comprar una pequeña parcela, instalarse allí y poner fin a su vagabundeo. Basta con ir a los poblados de chabolas donde las familias viven en el suelo, sin casa, ni cama, ni enseres de ningún tipo; basta con mirar esos rostros fuertes y resueltos, algunas veces llenos de dolor, las más —cuando ven que sus tierras, ahora propiedad de una empresa, están sin labrar— llenos de rabia, para comprender que esta nueva raza ya no se moverá de aquí, que se le debe prestar atención. (…) todos comparten una característica extrañamente anacrónica: aunque han crecido en las praderas en las que la industrialización nunca llegó a penetrar, han saltado sin transición de las antiguas granjas agrícolas autosuficientes, en las que todo lo cultivaban o se lo fabricaban ellos, a una agricultura tan industrializada que el hombre que siembra una cosecha pocas veces puede ver, y aún menos recoger, los frutos de su trabajo, donde el temporero no mantiene contacto alguno con el ciclo de crecimiento. Y todavía existe otra diferencia entre su antigua vida y la nueva. Vienen de pequeños distritos rurales en los que la democracia no sólo era posible sino que resultaba imprescindible, en los que el gobierno popular — ejercido tanto en el local de la cooperativa como en la parroquia o en el ayuntamiento— era responsabilidad de todos y cada uno de los hombres. Y han llegado a un lugar donde, al tener que viajar continuamente para ganarse la vida, no pueden votar, donde se les considera una clase sin derecho alguno.
Examinemos los campos que dependen del fruto de su trabajo y los distritos a los que tienen que desplazarse. Como dijo un chiquillo de un poblado de chabolas, «cuando nos necesitan nos llaman emigrantes, y cuando ya les hemos recogido la cosecha, somos vagabundos y tenemos que largarnos» (…)
Poco antes de que empiece la cosecha, las carreteras hierven: familias enteras en sus furgonetas corriendo para llegar a tiempo a los campos que están a punto para la recolección, corriendo para ser los primeros en ponerse a trabajar. Y es que, para mantener los salarios bajos, las asociaciones de agricultores del estado suelen reclutar al doble de mano de obra de la que necesitan.
De ahí las prisas, porque si el bracero se retrasa un poco y ya se ha repartido el trabajo, habrá viajado en vano (…) Como los emigrantes habían gastado todo lo que tenían para llegar a los campos, no se pudieron marchar. Se quedaron allí pasando hambre hasta que el Gobierno acudió en su ayuda. Demasiado tarde.
Así viajan, frenéticos, con el hambre pisándoles los talones. En esta serie de artículos intentaremos descubrir cómo viven y quiénes son, cuál es su nivel de vida, qué trato reciben y cuáles son sus problemas y sus necesidades. Los agricultores de California, que han sabido utilizar muy bien a los trabajadores emigrantes, están creando lentamente una estructura humana que, sin duda, transformará este estado y que, si se maneja con la crueldad y la estupidez que han caracterizado el pasado, podría acabar con nuestro actual modelo económico agrícola."
Los Unidos Estados de Norteamérica viven lo que, años después, se denomino la “Gran Depresión”.
El medio oeste sufrió una gran sequía que obligó, victimas de los préstamos hipotecarios, a cientos, a miles de granjeros, a vagar por las carreteras en busca de trabajo y comida. California era su objetivo, la meca del sueño de un trabajo en sus campos, pan y refugio para los hijos hambrientos.
Eran, son, los “Vagabundos de la cosecha”, hombres, mujeres, niños en pos de un sueño baldío. John Steinbeck plasmo esta cruda realidad en una serie de reportajes firmados en 1936 para el The San Francisco News . Esta serie de artículos, recigidos bajo el título anteriormente mencionado, son la argamasa, el cimiento del libro del mes: Las uvas de la ira.
