"Quien ha
sufrido la tortura, ya no puede sentir el mundo como su hogar."
Jean Améry
Jean Améry (octubre 1912- octubre 1978), escritor y ensayista austriaco.
Huido de Austria tras la ocupación alemana y
refugiado en Bélgica, participó activamente en la resistencia contra la ocupación nazi de Bélgica.
Detenido y torturado por la Gestapo , estuvo recluido varios años en los campos de concentración de Buchenwald y
Auschwitz . Finalmente fue liberado en
Bergen-Belsen en 1945. Sus obras narran
aquellos años de oscuridad: Más allá de
la culpa y la expiación, Tentativas de superación de una víctima de la
violencia, Levantar la mano sobre
uno mismo o Discurso sobre la muerte voluntaria.
Améry se
suicidó tomando una sobredosis de pastillas para dormir en 1978.
"Qué cantidad mínima de patria, qué dosis de
arraigo o de hogar necesita un ser humano, se preguntaba Jean Améry,
acordándose de su huida de Austria en 1938, tal vez en la noche del 15 de
marzo, en el expreso que salía a las 11.15 de Viena hacia Praga, de su viaje
atribulado y clandestino a través de las fronteras de Europa hasta el refugio
provisional de Amberes, donde conoció la incertidumbre absoluta de los judíos
desterrados, la hostilidad del nativo hacia los extranjeros, las humillaciones
de la policía y de los funcionarios que examinan papeles y atribuyen o niegan
permisos y hacen volver al día siguiente y al otro y miran al refugiado como a
un sospechoso de un delito, el más grave de todos, que es el de haber sido
despojado de la nacionalidad que uno creía inalienablemente suya y no ser
aceptado por completo en ninguna otra parte. Uno necesita al menos una casa en
la que sentirse seguro, dice Améry, una habitación de la que no puedan echarlo
con malos modos en medio de la noche, de la que no deba huir a toda prisa al
oír pasos en las escaleras y silbatos de la policía.
Eres quien ha vivido siempre en la misma casa
y en la misma habitación y recorrido las mismas calles camino de la oficina en
la que permaneces de ocho a tres todos los días de lunes a viernes y también
eres quien huye sin sosiego y no encuentra amparo en ninguna parte, quien
atraviesa fronteras de noche por sendas de contrabandistas, quien viaja con
papeles falsos o dudosos en un tren y permanece insomne mientras los demás
pasajeros duermen ruidosamente a tu lado, temiendo que los pasos que se acercan
por el corredor sean los de un policía, calculando el tiempo que falta para
llegar a la frontera, para que los hombres de uniforme que estudien tus papeles
te indiquen con un gesto que te quedes a un lado, y entonces los otros
viajeros, los que llevan pasaportes en regla y no temen nada, te mirarán con
caras de sospecha, y también de alivio, porque el infortunio que ha caído sobre
ti los deja indemnes a ellos, que empiezan a ver en tu cara los síntomas de la
culpa, del delito, de la diferencia, que es aún más letal por no ser
perceptible a simple vista, y por ser independiente de la voluntad y de los
actos de uno, una marca que no se ve y sin embargo no puede borrarse, una
mancha indeleble que no está en la cara ni en la presencia exterior, sino en la
sangre, la sangre del judío o la del enfermo, la de quien sabe que será
expulsado si se descubre su condición. Encerrado en su cuarto de enfermo, en un
sanatorio para tuberculosos, Franz Kafka recuerda los comentarios antisemitas
que ha hecho otro enfermo en la mesa del comedor y escribe una carta acuciado
por el insomnio y la fiebre: La situación insegura de los judíos, inseguros
en sí mismos, inseguros entre los hombres, explica perfectamente que crean que
sólo se les permite poseer lo que aferran en las manos o entre los dientes, que
además sólo esa posesión de lo que está al alcance de sus manos les da algún
derecho a la vida, y que lo que alguna vez han perdido no lo recuperarán jamás,
se aleja tranquilamente de ellos para siempre.
En la habitación de un hotel de Port Bou
Walter Benjamín se quitó la vida porque ya no le quedaba otro camino por el que
seguir huyendo de sus perseguidores alemanes. A Jean Améry, cuando lo detuvo la
Gestapo, cuando fue interrogado y torturado luego por las SS, se le atribuían
dos identidades posibles de enemigo y de víctima: podía ser un alemán, desertor
del ejército, y en ese caso lo fusilarían por traidor después de un consejo de
guerra; podía ser un judío, y entonces sería enviado a un campo de exterminio.
A Jean Améry lo habían detenido en Bruselas, donde él y su pequeño grupo de
resistentes de lengua alemana imprimían octavillas y las tiraban de noche en
las proximidades de los cuarteles de la Wehrmacht, jugándose la vida a cambio
de la fútil esperanza de que a algún soldado alemán se le removiera la
conciencia al leerlas. A Jean Améry, que entonces se llamaba Hans Mayer, lo
detuvieron en mayo de 1943. A Primo Levi sólo unos meses más tarde, armado con
su pequeña pistola que no sabía manejar, no más dañina para el III Reich
que las octavillas de Améry. Ninguno de los dos había profesado el judaísmo, y
Primo Levi se consideraba sobre todo italiano, igual que Améry nunca pensó
hasta 1935 que él fuera otra cosa que un austriaco. Pero los dos, al ser
detenidos, al ser confrontados con la elección de una identidad, eligieron
declararse judíos, unirse al número de las víctimas absolutas, los que eran
condenados no por sus actos ni por sus palabras, no por profesar una religión o
una ideología, no por arrojar octavillas que no iban a influir sobre nadie ni
por echarse al monte sin ropas ni calzado de invierno y sin más armas que una
pistolilla ridícula, sino por el simple hecho de haber nacido."
Sefarad
Antonio Muñoz Molina
pág: 449 a452
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