7 de jul. 2022

relats d'estiu, 7

 

                          Iónich

                                      (1ª entrega)


de Anton Chejov




I

"Cuando los recién llegados a la ciudad de provincias S. se quejaban de lo aburrida y monótona que era la vida en ella, los habitantes de esa ciudad, como justificándose, decían que, al contrario, en S. se estaba muy bien, que en S. había una biblioteca, un teatro, un club, se celebraban bailes y -añadían finalmente- había algunas familias interesantes, agradables e inteligentes con las que podían relacionarse. Y mencionaban a los Turkin como los más instruidos y de mayores talentos.

Esta familia vivía en casa propia en la calle principal, junto a la del gobernador. El propio Turkin, Iván Petróvich, un hombre moreno, grueso y guapo, con patillas, organizaba espectáculos de aficionados con fines benéficos en los que interpretaba a viejos generales. Al hacer su papel, tosía de una manera muy cómica. Sabía muchos chistes, charadas, dichos, le gustaba bromear, lanzar frases picantes y siempre tenía una expresión que hacía dudar si hablaba en broma o en serio. Su mujer, Vera Iósifovna, una señora más bien delgada, de aspecto agradable y con lentes, escribía relatos y novelas que leía solícita a sus invitados. La hija, Ekaterina Ivánovna, una muchacha joven, tocaba el piano. En una palabra, cada miembro de la familia tenía algún talento. Los Turkin se alegraban de recibir invitados y se sentían felices de mostrarles sus talentos, cosa que hacían con cordial sencillez. Su casa de piedra era espaciosa y fresca en verano, la mitad de sus ventanas daban a un viejo jardín sombreado, donde en primavera cantaban los ruiseñores. Cuando en la casa había invitados, de la cocina venía el trajinar de los cuchillos y al patio llegaba un olor de cebolla frita; todo ello era siempre la premonición de una cena abundante y suculenta.

El doctor Stártsev, Dmitri Iónich, a poco de habérsele destinado como médico rural e instalarse en Diálizh -a unos diez kilómetros de S.- también oyó hablar de esa familia. Le decían que un hombre culto, como él, sin falta debía conocer a los Turkin. Un día de invierno, en la calle, le presentaron a Iván Petróvich; hablaron del tiempo, de teatro, de la epidemia de cólera, y a ello siguió una invitación. En primavera, un día de fiesta -era Ascensión-, después de pasar consulta, Stártsev se dirigió a la ciudad para distraerse un poco y aprovechar para hacer algunas compras. Marchaba a pie, sin prisa -todavía no tenía caballos propios, y canturreaba:

-Aún no había apurado yo el cáliz de la amargura…

Cuando llegó a la ciudad almorzó, paseó por el parque y luego recordó la invitación de Iván Petróvich. Decidió visitar a los Turkin, ver qué clase de personas eran.

-Muy buenas, por favor -le saludó Iván Petróvich al recibirlo en la entrada-. Me alegra mucho ver a un invitado tan agradable. Venga, le presentaré a mi querida media naranja. Le estaba diciendo, Vérochka -prosiguió al presentar al doctor a su mujer-, le estaba diciendo que no tiene ningún derecho a estarse metido en su clínica, porque su ocio se lo debe a la sociedad. ¿No es cierto, cariño?

-Siéntese aquí -le decía Vera Iósifovna, señalando un asiento a su lado-. Puede usted hacerme la corte. Mi marido es celoso, es un Otelo, pero haremos lo posible por comportarnos de tal modo que no se dé cuenta de nada.

-Oh, cariñito, eres muy juguetona… -le miró dulcemente Iván Petróvich y le besó la frente-. Ha venido usted muy a propósito -se dirigió de nuevo al invitado-, mi querida esposa ha escrito una enorme novela que hoy leerá en público.

-Jean, dites que l’on nous donne du thé -dijo Vera Iósifovna a su marido.

