"—¿Quieres que juguemos a pelearnos sin hacer ruido?
Me da igual que su familia esté repleta de fachas y que los viernes coman queso y pescado. Lo sabía, sabía que esta era la clase de niña que yo estaba buscando. Forcejeamos en el suelo a cámara lenta tratando de resultar silenciosas mientras oímos la freidora. A veces nos clavamos los codos y es difícil aguantar los quejidos. Está claro que me puede y que prefiere dar a recibir, pero a mí me viene muy bien el ejercicio de todas formas. Durante la cena no le quito ojo al mueble de la tele pensando que el porno está dentro, camuflado al fondo. Estamos todavía en la mesa cuando suena el telefonillo. Es Domingo, que viene pidiendo disculpas por las molestias, por presentarse otra vez a esta hora, alegando que acaban de volver y que mi madre quiere pasar la noche conmigo, que son palabras mayores y todo eso. Trae el tartamudeo al máximo y no se le entiende nada, así que agarro la mochila, traduzco sus palabras a un resumen básico y atravesamos el portal a toda prisa. Sigue oliendo bien, pero se me antoja mucho más siniestro, y sospecho que si vuelvo en sueños el lugar va a ofrecerme este aspecto y no el de hace un rato. El camino es muy corto, pero a él le da tiempo de atosigarme con la típica verborrea. Parece que me está explicando cosas, pero no hace más que marear la perdiz sin llegar a decir nada concreto. Cuando entramos en la casa, todavía llena de cajas sin abrir, voy directa a su habitación. Está tumbada, descansando. Yo me siento valiente, dispuesta a abordar todos los temas que normalmente me dejo palpitando en la barriga.
—¡Mamá! ¿Qué te ha pasado?
—No te asustes, hija, esto es lo de siempre, no significa nada, un día es una tecla, otro día es otra, ¿te acuerdas de que esta mañana amanecí hecha una mierda?
—¿Pero qué ha sido? ¡Ayer estabas bien! ¡Estabas bailando!
—Que me ha dado un jamacuco, pero me han inyectado unas cosas y ya estoy mejor. En dos días bailamos otra vez.
—¡Deberías dejar de fumar!
—Mira, niña, no te vayas a poner a darme el coñazo ahora que he echado un día muy malo. Vente aquí conmigo, coño, acuéstate y cuéntame cómo te ha ido en esa casa.
Me meto en la cama y dejo que me apriete como a una mascota, como a un peluche.
—¿Qué te cuento?
—¿Cómo es esa niña?
—Se llama Prado y me gusta mucho, ¡me gusta muchísimo!
—¿Ah, sí? No me digas, qué alegría.
—Sí, sí.
—¿Cómo es?
—Es muy graciosa y muy guapa. Tiene pecas, el cuarto hecho un desastre y en su casa he visto que había muchos discos.
—Anda, qué bien. ¿Qué te han puesto de cenar?
—Merluza con patatas.
—Tendré que darles las gracias. ¿Y cómo era la casa?
—Su balcón da a la piscina y los padres son del PP.
—Vaya, hombre.
—Pero son del Betis.
—Pues nada, si te gusta esa niña arreglado, siendo del Betis no estarán tan mal.
—Sí, mamá, no te preocupes, me lo he pasado bien y no estaba asustada. Si te vuelves a poner mala me podéis dejar allí. Pero oye.
—Dime, hija.
—Todavía no te mueres, ¿no?
—Ya estamos.
—¡Tendré que preguntar!
—Sí, claro, no pasa nada, yo te lo cuento.
—Venga.
—Mira, he estado muchísimo más mala, hace unos meses estaba para que me dieran por culo, ¿pero ahora? No, señora, no me voy a morir de ninguna de estas, aunque tenga que pasar la noche entera en el hospital, ya verás.
—¿Seguro?
—Te lo prometo.
—Vale, pues prométeme otra cosa.
—A ver.
—Quiero que me prometas que si estás para morirte le vas a decir a Domingo que venga a buscarme en taxi para poder ir a verte.
—Hija, por Dios, no me digas eso.
—¡Pero entiéndeme, que cuando estás mala te pones digna y no quieres que te vea! Tengo que vivir pensando que en cualquier momento te vas mala y no te veo más.
—Tienes razón, lo entiendo.
—¿Me lo prometes?
—Sí.
—Y otra cosa.
—Ofú.
—Que no, que esto es fácil.
—Bueno.
—Quiero que me consigas una cinta de Diana Ross y un bote de tu colonia para yo tenerlo.
—¿Y eso?
—Por si te mueres que no me coja desprevenida sin nada a lo que agarrarme, que no me fio.
—Ah. Como un kit de supervivencia.
—Sí.
—Esas son las cosas que quieres tener si me muero. Una cinta con canciones de Diana Ross y un bote de mi colonia.
—Sí.
Mi madre se echa a llorar y me aprieta.
—¡Pero no llores, que es solo por si acaso!
—Vale, pues por si acaso, tú tranquila que yo te lo consigo.
Domingo entra encorvado en la habitación pasándose una mano por la frente y se echa al otro lado, exhausto. Él la abraza a ella y ella a mí. No tardan en dormirse, pero yo estoy histérica con los dos ronquidos retumbando a las espaldas. Todo ha salido bien, hemos aguantado el tirón una vez más y me he atrevido a decir lo que necesitaba decir sin morirme de vergüenza. Me levanto con sigilo y vuelvo a mi habitación. Solo ahora me concedo el lujo de susurrar la melodía de la banda sonora de En busca del valle encantado. Como un cachorro de dinosaurio que presencia un desastre inminente, derramo unas pocas lágrimas mirando al suelo y luego a la ventana y pienso en el plano del coño desde dentro que me enseñó Prado por la tarde, la mayor esperanza de mis días. Nada está perdido aún, absolutamente nada.
Me sueno los mocos y me siento erguida en la cama dispuesta a recuperar fuerzas para continuar el camino. Mi prioridad ahora es entregarme a Mónica, que lleva esperándome un día entero y es la única capaz de aliviar semejante alteración. Respiro hondo y voy a buscar la revista, que sigue encima de la cama-mueble. Mónica es la heroína de Rubber Flesh, pero también es la mejor amiga de Beatriz. Mientras ellos siguen roncando profundamente en la habitación de al lado, coloco las páginas en la ventana y las calco a las dos, a Mónica y a Bea, invocando a futuras amigas que espero no me juzguen si
salgo de la crisálida hecha un amasijo de mierda con la psicomotricidad mermada. Deslizo el lápiz suavemente para no dejar marcado el trazo. Repaso la línea con rotuladores. Aquí están, de mi propio puño. Estampo un beso invisible en el folio. Hago una pelota con él y lo tiro por la ventana. Un saludo anónimo para los caminantes nocturnos con los que comparto este sendero incierto y florido. Los que follan, los que se pinchan, incluso los que se meten conmigo."
Vozde vieja
Elisa Victoria
Blackie Books, 2018
pàg.: 241-245
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