“Hazel Morse
era una mujer corpulenta, de cabello claro, del tipo que incita a algunos hombres,
cuando usan la palabra “rubia”, a chascar la lengua y menear la cabeza pícaramente.
Se enorgullecía de sus pies pequeños y su vanidad le hacía sufrir, pues los encajaba
en zapatos de punta roma y tacón alto, de la talla más pequeña posible. Lo más curioso
en ella eran las manos, extrañas terminaciones de los brazos fofos y blancos, salpicados
de manchas de color canela claro, unas manos largas y temblorosas, de grandes
uñas convexas. No debería haberlas desfigurado con pequeñas joyas.
No era una
mujer dada a los recuerdos. A sus treinta y cinco años, su primera juventud era
una secuencia borrosa y fluctuante, una película imperfecta que mostraba las
acciones de personas desconocidas.
Su madre
viuda murió tras una enfermedad muy larga, que la sumió en un letargo mental, cuando
Hazel tenía veintitantos años, y poco después la joven consiguió empleo como
modelo en un establecimiento mayorista de vestidos femeninos. Aún era la época
de la mujer imponente, y por entonces ella tenía una tez bonita, el cuerpo
erguido y los pechos firmes. Su trabajo no era fatigoso, conocía a muchos
hombres y pasaba numerosas veladas con ellos, les reía las gracias y les decía cuánto
le gustaban sus corbatas. Ella le gustaba a los hombres, y daba por sentado que
gustar a muchos hombres era algo deseable. La popularidad parecía valer el
esfuerzo que era preciso hacer para lograrlo. Una gustaba a los hombres porque
era divertída, y si les gustabas te invitaban a salir. Así pues, era divertida
y tenía éxito. Era una mujer alegre y despreocupada, y a los hombres les gusta
esa clase de mujer.
Ninguna otra
clase de diversión, más sencilla o más complicada, le llamaba la atención.
Nunca se preguntaba si no sería una ocupación mejor hacer alguna otra cosa. Sus
ideas, o, mejor dicho, sus aceptaciones, eran exactamente las mismas que las de
otras rubias imponentes de las que era amiga.
Cuando
llevaba varios años trabajando en el establecimiento de vestidos, conoció a
Herbie Morse, un hombre delgado, vivaz, atractivo, de ojos castaños y
brillantes y la costumbre de mordisquearse con saña la piel que rodea las uñas.
Bebía mucho, cosa que a ella le parecía divertida. Normalmente le saludaba con
una alusión a su estado de la noche anterior.
—Vaya trompa
que llevabas —solía decirle riendo—. Cuando insistías en bailar con el
camarero, creí que me moría.
Se gustaron
nada más conocerse. A ella le divertían
muchísimo sus frases rápidas y farfulladas, sus interpelaciones de frases
apropiadas para vodeviles y tiras cómicas; le emocionaba la sensación del
delgado brazo masculino firmemente colocado bajo la manga de su abrigo, y
quería tocarle el cabello húmedo y liso. Él se sintió atraído de inmediato, y mes
y medio después de conocerse se casaron.
Le encantaba
la idea de ser una novia, coqueteaba, jugaba con ella. Había tenido otras
ofertas matrimoniales, y no precisamente pocas, pero todas sin excepción procedían
de hombres gruesos y serios que habían visitado el establecimiento mayorista
como compradores, hombres de Des Moines, Houston, Chicago y, como ella decía,
lugares todavía más chistosos. La idea de vivir en cualquier parte que no fuese
Nueva York siempre le había parecido de una enorme comicidad. No podía
considerar serias las proposiciones que significarían residir en el Oeste.
Ella quería
casarse. Se acercaba a la treintena y los años no le sentaban bien. Su cuerpo
se ensanchaba y ablandaba, el cabello se le oscurecía y lo trataba con
inexpertos toques de peróxido. Había momentos en los que experimentaba accesos
de temor por su trabajo, y tras dos mil veladas siendo una mujer alegre y
despreocupada entre sus conocidos masculinos, había llegado a ser más
meticulosa que espontánea con aquella clase de relaciones.
Herbie ganaba
bastante dinero, y alquilaron un pisito en una zona residencial, cuyo
mobiliario era de estilo misional californiano, con una lámpara en forma de
globo de cristal de color rojo oscuro colgada del centro del techo; en la sala
de estar, que contenía demasiados muebles, había un helecho bostoniano y una
reproducción de la Magdalena de Henner, cuyo cabello rojizo contrastaba con las
colgaduras azules. El dormitorio estaba pintado con esmalte gris y rosado, y
había una fotografía de Herbie sobre el tocador de Hazel y otra de ésta en la
cómoda de Herbie.
Cocinaba —era
una buena cocinera— e iba al mercado y charlaba con los chicos de reparto y la
lavandera de color. Le gustaba el piso, le encantaba su vida, amaba a Herbie. Durante
los primeros meses de su matrimonio le ofreció toda la pasión de que era capaz.
No se había dado cuenta de lo fatigada que estaba. Era una delicia, un nuevo
juego, una fiesta dejar de ser una mujer alegre y despreocupada.”
Una rubia
imponente
(fragment del
relat)
Dorothy
Parker
traducció
Jordi Fibla
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada