El escritor del
proletariado
por Juan Cruz
“Si tú llegas al barrio de Candel, Francisco
Candel, en la Zona Franca de Barcelona, y lo haces con tiempo suficiente como
para entrar en un bar a pedir agua o café o cerveza o vino y le preguntas al
camarero si por casualidad ha oído hablar de Candel, de Francisco Candel,
probablemente te responderá como le respondía a Candel cualquiera de los
personas de sus libros más célebres, empezando por aquel que le dio más fama y
controversia, Donde la ciudad cambia su nombre (1957), una fabulación basada
en la realidad con la que Barcelona estrenó la exposición pública de sus peores
arrabales. Te responderá el camarero: "¿El Candel? Por ahí anda ése, por
ahí debe de andar". Candel se adelantó a los antropólogos modernos, y enseñó
las vergüenzas de la ciudad con el propio lenguaje de sus protagonistas; no
inventó nada, se limitó a reflejar todo tal como lo vio, utilizando, además, un
lenguaje inédito entonces, o acaso vivo tan sólo en algunos de los libros de
Tomás Salvador o de Camilo José Cela….
"Tuve la suerte de tener primos muy
lectores, nuestra biblioteca era un cajón repleto: lo llevábamos de casa en casa”
“De una novela mía escribió la censura:
'Suprímase de la página una a la doscientas'. ¡Y la novela tenía 200 páginas…!"
Muchos años más tarde, Manuel Vázquez
Montalbán recordó así aquel libro: Era "el retrato del salvaje crecimiento
urbano para absorber las riadas de la inmigración interior. Aún pueden verse
hoy los escenarios de aquella derrota social y arquitectónica en la Barcelona
fea del extrarradio o en lo que queda de la Barceloneta o del ya casi
deconstruido Barrio Chino"
La
crudeza de aquella historia hizo que Candel fuera famoso más allá de los
barrios, pero sobre todo en los barrios cuya vida desentrañaba. Y los
habitantes cuyas vidas describía se pusieron tan furiosos, porque ahí aparecían
con sus nombres y con sus apodos, que Candel tuvo que irse buscando refugios e
incluso nuevas historias con las que aclarar las que le pusieron en el
disparadero. Así nació otro libro suyo, ¡Dios, la que se armó! (1964), que
fue una crónica, igualmente descarnada, pero más matizada, de lo que pasaba en
los barrios extremos de Barcelona y cómo algunos de sus habitantes le quisieron
linchar.
Escribió muchos más libros Candel, y aquí, en
esta conversación, habla de algunos, pero aquél le dio tanta notoriedad que ese
título, Donde la ciudad cambia su nombre, habrá servido para titular
tantos artículos como los Cien años de soledad o la Crónica
de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez… Entre los otros libros que
escribió Candel
hay uno que ha circulado menos, pero que fue una biblia para los empezaron a
escribir en los años sesenta. Se tituló Hay una juventud que aguarda (1956),
y explicaba la ambición imposible de un joven de origen proletario que tocaba a
las puertas de las grandes editoriales con el objetivo verdaderamente osado de
hacerse artista.
Décadas después, aquel Candel que dio tanto
que hablar entre los suyos, y fuera de sus ámbitos, sigue viviendo en la misma
zona que fue objeto de sus primeros libros, encima del bar donde se encogen de
hombros como en sus novelas para decirte dónde está la persona que buscas;
acompañado de Joana, una mujer que le ayuda en estos años de la vejez, y de un
periquito al que llama Raúl y que se pasea entre nosotros como si también
conociera las reglas de la casa, Candel vive los 80 años, recién cumplidos,
exhibiendo el mismo escepticismo con que sus personajes se buscaban la vida.
Su figura es la de siempre, la de un hombre
enjuto que, sentado en su silla de leer, parece aún más flaco, más esencial,
más tímido; tiene su barba de tantos años totalmente cana y su mano es una fina
capa de piel suave con la que te asegura un recibimiento cálido. Cuando ya te
sientas ante él, y abres la máquina para grabarle lo que diga, te dan ganas de
contarle tú a él qué has visto en la calle para que él vuelva a escribir de lo
que va oyendo. Pues eso ha sido su literatura: oír lo que pasa para contarlo.
Pero ahora está ahí, encerrado en ese palomar desde el que mira sus barrios; de
vez en cuando sale, cuando le vimos acababa de almorzar con Jordi Pujol, que se
hizo amigo suyo, pero su vida ya es aquí dentro, en una casa de lo que entonces
era la Barcelona que perdía su nombre.
