Queridos amigos y amigas de Vespres Literais, en esta entrada os ofrecemos los recuerdos y anécdotas infantiles de nuestro nuevo y, espero, habitual amigo Miguel Arnas Coronado.
Vamos, lo que yo les diga, un paraíso.
No hay uno ni dos motivos, sino muchos, para ese recuerdo agridulce de mi infancia. No sé si por suerte o por desgracia, pasó. Diré más, pasó me guste o no. Pero en fin, ustedes lo que están pidiendo a gritos son anécdotas y no reflexiones. Vayamos a por ello.
Me gustaban las fiestas de barrio, que en el que yo vivía, por ser tan céntrico y comercial, se convertían en fiestas de calle. La mía, cutre y sucia, se engalanaba a principios de otoño, cuando aún no había comenzado el colegio, y ponían mesas ocupando todo el adoquinado por el que habría pasado justo un coche, y sin poder aprovechar las aceras porque eran tan estrechas que apenas cabía una persona, y si era gruesa, ni eso. La calle sigue así, no vayan a creer ustedes, sólo que antes vivíamos en ella inmigrantes de otras regiones, murcianos, aragoneses, andaluces y algunos catalanes de toda la vida, y ahora viven inmigrantes de otras naciones, nigerianos, marroquíes, ecuatorianos y algunos murcianos de toda la vida. La calle se llama Estruch, al parecer por los estucaires que vivían en sus casas sempiternamente oscuras, despintadas, leprosas. Eso dicen. Hablaba de las fiestas. Farolillos, una orquestina, las parejas bailando castamente separados, los niños correteando, los churros y las sardinas en aceite. Mi escalera no es que fuese diferente de las demás, igual de oscura, mugrienta, estrecha, y por ella me caí teniendo siete u ocho años porque, nervioso por la expectativa de diversión, bajé demasiado rápido y perdí pie. Siempre fui patoso, es ahora que tengo agilidad. El costalazo fue tremendo. No me llevaron a urgencias porque no se habían inventado aún, y la Casa de Socorro estaba lejos y tampoco fue para tanto. Comedido hasta en eso. Sólo un chichón y la amargura de que me hicieron acostarme con todo el ruido del baile allá abajo.
Más tarde, entré en el colegio de La Salle. Ya era el repelente niño Vicente. Hijo de trabajadores, convencido inconscientemente de que debía superar la condición de mi padre, que por aquel entonces y para pagar la escuela, tenía, creo, tres empleos uno detrás de otro, y aun liaba cigarrillos para la calle los domingos y después de cenar (él no fumó nunca) con una maquinita curiosísima que no hace mucho descubrí en el expolio del piso cuando ellos fallecieron, para completar un salario nunca completo del todo, por todo eso yo cumplía celosamente con mi deber e incluso, si hacía falta, me extralimitaba. Y de veras que lo conseguí porque ahora vivo como un príncipe y sólo tengo un empleo, porque esto de la literatura es una afición como la del que le da por volar en globo. La Salle. ¡Qué facilidad tenemos los plumíferos de irnos por los cerros de Úbeda!
Ya para entonces estudiaba también música (lo del pluriempleo se aplicaba hasta en los estudios), solfeo, de forma que entonaba bastante bien aunque mi voz nunca fue la de Kraus ni la de Marcos Redondo. El hermano Julián era cojo, maestro de coro y de la cáscara amarga. Cada uno tiene sus debilidades. Lo malo es que uno no tenga derecho siquiera a reconocérselas a sí mismo. Se pasaba por las clases haciéndonos cantar y escuchando la voz de cada uno de los niños, poniendo su cara siempre barbuda y siempre recién rasurada al lado de nuestras boquitas angelicales, parando atención a cada uno con una oreja derecha (siempre la derecha, nunca supe por qué) un tanto repulsiva. Ningún año me eligió para el coro, y siempre he estado traumado por ello. Se lo cuento a ustedes como se lo confesaría al psiquiatra. Hasta que comprendí los motivos de su pasar por mi lado como se escucharía el croar de una rana: yo era feo. Siempre lo he sido, y de pequeño más. En cambio, ¿ven?, eso no me trauma en absoluto, y al percatarme de las verdaderas causas de que yo no cantase en el coro de la Salle, superé el complejo de inferioridad y sonreí. Sigo sonriendo.
¡Y cómo olían los urinarios de La Salle! Casi tan mal como el dispensario del Seguro Obligatorio de Enfermedad (se llamaba así, SOE) de la calle de San Antonio Abad, pintado de ocre y con un zócalo de esmalte pringoso y desconchado de igual color pero más oscuro. Allí me llevaba mi madre por los constipados. Uno de ellos tuvo consecuencias que aún arrastro: me operaron de amígdalas, pillé una neumonía y me quedó asma bronquial para toda la vida. Lo gracioso es que entonces, los médicos normales, o sea los que no eran de pago, no conocían siquiera el nombre de esa dolencia.
