El Exilio y la Literatura
Discurso de Roberto Bolaño en Viena
“He sido invitado para hablar del exilio. La invitación me llegó escrita en
inglés y yo no sé hablar inglés. Hubo una época en que sí sabía o creía que
sabía, en cualquier caso hubo una época, cuando yo era adolescente, en que creía
que podía leer el inglés casi tan bien, o tan mal, como el español. Esa época
desdichadamente ya pasó. No sé leer inglés. Por lo que pude entender de la
carta creo que tenía que hablar sobre el exilio. La literatura y el exilio.
Pero es muy posible que esté absolutamente equivocado, lo cual, bien mirado,
sería a la postre una ventaja, pues yo no creo en el exilio, sobre todo no creo
en el exilio cuando esta palabra va junto a la palabra literatura.
Para mí, creo que es conveniente decirlo ya mismo, es un placer estar aquí
con ustedes, en la renombrada y famosa Viena. Para mí Viena tiene mucho que ver
con la literatura y con la vida de algunas personas muy cercanas a mí y que
entendieron el exilio como en ocasiones lo entiendo yo mismo, es decir como vida
o como actitud ante la vida. En 1978 o tal vez en 1979 el poeta mexicano Mario
Santiago, de regreso de Israel, pasó unos días en esta ciudad. Según me contó
él mismo, un día la policía lo detuvo y luego fue expulsado. En la orden de
expulsión se le conminaba a no regresar a Austria hasta 1984, una fecha que le
parecía significativa y divertida a Mario y que hoy también me lo parece a mí.
George Orwell no sólo es uno de los escritores remarcables del siglo XX sino
también y sobre todo y mayormente un hombre valiente y bueno. Así que a Mario,
en aquel año ya un tanto lejano de 1978 o 79, le pareció divertido que lo
expulsaran de Austria con esa recomendación, como si Austria lo hubiera
castigado a no pisar suelo austríaco hasta que pasaran seis años y se cumpliera
la fecha de la novela, una fecha que para muchos fue el símbolo de la ignominia
y de la oscuridad y de la derrota moral del ser humano. Y aquí, dejando de lado
lo significativo de la fecha, los mensajes ocultos que el azar o ese monstruo
aún más salvaje que es la causalidad enviaba al poeta mexicano y por intermedio
de éste me enviaba a mí, podemos hablar o retomar el posible discurso del
exilio o del destierro: el ministerio del Interior austríaco o la policía
austríaca o la Seguridad austríaca cursa una orden de expulsión y envía
mediante esa orden a mi amigo Mario Santiago al limbo, a la tierra de nadie,
que en inglés se dice no man’s land, que francamente queda mejor que en
español, pues en español tierra de nadie significa exactamente eso, tierra yerma,
tierra muerta, tierra en donde no hay nada, mientras que en inglés se
sobreentiende que sólo no hay hombres, pero animales o bichos o insectos sí
hay, lo que la hace más agradable, no quiero decir muy agradable, pero
infinitamente más agradable que en la acepción española, aunque probablemente
mi percepción de ambos términos esté condicionada por mi ignorancia progresiva
del inglés e incluso por mi ignorancia progresiva del español (el diccionario
de la Real Academia Española no registra el término tierra de nadie, cosa que
no es de extrañar, o yo no he buscado bien). Pero lo cierto es que a mi amigo
mexicano lo expulsan y lo ponen en la tierra de nadie. Yo veo la escena así:
unos funcionarios austríacos timbran el pasaporte de Mario con la señal indeleble
de que no puede pisar suelo austríaco hasta que se cumpla la fecha fatídica de
Orwell y luego lo meten en un tren y lo despachan, con un billete gratis pagado
por el estado austríaco, hacia el destierro temporal o hacia un exilio cierto
de cinco años, al cabo de los cuales mi amigo puede, si así lo desea, pedir un
visado y volver a pisar las hermosas calles de Viena. Si Mario Santiago hubiera
sido un fanático de los festivales musicales de Salzburgo, sin duda se habría
marchado de Austria con lágrimas en los ojos. Pero Mario nunca fue a Salzburgo.