“En esta época del año, cuando llega el tiempo de la cosecha a los inmensos campos de California —las uvas hinchadas, las ciruelas, las manzanas, las lechugas y ese algodón que tan rápido madura — , nuestras carreteras se convierten en un hervidero de temporeros itinerantes, esa masa informe de braceros nómadas golpeados por la pobreza a los que el hambre y el miedo al hambre empujan de campo en campo, de cosecha en cosecha, de un extremo a otro de California, hasta Oregón y algunas regiones del estado de Washington. Pero es California el estado que recibe y necesita a más de estos nuevos vagabundos. El propósito de esta serie de artículos es el de presentar un breve estudio de estos vagabundos. Por el estado vagan al menos ciento cincuenta mil emigrantes sin hogar, un ejército lo suficientemente numeroso como para que todos los habitantes de California se interesen por él. Al viajero ocasional que circule por nuestras carreteras, los movimientos de estos nómadas le parecerán un misterio —si es que llega a reparar en ellos—; de golpe, se dará cuenta de que los caminos están infestados de carracas desvencijadas cargadas de niños, sábanas sucias y peroles ennegrecidos por el fuego. En las vías del tren, las bateas y los vagones de carga van colmados de hombres que, en un abrir y cerrar de ojos, se han esfumado de las carreteras principales. En los caminos secundarios y en las márgenes de los ríos, lugares menos transitados, se levantan los poblados sucios y destartalados de los braceros, y los campos están llenos de hombres recogiendo, segando y poniendo a secar la cosecha.
La singular naturaleza de la agricultura de California depende de estos temporeros y de sus continuos desplazamientos. Los trabajadores del lugar no dan abasto para recoger el melocotón y la uva, el lúpulo y el algodón. En una huerta de melocotoneros grande que durante el año sólo emplee a veinte hombres, por ejemplo, harán falta otros dos mil para recoger y empaquetar la fruta. Y si estos dos mil temporeros no llegan, si la campaña se retrasa tan siquiera una semana, la cosecha se pudrirá y se echará a perder.
Así, en California nos encontrarnos con una curiosa actitud hacia un colectivo que garantiza el éxito de nuestra agricultura. A los emigrantes los necesitamos y los odiamos. En cuanto llegan a un distrito, se topan con esa antipatía atávica del lugareño hacia el extraño, el forastero, con un odio que se repite desde los comienzos de la historia, desde la aldea más primitiva a nuestras granjas industriales. A los emigrantes se los odia por los siguientes motivos: porque son sucios e ignorantes, porque traen enfermedades, porque su presencia en una población obliga a un incremento de los efectivos policiales y del gasto escolar, y porque, si se constituyen en sindicatos, pueden llegar a negarse a trabajar y arruinar cosechas enteras. Nunca logran ser admitidos en la comunidad ni en la vida de la comunidad. Son auténticos vagabundos a los que se les niega el derecho a integrarse en las poblaciones que necesitan de sus servicios.
Veamos quiénes son, de dónde vienen y por dónde vagan. Años atrás eran braceros de diversas razas a quienes se animó a venir, a menudo importados como mano de obra barata; los primeros fueron los chinos, luego llegaron los filipinos, los japoneses y los mexicanos. Eran extranjeros y, como tales, se les condenó al ostracismo y la segregación. Se les trataba como a ganado. (…)
La sequía del Medio Oeste ha empujado a la población rural de Oklahoma, Nebraska y partes de Kansas y Texas hacia el oeste. Sus tierras están agotadas y ya no pueden regresar a ellas. Miles de agricultores cruzan estados enteros en viejos automóviles renqueantes. Viven en la miseria, tienen hambre y se han quedado sin hogar, dispuestos a aceptar cualquier jornal para poder comer y dar de comer a sus hijos. Y esto es algo nuevo, pues los peones extranjeros llegaban aquí sin sus hijos, después de haber dejado atrás todo rastro de su antigua vida.
Estos nuevos vagabundos suelen llegar a California después de haber agotado todos sus recursos para viajar hasta aquí; incluso tienen que vender por el camino viejas mantas, herramientas y utensilios de cocina para pagar la gasolina. Llegan confundidos y derrotados, a menudo casi muertos de hambre, con una única necesidad que cubrir: encontrar trabajo, por el salario que sea, para poder dar de comer a su familia.
Y en California sólo existe un campo que los pueda acoger. Sin derecho a recibir ayudas públicas, se convierten en jornaleros itinerantes.
Como los antiguos braceros mexicanos y filipinos están siendo deportados y repatriados muy rápidamente y, por otra parte, el flujo de refugiados de la “cuenca de polvo” no para de crecer, será de estos nuevos emigrantes de los que nos ocupemos.
