Monsanto és una freguesía d'Idanha-a-Nova,
enclavada en el vessant d'una petita però escarpada muntanya anomenada Cabeço
de Monsanto plena de grans moles de granit que moltes vegades formen part de
les pròpies vivendes.
“Cuando nuestra madre murió y mi
hermano Fernando se fue quedamos las tres solas en la Calçada do Tojal delante
de Monsanto, las quintas se transformaban en edificios a nuestro alrededor y
las camionetas llevaban la viña virgen a los depósitos de basura de la ciudad. on nosotros habitaban la zorra y un muchacho
que no llegué a ver, salvo de espaldas, cuando bajaba por la grava del jardín
camino de la escuela, callado como el hijo de la costurera en la época en la
que jugábamos en el patio de la cocina y yo odiaba sus gestos retraídos y la
humildad con la que soportaba mis caprichos, de tal forma que un día cogí el
ladrillo de los pollos para tirárselo a la cabeza, pero el hecho de que él no
se moviera, de que no huyese, hizo que yo me llevase las manos a la cabeza y
permaneciera así, con los brazos levantados, suspendida como en un retrato,
desviando la vista hacia las cigüeñas de la palmera de Correios, con las alas
abiertas sobre las agujas de la copa. El muchacho acabo yéndose hace mucho
tiempo, ya que todo en mi vida pasó hace mucho tiempo, como la infancia de los
otros, como lo que acaba de ocurrirme ahora, aunque el pasado no me parezca sombrío
ni extraño como las casas de las que me hablaban y en las que nunca viví y como
está en la que vivo sola desde la muerte de mis hermanas, con relojes con horas diferentes en la planta
baja como los cadáveres en distintas posiciones de un accidente de tren, los
cucos colgados de las portezuelas de madera, fotografías invadidas por el
polvo, telas de araña que unen las volutas de la lámpara de la mesa del comedor
con los cubiertos que esperan a los finados y los cristales que caen como
jirones de seda, volviendo los gemidos de la zorra en la jaula tan cercanos a
mi como si mi garganta los emitiese. Me levanto de la mecedora, me apoyo en el
tejaroz y las cigüeñas de Monsanto, sobre la silla, son las mismas que
sobrevolaban la Luneta dos Quartéis en mil novecientos diecinueve, rasgando con
el pico el uniforme de los soldados. Tenía la impresión de oír tiros distantes,
cascos de caballos, ruedas de piezas de artillería en los desniveles de la
colina, relinchos, gritos, voces, y cuando todo se acalló y la casa surgió de
nuevo en el silencio habitual comencé a oír pasos en la escalera, vacilantes
como los de un niño que no se atreviese a pronunciar mi nombre. Al principio me
sentí confusa, que fue siempre mi forma de tener miedo, pero pensé después No
puede ser, es ilusión mía, es imposible, los que me conocen ya han
desaparecido, y sin embargo el niño se desplazaba de habitación en habitación,
casi sin rumor, llamándome muy bajo, como las hierbas de marzo, con una
limpidez secreta. Anochecía, el poniente
de los cipreses ahogó a los gorriones, uno de los escalones hacia el desván
crujió, pero no puse ningún disco en el plató del gramófono ni encendí la luz: prefería
no ver mis manos lado a lado en el cuello como cangrejos en sosiego, prefería
olvidarme de los rasgos de mi rostro hasta volverme una sorpresa para mí, como
alguien que se observa por primera vez, adulta, en el marco de un espejo.
Sentada en la mecedora, con la luz de Monsanto iluminando los álamos, esperé a
que el niño, que sabía más próximo por el crujir de las escaleras, viniese
junto a mí y me tocase en el hombro. Más tarde o más temprano acabaría
haciéndolo, y yo podría, como los otros que me precedieron, abandonar aquella
casa. Si junto al portón, al término de la ladera de grava, volviese la cabeza
hacia la ventana del desván, encontraría en el alféizar pintado de blanco y
vuelto aún más blanco por la reverberación de la noche un brazo infantil que me
hace señas desde arriba, como quien se despide en el muelle, sin amistad ni
remordimiento, de una compañía que no volverá a encontrar.”
El orden natural de las cosas
António Lobo Antunes
pàg. 264-266
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