Se montó en el tren y no bajó hasta París y tras vivir unos meses en París tomó
un avión rumbo a México y cuando llegó la fecha fatídica o festiva, depende, de
1984, Mario siguió viviendo en México y escribiendo en México poemas que nadie
quería publicar y que posiblemente están entre los mejores de la poesía
mexicana de finales del siglo XX, y tuvo accidentes y viajó y se enamoró y tuvo
hijos y vivió una vida buena o mala, una vida en todo caso en los extramuros
del poder mexicano, y en 1998 un automóvil lo atropelló en circunstancias
oscuras, un coche que se dio a la fuga mientras Mario se daba a la muerte,
tirado y solo en una calle nocturna de uno de los barrios periféricos de México
Distrito Federal, una ciudad que en algún momento de su historia se asemejó al
paraíso y que hoy se asemeja al infierno, pero no un infierno cualquiera sino
el infierno especial de los hermanos Marx, el infierno de Guy Debord, el
infierno de Sam Peckinpah, es decir un infierno singular en grado extremo, y
allí murió Mario, como mueren los poetas, sumido en la inconsciencia y sin
papeles, motivo por el cual cuando llegó una ambulancia a buscar su cuerpo roto
nadie supo quién era y el cadáver se pasó varios días en la morgue, sin deudos
que lo reclamaran, en una suerte de revelación final, en una suerte de epifanía
negativa, quiero decir, como el negativo fotográfico de una epifanía, que es
también la crónica cotidiana de nuestros países. Y entre las muchas cosas que
quedaron inconclusas, una de ellas fue el regreso a Viena, el regreso a
Austria, esta Austria que para mí, huelga decirlo, no es la Austria de Haider
sino la Austria de los jóvenes que están contra Haider y que salen a la calle y
lo hacen público, la Austria de Mario Santiago, poeta mexicano expulsado de
Austria en 1978 e imposibilitado de regresar a Austria hasta 1984, es decir
desterrado de Austria en el no man's land del ancho mundo y a quien, por lo
demás, Austria y México y Estados Unidos y la felizmente extinta Unión
Soviética y Chile y China le traían sin cuidado, entre otras cosas porque no
creía en países y las Únicas fronteras que respetaba eran las fronteras de los
sueños, las fronteras temblorosas del amor y del desamor, las fronteras del
valor y el miedo, las fronteras doradas de la ética. Y con esto tengo la
impresión de que he dicho todo lo que tenía que decir sobre literatura y exilio
o sobre literatura y destierro, pero la carta que recibí, que era larga y
prolija, ponía especial énfasis en que debía hablar durante veinte minutos,
algo que ustedes seguramente no me agradecerán y que para mí se puede convertir
en un suplicio, sobre todo porque no estoy seguro de haber traducido
correctamente esa misiva endemoniada, y además porque siempre he creído que los
mejores discursos son los discursos breves. Literatura y exilio son, creo, las
dos caras de la misma moneda, nuestro destino puesto en manos del azar. Sin
salir de mi casa conozco el mundo, dice el Tao Te King, e incluso así, sin
salir uno de su propia casa, el exilio y el destierro se hacen presentes desde
el primer momento. La literatura de Kafka, la más esclarecedora y terrible (y
también la más humilde) del siglo XX, así lo demuestra hasta la saciedad. Por
supuesto, por el aire de Europa suena una cantinela y es la cantinela del dolor
de los exiliados, una música hecha de quejas y lamentaciones y una nostalgia
difícilmente inteligible. ¿Se puede tener nostalgia por la tierra en donde uno
estuvo a punto de morir? ¿Se puede tener nostalgia de la pobreza, de la
intolerancia, de la prepotencia, de la injusticia? La cantinela, entonada por
latinoamericanos y también por escritores de otras zonas depauperadas o
traumatizadas insiste en la nostalgia, en el regreso al país natal y a mí eso
siempre me ha sonado a mentira. Para el escritor de verdad su única patria es
su biblioteca, una biblioteca que puede estar en estanterías o dentro de su
memoria. El político puede y debe sentir nostalgia, es difícil para un político
medrar en el extranjero. El trabajador no puede ni debe sentir nostalgia: sus
manos son su patria. ¿Entonces quién entona esta espantosa cantinela? Las
primeras veces que la oí pensé que eran los masoquistas. Si estás preso en una
cárcel de Thailandia y eres suizo, es normal que desees cumplir tu condena en
una cárcel de Suiza. Lo contrario, es decir que seas un thailandés preso en
Suiza y sin embargo desees cumplir el resto de tu condena en una cárcel de
Thailandia, no es normal, a menos que esa nostalgia anormal esté dictada por la
soledad. La soledad sí que es capaz de generar deseos que no se corresponden
con el sentido común o con la realidad. Pero yo estaba hablando de escritores,
es decir estaba hablando de mí, y allí sí que puedo decir que mi patria es mi
hijo y mi biblioteca. Una biblioteca modesta que he perdido en dos ocasiones,
con motivo de dos traslados radicales y desastrosos y que he rehecho con
paciencia. Y llegado a este punto, al punto de la biblioteca, no puedo sino
acordarme de un poema de Nicanor Parra, un poema que me viene como anillo al
dedo para hablar de literatura e incluso de literatura chilena y exilio o
destierro. El poema empieza hablando de los cuatro grandes poetas chilenos, una
discusión eminentemente chilena que la demás gente, es decir el 99,99 por
ciento de críticos literarios del planeta Tierra, ignoran con educación y un
poco de hastío. Hay quienes afirman que los cuatro grandes poetas de Chile son
Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha, otros que
son Pablo Neruda, Nicanor Parra, Vicente Huidobro y Gabriela Mistral, en fin,
el orden varía según los interlocutores, pero siempre son cuatro sillas y cinco
poetas, cuando lo más lógico y lo más sencillo sería hablar de los cinco
grandes poetas de Chile y no de los cuatro grandes poetas de Chile. Hasta que
llegó el poema de Nicanor Parra, que dice así:
Los cuatro grandes poetas de Chile
Son tres
Alonso de Ercilla y Rubén Darío.