Le presentaron a Ekaterina Ivánovna, una muchacha de dieciocho años, muy parecida a su madre, tan delgada y agraciada como ella. Todavía tenía una expresión infantil y un talle fino, delicado. Y el pecho, virginal, ya desarrollado, era de una belleza que hablaba de salud y primavera, de una auténtica primavera. Después tomaron té con mermelada, miel, dulces y unas galletas muy sabrosas que se deshacían en la boca. Con la llegada de la tarde, poco a poco fueron llegando nuevos invitados; Iván Petróvich, cuando con sus ojos risueños se dirigía a cada uno de ellos, le decía:

-Muy buenas, ¿cómo está usted?

Luego, todos se sentaron con rostros muy serios y Vera Iósifovna leyó su novela. Empezaba así: “El frío era cada vez más intenso…: Las ventanas estaban abiertas de par en par y de la cocina llegaba el sonar de los cuchillos y el olor a cebolla frita… Atardecía. Se estaba muy cómodo en los blandos y profundos sillones, las luces titilaban acariciadoras en el salón. En esos momentos, en ese atardecer veraniego, cuando de la calle llegaban voces y risas y del patio fluía el aroma de las lilas, era difícil imaginarse un frío intenso y cómo el sol poniente iluminaba con sus rayos fríos la llanura y a un caminante que marchaba solitario por el camino”. Vera Iósifovna leía una historia en la que una condesa joven y bella construía en su aldea escuelas, hospitales, bibliotecas y se enamoraba de un pintor errante. Leía una historia de las que nunca ocurren, sin embargo era agradable y ameno oírla, la mente se llenaba de pensamientos buenos, apacibles. No daban ganas de reírse.

-No está nada mal… -dijo en voz baja Iván Petróvich.

Y uno de los invitados, llevado lejos, muy lejos, por la historia, pronunció con voz casi inaudible:

-Sí… cierto… no está nada mal…

Pasó una hora y otra. En el vecino parque de la ciudad tocaba una orquesta, cantaba un coro. Cuando Vera Iósifovna cerró su libreta, durante cinco minutos quedaron en silencio. Escuchaban “El candil” -que cantaba el coro- y la canción les decía lo que no se daba en la novela, pero sí sucedía en la vida.

-¿Publica usted sus obras? -preguntó Stártsev a Vera Iósifovna.

-No -contestó la señora-, no publico en ninguna parte, lo escribo y lo guardo en un cajón. ¿Para qué publicarlo? -aclaró-. Medios no nos faltan.

Por alguna razón, todos suspiraron.

-Y ahora, querida, tócanos algo -dijo Iván Petróvich a su hija.

Levantaron la tapa del piano de cola, abrieron el libro de notas que ya estaba preparado para el caso. Ekaterina Ivánovna se sentó y con ambas manos golpeó las teclas y seguidamente dio otro golpe con todas sus fuerzas. Los golpes se sucedieron uno tras otro, los hombros y los pechos de la muchacha se estremecían, golpeaba con obstinación siempre en las mismas teclas y parecía que no iba a parar hasta que estas no se hundieran en el piano. El salón se llenó de estruendo; todo rugía: el suelo, el techo, los muebles… Ekaterina Ivánovna tocaba un pasaje difícil, interesante justamente por su dificultad; era extenso y reiterado. Stártsev, al escucharlo, se imaginaba cómo de una alta montaña iban cayendo rocas y más rocas y deseó que terminaran de caer cuanto antes. Pero al mismo tiempo Ekaterina Ivánovna, sonrosada y en tensión, fuerte, enérgica, con un mechón de pelo cayéndole sobre la frente, le agradaba mucho. Después de un invierno pasado en Diálizh entre enfermos y mujiks, era tan agradable, tan nuevo encontrarse en ese salón, mirar a este ser joven exquisito y lleno de gracia, y escuchar estos sonidos ruidosos, cansinos, pero de todos modos cultos…

-¡Bueno, querida, hoy has interpretado como nunca! -exclamó Iván Petróvich con lágrimas en los ojos cuando su hija acabó de tocar y se levantó-. ¡Apuesto a que mejor imposible!

