“Agota Kristof
tenía 21 años cuando empezó el levantamiento húngaro. Vivía en Këszeg, una pequeña
ciudad junto a la frontera austriaca. Su marido, que era profesor de Historia,
fue a Budapest a participar en las manifestaciones. Ella no tuvo más remedio que
quedarse en casa cuidando de su hija de cuatro meses. “Fue algo muy violento, especialmente contra los soviéticos. Coreábamos:
¡Volveos a vuestro país!”, recuerda Kristof. Con el regreso del ejército
soviético a Hungría la situación se deterioró: “Había tanques en cada esquina… nadie se atrevía a salir”. A su
marido lo llamaron de la sede del partido comunista, junto a dos de sus
compañeros, y le ordenaron que pusiera calma entre la gente. Se negaron a
hacerlo y los arrestaron. Sin embargo,
dado que las cárceles estaban a rebosar, los pusieron en libertad muy pronto. Uno
de los compañeros de su marido se suicidó posteriormente arrojándose a las vías
de un tren. Al otro lo sentenciaron a dos años en la cárcel. A finales de
noviembre su marido decidió que tenían que irse del país. Su guía —un hombre
llamado József— era un amigo de la infancia. Le dieron todos sus ahorros, tal y
como hicieron las otras diez personas del grupo. “La gente que estaba a punto de irse de Hungría le daba todo el dinero
que tenía, ya que en Austria carecía de valor”, explica Kristof. Después de
caminar por un bosque durante dos horas, llegaron a Austria. Kristof cree que las autoridades estaban “satisfechas de que nos fuéramos. Para ellos
éramos la escoria de la sociedad. A los policías soviéticos les daba igual; el
guía los conocía bastante bien y los emborrachó”. Los encontró un policía
de aduanas austriaco y los llevó a un pequeño pueblo que estaba lleno de refugiados
húngaros. Luego los tras-portaron en autobús hasta Viena, donde los alojaron en
barracones militares y donde dormían en “colchones
de paja en el suelo… unas 20 personas en una sola habitación”.
Era la primera
vez que viajaban al extranjero y se encontraban en la más absoluta indigencia,
pues no habían podido llevar consigo ninguna de sus pertenencias, fuera de pañales
para el bebé y algunos diccionarios. Dependían completamente de la ayuda
externa. Como todos los demás, no podían permanecer en Austria, por lo que su
marido empezó a buscar desesperadamente un nuevo país de acogida.
El 8 de
diciembre de 1956 llegaron a Suiza junto con otros refugiados húngaros a bordo de
un tren especial. Al principio los alojaron en otros barracones de tipo
militar, pero poco a poco empezaron a llevar una vida normal.
Los que
querían estudiar eran enviados en principio a Zurich, y desde allí destinados a
otras ciudades suizas. Agota Kristof empezó su nueva existencia en Neuchâtel,
junto a la frontera con Francia. Pero, por segunda vez en su vida, había
perdido la oportunidad de continuar sus estudios. La primera vez fueron los
tanques soviéticos y el miedo de su marido a acabar en la cárcel los que
impidieron que se matriculara de Literatura en la Universidad de Budapest. La
segunda vez su marido volvió a interponerse. “No pude ir a la universidad por él”, asegura. Él hablaba francés y
alemán y llevaba todos los asuntos oficiales de la familia. Era mucho mayor que
ella y estaba más disponible, puesto que ella tenía que cuidar de su bebé. Su
exilio estaba acentuando el desequilibrio natural de su relación. Él se
matriculó en Biología mientras que ella aceptó un trabajo en una fábrica de
relojes para alimentar a la familia. Pese a ser un trabajo duro, sonríe cuando
se acuerda de sus antiguos compañeros: “Eran
muy, pero que muy hospitalarios. Tenía muchas amigas”. Kristof, que ya
sabía algo de francés, obtuvo una beca de la ciudad de Neuchâtel para estudiar
unos cursos de idiomas. En la fábrica volvió a escribir, tomando notas que luego
pasaba a limpio en su casa por las noches. Se divorció de su primer marido y en
1963 se casó con un fotógrafo suizo, con el que tuvo otros dos hijos. Aunque
disfrutaba cuidando de su familia, su nueva vida en el campo no le aportó
felicidad. No disponía de medios de transporte y como resultado de ello se
sentía tremendamente aislada. Eso implicaba también la falta de oportunidades
de labrarse un futuro. Empezó a escribir cada vez más: “Antes ya escribía bastante, pero entonces empecé a escribir por las
noches, cuando los niños estaban dormidos… al principio en húngaro, luego, poco
a poco, en francés”.