Como ustedes saben, Alonso de Ercilla fue un soldado español, noble y
bizarro, que participó en las guerras coloniales contra los araucanos y que de
vuelta en su Castilla natal escribió La Araucana, que para los chilenos es el
libro fundacional de nuestro país y que para los amantes de la poesía y de la
historia es un libro magnífico, lleno de arrojo y lleno de generosidad. Rubén
Darío, como ustedes también saben, y si no lo saben no importa -es tanto lo que
todos ignoramos incluso de nosotros mismos-, fue el creador del modernismo y
uno de los poetas más importantes de la lengua española en el siglo XX,
probablemente el más importante, nacido en Nicaragua en 1867 y muerto en
Nicaragua en 1916, que llegó a Chile a finales del siglo XIX y en donde tuvo
buenos amigos y mejores lecturas pero en donde también fue tratado como un
indio o como un cabecita negra por una clase dominante chilena que siempre se
ha vanagloriado de pertenecer al cien por ciento a la raza blanca. Así que
cuando Parra dice que los mejores poetas chilenos son Ercilla y Darío, que
pasaron por Chile y que tuvieron experiencias fuertes en Chile (Alonso de Ercilla
en la guerra y Darío en las escaramuzas de salón) y que escribieron en Chile o
sobre Chile, y en la lengua común que es el español, pues dice la verdad y no
sólo zanja la ya aburrida cuestión de los cuatro grandes sino que abre nuevas
interrogantes, nuevos caminos, además de ser su poema o artefacto, que es como
Parra denomina a estos textos cortos, una versión o diversión de aquellos
versos de Huidobro que dicen así:
Los cuatro puntos cardinales
Son tres
El sur y el norte.
Imagen del barco Stanbrook, el último que partió con 2.638 exiliados del puerto
de Alicante con destino Orán, Argelia.
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Los versos de Huidobro son muy buenos y a mí me gustan mucho, son versos
aéreos, como buena parte de la poesía de Huidobro, pero la versión/diversión de
Parra me gusta más, es como un artefacto explosivo puesto allí para que los
chilenos abramos los ojos y nos dejemos de tonterías, es un poema que indaga en
la cuarta dimensión, tal como pretendía Huidobro, pero en una cuarta dimensión
de la conciencia ciudadana, y aunque a primera vista parece un chiste, y además
es un chiste, al segundo vistazo se nos revela como una declaración de los
derechos humanos. Es un poema que, al menos a los compungidos y atareados
chilenos, nos dice la verdad, es decir que nuestros cuatro grandes poetas son
Ercilla y Darío, el primero muerto en su Castilla natal en 1594, tras una vida
de viajero impenitente (fue paje de Felipe II y viajó por Europa y luego
combatió en Chile a las Órdenes de Alderete y en Perú a las órdenes de García
Hurtado de Mendoza), el segundo muerto en su Nicaragua natal tras haber vivido
prácticamente toda su vida en el extranjero, en 1916, dos años después de la
muerte de Trakl, ocurrida en 1914. Y ahora que he tocado a Trakl permítanme una
digresión pues se me ocurre pensar que cuando éste abandona los estudios y
entra a trabajar en una farmacia como aprendiz, a la tierna pero ya no inocente
edad de dieciocho años, también está optando (y optando de forma natural) por
el destierro, pues entrar a trabajar en una farmacia a los dieciocho años es
una forma de destierro, así como la drogadicción es otra forma de destierro, y
el incesto otra más, como bien sabían los clásicos griegos. En fin, tenemos a
Rubén Darío y tenemos a Alonso de Ercilla, que son los cuatro grandes poetas
chilenos, y tenemos lo primero que nos enseña el poema de Parra, es decir, que
no tenemos ni a Darío ni a Ercilla, que no podemos apropiarnos de ellos, sólo
leerlos, que ya es bastante. La segunda enseñanza del poema de Parra es que el
nacionalismo es nefasto y cae por su propio peso, no sé si se entenderá el
término caer por su propio peso, imaginaos una estatua hecha de mierda que se
hunde lentamente en el desierto, bueno, eso es caer por su propio peso. Y la
tercera enseñanza del poema de Parra es que probablemente nuestros dos mejores
poetas, los dos mejores poetas chilenos fueron un español y un nicaragüense que
pasaron por esas tierras australes, uno como soldado y persona de gran
curiosidad intelectual, el otro como emigrante, como un joven sin dinero pero
dispuesto a labrarse un nombre, ambos sin ninguna intención de quedarse, ambos sin
ninguna intención de convertirse en los más grandes poetas chilenos,
simplemente dos personas, dos viajeros. Y con esto creo que queda claro lo que
pienso sobre literatura y exilio o sobre literatura y destierro.”
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