Todos la rodearon, felicitándola, y aseguraban asombrados que hacía tiempo no habían oído cosa igual. Ella escuchaba en silencio, con leve sonrisa y aire triunfal.

-¡Maravilloso! ¡Espléndido!

-¡Maravilloso! -dijo Stártsev, entregándose al regocijo general-. ¿Dónde ha estudiado música? -preguntó a Ekaterina Ivánovna-. ¿En el conservatorio?

-No, ahora tengo intención de ir. He estudiado aquí, con madame Zavlóvskaia.

-¿Ha terminado sus estudios en el liceo de la ciudad?

-¡Oh, no! -respondió por su hija Vera Iósifovna-. Los profesores han venido a casa. Porque estará usted de acuerdo conmigo en que en el liceo o en el instituto podía tener malas compañías; mientras la chica crece, sólo debe hallarse bajo la tutela de su madre.

-Pero iré al conservatorio de todos modos -dijo Ekaterina Ivánovna.

-No, Katia es buena y no hará enfadar ni a papá ni a mamá.

-¡No, iré! ¡Iré sin falta! -exclamó Ekaterina Ivánovna medio en broma haciendo pucheros, y sacudió su pie contra el suelo.

Durante la cena fue Iván Petróvich quien lució su talento. Riéndose sólo con los ojos, contaba chistes, lanzaba frases ingeniosas, proponía divertidos acertijos que él mismo resolvía. Todo el tiempo usaba un lenguaje especial, fruto de largos ejercicios de ingenio. Empleaba expresiones que, al parecer, ya eran habituales en él: “enormísimo”, “no está pero que nada mal”, “se lo agradezco deformemente”.

Pero esto no era todo. Cuando los invitados, satisfechos después de la cena, se agolpaban en la entrada buscando sus abrigos y bastones, entre ellos se afanaba el lacayo Pavlusha o, como se le llamaba en casa, Pava, un muchacho de catorce años, con el pelo corto y mejillas rellenas.

-¡A ver, Pava, cómo lo haces! -le dijo Iván Petróvich.

Pava se colocó en postura teatral, alzó un brazo y exclamó en tono trágico:

-¡Muere, desdichada!

Y todos se echaron a reír.

“Divertido” -pensó Stártsev al salir a la calle.

Entró en un restaurante, se tomó una cerveza y después se fue caminando hacia su casa en Diálizh. Mientras entonaba:

-Oigo tu voz, cual caricia dolorosa…

A pesar de los nueve kilómetros recorridos, al acostarse no se sintió nada fatigado. Al contrario, le parecía que muy bien hubiera podido recorrer veinte kilómetros más.

-“No está nada mal” -recordó al dormirse, y sonrió.

II

Stártsev tenía intención de volver a visitar a los Turkin, pero en el hospital había mucho trabajo y no conseguía encontrar tiempo libre. De este modo, ocupado y solitario pasó más de un año; pero un día le llegó una carta en un sobre azul.

Vera Iósifovna hacía tiempo que sufría de dolores de cabeza, y como últimamente su querida hija la amenazaba con marcharse a estudiar al conservatorio, los dolores arreciaron. Visitaron a los Turkin todos los médicos de la ciudad, hasta que por fin le tocó hacerlo al médico rural. Vera Iósifovna le envió una carta muy emotiva en la que le rogaba que viniera a visitarla, para aligerar así sus sufrimientos. Stártsev fue a verla y a partir de entonces visitó a los Turkin muy a menudo… En efecto, en algo había ayudado a Vera Iósifovna, y esta empezó a contarles a todos sus conocidos que se trataba de un doctor asombroso, nunca visto. Pero los dolores de cabeza ya no eran el motivo de la presencia del doctor en casa de los Turkin…

Sucedió en un día de fiesta. Ekaterina Ivánovna había acabado sus largos y agotadores ejercicios de piano, después de lo cual pasaron largo tiempo en el comedor, tomando té; Iván Petróvich contaba algo divertido. De pronto sonó el timbre; había que ir a la entrada y recibir a algún invitado. Stártsev, aprovechando la confusión del momento, susurró a Ekaterina Ivánovna lleno de zozobra:

-¡Por el amor de Dios, se lo imploro, no me torture, salgamos al jardín!