En sus libros se
adivina hostil la primera parte de su vida, ¿Cómo eran sus padres?
Dos excelentes personas. Mi padre era
picapedrero en la cantera; tenía las manos llenas de callosidades; no era de
gran estatura, como yo, pero era narigudo. Mi madre era dulce, bondadosa. Murió
cuando yo tenía 18 años, y mi padre a los 74 o 75, así que estuve más tiempo
con él. Para él, las personas tenían que ser honradas, honestas. Mis tíos
también eran de ese calibre. Nosotros nos vinimos a Barcelona, desde Casas
Altas, en Valencia, cuando yo tenía dos años, y aquí nació una hermana mía que
luego murió de tuberculosis, en aquellos tiempos en que ya iba mermando esta
enfermedad. Yo recuerdo a mi madre, luchando, y yo luché como un gallo de
pelea, en el barrio, en la vida.
¿Se metían con
usted?
Se metía conmigo el cura, que llevaba un
anillo y tenía mal genio. Un día le dijo a mi madre: "Ese chico un día
acabará en el calabozo". Y a mi madre eso le sentó fatal.
¿Y a usted?
Me dio igual. Pero a mi madre… Ella pensaba que su hijo era
muy buena persona.
Usted llega a
Barcelona, ¿tiene un recuerdo de esa Barcelona? ¿Recuerda cómo se da cuenta de
que es usted un transterrado?
Fui a parar a las casas baratas de Can Tunis,
donde estaba la emigración procedente de Andalucía. Entonces en la barriada
todo el mundo hablaba castellano, y todos estábamos siempre juntos, todos, los
niños y las niñas, en la escuela y en todas partes. La maestra nos hacía
aprender cosas de memoria, pero también te encargaba trabajos que había que
hacer en casa, te enseñaba jugando. Un día me encontré con la mujer que dirigía
entonces la escuela y le pregunté qué método usaba, y me respondió:
"Usábamos el método de las personas". ¿Cómo me iba a sentir? Muy
bien, otra cosa era la realidad; pero aquella escuela, los niños, la maestra,
parecía un paraíso… Mi padre
ganaba un buen sueldo, que nos permitía vivir mejor que los vecinos. Pero después vino la Guerra Civil. Las cosas cambiaron, dejó de funcionar la
escuela por los bombardeos, empezó a imperar el hambre, y siguió en la
posguerra.
¿Qué enseña pasar
hambre?
Como enseñanza creo que no te deja nada. Te
agarrabas a un clavo ardiendo. En la posguerra fui monaguillo de la parroquia
del Born, y ahí aprendí a beberme el vino del cura, a comerme las hostias aún
no consagradas. Y cuando venían las señoritas de las conferencias y de las
cosas cristianas, aquellas esclavas de Cristo, traían bollos y los repartían.
Así se fue pasando.
¿Y cuándo dejó de
estudiar?
Para lo que solía pasar con la clase
trabajadora entonces, yo fui bastante a la escuela, porque mis amigos empezaban
a trabajar a los catorce años. Y yo, a los dieciséis. Mis padres no tenían
prisa, pensaban que cuanto más tiempo estuviera en la escuela mejor sería mi
porvenir.
¿Y qué es lo que
más le interesaba de lo que aprendía en la escuela?
La escuela en la que estuve antes de la
guerra era de la Generalitat, gratuita. Entonces las clases eran para chicos y
chicas, pero luego eso se prohibió. La
recuerdo con nostalgia, no me costaba ir, lo pasaba bien. Y durante la guerra,
estabas en clase y sonaban las sirenas, y te tenías que ir al patio. Pasaba el
peligro, entrabas y al rato otra vez las bombas, y así hasta que las escuelas
cerraron: ya vendrán tiempos mejores. Y después vino la escuela parroquial: te
hacían rezar mucho; al entrar tenías que cantar el himno nacional, el Gloria y no sé qué de la Patria. Y aunque
los métodos eran antipedagógicos, tuve un maestro muy bueno. Por eso he creído
muchas veces que las cosas las hacen los hombres y no los sistemas, y se notaba
que los niños eran la vocación de ese maestro, llegué a quererle mucho. La
primera sorpresa que nos dio fue que al entrar en clase nos daba la mano a
todos los alumnos. Se llamaba José María Cabo. Excepcional. Un día firmaba yo
libros en los almacenes Jorba y oí que un hombre le decía a su mujer: "A
ver si me conoce". Y miré y era el señor Jaume Soler, que también lo tuve
de maestro. Lo pude recordar muy bien; era como entonces, tenía gafas de
concha, y era de abundante cabellera, pero se quitó la boina y me dijo:
"Mira, ahora estoy calvo".
