ascensor da Bica |
“Aún hoy, a los ochenta y un anñs, en que vivo solo, desde que mi
mujer murió, en la parte de una casa en una cuarta planta sin ascensor de la
Rua Ivens, y voy al Largo do Camóes y a la cima de la Rua do Alecrim a mirar el
Tajo, aún hoy, en que paseo por Loreto hasta el ascensor de la Bica y veo la
ciudad bajar al sol hacia los almacenes de la Ribeira, aún hoy, decía, no
conozco Lisboa. El dentista me ajardina
las mandíbulas en un policlínico del Príncipe Real, podándolas de las hojas
cada vez más superfluas de los dientes, el medico del reuma me endereza el
clavel de la espalda, en Santos, con cañizos de pomadas, el doctor del corazón,
que me instaló una pila en las costillas para tonificarme la sangre, me prohíbe
las grasas en una planta baja en Sapadores, donde los infelices de la sala de
espera parecen traer todos el corazón en la palma, ceñido por una corona de
espinas como en las estampas de Jesús que adornan los cuchitriles de las
porteras. La ciudad es, para mí, una Osa Mayor de consultorios con la Estrella
Polar del oftalmólogo en el Rossio, en la finca de una agencia de viajes que promete
las Bermudas a las cataratas que me nublan las pupilas, incapaces de descifrar
las letras del cuadro de la pared que disminuyen despacio, como las saudades de
ti, para diluirse en las minúsculas vocales del olvido final. La ciudad es una
constelación de sigmoidoscopios, de punciones lumbares, de exámenes del
cerebro, de martillitos que sobresaltan las rodillas, de ventosas de
electrocardiogramas en los que las arterias inscriben, en una tira de papel, su
firma ilegible, una Vía Láctea de hospitales y centros de diagnóstico separados
por estatuas de duques y de reyes que se apuntan unos a otros con el dedo, plaza
tras plaza, con acusaciones que no entiendo hoy como tampoco entendí ese
domingo de mil novecientos cincuenta, hace cuarenta y dos años, cuando me apeé
del tranvía en los Restauradores, seguido por el empleado de la mercería, en
busca de una farmacia de guardia en un bosque de sastrerías, de tabernas, de
travesías de pensiones equívocas y de mujeres, con abrigo de piel, insinuando
sus brillos de acrílico en las esquinas y comunicándose con nosotros por medio
del morse de los cigarrillos. Entonces, como ahora, me faltaban las advertencias,
los consejos y las prohibiciones de los muertos, me faltaba la palmera de
Correios y la pastelería de las señoras rubias, me faltaba el crepúsculo de los
árboles del bosque, me faltaban las buganvillas, Conceiçào, los racimos de las
buganvillas colgados del muro, me faltaba mi hermana Julieta corriendo detrás
de los polluelos con un ladrillo en la mano, me faltaban los valses y el tropel
de tangos del gramófono que a veces creo escuchar aquí, en la Rua Ivens, si
despierto en medio de la noche, alanceado por la gota, con el tobillo en
llamas. Hasta el desdén de Jorge me hace falta.”
El orden
natural de las cosas
António Lobo
Antunes
pàg. 154-155
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