En 1968
regresó por primera vez a Hungría. La situación era tensa debido a la reciente
invasión soviética de Checoslovaquia. “Estaba
contenta por poder ver a mi familia… pero ya no tenía deseos de quedarme”,
comenta. Una experiencia en concreto le dejó impresionada: “No pude reconocer a mi hermano pequeño”. Se divorció también de su
segundo marido, pero su carrera artística empezaba a despegar. Escribía obras
de teatro y radio. Todavía más importante, escribía novelas, entre otras una
trilogía -El gran cuaderno, La prueba y
La tercera mentira- que se publicó entre 1986 y 1991 con un gran éxito
internacional. Su exilio ha modelado su carrera literaria en varios sentidos.
Primero, complicó su aparición: “Perdí
unos 15 años de escritura”, dice. Y el distanciamiento de su tierra natal influyó
profundamente también en los temas y en el estilo de su obra. La oscuridad de
su prosa, las escenas de violencia y crueldad que describe en alguno de sus
textos, están “en gran medida, inspirados
en hechos reales”. Pero también son, admite, parte de su carácter y no
simples productos de su experiencia: “Incluso
lo que escribía en húngaro era bastante oscuro… era algo que estaba en mí desde
antes. Cruzar la frontera simplemente empeoró las cosas”. Los primeros años
los suicidios eran muy comunes entre los refugiados húngaros. Tras la
excitación del levantamiento, los exilados tenían que enfrentarse al fracaso de
sus sueños y a la monotonía de la vida diaria: “Había una auténtica y profunda sensación de soledad. Y el idioma, y los
trabajos que nos ofrecían… era muy duro”, explica Kristof. Resume esos sentimientos en una frase típica
de su prosa, con un estilo simple y directo: “Para eso no merecía la pena… Siempre me arrepentiré de haberlo hecho. Hubiera
preferido quedarme”. Pese a su éxito y a los premios obtenidos -incluido el
Premio al Libro Europeo de 1987-, Agota Kristof sigue resintiéndose por la
forma en que se ha desarrollado su carrera: “Llegó
demasiado tarde… Tenía cincuenta años cuando publiqué mi primer libro en
francés”. Habían transcurrido más de tres décadas desde que
empezó a escribir en Hungría, a la edad de trece años. Todo tardó demasiado."
texto de Cécile Pouilly
publicado en la revista “Refugiados” ¿Dónde
están ahora? Los refugiados húngaros 50 años después
ACNUR, nº 132 , 2006
Páginas 17-18
“L'Àvia ens diu:
—Fills de gossa!
La gent ens diu:
—Fills de bruixa! Fills de puta!
D'altres diuen:
—Imbècils! Brètols! Mocosos! Rucs! Porcs! Garrins!
Púrria! Carronya! Merdosos! Carn de presó! Llavors d'assassí!
Quan sentim aquestes paraules, els nostres rostres es tornen vermells, les
nostres orelles brunzeixen, els ulls ens piquen, els genolls ens tremolen.
Ja no volem avergonyir-nos, ni tremolar, no volem acostumar-nos als
insults, a les paraules que fereixen.
Ens instal·lem a la taula de la cuina, l'un davant de l'altre, i mirant-nos
als ulls, ens diem paraules cada vegada més terribles.
L'un:
—Malparit! Forat de cul!
L'altre:
—Fill de puta! Cabró!
D'aquesta manera continuem fins que ja no ens entren al cervell, ja no ens
entren ni a les orelles.
Ens entrenem d'aquesta manera aproximadament durant mitja hora diària, i
sortim a passejar pels carrers.
Ens organitzem perquè la gent ens insulti i finalment constatem que
aconseguim quedar-nos indiferents.
Però també hi ha els mots antics.
La nostra Mare ens deia:
—Estimats meus! Amors meus! Reis meus! Petits i
adorats meus!
Quan recordem aquestes paraules, els ulls se'ns omplen de llàgrimes.
Hem d'oblidar aquestes paraules perquè, actualment, ningú no ens en diu de
semblants i perquè el record que en tenim és una càrrega massa pesada per
portar.
Aleshores, tornem a començar el nostre exercici d'una altra manera.
Diem:
—Estimats meus! Amors meus! Us estimo... Mai no us
deixaré... No estimaré ningú més... Sou tota la meva vida...
A força de repetir-les, les paraules perden a poc a poc el seu significat i
el dolor que sentim s'atenua.
Trilogia de Claus i Lucas
Agota Kristof
Traducció de Sergi Pàmies
La Magrana
Barcelona, 2007
Pag: 30-31
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