¿Cómo supo en la
guerra quiénes eran los buenos y los malos?
Te lo decían rápido: los fascistas, nosotros
decíamos fachistas, eran los nacionales, eran los malos; los republicanos, a
los que los fascistas llamaban rojos, los buenos. Era evidente, te lo decían, y
sabíamos que era así porque en la escuela estaban los republicanos y eran
ejemplares.
O sea, que para
usted la escuela era un oasis dentro de la guerra.…
Hay que tener en cuenta cómo son los niños.
La guerra me resultaba divertida, menos cuando pasaba hambre. Pero eso de que
nos bombardearan…, que
vieras al natural lo que habías visto
en los tebeos. Vivíamos en
esta misma montaña de
Montjuïc; había
refugios, aquí trabajaban mi padre y mis tíos, de picapedreros, y ellos mismos
hicieron galerías en las que vivíamos. Y cuando no bombardeaban jugábamos en la
montaña, correteábamos.
¿Y qué piensa
cuando acaba la guerra y bombardean Barcelona, y llegan aquellos cantando el
'Cara al sol', levantando el brazo en compañía de los obispos…?
Uno no pensaba nada entonces. Desde la
montaña de Montjuïc vimos avanzar las tropas hacia Barcelona, por el río
Llobregat; primero pasaron los republicanos, huyendo, y después vinieron los
nacionales. Entraron pacíficos, eran soldados normales y corrientes. Por la
noche encendían fogatas y calentaban café con leche, y nos decían a los
chiquillos: "Mira, chaval, café con leche". Es curioso cómo el
chiquillo se adapta y le saca sustancia a todo.
Ahora que puede
mirar atrás, ¿cómo ve aquella guerra?, ¿qué le hizo a este país?
Ahora sé que se estaban jugando muchas cosas
y que ganó el fascismo. Pero entonces tampoco me enteraba. Sentía devoción por
los republicanos, por los rojos, pero es curioso lo deprisa que el niño cambia
de pareceres. Después, en la escuela, te enseñaban a cantar y a rezar, y allí
estabas, la mar de bien.
Se adapta el niño
a todo.
Pero el hombre, no. Tiene más recuerdos, más
cosas en contra. El niño, si no le pegan, está feliz. A mí, en la guerra lo que
más me molestó era el hambre, pero era divertido ver combates aéreos, soldados.
Muchos iban dejando lastre, soltando cartucheras y balas. Tú imagínate a los
chiquillos con aquellos juegos. Yo tenía un machete, una pistola de rulo,
bombas de mano. Habías aprendido con las bombas de mano a hacer piña con una
palanca para que no se abriera, se la quitabas, la palanca subía…, y aprendíamos a sacar el hierro y a tirar
bombas en los barracones. Algunos se quedaron sin manos, porque les estallaban.
Otros habían encontrado un fusil, cinturones con sus cananas, parecíamos un
ejército de Pancho Villa en infantil.
En medio de un
drama de adultos.…
Y de niños, qué coño. A mí la guerra me
parece una estupidez; claro, los que la luchan dicen que no. Pero las guerras
son catastróficas. Producen mucho mal. Y muerte, mucha muerte. Me parece que
fue Manuel Vázquez Montalbán quien dijo que uno se da cuenta de que envejece
cuando ve la muerte de otros. Yo de eso de la muerte no tuve idea concreta
hasta los veintiún años. De niño no piensas nunca que te tienes que morir… Y a los veintiún años me vino como una iluminación: te tienes que morir. Empiezas a envejecer entonces.
¿Cómo eran
aquellos niños?
