En los meses de
aquella primavera
pasaron por aquí
seguramente
más de una vez.
Entonces, los dos
eran muy jóvenes
y tenían el
Chrysler amarillo y negro.
Los imagino al
mediodía, por la avenida de los tilos,
la capota del
coche salpicada de sol,
o quizá en
Miramar, llegando a los jardines,
mientras que sobre
el fondo del puerto y la ciudad
se mecen las
sombrillas del restaurante al aire libre,
y las
conversaciones, y la música,
fundiéndose al
rumor de los neumáticos
sobre la grava del
paseo.
Solo por un
instante
se destacan los
dos a pleno sol
con los trajes que
he visto en las fotografías:
él examina un
coche muchísimo más caro
-un Duesemberg
sport con doble parabrisas,
bello como una
máquina de guerra-
y ella se vuelve a
mí, quizá esperándome,
y el vaivén de las
rosas de la pérgola
parpadea en la
sombra
de sus pacientes
ojos de embarazada.
Era el año de la
Exposición.
Así yo estuve aquí
dentro del vientre
de mi madre,
y es verdad que
algo oscuro, que algo interior me trae
por estos sitios
destartalados.
Más aún que los
árboles y la naturaleza
o que el susurro
del agua corriente
furtiva, reflejándose
en las hojas
-y eso que ya a
mis años
se empieza a
agradecer la primavera-,
yo busco en mis
paseos los tristes edificios,
las estatuas
manchadas con lápiz de labios,
los rincones del
parque pasados de moda
en donde, por la
noche, se hacen el amor…
y la nostalgia de
una edad feliz
y de dinero fácil,
tal como la contaban,
se mezcla un
sentimiento bien distinto
que aprendí de
mayor,
este resentimiento
contra la clase en
que nací,
y que se complace
también al ver mordida,
ensuciada la feria
de sus vanidades
por el tiempo y
las manos del resto de los hombres.
Oh mundo de mi
infancia, cuya mitología
se asocia -bien lo
veo-
con el capitalismo
de empresa familiar!
Era ya un poco
tarde
incluso en
Cataluña, pero la pax burguesa
reinaba en los
hogares y en las fábricas
sobre todo en las
fábricas -Rusia estaba muy lejos
y muy lejos
Detroit.
Algo de aquel
momento queda en estos palacios
y en estas
perspectivas desiertas bajo el sol,
cuyo destino ya
nadie recuerda.
Todo fue una ilusión,
envejecida
como la maquinaria
de sus fábricas,
o como la casa de
Sitges, o en Caldetas,
heredada también
por el hijo mayor.
Sólo montaña
arriba, cerca ya del castillo,
de sus fosos
quemados por los fusilamientos,
dan señales de
vida los murcianos.
Y yo subo despacio
por la escalinatas
sintiéndome
observado, tropezando en las piedras
en donde las
higueras agarran sus raíces,
mientras oigo a
estos chavas nacidos en el Sur
hablarse en
catalán, y pienso, a un mismo tiempo,
en mi pasado y en
su porvenir.
Sean ellos sin más
preparación
que su instinto de
vida
más fuertes al
final que el patrón que les paga
y que el
salta-taulells que les desprecia:
que la ciudad les
pertenezca un día.
Como les pertenece
esta montaña,
este despedazado
anfiteatro
de las nostalgias
de una burguesía.
Jaime Gil de
Biedma
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