Guerra en España, es una recopilación que Juan Ramón Jiménez
hizo durante toda su vida de textos propios (verso, prosa, artículos
periodísticos, conferencias, entrevistas, lecturas radiofónicas y cartas) y de
otros autores sobre la II República, la
Guerra Civil y el exilio. El material se completa con unas 180 imágenes alusivas
a los hechos narrados. Con este conjunto ingente de textos e imágenes Juan
Ramón trata de justificar su postura personal de fidelidad a la II República y
de dignidad personal que motivó su largo exilio y el hecho de que no regresara
jamás.
La obra
desvela información desconocida de los exiliados, y muchas polémicas surgidas
entre ellos, en Europa, América Latina e incluso África (campos de
concentración de la Argelia francesa). En este sentido es un gran corpus de
textos, algunos inéditos, de Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, José Bergamín,
Navarro Tomás, Pablo Neruda, Menéndez Pidal... en donde se revela la actitud de
todos estos intelectuales ante la Guerra primero y exilio después o la España
“oficial” de Franco. También aparece la postura de muchos intelectuales que
permanecieron o regresaron a la España de la dictadura, con los que Juan Ramón
mantuvo relación. Es uno de los libros que más información aporta sobre la
actitud de los intelectuales ante la II República, la Guerra Civil, el exilio y
la España de Franco.
Muchos de los
hechos narrados sirven para desterrar falsos tópicos sobre Juan Ramón Jiménez,
como su falta de compromiso ante la Guerra, pues en este libro aparecen pruebas
de las acciones de Juan Ramón Jiménez a favor de la II República (firma de
manifiestos, mítines) y de su acción social (mientras permaneció en Madrid,
convirtió su casa en un orfanato de hijos de milicianos muertos, en Nueva Yoik
se dedicó a recaudar fondos para los huérfanos de la guerra de España). También
salen a la luz cuestiones polémicas como la dudosa actitud de Jorge Guillén y
José Bergamín ante el conflicto. También aparece el capítulo del robo de la
biblioteca de Juan Ramón Jiménez en Madrid, acabada la Guerra Civil.
Guerra en España. Prosa y verso (1936-1954)
Juan Ramón Jiménez
Edición de
Ángel Crespo, revisada y ampliada por Soledad González Ródenas
Editiorial: Point
de Lunettes, Sevilla, 2009
“Antonio Machado se dejó desde
niño la muerte, lo muerto por todos los rincones de su alma y su cuerpo.
Tuvo siempre tanto de muerto como de vivo, mitades fundidas en él por arte
sencillo. Cuando me lo encontraba por la mañana temprano, me creía que acababa
de levantarse de la fosa. Olía, desde muy lejos, a metamorfosis. La gusanera no
le molestaba, le era buenamente familiar. Yo creo que sentía más asco de la
carne tersa que de la huesuda carroña, y que las mariposas del aire libre le
parecían casi de tan encantadora sensualidad como las moscas de la casa, la
tumba y el tren, “inevitables golosas”.
Poeta de la muerte, y pensado, sentido, preparado hora tras hora para lo
muerto, no he conocido otro que como él haya equilibrado estos niveles iguales
de altos o bajos, según y cómo; que haya salvado, viviendo muriendo, la
distancia de las dos únicas existencias conocidas, paradójicamente opuestas;
tan unidas aunque los otros hombres nos empeñemos en separarlas, oponerlas y
pelearlas. Toda nuestra vida suele consistir en temer a la muerte y alejarla de
nosotros, o mejor, alejarnos nosotros de ella. Antonio Machado la comprendía en
sí, se cedía a ella en gran parte. Acaso él fue, más que un nacido, un
resucitado. Lo prueba quizás, entre otras cosas, su madura filosofía juvenil. Y
dueño del secreto de la resurrección, resucitaba cada día ante los que lo vimos
esta vez, por natural milagro poético, para mirar su otra vida, esta vida
nuestra que él se reservaba en parte también. A veces pasaba la noche en su
casa ciudadana de alquiler, familia o posada. Dormir, al fin y al cabo, es
morir, y de noche todos nos tendemos para morir lo que se deba. No quería ser
reconocido, por sí o por no, y por eso andaba siempre amortajado, cuando venía
de viaje, por los trasmuros, los pasadizos, los callejones, las galerías, las
escaleras de vuelta, y, a veces, si se retardaba con el mar tormentoso, los
espejos de estación, los faros abandonados, tumbas en pie.