Graciosos, y sucios. Había uno que llevaba
siempre un moco colgando. Había una gama muy extensa. Yo ya era un poco
diferente. Me gustaba leer novelas. Se publicaban en cuadernillos y yo las
compraba o me las prestaba algún primo. Esos cuadernillos eran de La Novela Ideal o de La Novela Libre. Me gustaban las
aventuras de los personajes que había en ellas. He leído mucho. Leía en la
escuela, y en la escuela hubo un momento que me sentí incómodo. Aunque me
gustaba ir, llegué a ser el grandullón de la clase, y me quise marchar. Mi
madre me dijo: "Pero ahí aprendes". Y yo quería trabajar. Creí que
como sabía algunas cosas trabajaría donde la gente que sabía; pero lo primero
que me salió fue en un taller de cerámica, a machacar en depósitos de agua. Se
me hacían grietas y pensé: "¿Para qué me habrá servido aprender a
dibujar?". Y me cambié de trabajo. Luego estuve en un taller mecánico en
el que se hacían balanzas. Para cambiar del taller de cerámica al mecánico
estuve meses pensando cómo se lo decía al jefe, y, total, se lo dices y el tío
se queda tan tranquilo. Magnificas las cosas, luego son mucho más sencillas.
¿Y cómo eran
entonces estos barrios?
Ahora están superpoblados, entonces nos
conocíamos todos, eran unos andurriales. Estaban separados: Casas Baratas, Can
Tunis, Plus Ultra. Estaba Port, que tenía una iglesia parroquial; íbamos a
misa, mi madre iba, era medio beatilla. Yo pasé de ser niño incrédulo y rojo a ser el primero en
misa, comulgaba cada día. Y la
zona ha ido evolucionando, y sigue evolucionando. Crecen, llegan a juntarse, ya
no se distingue entre los barrios que llevan más tiempo y los nuevos. Cuando
vinimos, se veía la montaña salpicada de barrios, y de vez en cuando ibas a la
ciudad. Éste era el sitio donde la ciudad cambiaba su nombre. Íbamos a
Barcelona, veníamos de Barcelona, nosotros no éramos Barcelona. La gente te
paraba y te decía: "¿Dónde vas?". "A Barcelona". Y después
me fui dando cuenta de que Can Tunis era Barcelona.
¿Con qué novelas
empezó a soñar que iba a ser un escritor?
Las escuelas republicanas tenían bibliotecas.
Y entré ordenadamente a la literatura: Andersen, Julio Verne, Salgari… La biblioteca de Casas Baratas
era muy buena. Y tuve la suerte de tener primos muy lectores, así que nuestra biblioteca
consistía en un cajón al que habíamos bautizado Biblioteca Oro: lo llevábamos
de casa en casa. Pero a mí me dio por escribir muy tarde. Me gustaba dibujar, y
pensaba que lo hacía medianamente bien. Pensé: "Seré pintor", y como
entonces era creyente le rezaba a Dios, le decía que quería ser un gran pintor.
Luego resultó que no encontré trabajo ni como pintor de brocha gorda, y ni
siquiera decoraba los platos en el taller de cerámica… Después vino el
servicio militar, que no acabé porque me
entró la tuberculosis, así que el reposo que tuve que cumplir por esa
enfermedad me llevó a escribir.
¿Ahí nace Hay una juventud que aguarda?
No. Tardé. Escribía relatos y cuentos, y un
día me atreví con una novela larga, que se llamó Brisa en El Cerro, porque
ocurría en un sanatorio de ese nombre. A veces me parecía soberbia y a veces
más bien mala. A veces la comparaba con otras que leía, y entonces me
confortaba. Y como el mundo está lleno de casualidades, a mí me llevó
definitivamente a la literatura el futbolista del Barça Eduardo Manchón.
¿el de la canción de Serrat?
Exacto. Pues Manchón había ido a la escuela
conmigo. Me lo encontré en el barrio. "Paco, ¿todavía pintas?". Y le
conté: "No, ahora escribo". Y me dice: "Oye, yo conozco un
editor. Si quieres, te recomiendo". Ese editor era José Janés, al que le
gustaba mucho el fútbol y el Barça, y que tras los partidos bajaba al vestuario
no sólo para saludar a los futbolistas, sino para regalarles libros. Entonces
fui a la casa de Manchón, y me los mostró: "Fíjate qué libros, no me los
leo ni en broma". Allí estaban las obras de Proust encuadernadas en piel.
Así que me recomendó a Janés y fui a ver al editor con Hay una juventud que aguarda.
