13 de set. 2006

Euskadi, un viaje.



Todo viaje es un descubrimiento , una experiencia única y personal. Los paisajes que una vez transitamos en los libros, en las crónicas o en, actualmente, imágenes, se hacen gozosa realidad en la ruta diaria del viajero.

Con ilusión, partimos el día siete, muy de mañana, como debe comenzar todo viaje. Dejamos atrás los frutales ilerdenses, transitamos la áridas tierras de ceniza aragonesas, para adentramos en la fértil huerta de Navarra y en los extensos campos de vid riojanos y alaveses (hasta estas últimas llega el influjo mimético del fénomeno Guggenheim en la construcción de unas modernas bodegas). Como guardianes de nuestro viaje, fuimos acompañados por batallones de modernos molinos de la ciencia eólica. Por fin, una estrecha garganta es la puerta de entrada a un paisaje ciclópeo, donde las montañas, la piedra y los árboles no parecen tener fin. Estamos en la vertiente oceánica de Euskadi, nuestro destino.

La primera impresión que se tiene del paisaje euskaldún, a juicio de este cronista, es que los vascos han conseguido domesticar el paisaje. Frente al desafío de una orografía que no da respiro, la sucesión de valles y montañas es continua, el esfuerzo de generaciones ha conseguido hacer prosperar la industria humana en esos escasos espacios que la naturaleza le ha permitido. En el ser de Euskadi está la montaña, está la piedra, está el árbol y está el mar, elementos todos ellos que forman parte singular de la cultura vasca.


Veamos un ejemplo. El bosque animado del artista Ibarrola, en el valle de Oma, integra los valores humanos en el tiempo y en los espacios naturales. La obra da vida al bosque, que dialoga con el visitante, en un espacio único para la reflexión y el recogimiento.


Otro ejemplo de la domesticación de la naturaleza es que la especie arbórea dominante en el territorio es foránea, concretamente de California, y es el pino de Monterrey. Junto a los extensos bosques de esta conífera, se alterna ejemplares de las especies autóctonas como el roble, el castaño o el haya. En el sotobosque, gracias a la abundante pluviometría de estos bosques, prosperan los helechos. Un paseo por los bosques vascos nos traen a nosotros, ciudadanos mediterráneos, el recuerdo del bosque primordial que hemos ido perdiendo. Al fondo contemplamos una marea verde y la enormidad de los eucaliptos en el borde de la carretera, en el valle el hombre.

En este sistema de valles cerrados, cada villa, cada pueblo, tiene una marcada personalidad. Las recias villas aforadas medievales mantienen sus tradiciones (el Lehendakari jura su cargo en Gernika, frente a la Casa de Juntas de los territorios históricos) y el orgullo de pertenencia. La tradición de la cuadrilla es reflejo de este sentimiento de pertenecer a un lugar, a un grupo singular. El visitante se siente ajeno a los ritos grupales del vasco (ese peregrinar por las tascas del casco viejo de Donostia o de Bilbo, siempre en grupos de edad y sexo homogéneos y siempre de pie, trastocan nuestro concepto de diversión). Es, a nuestro parecer, un mundo cerrado difícil de penetrar.

Pero no se debe desesperar, nuestro viaje continúa. Otro elemento esencial del paisaje vasco es el mar. A pesar que en la actualidad son más las barcas de recreo que las dedicadas a las pesquerías y las fábricas de conservas cierran sus puertas, el contacto con el mar es esencial para el vasco. Como si de una final de un mundial de fútbol se tratara, las carreras de traineras son seguidas por miles y miles de personas, que jalean a los esforzados remeros que recuerdan la pesca de la ballena de antaño.


La piedra, el hierro y la madera son los otros elementos que definíamos como parte singular de la cultura vasca. Un recorrido pausado por el museo de Bellas Artes de Bilbao, por la recuperada ría que acoge el museo Guggenheim o las casas museo de Oteiza y Chillida, dan idea de la simbiosis de los artistas vascos con estos elementos y su integración en un discurso contemporáneo.

Llega el final de la visita. En estos momentos, después de contemplar este paisaje roturado y mimado por el hombre, me viene a la memoria una reflexión de John Steinbeck realizada en otro viaje que hizo él por la baja California en el verano de 1.941. Decía Steinbeck: “Nosotros hemos dejado nuestra huella en el mundo, pero en realidad no hemos hecho nada que los árboles, el hielo y la erosión, no puedan remover en poco tiempo” (Por el mar de Cortés)


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