"…el siglo en que me tocó vivir y crecer no fue un siglo de
pasión. Era un mundo ordenado, con estratos bien definidos y transiciones
serenas, un mundo sin odio. El ritmo de las nuevas velocidades no había pasado
todavía de las máquinas -el automóvil, el teléfono, la radio y el avión- al
hombre; el tiempo y la edad tenían otra medida. Se vivía más reposadamente y,
si intento evocar las figuras de los adultos que acompañaron mí infancia, me
llama la atención que muchos de ellos eran obesos desde muy temprano. Mi padre,
mi tío, mi maestro, los tenderos, los músicos delante de los atriles, a los
cuarenta años eran ya hombres gordos, "respetables". Andaban
despacio, hablaban con comedimiento, se mesaban las barbas bien cuidadas y en
muchos casos ya entrecanas. Pero el pelo gris era una señal más de
"respetabilidad" y un hombre "maduro" evitaba
conscientemente los gestos y la petulancia de los jóvenes como algo impropio.
Ni siquiera siendo yo muy niño, cuando mi padre todavía no había cumplido los
cuarenta, recuerdo haberlo visto subir o bajar escaleras apresuradamente ni
hacer nunca nada con prisa aparente. La prisa pasaba por ser no sólo poco
elegante, sino que en realidad también era superflua, puesto que en aquel mundo
burguesamente estabilizado, con sus numerosas pequeñas medidas de seguridad y
protección, no pasaba nunca nada repentino, las catástrofes que pudiesen
ocurrir en el exterior no atravesaban las paredes bien revestidas de la vida
"asegurada"."
El mundo de
ayer
Stefan
Zweig
"El mundo de ayer" fue su testamento, pero también es una
excelente descripción de la vieja Europa
anterior a la primera guerra mundial y de los estériles intentos, en el período de entreguerras, por oponer al nacionalismo la idea de una
Europa unida y consciente de su riqueza y diversidad cultural.
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