Y un día el hermano de Manchón, que vivía en mí mismo edificio, toca y me dice:
"Oye, que dice mi hermano que te editan la novela". "Hombre,
chaval, detállamelo más". "¿A mí qué me dices? Yo sólo te doy el
recado de mi hermano". Y me fui a verle, en el vestíbulo del cine Bohème, al
lado del cine Arenas. "Pues sí, que te editan la novela, chaval. ¿No te lo
crees?". "¡Me cago en la leche! Pero, vamos por palmos. ¿Es el
Janés?". "El mismo". Lo busqué en el listín. "Que dice
Manchón que usted se interesa por mi novela". Le había hablado de ella
Sebastián Juan Arbó, que había sido jurado del Premio Nadal al que yo se la
mandé, y Janés le había hecho caso a él y a Manchón, y ahí estaba diciéndome
que yo tenía talento de escritor, capaz de mostrar el desaliento de los jóvenes
que querían salir adelante. Yo tenía entonces 28 años.
¿Qué había detrás
de la novela?
Cabreo. Como se tiene que hacer para que uno
sea aceptado como escritor. Había probado con la primera, y no había pasado
nada, y ahora probaba con ésta y pensé que me pasaría igual, y ese desaliento
era el que contaba. Yo quería denunciar el mundo literario de entonces. A Janés
le entusiasmó. Me dio 5.000 pesetas, que era bastante dinero en aquel tiempo. Y
me dijo que podía publicar con él cuando quisiera. Desgraciadamente, el hombre
se mató en un accidente de coche, pero con él creo que publiqué tres novelas.
¿Qué aguardaba
aquella juventud?
Los críticos decían que ser joven no te daba
derecho a nada. La novela trataba de decir que era todo lo contrario, los
jóvenes teníamos derecho a publicar, a estar ahí. Pero enseguida me di cuenta
de que no basta con publicar una novela, era posible que no te hicieran caso y
tenías que insistir. Entonces escribí Donde la ciudad cambia su nombre. Y
cometí una torpeza que me procuró eso tan efímero que es la fama: puse a mucha
gente con sus nombres, y aunque no hubiera mucha gente que leyera, los que la
leyeron se lo fueron contando a otros. El gobernador de Barcelona, que se
enteró del escándalo, de que iba gente a los quioscos a buscarla para
lincharme, retiró el libro; los libreros lo vendían bajo mano. Y Destino se
fijó en mí y me abrió sus puertas.
¿Cómo se le
ocurrió escribir esa novela? ¿Qué era esa ciudad?
La novela era muy literaria, muy bonita; no
tenía sentido del tiempo, eran como fogonazos, como fotografías al minuto; las
historias eran jugosas, divertidas… Así, a lo loco, la escribí. Y, claro, se cabreó la gente.
Con esa novela aprendí que la gente te puede matar por lo que dices en un
libro. Después escribí ¡Dios, la que se armó!, contando el
escándalo. Y se volvió a cabrear la gente, volví a sacar sus nombres.
¿Qué decía usted
para que se cabrearan?
La verdad es que la gente es muy especial,
porque les encanta salir en televisión. Vas a un bar a hacer fotos y te miran
de reojo: "¿Usted por
qué me retrata?". Y va la tele
y no pasa nada. Y en mi libro la gente hubiera querido que no la retratara,
algunos se enfadaron mucho. Yo era un poco descarado, pero eran tan graciosas
las historias que no pude callármelas. Ahora no hago eso: cambio los nombres,
cambio los escenarios… Pero la
realidad siempre ha sido mi argumento. Ahora pongo al principio eso de
"esta novela es ficción", procuro disimular. La verdad es que me
pudieron haber dado alguna hostia, porque yo también me enfrentaba. "Tú
querías darme una hostia. ¡Pues dámela!". Y algunos de los que se
enfadaban ni siquiera salían. Aquello se llamaba entonces novela social, pero
había un gran desprecio por ella, y la crítica me trató mal.
Usted escribió un libro, Han matado un hombre, han roto el
paisaje (1959), y la leyenda dice que un crítico tituló así su reseña:
"Ha escrito un libro, ha roto un paisaje"
No lo recuerdo. Pero sí hubo muchos críticos
que insultaban aquella novela, la consideraban demasiado cruda. Ahora escriben
eso y no pasa nada. En aquel momento cabreaba a los críticos y cabreaba también
a cierta realidad bien pensante. Y yo escribía de lo que me rodeaba, no era
capaz de escribir de otras cosas. Yo no inventé el suburbio, y, sin embargo, yo
leía novelas sociales y me sonaban a flojas, a que no eran verdaderas. Hacía
novela social, pero no estoy en ninguna antología de novela social.