Visto desde nosotros, observado a nuestra luz medio falsa, era corpulento,
un corpachón naturalmente terroso, algo de grueso tocón acabado de sacar; y
vestía su tamaño con unos ropones negros, ocres y pardos, que se correspondían
a su manera estravagante de muerto vivo, chaqué nuevo quizás, comprado de prisa
por los toledos, pantalón perdido y abrigo de dos fríos, deshecho todo,
equivocado en apariencia; y se cubría con un chapeo de alas desflecadas y
caídas, de una época cualquiera, que la muerte vida equilibra modas y épocas.
En vez de pasadores de bisutería llevaba en los puños del camisón unas
cuerdecitas como larvas, y a la cintura, por correa, una cuerda de esparto,
como un ermitaño de su clase. ¿Botones? ¿Para qué? Costumbres todas lójicas de
tronco afincado ya en cementerio.
Cuando murió en Soria de Arriba su amor único, que tan bien comprendió su
función trascendental de paloma de linde, tuvo su idilio en su lado de la
muerte. Desde entonces, dueño ya de todas las razones y circunstancias, puso su
casa de novio, viudo para fuera, en la tumba, secreto palomar; y ya sólo venía
a este mundo de nuestras provincias a algo muy urgente, el editor, la imprenta,
la librería, una firma necesaria... la guerra, la terrible guerra española de
tres siglos. “Entonces” abandonó toda su muerte y sus muertos más íntimos y se quedó
una temporada eterna en la vida jeneral, por morir otra vez, como los mejores
otros, por morir mejor que los otros, que nosotros los más apegados al lado de
la existencia que tenemos acotado como vida. Y no hubiera sido posible una
última muerte mejor para su estraña vida terrena española; tan mejor, que ya
Antonio Machado, vivo para siempre en presencia invisible, no resucitará más en
genio y figura. Murió del todo en figura, humilde, miserable, colectivamente,
res mayor de un rebaño humano perseguido, echado de España, donde tenía todo
él, como Antonio Machado, sus palomares, sus majadas de amor, por la puerta
falsa. Pasó así los montes altos de la frontera helada, porque sus mejores
amigos, los más pobres y los más dignos, los pasaron así. Y si sigue bajo
tierra con los enterrados allende su amor, es por gusto de estar con ellos,
porque yo estoy seguro de que él, conocedor de los vericuetos estrechos de la
muerte, ha podido pasar a España por el cielo de debajo de tierra.
Toda esta noche de luna alta, luna que viene de España y trae a España con
sus montes y su Antonio Machado reflejados en su espejo melancólico, luna de
triste diamante azul y verde en la palmera de rozona felpa morada de mi
puertecilla de desterrado verdadero, he tenido en mi fondo de despierto dormido
el romance “Iris de la noche”, uno
de los más hondos de Antonio Machado y uno de los más bellos que he leído en mi
vida:
Y tú, Señor, por
quien todos
vemos y que ves
las almas,
dinos si todos
un día
hemos de verte
la cara.
En la eternidad de esta mala guerra de España, que tuvo comunicada a España
de modo jigante y terrible con la otra eternidad, Antonio Machado, con Miguel
de Unamuno y Federico García Lorca, tan vivos en la muerte los tres, cada uno a
su manera, se han ido, de diversa manera lamentable y hermosa también, a
mirarle a Dios la cara. Grande de ver sería cómo da la cara de Dios, sol o luna
principales, en las caras de los tres caídos, más afortunados quizás que los
otros, y cómo ellos le están viendo la cara a Dios.”
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