31 de des. 2008

Recuerdos de infancia IV

François-René de Chateaubriand

Hoy os ofrezco un fragmento de las conocidas memorias de Chateaubriand, Memorias de ultratumba, que muestra como crecía y se criaba un noble en la Francia de finales del siglo XVlll, justo un poco antes de la Revolución:
Todo el amor de ésta (su madre) se había concentrado en su hijo mayor, y, aun cuando esto no quiere decir que dejara de amar a los restantes, manifestaba una ciega preferencia por el joven conde de Combourg. Es verdad que yo también gozaba de algunos privilegios de que carecían mis hermanas, gracias a mi calidad de varón, de hijo último, porque era «el caballero» —así me llamaban—; mas lo cierto es que vivía entregado a manos extrañas. Por otra parte mi madre, que, como ya llevo dicho, era mujer de talento y de virtudes, dedicaba todo su tiempo a la sociedad y a los deberes de la religión. La condesa de Plouer, mi madrina, era íntima amiga suya, y visitaba también a los parientes de Maupertuis y del cura Trublet. Era aficionada a la política y gustaba del bullicio del mundo, lo cual no tiene nada de extraño, porque en Saint-Malo, así como en el monasterio de Saba, situado en el barranco del Cedrón, se hablaba también de política. El humor regañón que gastaba en casa, su distraída imaginación y su espíritu patrimonial nos impidieron conocer en seguida sus admirables cualidades. A pesar de su adhesión al orden no se manifestaba éste con respecto a nosotros: era generosa y parecía avara; su alma estaba dotada de una dulzura infinita, y sin embargo estaba regañando constantemente. Mi padre era el terror de los de casa; mi madre era el azote.
Los primeros sentimientos de mi vida provinieron de este carácter de mis padres. Concebí un entrañable afecto hacia la mujer que me cuidaba, excelente criatura a quien llamaban «la Villeneuve», y cuyo nombre escribo ahora con un sentimiento de gratitud y con lágrimas en los ojos. «La Villeneuve» era una especie de mayordomo de casa, que me llevaba en sus brazos, que me daba a hurtadillas todo cuanto encontraba, que enjugaba mi llanto, que me dejaba en un rincón para volverme a coger en seguida, y que me llenaba de besos refunfuñando:
- ¡ Éste no será orgulloso; tendrá buen corazón y no tratará mal a la gente! ¡Toma, chiquitín, toma!
Y me daba vino y azúcar en abundancia. A mis simpatías de niño hacia «la Villeneuve» sucedió después una amistad más digna.
Todas las mañanas nos llevaban — a mi hermana Lucila, dos años mayor que yo, y a mí- a casa de las hermanas Couppart, dos viejas jorobadas, vestidas de negro, que enseñaban a leer a los niños. Lucila leía muy mal, pero yo leía peor. Las hermanas la reprendían; yo arañaba a las hermanas, y éstas acudían a mi madre con amargas quejas. Comenzábase a creer que yo era un bribón, un revoltoso, un holgazán y un borrico. Todos los de casa participaban de esta idea; mi padre decía que todos los caballeros de Chateaubriand habían sido destrozadores de libros, borrachos y camorristas. Mi madre suspiraba y renegaba de lo lindo al ver el desorden de mi vestido. Aun cuando yo era todavía demasiado niño, no podía sufrir con resignación los insultos que me prodigaba mi padre; cuando mi madre acudía a completarlos elogiando a mi hermano, a quien apellidaba un Catón, un héroe, me sentía dispuesto a hacer todo el mal de que me creían capaz. (…)
Como mi destino estaba fijado de una manera irrevocable, me entregaron a una infancia ociosa. Algunas nociones de dibujo, de lengua inglesa, de hidrografía y matemáticas se creyeron más que suficientes para la educación de un chicuelo destinado de antemano a la trabajosa vida de marino.
Iba creciendo entre mi familia sin estudiar nada. Ya no habitábamos en la casa que había nacido; mi madre tomó otra, situada en la plaza de San Vicente, casi enfrente de la puerta que da al Surco. Los pilluelos de la ciudad habían llegado a ser mis amigos predilectos y los traía a jugar al patio y a la escalera de mi casa. Parecíame a ellos en un todo: hablaba su mismo lenguaje, tenía su mismo modo de hablar, vestía como ellos, y como ellos iba desabotonado y harapiento; mis camisas estaban cayéndose siempre a pedazos; jamás había tenido unas medias que no estuvieran llenas de puntos; llevaba arrastrando las más de las veces unos malditos zapatos caídos de atrás, que a cada paso se me escapaban de los pies; solía perder con frecuencia el sombrero y algunas veces hasta la casaca. Tenía la cara chafarrinada y llena de arañazos; las manos, negras como el carbón. Era tan rara mi figura que mi madre, a pesar de su cólera, no podía menos de reírse y exclamar:
-¡Qué feo es!
François-René de Chateaubriand, Memorias de ultratumba, Orbis, 38-46

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