25 de maig 2014

lisboa

ascensor da Bica

“Aún hoy, a los ochenta y un anñs, en que vivo solo, desde que mi mujer murió, en la parte de una casa en una cuarta planta sin ascensor de la Rua Ivens, y voy al Largo do Camóes y a la cima de la Rua do Alecrim a mirar el Tajo, aún hoy, en que paseo por Loreto hasta el ascensor de la Bica y veo la ciudad bajar al sol hacia los almacenes de la Ribeira, aún hoy, decía, no conozco Lisboa.  El dentista me ajardina las mandíbulas en un policlínico del Príncipe Real, podándolas de las hojas cada vez más superfluas de los dientes, el medico del reuma me endereza el clavel de la espalda, en Santos, con cañizos de pomadas, el doctor del corazón, que me instaló una pila en las costillas para tonificarme la sangre, me prohíbe las grasas en una planta baja en Sapadores, donde los infelices de la sala de espera parecen traer todos el corazón en la palma, ceñido por una corona de espinas como en las estampas de Jesús que adornan los cuchitriles de las porteras. La ciudad es, para mí, una Osa Mayor de consultorios con la Estrella Polar del oftalmólogo en el Rossio, en la finca de una agencia de viajes que promete las Bermudas a las cataratas que me nublan las pupilas, incapaces de descifrar las letras del cuadro de la pared que disminuyen despacio, como las saudades de ti, para diluirse en las minúsculas vocales del olvido final. La ciudad es una constelación de sigmoidoscopios, de punciones lumbares, de exámenes del cerebro, de martillitos que sobresaltan las rodillas, de ventosas de electrocardiogramas en los que las arterias inscriben, en una tira de papel, su firma ilegible, una Vía Láctea de hospitales y centros de diagnóstico separados por estatuas de duques y de reyes que se apuntan unos a otros con el dedo, plaza tras plaza, con acusaciones que no entiendo hoy como tampoco entendí ese domingo de mil novecientos cincuenta, hace cuarenta y dos años, cuando me apeé del tranvía en los Restauradores, seguido por el empleado de la mercería, en busca de una farmacia de guardia en un bosque de sastrerías, de tabernas, de travesías de pensiones equívocas y de mujeres, con abrigo de piel, insinuando sus brillos de acrílico en las esquinas y comunicándose con nosotros por medio del morse de los cigarrillos. Entonces, como ahora, me faltaban las advertencias, los consejos y las prohibiciones de los muertos, me faltaba la palmera de Correios y la pastelería de las señoras rubias, me faltaba el crepúsculo de los árboles del bosque, me faltaban las buganvillas, Conceiçào, los racimos de las buganvillas colgados del muro, me faltaba mi hermana Julieta corriendo detrás de los polluelos con un ladrillo en la mano, me faltaban los valses y el tropel de tangos del gramófono que a veces creo escuchar aquí, en la Rua Ivens, si despierto en medio de la noche, alanceado por la gota, con el tobillo en llamas. Hasta el desdén de Jorge me hace falta.”

El orden natural de las cosas
António Lobo Antunes
pàg. 154-155



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