Tavira és una ciutat portuguesa de l'Algarve i una
destinació turística destacada dins d'aquesta regió.
A la platja "do Barril", situada a
l'illa de Tavira, es troba un cementiri d'àncores. Durant generacions, les
famílies de l'illa obtenien tots els seus ingressos de la pesca de la tonyina.
Amb el temps aquesta activitat econòmica va anar decaient fins a gairebé
desaparèixer. En record d'aquells vaixells que no van poder continuar la seva
activitat per la manca de recursos o senzillament perquè s'havien retirat del
servei, es van anar col·locant les àncores de cada un d'ells en un recinte de
la platja, com a homenatge a aquells temps.
A la platja hi ha més de 200 àncores. Contemplen
un mar que no tornaran a fendre.
“Comprendí que una mañana cualquiera me ordenarían Vamos, y yo
saldría de lo que llaman cuartel hacia lo que llaman Tavira, oyendo las olas
sin ver las olas, oyendo a las gaviotas sin ver a las gaviotas, oyendo las voces
de las personas sin prestarles atención, camino de las siluetas de los platos,
que me esperaban en silencio en los paisajes de porcelana, como los difuntos
nos aguardan por detrás de una última puerta que solo demasiado tarde
entendemos que es la última por cerrarse tras nosotros como la tapa de un
ataúd.(…)
Lo que los sujetos disfrazados de soldados llamaban Tavira se
parecía a Tavira sin ser en realidad Tavira: el mismo sol, la misma disposición
de las calles y de las casas, los mismos edificios antiguos y la plaza y el
puente romano que tanto me gustaba, las mismas terrazas con los mismos viudos
sentados en las mismas sillas delante de los mismos refrescos de culantrillo intactos,
los mismos perros, el mismo olor a pescado, las mismas gaviotas, e incluso la
misma pequeña pensión por encima del garaje, Residencial Rabat, ¿te acuerdas?,
cuartos a lo largo de un pasillo encalado, la ducha al fondo, nosotros dos,
después de la comida, sumando los mosquitos del techo que por la noche, apenas apagásemos
la luz, habrían de roncarnos como aeroplanos en los oídos, y tu Mariana lo
primero que hago es comprar un insecticida, y yo encendía la lámpara y, dándome con la palma de la mano en mi propia
cara, Me voy a poner el bañador y a dormir a la playa, que no aguanto más estos
bichos.
No era Tavira porque la criada de la pensión era otra, que lavaba
las baldosas con un estropajo y un cubo, y no era Tavira porque la droguería
donde compramos el insecticida contra los mosquitos había dado paso a una
tienda de vestidos de novia con maniquíes en el escaparate, cubiertos de satén,
con tules en la cabeza, novios de chaquetón y guantes petrificados en abrazos
que no completarían nunca. (…)
No era Tavira, y el hecho de que los maniquíes me hubiesen seguido
(pero ¿cómo?, pero ¿utilizando qué medio?, pero ¿obedeciendo a quién?) hasta la
frontera con China, me hizo entrar a la tienda de vestidos de novia en busca de
pistas que me aclarasen acerca de las intenciones de las criaturas del escaparate,
que permanecían vueltas a la calle con una indiferència simulada, ofreciendo
las tocas de encaje al despacho de notario de la travesía, visitado por
multitud de rollos de papel en busca de una bendición de sellos, y di con
decenas de mejillas lustrosas que me contemplaban con una simpatía engañosa,
provistas de nardos de fieltro que saturaban la habitación con corolas
postizas. Estatuas de frac prontas a alzar el vuelo en los zapatos de charol,
damas de honor con mechones de estopa se ahogaban en el pelo escaso, padrinos
con pantalones de fantasía presidían grupos de esmoquin inclinados en posturas
diversas y que retrocedían más allá del mostrador, protegiéndose y
defendiéndose, en dirección a una puerta que anunciaba Despacho, tras la cual
se adivinaban más mejillas lustrosas, más nardos, más satenes que crecían, del
sótano de la tienda, con un fragor de marchas nupciales. Abandoné el establecimiento
corriendo en el momento en que un maniquí preguntaba ¿En qué puedo servirlo, señor
oficial?, y troté por callejas y callejones hasta desembocar en la plaza junto
al puente romano y de la plaza proseguí, hacia el mar, por el trayecto que
hacíamos de noche para huir de los mosquitos del Residencial Rabat que
sibilaban en la oscuridad, ambos tumbados en la arena de agosto, contando
estrellas que se confundían con las farolas de los barcos como si nos encontrásemos
entre dos cielos paralelos, con murciélagos que se agitaban por debajo y por
encima de nosotros, y Tavira resbalaba hacia África con sus terrazas y sus
viudos frente a los refrescos de culantrillo intactos. (…)
Ya no había pescadores, ya no había gaviotas, resguardadas bajo el
arco del puente, solo el ciego, los perros que ladraban, añorantes de las
tripas de los pulpos, y las lámparas encendidas de Tavira (pero no era Tavira,
puedo asegurarte que era una ciudad inventada) surcaban las fachadas del mismo
modo en que, al acercar una llama de petróleo a un rostro, nos damos cuenta de
sus cordilleras, de sus valles, de los ríos de las arterias, de los poros que
se abren y cierran, de la disposición de los pelos. Solo los perros, el ciego y
yo, la luna que asomaba desde el mar y el ruido de las olas, hasta que la
negrura devoro al ciego y a los perros, y al dejar de ver el cajón en el que me
acuclillaba me levanté, me ajusté el dolmán y caminé hacia las olas. Aún vacilé en quitarme los zapatos que me
dificultaban la marcha sobre el agua, pero no me pareció sensato desembarcar
con calcetines en un País desconocido: supongo que estás de acuerdo, Margarida,
en que a mis padres no les habría gustado.”
El orden
natural de las cosas
António Lobo
Antunes
pàg.
206-213
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