“Todo eso.
El caso es
que Blanca no ha huido; al contrario, se ha encerrado en su pasado hecho de
lámparas apagadas, de cortinas devoradas por los años, de silenciosas figuras
de cera. Está hundida en el mundo de los relojes que no suenan, de las horas
que uno lleva dentro. Y Méndez comprende que esto ya no se puede dilatar más,
que debe explicar lo que sabe y obtener la orden de detención, que debe dar fin
a la pesadilla que un día empezó con un cuerpo flotando en las aguas, razón de más
para creer que las aguas y los cuerpos son incompatibles. Méndez que va a la
Brigada de Homicidios, Méndez que se sienta con timidez en el borde de una
silla, Méndez que habla. El jefe que le escucha.
—Coño,
Méndez, todo eso está muy bien, y desde luego lo investigaremos, pero como
posibilidad secundaria. ¿Por qué? Pues porque ya tenemos al culpable.
Méndez se
puso en pie. Le temblaban las aletas de la nariz. Necesitó apoyar las palmas de
las manos en la mesa para mantenerse erguido y farfullar:
— ¿Pero qué
dice? ¿Y quién es ese culpable?
— ¿Quién va a
ser? El más lógico. Un tal Ricardo Arce, el amiguito de la viuda. Lo ha
confesado. Celos del marido, celos del primo. Pensaba que la mujer y el dinero,
pero sobre todo la mujer, iban a ser para él solo. Por eso mató. Pero qué
narices.
Apuntó con un
dedo a Méndez y añadió:
—Fue el
primero al que interrogamos, naturalmente. El amiguito. Y se hundió en un
santiamén, aunque creíamos que un tipo de su clase tendría más temple. Nos explicó
lo que sabíamos y lo que no sabíamos aún. En fin, Méndez, gracias por su
colaboración, pero será difícil que las cosas cambien habiendo hablado Arce.
¿Amigo suyo?
Méndez
mintió, sintiendo que se le secaba la boca:
—No.
—De todos
modos, si quiere verlo, véalo. Ingresará en la Modelo dentro de una hora.
—Sí..., sí,
señor. Y Méndez haciendo a pie la larga ruta de la ciudad, la Vía Layetana, la
calle de Balmes, Rosellón, Infanta Carlota, Entenza, los pies que le queman,
los ojos que no miran a ninguna parte, la Barcelona que ruge. Y el patio de la
cárcel de donde el Richard salió hace cuatro días, coño, chico, si es verdad,
si parece que haga cuatro días, pero tú estás loco, tú nunca debiste abandonar
tu viejo barrio, tú me dirás qué leche pasa, Richard, que te los debería patear
aquí mismo, oye, sí aún te quedan. Y puede que lo haga.
Ricardo Arce,
quieto junto al coche celular, le miró fijamente. Había en sus labios una
estrecha sonrisa.
—Por favor,
Méndez, déjela en paz. Déjela. No toque a Blanca.
—Me cago en
la leche. ¿Pero por qué?
—Porque ella
me dio algo que yo no hubiera podido tener nunca.
— ¿Darte?
¿Pero qué te dio, Richard?
—Aunque sólo
sea algo para recordar. Es suficiente, ¿sabe, Méndez? Ninguno de mis viejos
amigos puede recordar nada.
Méndez apretó
los puños.
—No creas que
esto va a quedar así —masculló—. Ya puedes ir enredando las cosas, ya, que yo
las aclararé. Te sacaré de aquí. La sonrisa estrecha, lejana, siguió flotando
en los labios de Richard.
—No lo haga
antes de un año, Méndez —pidió—. Es un favor que le pido. Es lo más importante
de mi vida, recuérdelo bien.
— ¿Un año?
¿Por qué? —Antes de que la policía me interrogase, Blanca me llamó. Estaba
llorando. Me dijo que había hablado con un tal doctor Clavería.
—Me mencionó
ese médico. ¿Y qué?
—Luego hablé
yo con él —musitó Ricardo Arce.
—Repito, ¿Y
qué?
—A Blanca le
han de cortar un pecho. Tiene el cáncer metido hasta las raíces en él. —Y
añadió suavemente—. Otro favor, Méndez. No me lo niegue, se lo suplico. Yo
tengo algunos pequeños ahorros.
—No querrás
que te los guarde...
—No. Quiero
que busque un buen pintor. Y que haga un retrato de Blanca con el pecho
cortado. Bueno, si ella se deja. Lo necesito para mí.
Estrechó la
mano de Méndez, le dio las gracias y se dirigió al interior de la cárcel
lentamente.”
Crónica sentimental en rojo
Francisco González Ledesma
Planeta, 2007
pág. 317-319
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