16 de gen. 2008

El Corazón de las Tinieblas (Primera Estación)


En este viaje en torno a la obra de Conrad, nos adentramos en su lectura de la mano y la sabiduría de nuestro amigo Miguel Arnas
El corazón de las tinieblas
de Joseph Conrad
Por Miguel Arnas Coronado

Odio la sonrisa satisfecha de los bobalicones que confían. Leer a Conrad me hace odiar aún más esa sonrisa, la de los que confían en la protección de nuestra sociedad, protección chapoteante en líquido amniótico.

La literatura no nace de la seguridad, o al menos de la creencia en que tenemos derecho a esa seguridad o en que esa seguridad es positiva para el humano. De esa creencia nacerán cosas buenas como el progreso o el bienestar, mas no la literatura, el arte.

Conrad sacó su literatura de algo tan inestable como un cascarón sobre el mar, de algo tan inestable como el verdadero infierno de cada ser humano, con sus culpas, sus traiciones, su codicia.

Thomas Mann no tiene exactamente una literatura opuesta a la de Conrad. Quizá una literatura opuesta sería una no-literatura. Pero sí es cierto que los personajes de Mann viven inmersos en esa seguridad burguesa, si bien hay un momento en sus vidas en que explota y se convierte en lo inesperado, se convierte en culpa o traición. Von Aschenbach o Adrian Leverkühn, personajes de sus últimas novelas, son paradigmas de ello. Con todo, los personajes de Mann viven en un mundo limpio, un mundo donde se necesita algo externo, algo diabólico y ajeno a la voluntad del personaje para que ese mundo cambie. Lo cual no impide los deseos: al principio de Muerte en Venecia, von Aschenbach desea un paisaje cenagoso bajo un cielo ardiente, una comarca tropical. ¡Y lo más semejante que encuentra a ese deseo es Venecia y el engolado servilismo de los camareros del Lido! La aventura buscada es lo opuesto, esto sí, a la seguridad burguesa. Melville y su Ismael, Conrad y su Marlow, cuando ambos deciden buscar como sea el mar, la aventura, rompen ese bienestar de la botella de leche en la puerta, bienestar que está muy bien cuando uno se adapta a la rutina, cuando uno quiere la rutina, pero que se opone a la literatura, a la vida plena. Lo decía Ernst Jünger cuando aseguraba que el colmo de esa urgencia burguesa de confianza es el seguro de vida.

Se ha considerado el mensaje de El corazón de las tinieblas como un alegato contra la colonización de África. Y lo es. Pero es un alegato más lúcido y pesimista que cuantos hayan podido hablar o juzgar sobre él. Conrad nos escupe a la cara su desprecio por todo lo roussoniano que tiene nuestra civilización. Toda esa estúpida idea del buen salvaje se vuelve cagarruta de antílope en sus manos. Conrad no nos dice, nos demuestra que ellos, los salvajes, no son mejores que nosotros, lo cual no justifica, por supuesto, la colonización. Habla de hábitos, de certidumbres en las ciudades civilizadas, como Londres (la “ciudad sepulcral”), y habla cuando Marlow, el narrador, se dirige directamente a su auditorio, es decir, al lector. ¿Acaso creéis que alguna costumbre es buena?, nos dice. No nos moraliza afirmando que somos un atajo de hijos de perra porque los hemos civilizado, sino muy al contrario, nos dice, ellos merecían ser civilizados porque sus costumbres eran mucho peores que las nuestras, pero las nuestras son mucho peores que las suyas. ¿De veras creemos que hay costumbres humanas buenas?, ¿se os ha ocurrido mirar a vuestro alrededor? No a lugares exóticos sino simplemente a nuestro alrededor. Es mejor un demócrata que un tirano, nos dice, es mejor la ley occidental, civilizada, que la ley salvaje, cierto, pero ni el demócrata ni la ley civilizada se salvan del honesto escupitajo humano porque por mucho que nos disfracen la realidad, tanto el demócrata como la ley occidental bregan por su interés. Acabamos de pasar la Navidad. Vale. ¿De veras nos creemos, infantilmente nos creemos, que hay épocas, lugares, momentos en los cuales pueda haber una sonrisa generalizada si no es la de la muerte que precede a la gusanera?, ¿de veras se nos quita el sentimiento de culpa cuando damos limosna a un mendigo o, lo que es igual, colaboramos con una ONG? Tal vez eso sea así en la vida real, en esa vida que tan bien organiza el psiquiatra, el gurú político de un partido o el sacerdote, igual que el guardia de tráfico ordena el caos callejero, pero no es así para la literatura, para la lucidez.

