23 de maig 2014

la beira

Linhares,
Celorio da Beira
La Beira va ser una de les sis províncies tradicionals de Portugal, juntament amb Entre-Douro-i-Minho, Trás-os-Montes, Estremadura,  Alentejo i Algarve.



“Cada uno vuela como puede, y por eso volví a Portugal para volar bajo tierra, pero en el Miño no existían galerías donde empujar vagonetas, no existían cantinas, ni barrios de obreros, ni sonidos de latas los domingos, solo pequeños huertos de cebollas, de cilantro, de tomates, solo el agua que cantaba en los musgos. Ni en el Miño, ni en Trás-os-Montes, ni en Lisboa, ni en el Algarve, porque este País no tiene espacio para volar bajo las estatuas y los puentes, y no obstante, después de buscar mucho, encontré en la Beira un ascensor hacia el centro del mundo, con roldanas y cables herrumbrosos, de forma que me puse el casco, le di a la palanca y bajé por un pozo sin luces hasta una plataforma en la que mis suelas resonaban como en un teatro abandonado. La linterna de la frente descubría herramientas, rollos de alambre, pedazos de carril, una vagoneta patas arriba en la lividez de una mañana congelada. En la boca de los túneles piedras de tungsteno se obstinaban en aguardar la pala que las removiese, las paredes se poblaban de la barba de líquenes de las galerías sin alma, y un capataz había obstruido un segundo ascensor donde se apilaban fardos y sacos. Impedido de volar, subí a la superficie entre los estertores de un mecanismo doliente, acongojado por los gritos de los murciélagos a los que mi linterna asustaba, y desembarqué en un descampado con olivos inclinados hacia una aldea sin capilla, con travesías de granito en los intervalos de los edificios. Los restos de un autobús se descomponían en una senda, una perdiz desapareció en un bosque, unas nubes viajaban hacia España, un muchacho pastoreaba becerros entre cardos, un milano inmóvil hacía chispear el aluminio de las alas. Encontré una taberna allí abajo, una venta con dos toneles y trazos de tiza, de deudas de vino, en una pizarra, donde unos campesinos se emborrachaban sin palabras, compré un litro de coñac al hombrecito del mostrador ocupado en aplastar un ratón a escobazos, trepé de nuevo la cuesta y apoyé el dorso en el guardabarros del autobús, a la entrada de la mina. Las becerros se acercaban transpirando asma, un tractor roncaba del otro lado del monte, el milano se echó de golpe sobre una bandada de pollos asustados. Acabé la botella, la lancé hacia la bolsa, alcancé la puerta, me puse el casco en la cabeza, encendí la linterna, salté, sin pico ni cuerdas a la cintura, hacia la plataforma del ascensor, y me hundí en el pozo, decidido, fuera como fuese, a volar bajo la tierra.”

El orden natural de las cosas
António Lobo Antunes

pàg. 98-99

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