Los inmigrantes ya eran braceros en sus países de origen, pero éste no es el caso de los nuevos desplazados Éstos son pequeños agricultores que han perdido sus granjas o trabajadores del campo que vivían con su familia al viejo estilo americano. Son hombres que trabajaban duro en sus granjas y estaban orgullosos de ser dueños de la tierra y de vivir de ella. Son americanos hábiles e ingeniosos que han vivido el infierno de la sequía y que han visto cómo sus tierras se marchitaban y morían, cómo el viento se las llevaba, y éste, para un hombre que ha sido el dueño de sus tierras, es un dolor extraño y terrible.
Ahora se han puesto en marcha para atravesar el país. A menudo han visto cómo sus hijos se les morían por el camino. Cuando el coche se les ha averiado, lo han reparado con el ingenio propio del campesino. Muchas veces han tenido que ir poniendo parches a los neumáticos gastados cada pocas millas. Lo han soportado todo y todavía pueden soportar mucho más, porque son gente de sangre fuerte.
Son los descendientes de los hombres que atravesaron el Medio Oeste y que pelearon para ganarse sus tierras, que cultivaron las praderas y allí se quedaron hasta que esas praderas volvieron a convertirse en un desierto. Su herencia y su experiencia no son las del nómada. Las circunstancias los han convertido en vagabundos a la fuerza.
Mientras se desplazan de cosecha en cosecha, una única necesidad, un solo imperativo ocupa su mente: volver a comprar una pequeña parcela, instalarse allí y poner fin a su vagabundeo. Basta con ir a los poblados de chabolas donde las familias viven en el suelo, sin casa, ni cama, ni enseres de ningún tipo; basta con mirar esos rostros fuertes y resueltos, algunas veces llenos de dolor, las más —cuando ven que sus tierras, ahora propiedad de una empresa, están sin labrar— llenos de rabia, para comprender que esta nueva raza ya no se moverá de aquí, que se le debe prestar atención. (…) todos comparten una característica extrañamente anacrónica: aunque han crecido en las praderas en las que la industrialización nunca llegó a penetrar, han saltado sin transición de las antiguas granjas agrícolas autosuficientes, en las que todo lo cultivaban o se lo fabricaban ellos, a una agricultura tan industrializada que el hombre que siembra una cosecha pocas veces puede ver, y aún menos recoger, los frutos de su trabajo, donde el temporero no mantiene contacto alguno con el ciclo de crecimiento. Y todavía existe otra diferencia entre su antigua vida y la nueva. Vienen de pequeños distritos rurales en los que la democracia no sólo era posible sino que resultaba imprescindible, en los que el gobierno popular — ejercido tanto en el local de la cooperativa como en la parroquia o en el ayuntamiento— era responsabilidad de todos y cada uno de los hombres. Y han llegado a un lugar donde, al tener que viajar continuamente para ganarse la vida, no pueden votar, donde se les considera una clase sin derecho alguno.
Examinemos los campos que dependen del fruto de su trabajo y los distritos a los que tienen que desplazarse. Como dijo un chiquillo de un poblado de chabolas, «cuando nos necesitan nos llaman emigrantes, y cuando ya les hemos recogido la cosecha, somos vagabundos y tenemos que largarnos» (…)
Poco antes de que empiece la cosecha, las carreteras hierven: familias enteras en sus furgonetas corriendo para llegar a tiempo a los campos que están a punto para la recolección, corriendo para ser los primeros en ponerse a trabajar. Y es que, para mantener los salarios bajos, las asociaciones de agricultores del estado suelen reclutar al doble de mano de obra de la que necesitan.
De ahí las prisas, porque si el bracero se retrasa un poco y ya se ha repartido el trabajo, habrá viajado en vano (…) Como los emigrantes habían gastado todo lo que tenían para llegar a los campos, no se pudieron marchar. Se quedaron allí pasando hambre hasta que el Gobierno acudió en su ayuda. Demasiado tarde.
Así viajan, frenéticos, con el hambre pisándoles los talones. En esta serie de artículos intentaremos descubrir cómo viven y quiénes son, cuál es su nivel de vida, qué trato reciben y cuáles son sus problemas y sus necesidades. Los agricultores de California, que han sabido utilizar muy bien a los trabajadores emigrantes, están creando lentamente una estructura humana que, sin duda, transformará este estado y que, si se maneja con la crueldad y la estupidez que han caracterizado el pasado, podría acabar con nuestro actual modelo económico agrícola."
John Steinbeck
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