21 de des. 2015

alejo y la música

Alejo Carpentier también fue un apasionado de la música, hasta tal punto que el escritor se reconocía a sí mismo como un compositor malogrado. Nacido en un ambiente familiar propicio (su padre, alumno de Pau Casals, tocaba el violonchelo; la madre tocaba el piano; la abuela había sido discípula de César Franck), desde temprana edad sintió una fuerte atracción hacia la música.

Fue un impulsor y sostenedor de la Orquesta Filarmónica de La Habana, rescató composiciones musicales que se daban por perdidas, animó durante muchos años la vida musical habanera y, sobre todo, fue un excelente crítico musical.

Alejo Carpentier pone en boca del musicólogo cubano protagonista de su novela “Los pasos perdidos”, (final del Capítulo XXIII) una mágnifica descripción sobre el origen de la música.


“(…) Pero he aquí que todos echan a correr. Detrás de mí, bajo un amasijo de hojas colgadas de ramas que sirven de techo, acaban de tender el cuerpo hinchado y negro de un cazador mordido por un crótalo.

Fray Pedro dice que ha muerto hace varias horas. Sin embargo, el Hechicero comienza a sacudir una calabaza llena de gravilla –único instrumento que conoce esta gente– para tratar de ahuyentar a los mandatarios de la Muerte. Hay un silencio ritual, preparador del ensalmo, que lleva la expectación de los que esperan a su colmo. Y en la gran selva que se llena de espantos nocturnos, surge la Palabra. Una Palabra que es ya más que palabra.


Una palabra que imita la voz de quien dice, y también la que se atribuye al espíritu que posee el cadáver. Una sale de la garganta del ensalmador; la otra, de su vientre. Una es grave y confusa como un subterráneo hervor de lava; la otra, de timbre mediano, es colérica y destemplada. Se alternan. Se responden. Una increpa cuando la otra gime; la del vientre se hace sarcasmo cuando la que surge del gaznate parece apremiar. Hay como portamentos guturales, prolongados en aullidos; sílabas que, de pronto, se repiten mucho, llegando a crear un ritmo; hay trinos de súbito cortados por cuatro notas que son el embrión de una melodía. Pero luego es el vibrar de la lengua entre los labios, el ronquido hacia adentro, el jadeo a contratiempo sobre la maraca.

Es algo situado mucho más allá del lenguaje, y que, sin embargo, está muy lejos aún del canto. Algo que ignora la vocalización, pero es ya algo más que palabra. A poco de prolongarse, resulta horrible, pavorosa, esa grita sobre el cadáver rodeado de perros mudos. Ahora, el Hechicero se le encara, vocifera, golpea con los talones en el suelo, en lo más desgarrado de un furor imprecatorio que es ya la verdad profunda de toda tragedia –intento primordial de lucha contra las potencias de aniquilamiento que se atraviesan en los cálculos del hombre–. Trato de mantenerme fuera de esto, de guardar distancias.

Y, sin embargo, no puedo sustraerme a la horrenda fascinación que esta ceremonia ejerce sobre mí...

Ante la terquedad de la Muerte, que se niega a soltar su presa, la Palabra, de pronto, se ablanda y descorazona.


En la boca del Hechicero, del órfico ensalmador, estertora y cae, convulsivamente, el Treno –pues esto y no otra cosa es un treno–, dejándome deslumbrado por la revelación de que acabo de asistir al Nacimiento de la Música.”

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