En la magistral traducción de El corazón de las tinieblas que hace Sergio Pitol en editorial Lumen se lee refiriéndose a aquellos colonizadores belgas del Congo (aunque en ningún momento se hable con precisión de dicho río o de belgas, ingleses u holandeses): “Eran conquistadores, y eso lo único que requiere es fuerza bruta, nada de lo que pueda uno vanagloriarse cuando se posee, ya que la fuerza no es sino una casualidad nacida de la debilidad de los otros”. Vargas Llosa nos recuerda (en un artículo en la revista Letras Libres nº 3), citando el libro de Hochschild, King Leopold’s Ghost, cuál fue la verdadera actitud de aquel Leopoldo II de Bélgica en el Congo, la de aquellos colonizadores sólo interesados en la explotación comercial de la zona, esclavizando a los nativos, no ya cuando fue necesario sino siempre; por si acaso. Conrad no es en ese sentido especialmente moralista. Lo hemos sido los otros, quienes le hemos leído más tarde. A él no le hizo falta: no moralizó, sólo señaló. Poco más tarde de ese párrafo citado arriba, Conrad nos asegura que lo único que redime a la conquista de la tierra es la idea, “la creencia generosa en esa idea... ante la que uno pueda postrarse y ofrecerse en sacrificio”. Pero esa idea, y él nos lo muestra veladamente, es un simulacro, un fiasco. Las grandes ideas de Kurtz sobre la colonización se convierten en poder, los nativos lo idolatran no porque haga el bien con ellos sino porque tiene poder, y no sólo el poder de las armas sino un poder espiritual, mágico, simbolizado por el pánico de aquellos ante el pitido del patético vapor en el que viaja Marlow río arriba en busca de Kurtz. El propio apellido de este agente (magistralmente interpretado por Brando en la adaptación, traducción, interpretación, llámesele como se quiera, que hizo Ford Coppola en su Apocalypse now), que Conrad traduce como pequeño, es una farsa: en alemán, kurz no es pequeño (pequeño es klein) sino breve, sucinto, y breve y sucinta es la última exclamación del agonizante agente antes de expirar: ¡ah, el horror, el horror! Pero, rebuscando, hay una palabra alemana, kurzgefaβt, que quiere decir cifradamente. Y esto viene a cuento porque todo el mensaje de El corazón de las tinieblas, es un mensaje cifrado. Un mensaje encriptado en el cual se nos dice que todo el “rollo”, como hoy se diría, de la colonización, de la civilización, no es más que una excusa para lo otro, y esa excusa la denunció más tarde, de forma historiográfica, Hochschild en su libro. No me invento eso del encriptamiento sino que el mismo Conrad nos lo pone en bandeja al hablarnos del libro de Towson, propiedad del ruso amigo de Kurtz, y que Marlow recupera de una de las estaciones arrasada; el libro está lleno de apuntes en los márgenes y Marlow, desconocedor del alfabeto cirílico, los confunde con anotaciones cifradas.

Con todo, repito que Conrad no demuestra sino sólo muestra, no hace valoraciones morales sobre la colonización porque para él no existen los pecados comunes, no existe la barbarie social sino nada más la personal. La compañía (así llama a la empresa que envía a Marlow a África para solucionar el “problema” Kurtz) es lo que es gracias a los individuos que la integran; el mismo Kurtz no es un ejemplo, una muestra de lo que fue aquella caterva de sinvergüenzas explotadores que colonizaron el África, como antes se colonizó América: Kurtz es Kurtz. ¿Será esa una manera de decirnos que el problema en el antiguo Congo belga fue el rey Leopoldo II? Quizá. ¿Será una manera de decirnos que la colonización, el imperialismo, la explotación de los otros, el aprovechamiento de esa debilidad ajena y de la fuerza bruta propia, es inherente al ser humano? Quizá.

Prueba de ello es la traición que el mismo Marlow hace a la memoria de Kurtz. Dos mujeres tan solo aparecen a lo largo de la novela. No sé si Conrad era o no un misógino, pero su mundo, el de la mar, era un mundo de hombres (no digo que lo sea, ni tampoco digo que sea bueno o malo que lo haya sido; sólo digo que lo era). Las dos mujeres tienen que ver con Kurtz: de una se nos deja entrever que podía ser su amante nativa en la estación del río, la otra es su prometida en Londres. La primera no abre la boca: su actitud es puro gesto o grito, es la actitud de una reina mitológica, la de una diosa. La segunda hace una defensa a ultranza de las ideas y la personalidad de Kurtz cuando Marlow la visita tras la muerte de aquél. Pues bien, Marow, que poco antes ha dicho que deberíamos mantener al margen a las mujeres de todos esos sucios avatares de las colonizaciones y las guerras, traiciona la memoria de Kurtz diciéndole a ella que la última palabra del agente fue su nombre, ocultándole cuáles fueron las verdaderas últimas palabras, las célebres ¡ah, el horror, el horror! ¡Pero es que ella representa todo ese mundo limpio y ordenado!, no por ser mujer, porque también lo es la amante negra de Kurtz, sino por vivir en esa “ciudad sepulcral”, como viven los oyentes de Marlow, es decir, usted y yo que hemos leído el libro. También nosotros, por mucho que alcancemos a odiarlo, pertenecemos a ese mundo seguro, confiado. También pertenecían a ese mundo confiado los judíos del ghetto de Varsovia, o los de Amsterdam, o los húngaros o de la Bucovina. Conrad no llegó a saber de Auschwitz, pero Mann, el prototipo de ese mundo limpio y ordenado, sí llegó a conocerlo. ¿Nos enfrentaremos nosotros, en un futuro, al salvajismo o a la barbarie de una civilización demasiado perfecta, tan organizada que fue (y puede que sea) capaz de calcular cuánto gas se necesitaba para asesinar a un judío?

Y todo esto nos lo cuenta Conrad en un estilo esculpido a hachazos, a martillazos, adornado de unos diálogos entrecortados que recuerdan las obras de Rodin, como si todo el mundo, menos el propio Marlow, trasunto del autor, tuviera claro lo que decir pero no se atreviese o no supiera cómo expresarlo. Muy adecuado, ¿no?


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