“Tener memoria significa tener noción del antes y del después, si
no, también yo creería siempre que la pena o el gozo de los que me acuerdo están
presentes en el instante en que los recuerdo. En cambio, sé que son
percepciones pasadas porque son más débiles que las presentes. El problema es,
por tanto, tener el sentimiento del tiempo. Lo que quizá ni siquiera yo podría
tener, si el tiempo fuera algo que se aprende. ¿No me decía días ha, o meses,
antes de la enfermedad, que el tiempo es la condición del movimiento, y no el
resultado? Si las partes de la piedra están en movimiento, este movimiento tendrá
un ritmo que, aunque inaudible, será como el ruido de un reloj. La piedra, sería
el reloj de sí misma. Sentirse en movimiento significa sentir latir el propio
tiempo. La tierra, gran piedra en el cielo, siente el tiempo de su movimiento,
el tiempo de la respiración de sus mareas, y lo que ella siente yo lo veo
dibujarse sobre la bóveda estrellada: la tierra siente el mismo tiempo que yo
veo.
Por tanto, la piedra conoce el tiempo, es más, lo conoce incluso
antes de percibir sus cambios de calor como movimiento en el espacio. Por lo
que sé, podría no advertir ni siquiera
que el cambio de calor depende de su posición en el espacio: podría entenderlo
como un fenómeno de mutación en el tiempo, como el paso del sueño a la vigilia,
de la energía al cansancio, como yo ahora estoy dando en la cuenta de que, quedándome
quieto como estoy, me hormiguea el pie izquierdo. Pero no, debe sentir también
el espacio, si advierte el movimiento donde antes estaba el reposo, y el reposo
allá donde antes estaba el movimiento. La piedra, por tanto, sabe pensar aquí y allá.
Imaginemos ahora que alguien recoja esta piedra y la encaje entre
otras piedras para construir una pared. Si antes advertía el juego de las
propias posiciones interiores era porque sentía los propios átomos tendidos en
el esfuerzo de componerse como las celdas de un nido de abejas, tupidos el uno
contra el otro y el uno entre los otros, como deberían sentirse las piedras de
la bóveda de una iglesia, donde la una empuja a la otra y todas empujan hacia
la clave central, y las piedras próximas a la clave empujan las otras hacia
abajo y hacia afuera.
Habiéndose acostumbrado a ese juego de empujes y contraempujes,
toda la bóveda debería sentirse como tal, en el movimiento invisible que hacen
sus ladrillos para empujarse mutuamente; al igual debería advertir el esfuerzo
que alguien hace para derribarla y entender que cesa de ser bóveda en el
momento en el que el muro subyacente, con sus contrafuertes, cae.
Así pues, la piedra, urgida por las otras piedras a tal grado que está
a punto de romperse (y si la presión fuera mayor se resquebrajaría), debe
sentir esta constricción como una constricción que antes no advertía, una
presión que de algún modo debe influir sobre el propio movimiento interior. ¿No
será éste el momento en que la piedra advierta la presencia de algo exterior a
sí? La piedra tendría entonces conciencia del Mundo. O quizá pensaría que la
fuerza que la oprime es algo más fuerte que ella, e identificaría al Mundo con
Dios.
Mas el día que ese muro se desplomaré, cesada la constricción, ¿advertiria
la piedra el sentimiento de la Libertad, como lo advertiría yo, si me decidiera
a salir de la constricción que me he impuesto? Salvo que yo puedo querer cesar
de estar en este estado, la piedra no. Por tanto, la libertad es una pasión,
mientras la voluntad de ser libre es una acción, y esta es la diferencia entre
la piedra y yo. Yo puedo querer. La piedra, a la sumo (¿y por qué no?), puede
solo tender a volver a como era antes del muro, y sentir placer cuando se
vuelve de nuevo libre, pero no puede decidir actuar para realizar lo que le
gusta.
¿Puedo yo de verdad querer? En este momento yo experimento el
placer de ser piedra, el sol me calienta, el viento me hace aceptable esta
concocción de mi cuerpo, no tengo ninguna intención de cesar de ser piedra. ¿Por
qué? Porque me gusta. Por tanto, también yo soy esclavo de una pasión, que me
desaconseja querer libremente el propio contrario. Sin embargo, queriendo, podría
querer. Y sin embargo, no lo hago. ¿Cuànto mas libre soy que una piedra?”
La isla del
día de antes
Umberto Eco
Traducción de Helena Lozano
Lumen, Barcelona, 1995
Págs. 388-389
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