3 de set. 2013

quédate con nosotros, Ignatius

“… Este es un momento muy importante. Tengo la sensación de estar salvando a alguien.
—Lo estás haciendo, lo estás haciendo, sí. Pero ahora debemos irnos. Por favor. Ya hablaremos luego.
Ignatius pasó por delante de ella y bajó hasta el coche, abrió la puerta trasera del mismo, era un Renault pequeño, y se aposentó entro los carteles y montones de panfletos que cubrían el asiento. El coche olía como un quiosco de periódicos—. ¡De prisa! No tenemostiempo para montar un tableau vivant aquí delante de la casa.
—Oye, ¿pero vas a ir detrás? —preguntó Myrna, dejando caer su cargamento de cuadernos por la puerta de atrás.
—Claro que sí —gritó Ignatius—. No estoy dispuesto a sentarme delante, en esa trampa mortal, para viajar por la autopista. Vamos, entra en este cochecito y salgamos de aquí.
—Espera, espera. Me he dejado un montón de cuadernos —dijo Myrna, y corrió de nuevo a la casa, la guitarra golpeteándole en el costado.
Bajó las escaleras con otra carga y paro en la acera de ladrillo, volviéndose para mirar la casa. Ignatius comprendió que estaba intentando grabar la escena: Eliza cruzando el hielo con un genio particularmente voluminoso en sus brazos. Como Harriet Beecher Stowe, Myrna aún estaba dispuesta a irritar.  Por fin, en respuesta a los gritos de Ignatius,  bajó basta el coche y le echó en el regazo el segundo cargamento de cuadernos «Gran Jefe».
—Creo que aún quedan algunos debajo de la cama.
— ¡No te preocupes! — gritó Ignatius—. Sube y pon esto en marcha. Oh, Dios mío. No me metas la guitarra en la cara. ¿Por qué no puedes llevar un bolso como una señorita decente?
—Vete a la porra —dijo Myrna furiosa; se deslizó tras el volante y puso el coche en marcha—. ¿Dónde quieres pasar la noche?
— ¿Pasar la noche? — atronó Ignatius— No vamos a pasar la noche en ningún sitio. No podemos parar.
—Ignatius, estoy que me caigo. Llevo en este coche desde ayer por la mañana.
—Bueno, crucemos el lago Pontchartrain por lo menos.
—De acuerdo. Podemos coger el paso elevado y parar en Mandeville.
— ¡No! —Myrna le llevaría derecho a los brazos de algún alertado psiquiatra—. Allí no podemos parar. E! agua está contaminada. Hay epidemia.
— ¿Sí? Entonces iré por el puente viejo hasta Slidell.
—Sí. Es bastante más seguro, desde luego. En ese paso elevado siempre hay problemas con las barcazas. Podríamos caernos al lago y ahogarnos —el Renault estaba muy hundido atrás y aceleraba muy despacio—. Este coche es demasiado pequeño para mi talla. ¿Estás segura de que podrás llegar a Nueva York? Dudo seriamente que yo pueda sobrevivir más de uno o dos días en esta posición fetal.
—Eh, ¿dónde se van ustedes dos,  pareja? de beatniks? —dijo la voz desmayada de la señorita Annie desde detrás de las persianas. El Renault se desplazó hacia el centro de la calle.
— ¿Aún vive ahí esa vieja zorra? —pregunto Myrna.
— ¡Cállate y salgamos de aquí!
— ¿Vas a andar siempre fastidiándome así? —Myrna miro furiosa hacia la gorra verde por el espejo retrovisor—. Porque me gustaría saberlo.
— ¡Oh, mi válvula! — jadeó Ignatius—. No me hagas una escena, por favor. Mi psique se desmoronaría por completo después de los ataques que ha sufrido últimamente.
—Lo siento. Por un momento, me pareció que volvíamos al pasado, yo de chófer y tu fastidiándome desde el asiento de atrás.
—Espero que no esté nevando allá por el Norte. Mi organismo sencillamente se negaría a funcionar en esas condiciones. Y, por favor, durante el viaje, cuidado con los autobuses Greyhound. Serían capaces de hacer papilla un juguetito como este.
—Ignatius, me pareces otra vez el ser horrible que eras. Creo que estoy cometiendo un error muy grave.
— ¿Un error? No, por supuesto que no —dijo Ignatius dulcemente—. Pero ten cuidado con esa ambulancia. No podemos empezar nuestro peregrinaje con un accidente.
Al pasar la ambulancia, Ignatius se estiro y vio “Hospital de Caridad” escrito en la puerta.  La luz roja giratoria de la ambulancia salpicó al Renault un breve instante, al cruzarse los dos vehículos. Ignatius se sintió ultrajado.  Esperaba un camión grande, un camión enrejado. Le habían subestimado al enviar aquella ambulancia vieja, aquel Cadillac desvencijado. Habría podido destrozar fácilmente todas aquellas ventanillas. Luego las relampagueantes aletas del Cadillac quedaban ya a dos manzanas tras ellos y Myrna giro para entrar en la Avenida St. Charles.
Ahora que Fortuna le había salvado al fin de un cicló espantoso, ¿qué le reservaba para e! próximo? El nuevo cicló iba a ser distinto a cuanto había conocido hasta entonces.

Myrna condujo el Renault por el tráfico urbano con destreza, entrando y saliendo por vías absurdamente estrechas hasta que dejaron atrás la última farola  parpadeante del ultimo suburbio cenagoso.  Luego, entraron en la oscuridad de las marismas. Ignatius contemplo el indicador de la autopista que reflejaba sus faros. U.S. 11.  El indicador paso. Bajó el cristal de la ventanilla unos centímetros y aspiro el aire salino que llegaba del Golfo.
Como si aquel aire fuera un purgante, se le abrió la válvula. Respiro de nuevo, esta vez con más intensidad. La jaqueca sorda desaparecía.
Miró agradecido la nuca de Myrna, la cola de caballo que golpeaba inocente sus rodillas. Gratamente.  Qué irónico,  pensó Ignatius.  Y, tomando la cola de caballo con una de sus manazas, la apretó cálidamente contra su húmedo bigote.”

La conjura de los necios
John Kennedy Toole
pág 363-365




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