Ella se encogió de hombros con aire de asombro y de no comprender qué era lo que quería Stártsev, pero se levantó, dirigiéndose hacia el jardín.

-Se pasa usted tres y cuatro horas tocando el piano -decía el médico caminando detrás de ella-, después se queda con su mamá y así no hay manera de hablarle. Dedíqueme al menos un cuarto de hora, se lo ruego.

Se acercaba el otoño y el viejo jardín estaba silencioso, triste; los senderos se cubrían de hojas mustias. Ya empezaba a anochecer temprano.

-No la he visto en toda una semana -prosiguió Stártsev-, ¡Y si usted supiera cuánto sufro por ello! Sentémonos. Quiero que me escuche.

En el jardín, ambos tenían un lugar preferido: el banco bajo el viejo arce. Allí se sentaron.

-¿Qué es lo que quiere de mí? -preguntó Ekaterina Ivánovna en tono seco, casi oficial.

-No la he visto en toda una semana, no la he oído tanto tiempo. Quiero oír su voz, lo deseo con pasión. Dígame algo.

El médico estaba encantado con su frescura, absorto en la expresión inocente de sus ojos. Hasta en el modo como le caía el vestido veía algo inusitadamente hermoso, conmovedor por su sencillez y gracia ingenuas. Y al mismo tiempo, a pesar de esta ingenuidad, la muchacha se veía muy inteligente y desarrollada para sus años. Podía hablar con ella de literatura, de arte, de cualquier cosa; podía quejarse de la vida, de los hombres, aunque a veces sucedía que al tocar un tema serio, la muchacha se echaba a reír sin motivo alguno o se marchaba corriendo a casa. Como la mayoría de las chicas de la ciudad, leía mucho (pero en S. se leía poco, y en la biblioteca así lo comentaban: si no fuera por las chicas y los jóvenes hebreos, muy bien se podría cerrar la biblioteca); esto era algo que le gustaba infinitamente a Stártsev, por lo que en cada ocasión le preguntaba emocionado sobre lo que había leído en los últimos días y escuchaba encantado sus comentarios.

-Pero ¿adónde va? -exclamó horrorizado Stártsev, al ver que ella se levantaba y se dirigía hacia la casa-. Tengo que hablar con usted… ¡Quédese al menos cinco minutos! ¡Se lo suplico!

La muchacha se detuvo como si quisiera decir algo; luego, con gesto torpe, puso en la mano de él una nota y echó a correr hacia la casa; al rato, sonó de nuevo el piano.

“Hoy, a las once de la noche -leyó Stártsev- venga al cementerio junto al monumento a Demetti”.

“Esto ya es una locura -pensó Stártsev, recobrando la calma-. ¿Al cementerio? ¿Para qué?”

La cosa estaba clara: la chica le había hecho una broma. Porque ¿a quién le cabe en la cabeza concertar una cita por la noche, lejos de la ciudad y en el cementerio, cuando puede uno quedar sencillamente en la calle, en el parque de la ciudad? ¿Y está bien que un médico, una persona inteligente y respetable como él, se dedique a lanzar suspiros de amor, recibir notitas, pasearse por los cementerios, en fin, hacer estupideces de las que ahora se ríen hasta los escolares? ¿Hasta dónde puede llevar este romance? ¿Qué dirán sus colegas cuando se enteren? Así pensaba Stártsev, deambulando en el club por entre las mesas. Pero al llegar las diez y media se marchó al cementerio.