¿Y cómo vivió
usted el franquismo?
Con Alfonso Sastre, yo fui, dicen, el
escritor más censurado. En una novela donde hablaba de artistas me quitaron el
nombre supuesto de Francisco Rabalo y pusieron Jorjo Mistralo; entiendo que no
quisieran que se insinuara el nombre de Paco Rabal, ¿pero por qué sustituirlo
por Jorjo Mistralo? De una novela envió la censura la siguiente recomendación:
"Suprímase de la página una a la doscientas". ¡Y la novela tenía 200
páginas…!
En 1964 publicó Els altres catalans,
sobre los que, como usted, vinieron de fuera…
Me lo pidieron los de Edicions 62. Habían
publicado Els altres valencians, de Joan Fuster, y se les ocurrió pedirme
un libro, y a mí se me encendió la bombilla. ¡Els altres catalans! Es que yo
había escrito un artículo sobre la Cataluña de la inmigración. Hoy, aquellos
altres serían los magrebíes; entonces éramos andaluces, murcianos. He tenido suerte con los títulos, porque Donde
la ciudad cambia su nombre también tiene gancho, ¿no te
parece?
¿Cómo eran considerados
entonces los otros catalanes?
Con su castellano y todo, se sentían
catalanes. Yo tenía miedo de escribirlo: siempre me pasaba algo cada vez que
publicaba, y esta vez me dije: verás, se van a enfadar todos. Y en un año se
publicaron seis ediciones, esto, en catalán, es mucho.
Hoy se dice que
aquí se discrimina al que no es catalán, o al que no habla el idioma.
Me parece que eso de la discriminación es
relativo. El catalán es como el gallego, muy sentimental; si estás aquí y le
hablas en catalán, aunque sea mal, se lleva una alegría enorme. Hubo un tiempo
en que los catalanes se sintieron amenazados por la inmigración, pero luego se
dieron cuenta de que, aunque no quieran, son catalanes todos los que viven
aquí. Y ahora viene otra emigración; ante la anterior puede que hubiera
reticencias, pero ahora no tiene por qué haberlas, ¡si no es ni el 3%! Una cosa
tengo clara: catalán es aquel que vive en Cataluña y se aposenta en Cataluña.
¿Usted sigue
siendo 'un altre català'?
Yo soy catalán y soy valenciano porque nací
en un lugar de la provincia de Valencia, y soy de las Casas Baratas y soy de la
Zona Franca. Yo no pertenezco a la literatura catalana; mejor dicho, a la
literatura en catalán, y a veces, como ahora, aparece una publicación que se
titula Grandes escritores valencianos, y ahí aparezco yo. Pues muy bien, soy
"un gran escritor valenciano". Y soy catalán, claro que sí. Aquí
tengo a mi gente enterrada. Soy valenciano de nacimiento, catalán de adopción,
ya con tanto tiempo aquí, y creo que, modestia aparte, algo he hecho por
Cataluña.
¿Y le preocupa
España?
No en un tono patriotero. Si Cataluña se
separa de España, pues a mí me da igual, como si se separa el País Vasco. La
unidad de naciones es una teoría muy franquista.
Maragall propugna
el federalismo
Pues que venga. Me da igual. Todo tiene sus
ventajas y sus desventajas, sus adictos y sus desafectos.
¿Quiénes son sus
escritores?
No muchos. Hemingway, Baroja, Chéjov, el Pla.
A éste le conocí. Era un tío divertido como él solo. Le dijeron que yo le
quería conocer; "a mí también me gustará conocer
al charnego", dijo. Aún vivía mi mujer, que murió hace cuatro años. Ella era muy
coqueta y le preguntó a Pla: "¿Qué edad me echa?". Y él le dijo que
le echaba treinta años. "¡Hombre, señor Pla!". "Es que yo soy un
caballero". Se lo pasaron en grande. Me hubiera gustado conocer a Baroja.
Aunque te advierto que los famosos desmerecen cuando los conoces de cerca.
¿Sale usted, va
por sus barrios?
Todo aquello pertenece ahora al olvido. Ya ni
los que viven en ellos conocen los barrios. Son una amalgama.
¿Cuál sería hoy su
autorretrato?
Francisco Candel Tortajada. No me gusta
piropearme. Sencillo. Hago amistad en seguida. Trato bien a los que vienen por
casa. Me gusta ser así.
Entrevista
publicada en “El País” el 11 de septiembre de 2005