Tanto es así que años más tarde, cuando fui algo más que un adolescente y me examiné de peritaje industrial, me encontré con que, entre otras pruebas de Gimnasia, debía correr cuatrocientos metros en el mes de junio, aún en plena efervescencia de polvo y ácaros, humedad, polen y demás efluvios, a causa de la cual galopada caí en redondo a los trescientos cincuenta para pasmo del señor Antonovich, profesor de la escuela de Peritos, un croata refugiado en España tras la Segunda Guerra Mundial y que fue medalla de bronce en no sé qué disciplina en los Juegos de Berlín, pero que a estas alturas era incapaz siquiera de mantener en buenas condiciones físicas una mísera partida de parchís, y aún menos de hablar un español reconocible. Me percaté de que jamás aprobaría Educación Física y empecé a pensar cómo podría librarme de la asignatura por enfermedad. A los matasanos del Seguro les sonaba de algo eso del asma, pero no les sonaba de nada que pudiesen hacer un certificado de enfermedad inexistente, ilegal, por llamarla de alguna forma. Me dijeron que en Falange. No pongan ustedes esa cara de sorpresa, sí, Falange. Conocida es la sabiduría médica de los Sánchez Mazas, los Primo o los Ledesma Ramos. Y sobre todo de sus pancistas herederos. El caso es que allá me fui, al pasaje Méndez Vigo o al Permanyer, no recuerdo, aunque me temo que es el mismo donde mucho más tarde y muerto ya aquel señor bajito que era gallego, Bellmunt rodó La orgía, lo que no se me negará es de una asimetría literaria notable y preciosa. El falangista tras la mesa gastaba un uniforme impecable donde cabía hasta la caspa, leyó el informe médico, que eso sí podían hacerlo (los médicos y él, por extraño que parezca), y firmó casi con desconsuelo porque supo que yo nunca llegaría a ser de aquella juventud sanísima y castísima que íbamos a hacer la España Grande. Claro que él tampoco porque ya no estaba para trotes y la última tabla de sueca que había hecho se perdía en la noche de los tiempos, la misma noche temporal en la que se perdía la última vez en que se subió a los caballitos con su santa esposa.
Pero volvamos a la Salle, volvamos. El hermano Dionisio, prefecto, nos examinaba de catecismo. No era broma el asunto. El catecismo constaba de más de cien preguntas y respuestas con su respectiva numeración cada una. El hermano Dionisio, alto como un san Pablo, nos disponía a todos los de ingreso alrededor del aula, señalaba al que más rabia le daba y decía, con voz estentórea, ¡la setenta y siete!, y ¡hala!, a recordar cuál era esa pregunta, y el siguiente a recordar cuál era la respuesta, y el otro a recordar cuál era la siguiente pregunta. Vivimos tan traumados con esas cosas que cuando empecé a trabajar con quince años, recordaba de memoria los doscientos y pico teléfonos necesarios para hacer los pedidos telefónicos que me exigían mi empleo y mi sexo y conozco a un colega, librero de antiguo y un portento de inteligencia, bonhomía y memoria, capaz de recitarle a ustedes la lista completa de reyes hispanos con los respectivos años de acceso al trono y derrocamiento o deceso. No es coña.
Yo no fallaba ni una de esas preguntas del catecismo. Fallaba en matemáticas porque recuerdo una vez en que el profesor iba formulando preguntas de quebrados, haciendo levantar a quienes acertaban, de manera que nos fuésemos, digamos, eliminando y quedando sentados los más torpes. Finalmente fui el único sentado. Otro trauma. Tal fue la vergüenza que empecé a amar las matemáticas y las de peritaje las pasé con sobresalientes aun examinándome por libre. Eso, entre otras cosas, me hicieron convertirme en el repelente niño Vicente y ganarme algún cogotazo de mis compañeros. Más traumas. Por eso soy pacifista y tranquilón, y jamás me he peleado a peñazos con nadie.
Les explico esto, no por contradecir, no, sino por el aquel de demostrar que como se dice en catalán “les coses van com van i son com son”.
En plena efervescencia adolescente cumplí con mi deber vernáculo y me hice montañero, excursionista, como se decía entonces, evitando majaderías como el trekking y otros disparates. El aprecio por mis compañeros y por el paisaje me demostró, o al menos así me lo demuestra en el recuerdo, que la patria, como dijo aquel polaco a pesar de ser un romántico, consiste en tres lagos, algunos árboles, dos montañas y unos cuantos amigos.
¿Retrato de una generación? ¡Ca!, ni siquiera autorretrato porque he pintado uno de aquellos reflejos que hacían los espejos de Montjuich. Pero miren ustedes, para estupefacción de psicólogos y demás científicos, con tanto trauma, hicimos una transición cuya máxima virtud fue provocar pocos muertos, aunque metiéramos la basura bajo la alfombra (pero ¿no habíamos quedado en que éramos pacifistas?, ¿es que fueron pocos muertos?), hemos convertido al país en el octavo más rico del planeta, y encima, ¡caray!, soy feliz.
Miguel Arnas Coronado
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