Ya tenía su carruaje y su cochero, Panteleimón, con chaquetilla de terciopelo. Brillaba la luna. La noche estaba silenciosa, templada, pero de un tibio otoñal. En las afueras, junto al matadero, aullaban los perros. Stártsev dejó el coche en los límites de la ciudad, en un callejón, y siguió el camino hacia el cementerio a pie. “Cada uno tiene sus rarezas -pensaba-, Katia también tiene las suyas y, ¿quién sabe?, a lo mejor no es una broma y viene de verdad.”

Anduvo casi un kilómetro a campo traviesa. El cementerio se dibujaba a lo lejos en una franja oscura, como un bosque o un jardín. Apareció el muro de piedra blanca, la entrada… Con la claridad de la luna en las puertas se podía leer: “Y llegará la hora”. Stártsev atravesó la entrada y lo primero que vio fueron las cruces blancas y los monumentos funerarios a ambos lados de un ancho paseo, las sombras negras de aquellos y de los álamos. A su alrededor se extendían, hasta perderse a lo lejos, manchas claras y oscuras. Los árboles somnolientos inclinaban sus ramas sobre las superficies blancas. Parecía que aquí había más luz que en el campo; las hojas de los arces, como huellas de las manos, destacaban sobre la amarilla arena de los paseos y las lápidas. Las inscripciones se leían con claridad. En un primer momento, Stártsev quedó asombrado ante el espectáculo que se le presentaba por primera vez y que, probablemente, nunca más volvería a ver: un mundo que no se parecía a nada, un mundo en el que la luz lunar era suave y agradable, donde en cada oscuro álamo, en cada tumba, se percibe la presencia de un misterio que promete una vida calma, maravillosa, eterna. De las lápidas y las flores secas, junto al aroma otoñal de las hojas, llegaba un hálito de perdón, tristeza y paz.

Reinaba un mundo de silencio; desde el cielo miraban resignadas las estrellas, y los pasos de Stártsev sonaban rudos y desatinados. Sólo cuando en la iglesia sonaron las horas y él se imaginó muerto, enterrado aquí por los siglos de los siglos, sólo entonces le pareció que alguien lo observaba; pensó por un instante que esto no era paz, ni silencio, sino la muda angustia del no existir…

El monumento a Demetti era una capilla con un ángel en la cúspide. Cierta vez, en S. actuó de paso una compañía italiana de ópera; una de sus cantantes murió, aquí la enterraron y levantaron este monumento funerario. En la ciudad ya nadie se acordaba de ella, aunque la lamparilla sobre la entrada reflejaba la luz lunar y parecía arder.

…Esperó sentado junto al monumento una media hora, luego se paseó por los caminos colaterales, con el sombrero en la mano. Esperaba y pensaba en las mujeres y muchachas que yacían en estas tumbas. ¡Cuántos seres hermosos, encantadores, que amaron, ardieron con loca pasión en sus noches entregándose a las caricias! ¡Y realmente, qué malas pasadas gasta la madre naturaleza a los hombres, cuánto dolía reconocerlo! Así pensaba Stártsev. Al mismo tiempo, quería ponerse a gritar que él quiere, que él anhela desesperado el amor; ante él aparecían no ya pedazos de mármol, sino cuerpos maravillosos, veía formas que desaparecían vergonzosas entre las sombras de los árboles, percibía su calor y el tormento se hacía insoportable…

Como si bajara el telón, la luna se ocultó tras una nube y de pronto todo oscureció a su alrededor. Casi no podía encontrar la entrada -todo estaba a oscuras como en las noches de otoño-, luego anduvo cosa de una hora y media buscando el callejón donde había dejado el coche.

-Estoy cansado, casi no me tengo en pie -le dijo a Panteleimón.

Y sentándose con placer en el carruaje pensó: “¡Oh, no hay que engordar!”"

(continuara)

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