Alejo Carpentier también fue un apasionado de la música, hasta tal
punto que el escritor se reconocía a sí mismo como un compositor malogrado.
Nacido en un ambiente familiar propicio (su padre, alumno de Pau Casals, tocaba
el violonchelo; la madre tocaba el piano; la abuela había sido discípula de
César Franck), desde temprana edad sintió una fuerte atracción hacia la música.
Fue un impulsor y sostenedor de la Orquesta Filarmónica de La
Habana, rescató composiciones musicales que se daban por perdidas, animó
durante muchos años la vida musical habanera y, sobre todo, fue un excelente
crítico musical.
Alejo Carpentier pone en boca del musicólogo cubano protagonista
de su novela “Los pasos perdidos”, (final
del Capítulo XXIII) una mágnifica descripción sobre el origen de la música.
“(…) Pero he aquí que todos echan a correr. Detrás de mí, bajo un
amasijo de hojas colgadas de ramas que sirven de techo, acaban de tender el
cuerpo hinchado y negro de un cazador mordido por un crótalo.
Fray Pedro dice que ha muerto hace varias horas. Sin embargo, el
Hechicero comienza a sacudir una calabaza llena de gravilla –único instrumento
que conoce esta gente– para tratar de ahuyentar a los mandatarios de la Muerte.
Hay un silencio ritual, preparador del ensalmo, que lleva la expectación de los
que esperan a su colmo. Y en la gran selva que se llena de espantos nocturnos,
surge la Palabra. Una Palabra que es ya más que palabra.
Una palabra que imita la voz de quien dice, y también la que se
atribuye al espíritu que posee el cadáver. Una sale de la garganta del
ensalmador; la otra, de su vientre. Una es grave y confusa como un subterráneo
hervor de lava; la otra, de timbre mediano, es colérica y destemplada. Se
alternan. Se responden. Una increpa cuando la otra gime; la del vientre se hace
sarcasmo cuando la que surge del gaznate parece apremiar. Hay como portamentos
guturales, prolongados en aullidos; sílabas que, de pronto, se repiten mucho,
llegando a crear un ritmo; hay trinos de súbito cortados por cuatro notas que
son el embrión de una melodía. Pero luego es el vibrar de la lengua entre los
labios, el ronquido hacia adentro, el jadeo a contratiempo sobre la maraca.
Es algo situado mucho más allá del lenguaje, y que, sin embargo,
está muy lejos aún del canto. Algo que ignora la vocalización, pero es ya algo
más que palabra. A poco de prolongarse, resulta horrible, pavorosa, esa grita
sobre el cadáver rodeado de perros mudos. Ahora, el Hechicero se le encara,
vocifera, golpea con los talones en el suelo, en lo más desgarrado de un furor
imprecatorio que es ya la verdad profunda de toda tragedia –intento primordial
de lucha contra las potencias de aniquilamiento que se atraviesan en los
cálculos del hombre–. Trato de mantenerme fuera de esto, de guardar distancias.
Y, sin embargo, no puedo sustraerme a la horrenda fascinación que
esta ceremonia ejerce sobre mí...
Ante la terquedad de la Muerte, que se niega a soltar su presa, la
Palabra, de pronto, se ablanda y descorazona.
En la boca del Hechicero, del órfico ensalmador, estertora y cae,
convulsivamente, el Treno –pues esto y no otra cosa es un treno–, dejándome
deslumbrado por la revelación de que acabo de asistir al Nacimiento de la
Música.”
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada