presos en el Hospital de San Marcos, León (sin fecha) |
“Mi padre
nunca ha entendido qué buscaba yo en una guerra que no había hecho, que era la
suya.
De chicos,
diez o doce años, nos atraía la pólvora. La fabricábamos nosotros. En las
droguerías vendían azufre y nitrato potásico a cualquiera. El carbón vegetal
nos lo proporcionaba un carbonero. La fabricábamos en grandes cantidades.
Formábamos regueros con ella sobre la tierra, los dibujos de la felicidad.
Cuando estaba concluida la obra nos poníamos alrededor y uno de nosotros
prendía la pólvora por un extremo y la veíamos correr alegre dejando tras de sí
un rastro carbonizado. Como la Historia. En una ocasión el destino fue generoso
con nosotros e hizo que encontráramos un arsenal de cartuchos y balas “de
verdad”, abandonados cerca del río quién sabe por qué razón, y entre ellos una
auténtica granada, que le estalló a Mauro en las manos y lo mató en el acto y a
su hermano lo dejó ciego con la cara picada de quemaduras azules para siempre,
y al resto mudos ante lo azaroso de todo, el por qué ellos dos y no alguno de
los tres amigos que estábamos con ellos. Eso le diría a mi padre si me
preguntara qué es la Historia: los restos carbonizados de la felicidad, las
ruinas que veía el Angelus Novus.
Para mí no es
la guerra, ni él siquiera, ni el dolor que nos causó o el daño que se causó a
sí mismo; para mí son sólo los años de mi infancia.
Los años de
mi infancia... Llegaba junio y la ciudad se llenaba de un suave olor a heno que
venía a trenzarse con el de las flores de las acacias y el de la bosta y el estiércol
de los establos. El olor de los establos es mi “magdalena-de-Proust”. León era
un burgo pobre, recluido, medieval. León fue el paraíso, porque León fue mi
infancia. Cuando estallaba la primavera los hombres se echaban a la calle en
mangas de camisa. Nos mezclábamos con ellos a la puerta de las tabernas,
mientras los veíamos lanzar chapas de hierro a una rana con la boca abierta, o
urdíamos las primeras pellas yéndonos al río o a las vías del tren. Los adultos
no aprobaban nuestros novillos, desde luego, como tampoco el que fabricáramos
la pólvora, pero todos comprendían que tenía que ser de ese modo y no de otro,
y no eran estrictos con nuestras travesuras porque nadie lo había sido con las
suyas, más graves y peligrosas, y de consecuencias nefastas, y ni siquiera
cuando estalló la granada que mató a Mauro y dejó ciego
a su hermano, pudiendo haber
sido cualquiera de nosotros, nos riñeron: comprendían que la culpa no era
nuestra, sino de ellos, de España, que las había olvidado allí, balas y
granadas para seguir muriendo, para seguir matando. Lo mismo que cuando a veces
quedaba ahogado en el río algún niño o lo atropellaba el tren hullero. Aquellas
muertes las tenían por accidentes casuales que se vivían con fatalidad, pero
sin dramatismo. La guerra les había acostumbrado a la tragedia y para ellos la
vida era trágica por naturaleza, y tampoco valía lo que vale ahora. La resignación,
como el bromuro moral que expendían en las iglesias, hizo el resto.
Sólo recordar
aquellas primaveras hace que me crea mejor de lo que soy.
Me digo: aún
puedo recordar a ese niño que está tan seriecito, con su gorra, en la Hípica al
lado de su padre, su Homero. Me digo: yo he llegado a conocer el tiempo en el
que aún se veían abrevar a las caballerías en las fuentes que construyó Carlos
III. ¡Aún quedaban en
León caballerías que sus dueños
ataban donde les convenía, y cuadras de alquiler! ¡De las fuentes labradas en piedra
neoclásica manaba todavía el agua de pozos artesianos! ¡A diario veíamos las
arrias de burros y acémilas, aparejados con alforjas portuguesas, llevando la
arena desde el río a las obras! Yo he visto a un hombre conduciendo las vacas
por Ordoño II para encerrarlas en un establo de la plaza de la Pícara Justina,
y entrar en el convento de las Agustinas Recoletas de Santo Domingo jaulas con
pollos y gallinas.
Me digo: yo
he visto las farolas encendidas a diario por hombres que llevaban al hombro su
pértiga, y he oído durante mis noches febriles la sibilante voz de una bombilla
de voltaje mísero en el farol colocado en la esquina de la fábrica. He visto
también las recuas de hospicianos y seminaristas, unos con el pelo cortado al
cero y sus guardapolvos de rayadillo, los otros con su sotana negra y sus becas
rojas, chicos de doce o trece años abrasados por las chinches y los sabañones,
de dieciséis y diecisiete, como mi padre el día en que mataron a aquel hombre
en La Fonfría.
Me digo: he
formado parte de la historia que otros, yo mismo, estudian en los libros, días
irrepetibles en los que la mayor parte de los adultos o estaban muertos o
heridos de muerte, allí o por medio mundo.
Llevo
ocupándome de la Guerra Civil desde hace cuarenta años. Muchos creen que me
apasiona, incluso que “me gusta”, como pueden apasionarles y gustarles a los
filatélicos sus sellos, que me fascina acopiar datos, y ordenarlos y pegarlos
como hacen ellos en sus álbumes. Me siento más bien como un forense.
He leído
cientos de libros sobre la guerra, estudios, memorias, ensayos, testimonios, he
pasado miles de horas en las hemerotecas y en archivos civiles y militares, he
escuchado a incontables personas que la vivieron, unos en el frente y otros en
la retaguardia, unas veces preponderando en la política o en el ejército o, por
el contrario, siendo gentes insignificantes y comunes, de uno o de otro bando;
me he entrevistado con quienes la ganaron y con los que la perdieron, y entre
estos con muchos que se exiliaron y con otros que se quedaron en España, y de
los que se fueron, con los que volvieron y con algunos que no volvieron y
murieron en Méjico, en Francia, en la Unión Soviética, en la Argentina, en
Inglaterra, en Alemania Oriental, en Bélgica y en Suiza, y de los que se
quedaron, con los que fueron represaliados y con los que salieron más o menos
indemnes. He sido testigo de cómo muchas personas cambiaban de opinión a lo
largo de los años respecto de sus propios recuerdos y vivencias, llegando a
amañarlos o corregirlos sin darse cuenta ni siquiera de que lo hacían, unas
veces llevados por las corrientes de opinión y otras por sus propias
estrategias interesadas. He publicado sobre la guerra cinco libros, tres
centrados en Castilla y León, y dos generales, uno sobre las legaciones extranjeras
en Madrid, Barcelona y Valencia durante la guerra y otro sobre la Iglesia
antes, durante y después de la guerra, y setentaiocho trabajos dados a conocer
en diferentes revistas, periódicos, prólogos y publicaciones científicas y
congresos. Los cinco libros aparecieron en publicaciones comerciales, de mayor
o menor relevancia, pero con buena acogida casi siempre. Profesionalmente creo
gozar de la consideración de mis colegas y de mis alumnos y no espero de mi
trabajo más de lo que puede esperar cualquier profesor de una universidad
española o un hispanista de los suyos, y he visto con indiferencia cómo me
acusaban de fascista por denunciar los crímenes cometidos en o por la
República, o me han tildado de profesor mediocre, iluso y resentido por exigir
que las instituciones herederas de las que se levantaron contra el gobierno
legítimo de la República, a saber el Ejército español, la Iglesia y los
partidos de la derecha española, principalmente, como también el Parlamento,
condenen en la actualidad aquel levantamiento. Si denunciaba como una patraña
de la propaganda el que los mejores intelectuales y escritores españoles sólo estuvieron
de parte republicana, los intelectuales y escritores de derechas se me
acercaban con sonoras palmadas en la espalda, pero no les gustaba tanto si recordaba
la mediocridad de sus pensadores, ideólogos, periodistas y poetas orgánicos; y
cuando he dicho que no hay mucha diferencia entre los poemas de guerra del
comunista Fulano y los del fascista Beltrano, no les ha contentado ni a los
unos ni a los otros.
A pesar de
que desde hace unos años todo lo relacionado con la Guerra Civil me ha llegado
a fatigar, cuando se lleva tanto tiempo trabajando sobre un asunto no resulta
fácil desentenderse de él. Cada día se dan a conocer nuevos datos y se
franquean a los investigadores nuevos archivos y documentos, y yo ya estoy
cansado. Pensaba mi retiro en algún lugar de esta provincia, en algún pueblo,
con pocos pero doctos libros juntos y media docena de colmenas.
Y sin embargo
siento que al menos para mí la Guerra Civil aún no ha terminado, ni creo que se
termine nunca.
Los españoles
acabarán olvidándose de la Guerra Civil por cansancio, no porque haya
terminado. Se olvidarán, pero mientras siga habiendo muertos en las cunetas,
estos serán una semilla que el día menos pensado germinará con vigor inusitado
reclamando justicia. O no. La memoria hay que cultivarla; el olvido crece solo.
