6 de des. 2007

RECUERDOS DE INFANCIA


Como veo que nadie se anima, ahí va mi relato.


La historia de Daniel, el Mochuelo, nos ha trasladado - ¿inconscientemente, de forma consciente?-a los recuerdos de nuestra infancia. Recuerdos, recordar... pero, ¿qué son los recuerdos?: ¿una suma de aquello que nuestros familiares nos han querido contar, más las escenas que nuestra imprevisible memoria ha querido retener y un cierto poso cultural que, queramos o no, siempre nos queda? o, por el contrario, recuerdos, realmente recuerdos, ¿son aquellos que, pasados los años, nos retornan una y otra vez a nuestra presente cotidianeidad, en forma de una maraña de jirones de nuestro pasado que viven en nosotros? Yo, sinceramente, no lo se, no tengo la respuesta, pero de lo que si estoy seguro es que tengo recuerdos míos y de otros. Una sopa hecha de escenas recordadas en toda reunión familiar y escenas solamente mías. Todo ello forma el recuerdo, una suma del familiar, del colectivo y del individual, y forma parte de la argamasa que moldea muchos de nuestros sueños.
Vaya por delante, antes de iniciar el relato, mi falta absoluta de identidad con cualquier lugar o símbolo. Mis orígenes son levantinos, en consecuencia, me considero “mediterráneo”, que cada cual saque sus conclusiones. Nací cuando las cartillas de racionamiento eran un viejo recuerdo y el “boom” inmobiliario era una realidad, en una industriosa ciudad cercana a la eterna Barcelona, Sabadell, famosa por su industria textil y dar trabajo a todo aquel que lo quisiera. Era tal el interés por tener techo en Sabadell en aquellos años, que mis conciudadanos vivían- años más tarde lo pude comprobar por mi mismo- como trogloditas en los márgenes del río. Mis papás, tras un azaroso viaje en una moto con sidecar, recalaron en una habitación, hecha de cañas y cal, constantemente rezumando agua y, supremo placer, el derecho a utilizar una cocina económica -para los pequeños que no sabéis lo que es una cocina económica, preguntar al abuelito-. Yo no nací allí, sino en unos “maravillosos” pisos aluminósicos de 35-40 metros cuadrados (¡maldita sea¿por qué me parece que estoy narrando una noticia de actualidad?) que el Régimen construía para los trogloditas (¿recordáis?). El no recuerdo siguiente es que la gente trabajaba en dos y tres sitios porque la vida era muy cara y un sueldo no te permitía vivir. En casa practicábamos la consigna del plato único religiosamente y, los domingos, un palomo o un conejo criado por nosotros. En toda reunión familiar no faltaban estas sentencias: “siempre ha habido ricos y pobres” –conformista-; “la vida está muy ‘achucha’”-economicista- ; y, las más de las veces, “¡callate, estoy cansado!”,- realista- .
Mi siguiente recuerdo, este ya mío, es en una casa al lado de una inmensa fábrica textil. Recuerdo el vértigo que me producía contemplar el vértice de la chimenea desde los pies de la fábrica. Recuerdo el martilleo ininterrumpido de los telares. Era mi nuevo barrio, un barrio de obreros textiles de los años veinte. Las calles, si se las podía denominar así, en otoño se transformaban en torrenteras. En las venas abiertas en la tierra navegaban nuestros barcos de papel. El primer año que estuve en “mi calle” llovió más que de costumbre y - estos no son mis recuerdos- la gente de las cuevas fue arrastrada por el agua y colgaba de las copas de los árboles. Fue el año de la “gran nevada”.
En esa, “mi calle”, transcurrió toda mi infancia y juventud. Ahora, al tiempo que escribo, me pregunto, ¿qué recuerdos míos, míos me quedan de aquellos años? En primer lugar los olores. El olfato es el sentido que más me trae recuerdos. El recuerdo de la masa fermentando en el obrador de la panadería que atravesaba para ir al colegio. El de la botella de leche americana que destapábamos a primera hora. El de las interminables tardes de verano explorando los millones de rincones del río y, como no, sus olores y colores: hoy de tintura añil, ayer bermellón, mañana verde (ventajas de vivir en una ciudad como la nuestra)

El recuerdo del tacto. No se por qué razón, fuera verano o invierno, siempre nos vestían con unos pantalones cortos, exiguos. En invierno pasabas un frío del demonio y yo, personalmente, siempre llevaba las rodillas en carne viva, amen los cardenales y arañazos diversos que lucía con orgullo. Unos años más tarde este sentido se agudizo sobremanera cuando jugábamos a los médicos- recuerdo estrictamente científico-
El recuerdo del sabor. El sabor acre de la pólvora la noche de San Juan, la noche de las noches de nuestra infancia. El sabor del primer cigarrillo compartido y consumido al abrigo de las sombras de la fábrica, al final de “mi calle” De la “Coca Cola”, tras la sesión matinal de cine de los domingos y antes de la partida al futbolín.
El recuerdo de la vista. De un aula llena de muchachos de todas las edades alborotadores, bullangueros, caóticos. De un grupo de muchachos con todo el verano por delante, la mirada inquieta y todo un mundo por descubrir. De una calle sin coches, de gente hablando, riendo, chillando, viviendo…en la calle, en “mi calle”
El recuerdo del oído. Del silbato del tren al arribar y alejarse hacia lejanas tierras: Barcelona, el Maresme, Vilanova, Terrassa… El ruido sin fin de los telares. Noche y día. Día y noche. Constante, monótono, ininterrumpido. El de unas palabras susurradas al oído,…pero ese recuerdo mejor no os lo cuento.

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