Acabo de leer hace unos minutos en un periódico esta frase de un escritor, a
propósito de la Guerra Civil: “Ese es un asunto ya zanjado por los
historiadores”. Los historiadores no zanjamos, al contrario, nuestro trabajo consiste
en abrir las puertas que otros cerraron. Las fosas, por ejemplo.
Pero
“vengamos a lo de ayer, que tan bien es olvidado”, decía Jorge Manrique, el
primero y más fino historiador español.
Tengo la
impresión de que todos los trabajos realizados por mí hasta la fecha no fueron
sino una preparación, un largo camino para poder enfrentarme a este solo hecho:
la actuación de mi padre desde el 18 de julio al 24 de noviembre de 1936, desde
la sublevación hasta el día en que se les destinó al frente de Asturias,
después de haber participado, destacado en el cuartel de San Marcos, en los
pelotones de fusilamiento que ejecutaban las sentencias de los consejos
sumarísimos de guerra que tenían lugar en el Cuartel del Cid, y quién sabe si,
al menos en las primeras semanas o al mismo tiempo, formando parte de las
partidas de falangistas que completaban el trabajo de los consejos de guerra
actuando por su cuenta, sembrando el terror por los pueblos cada noche con sus
paseos tan ostentosos y ostensibles cuanto consentidos y alentados por las autoridades.
Tantos años
ocupándome de la guerra y sólo ahora comprendo algo que es a un tiempo sencillo
y complejo. Complejo porque se hubiese creído que mientras trabajaba estudiando
una guerra que protagonizaban otros, no me ocuparía de la de mi padre, y
sencillo, porque todo ha acabado llevándome de la manera más natural a él.
¿Cómo no lo sospeché desde el primer momento, desde que decidí dedicarme a todo
esto? ¿Podré honrar la figura de mi padre como honró Manrique la del suyo, como
haría cualquier bien nacido? Tendría muchas razones también para hacerlo: puedo
recordar, si quiero, sólo las cartas buenas de estas siete y media que juego yo
conmigo: cuanto mi padre me ha dado, empezando por la vida; el trabajo de salir
adelante, él, sí, con dos padres que lo destruyeron, antes, durante y después
de la guerra, y de la peor manera: sin que jamás ninguno de ellos lo
advirtiera; el trabajo de sacarnos adelante; los buenos momentos, los días que
me llevó con él al cine, al circo, a la Hípica o al campo de la Cultural y Deportiva
Leonesa; mi primer mecano, mi primer tren eléctrico, que me ayudó él a montar
durante días enteros, mi primera Vespino, mi primer Mini; las raras veces que
dejó que viese en su interior, como a través de una puerta mal cerrada, a aquel
muchacho que se quedó en los diecisiete años, asustado por todo lo que había
hecho y todo lo que le obligaron a hacer, confundido uno y otro,
indiscernible... ¡Diecisiete años!
Las mejores
cartas, oportunas, propicias, los momentos buenos.
Mi temor ha
sido siempre que pudiera olvidarlos, que la vida me hiciera olvidarlos, que yo
también acabara enterrándolos en una cuneta.
Alguna vez he
pensado estos últimos meses que todo resultaría más sencillo si mi padre
hubiese muerto. Tal vez habría salvado mis momentos buenos, y a él, no sabiendo
más.
He deseado su
muerte muchas veces. Todavía la deseo y me aterra decirlo. Me digo: casi
noventa años, ya ha vivido mucho, debería salir de escena, bajar al sepulcro,
esperar que el olvido haga el trabajo que no han podido hacer ni la paz ni la
piedad ni el perdón. Que la tierra se cierre sobre él, como se cierra sobre el
mundo el olvido.
Y, sí, para
mí no es la guerra, sino conocer la razón por la cual la guerra acabó con mi
padre, la razón de ese poso de amargura que he descubierto siempre en su alma,
y saber qué tienen en común su perpetuo desasosiego y esta tristeza mía que más
he detestado porque he visto siempre en ella la sombra de aquellas muertes y de
la muerte.
Para mí no es
la guerra, sino el temor de no honrarlo como debe honrar un hijo a un padre, y
salvarle en mi amor, tanto como salvarme en él.
Para mí no es
la guerra, sino saber por qué somos sus víctimas sin haberla hecho, por qué nos
han mentido."
Ayer no más
Andrés Trapiello
Destino, Barcelona, 2012
páginas 280-288
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